Egon Schiele
Por momentos el autor nos remite a un sentimiento de congoja, de malestar, como cuando Lucrecia le dice a Fonchito que lo quiere, y se lo está diciendo de verdad, porque siente pena de él por no ser un niño "normal".
Quiero decir, me gustaría verte jugar al fútbol, ir al estadio, salir con los chicos de tu barrio y de tu colegio. Tener amigos de tu edad. Organizar fiestas, bailar, enamorar a las colegialas. ¿No te provoca hacer nada de eso?
Pero por otros momentos pasamos a un estado de risueña tentación, cuando el profesor Nepomuseno encuentra el calconcito en la escalera y no sabe qué hacer y todo lo que sigue, hasta que estalla en llanto, en ese momento toda sonrisa se evade de nuestras sensaciones para dar paso a la compasión, ante el pobre hombre que no pudo sobrellevar todo lo que vio.
Don Nepomuceno, sin defensas contra esa afectuosa deferencia, la acariciante cadencia de esas palabras, el cariño de esa mirada que destellaba en la sombra, se quebró. Lo que hasta entonces habían sido sólo unos mudos lagrimones bajando por sus mejillas, mudaron en sollozos resonantes, desgarrados suspiros, catarata de babas y mocos que trataba de contener con las dos manos —en su desorden mental no encontraba el pañuelo, ni el bolsillo donde estaba el pañuelo— mientras, ahogándose, se explayaba en esta confesión:
—Ay, Lucrecia, Lucrecia, perdóneme, no puedo contenerme. No vea en esto una ofensa, todo lo contrario. Yo no había imaginado nunca nada así, tan hermoso, quiero decir, tan perfecto, como el cuerpo que usted tiene. Sabe cuánto la respeto y la admiro.
El autor juega con los personajes pero también lo hace con los lectores a quienes cambia de sentimientos de un párrafo a otro sin ningún tipo de piedad, por momentos nos reímos, por momentos pensamos en las maldades de Fonchito, en las tentaciones de Lucrecia, todo eso en un entorno que va desde la risa propiamente dicha hasta la más triste de las actitudes de los personajes.