Cierzo (Fragmento de algo)

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Iliria
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Cierzo (Fragmento de algo)

Mensaje por Iliria »

Noviembre de 2004

El sol de la mañana descendía con lentitud por las fachadas y, con anaranjada sutileza, apartaba los últimos restos de una madrugada gélida. Con la dentellada del Cierzo, el hato humano se iba moviendo hacia dondequiera se hallasen sus deberes. Ramiro se detuvo unos instantes. Cerró los ojos y captó los sonidos de una ciudad que, tras la tregua nocturna, retomaba con indolencia su actividad. Allí, en la zona arbolada, el piar de los gorriones formaba un caprichoso pizzicato, para alejarse en rápida huída con un batir de alas. Las hojas de los árboles parecían querer apaciguar con susurros al viento enojado, como enojado se mostraba también, en la distancia, el llanto de algún niño reacio a la guardería. De tan incesante, apenas se captaba ya el murmullo del tráfico, pulso vital de toda urbe. Después, se concentró en aspirar el aire. Zaragoza transpiraba otoño por los poros de sus paredes teja, por las arboledas ya desguarnecidas, por el embozo de los viandantes, por el olor a tierra mojada y fría. Desde el Paseo de la Ribera, donde se hallaba, podía asomarse al cauce del Ebro y, entre las ramas medio desnudas de las choperas, contemplar la Basílica del Pilar, cuyas altas torres custodiaban el majestuoso conjunto de cúpulas.
Se encaminó paseo abajo hasta llegar al Puente de Santiago. A su paso, sus dedos jugueteaban con los barrotes de la barandilla, y ante la visión de la apacible ciudad asomada al cinturón de aguas de plata, trataba de encauzar sus pensamientos dispersos. ¿Qué iba a hacer ahora? Se dirigía hacia el centro, o mejor dicho, dejaba que el centro tirara de él, de igual manera que él mismo arrastraba su equipaje.
Nada le quedaba ya por hacer en Zaragoza. Tras otro intento profesional fallido, no había tenido más remedio que admitir la evidencia: aún no estaba preparado para volver a tocar en una orquesta. Y en las academias de la ciudad no necesitaban más profesores, ni músicos los hoteles o piano-bares. Tras pagar el último mes de alquiler, ya no tenía absolutamente nada. Ni un lazo que lo ligase a aquella urbe plácida en su despertar.
Su abstraído tamborileo cesó en los últimos barrotes al llegar al Paseo de Echegaray y Caballero, en la orilla opuesta. Frente a él se alzaba un macizo conjunto arquitectónico: el de la iglesia barroca de San Juan de los Panetes y el del antiguo alcázar musulmán de la Zuda, destinado a oficina de Turismo. Entre ambos se extendían los restos de la muralla romana.
A lo largo de Echegaray y Caballero, por la acera del río, se sucedían con mayor o menor regularidad arbolillos en maceteros redondos, junto con los árboles de la acera y bancos cara al río, bajo farolas pintadas de verde. En la acera de enfrente se alzaban edificios de planta rectangular, de ladrillo rojizo, con entresuelo y una altura no mayor de cuatro o cinco pisos. Los dedos inquietos de Ramiro, quizá buscando algo de calor, tropezaron dentro del bolsillo de la cazadora con un trozo de papel estucado. Esbozó una media sonrisa. Ah, sí. En el momento de salir al patio, la mujer de la limpieza de los despachos de enfrente cargaba con unas agendas del año anterior.

—Son para tirar. Al final, se han quedado nuevas— había explicado, sin que nadie le preguntara.

—¿Me permite?

—Claro, hombre.

A Ramiro le había resultado familiar ese modelo de agenda. De manera repentina, una idea se había cruzado por su mente. “¿Quién sabe?”, pensó. Abrió una de ellas por detrás, donde figuraban planos de ciudades por orden alfabético. Al llegar al de Valencia, trataba de recordar el nombre de una calle. Mientras lo musitaba, había arrancado la hoja.

—Gracias— sonrió a la mujer, guardándose el pliego en el bolsillo.

Aquella había sido una idea peregrina. Ramiro nunca hacía planes, al menos no a largo plazo. Actuaba por instinto, por puro impulso, agotando todas las posibilidades según se le presentaban. Pero seguía palpando el papel en el bolsillo…
En su andar errante, Ramiro pasó ante la Basílica del Pilar, con la misma naturalidad con la que hubiese podido dejar atrás el Obelisco de Buenos Aires, Times Square en Nueva York o el Grote Markt de Bruselas. Experimentó una sensación efímera, pero no por eso menos sorprendente, de poder moverse por igual en cualquier parte del Orbe. La libertad de los desposeídos. Esta exaltación del ánimo le acompañó mientras llegaba al Puente de Piedra, donde a modo de majestad babilónica, se alzaban las esculturas de dos inmensos leones, uno a cada lado del puente, sobre dos altos pilares de piedra blanca. Ramiro cruzó la acera y se adentró por la calle de Don Jaime I hasta la Plaza de la Seo. Allí, la sensación de libertad se disipó al divisar entre los soportales de la plaza la figura de un anciano. Ramiro advirtió lo que parecían no querer ver los apresurados viandantes. Junto a una de las columnas, al abrigo del frío, el enteco anciano alargaba el fondo recortado de lo que había sido un cartón de leche, a la espera de alguna moneda. Tras varios intentos en vano, se sentó en el suelo, rascándose una barba gris y enmarañada. Parecía tan absorto en su abatimiento, que no se percató del traqueteo de una trolley ni de la voz gruesa de Ramiro junto a él:

—¿Qué, abuelo? ¿Hoy no quieren picar los peces?

El mendigo levantó la cabeza para mostrar unos ojos turbios y legañosos, unos pómulos afilados y unas mejillas fláccidas y hundidas. Entre la barba sucia, la boca parecía una línea casi inexistente. El anciano barbotó algo mientras se encogía de hombros entre sus harapos. Quien le había hablado arrimó la maleta que arrastraba junto a la columna donde se hallaban. Con el desinterés de aquellos que ya sólo miran por mirar, sus viejos ojos se posaron en el violín que el joven había sacado de un estuche deslucido y pelado. Con gesto resuelto, acostumbrado, el músico sostuvo el mástil del instrumento y el arco con una mano, y con la otra dejó caer al suelo el estuche, empujándolo hacia adelante con el pie. Pegó sus largas piernas a la maleta y comenzó a tocar.
Pronto las primeras notas encontraron la tierna hendidura de un alma que ya no esperaba nada. El anciano desconocía aquella pieza, el primer movimiento del Concierto de Violín de Jean Sibelius. Su título tampoco le hubiese dicho nada. Sólo sabía que la música era hermosa. Aquellas primeras notas que lo habían penetrado se habían asomado de manera casi imperceptible, como también se había asomado la mañana tras apartar con dulzura a la noche. Primero como pidiendo permiso, luego afianzándose en un crescendo para decir: “Aquí estamos”.
Perdida la mirada, vio desfilar toda su vida ante él, como si fuese a abandonar suavemente este mundo. Sus primeros años de posguerra en un pueblo perdido de la provincia de Teruel. Su familia pobre, su trabajo duro en unas tierras ingratas. La continua sospecha por ideas políticas, cuando a él no le iba ni le venía ninguno de los dos bandos. Su marcha a Zaragoza, distintos empleos aún más desagradecidos que el campo, bajo el pie de patronos tan estúpidos como inhumanos. Los enormes esfuerzos para ahorrar y conseguir un taxi y la licencia. Su matrimonio, el nacimiento de su hijo, los dolores de piernas y espalda tras jornadas agotadoras en el taxi. Ver a su hijo crecer y casarse. El egoísmo y las desavenencias con su nuera, las malas artes de ésta para poner al hijo en su contra y sacarles a los viejos hasta el último céntimo, hasta llevarles a endeudarse y a la ruina. Y luego ya, una vez muerta su esposa, enfermo, arrojado de casa por dos aquellos dos cuervos, y sin más posibilidad de sustento que la caridad. Aquella era la vida que ahora le contaba su propio recuerdo, y, como por ensalmo, la música parecía haberla puesto en orden y haberle hecho bien. Porque le daba esperanzas. Porque le hacía ver que todavía quedaba gente buena por el mundo, como aquellos que le ayudaban cada día, le daban dinero, comida o cobijo. O gente como aquel desconocido alto y delgado como un junco que le regalaba una música maravillosa. Una vez lejos de su hijo y de su nuera vivía con muy poco, pero vivía en paz. Libre. La libertad de los desposeídos. Le maravillo que una sensación tan liviana pudiese dar tanto sosiego durante todo el tiempo que le acompañó.
Ramiro siguió tocando una pieza tras otra. Su cuerpo se inclinaba con sutil distinción, sin aspavientos, como si tocar el violín fuese la cosa más sencilla del mundo. Las notas fluían con la misma elegancia que el músico imprimía al arco con sus giros de muñeca o con la gracilidad de sus dedos al danzar sobre el mástil. Los peatones más apurados aminoraban el paso y quienes no tenían prisa se detenían a escucharlo. La camarera del bar de la esquina, al descuido del encargado, también había salido a la puerta. Un par de chiquillas camino de clase cuchicheaban entre sí, sin dejar de darse codazos una a la otra:

—Tía, es guapísimo…

Aunque demasiado espaciadas entre sí, las monedas fueron cayendo en el estuche. Con cada sonido seco del metal al caer en la oquedad del estuche, Ramiro hacía una leve inclinación de agradecimiento. Lejos de estar totalmente concentrado, parecía vigilar cada una de las bocacalles. De pronto, dejó de tocar. Se quedó lívido. A bastante distancia de ellos, una pareja de policías había entrado en la plaza, en su ronda habitual. Ramiro recogió todo con rapidez. No dejaba de observar a los agentes. Mientras, los espectadores se preguntaban por qué había dejado de tocar de forma tan abrupta. Sin embargo, demasiado bien conocía el músico las consecuencias de tocar en las calles sin licencia del Ayuntamiento. Ignoraba las ordenanzas de aquella ciudad, y prefirió no arriesgarse. No estaba en su mejor momento, ni moral ni económico, para afrontar una sanción. En cuclillas junto al anciano, le entregó todas las monedas.

—Tenga, abuelo. Resguárdese y coma algo caliente.

El anciano vio con incredulidad cómo el músico se levantaba y marchaba a toda prisa, arrastrando la maleta y el violín sobre ella. Cuando salió de su asombro, trataba de sostener todas las monedas con una mano, mientras agitaba la otra en el aire en un gesto de despedida, riendo como un niño. La camarera del soportal salió al encuentro de Ramiro, quien se detuvo con un sobresalto. Ella, que sólo lo había visto de espaldas, se quedó unos segundos con la mente en blanco y el rostro enrojecido, hasta que logró balbucear unas palabras:

—Eh… bueno… intentamos darle de comer… cada día. Los del bar, digo. Pero… esto que has hecho por él es muy bonito. Gracias.

Todavía con el susto en el cuerpo, Ramiro asintió con un rápido gesto y se alejó de allí, adentrándose en el laberinto de callejuelas del centro. La joven salió del soportal y siguió con la mirada al músico, sin dejar de preguntarse si una melodía y un rostro tan bellos podían ser reales.
Última edición por Iliria el 17 Nov 2018 23:28, editado 1 vez en total.
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Iliria
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Re: Cierzo (Fragmento de algo)

Mensaje por Iliria »

Ramiro, el niño de "El Burrito" se ha hecho mayor y se ha convertido en un guapo treintañero.

Este fragmento tiene ya unos añitos, pero me apetecía compartirlo :60:
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hexagono69
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Re: Cierzo (Fragmento de algo)

Mensaje por hexagono69 »

Me gusta muy bonito. :)
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Iliria
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Re: Cierzo (Fragmento de algo)

Mensaje por Iliria »

Muchas gracias, hexágono :60:
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evilaro
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Re: Cierzo (Fragmento de algo)

Mensaje por evilaro »

Precioso...

El tema ampliado podría dar para mucho más.

Saludos

Emilio
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Iliria
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Re: Cierzo (Fragmento de algo)

Mensaje por Iliria »

Muchas gracias por leer y comentar, evilaro :60:
Este texto forma parte de una historia que voy escribiendo poco a poco. Espero poder disponer de más tiempo para retomarlo junto con otras cositas que tengo por ahí desperdigadas...
Saludos :hola:
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lucia
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Re: Cierzo (Fragmento de algo)

Mensaje por lucia »

Me gusta la parte en que se pone a tocar y nos abstraes de la realidad. Peor me sentó mal que me sacases de golpe de ahí con la llegada de los policías :no: Eres malvada.
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Si cedes una libertad por egoísmo, acabarás perdiéndolas todas.

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Ginebra
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Re: Cierzo (Fragmento de algo)

Mensaje por Ginebra »

ooh! es una preciosidad, me encanta!
Los científicos dicen que estamos hechos de átomos, pero a mí un pajarito me contó que estamos hechos de historias. Eduardo Galeano


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Iliria
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Re: Cierzo (Fragmento de algo)

Mensaje por Iliria »

Muchas gracias, Lucía y Ginebra :60:
lucia escribió:Eres malvada.
Nah, sólo traviesa :lengua:
Necesitaba que la escena fuese así para mostrar la generosidad del protagonista, aun estando en una situación precaria.
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