El otro lado del plato (Microrrelato)

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Marco Toche
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El otro lado del plato (Microrrelato)

Mensaje por Marco Toche »

El otro lado del plato
En mi casa vivíamos solo tres personas, mamá, mi hermana y yo. Mamá tenía un horario complicado, trabajaba durante todo el sábado para acomodar sus descansos. Como era la persona más ordenada del mundo, los días sábados ella cocinaba a las 5 am y nos dejaba el almuerzo solo para que lo recalentemos en la tarde. Claro, para que pudiéramos atendernos sin sufrir un accidente, porque éramos bastante chicos y torpes. Los días viernes yo tenía problemas para dormir. Recuerdo que entraba en cavilaciones profundas sobre lo que podría suceder con mi hermana y conmigo, si de pronto un sábado mamá no regresaba a casa. No había ninguna buena razón para reflexionar al respecto, pero yo no era precisamente un niño de buenas razones.
Mi habitación estaba al fondo de la casa, pero el corredor que conducía a mi puerta tenía muy buena acústica y podía oír todo, incluso la toz de mi hermana al otro lado del piso. Ayer fue viernes y dormí desde las 22. Más tarde me levanté al baño para orinar. Cada vez que salía de mi cuarto a esas horas dejaba la puerta semi abierta, para no tener que detenerme ni medio segundo de espaldas al corredor. Yo no solía mirar el reloj que colgaba de mi pared, porque tenía aspecto lúgubre y de noche las agujas parecían apuntar contra mí. Pero en mi cabeza estaba seguro de que eran las 3 am. Luego de orinar, salí del baño y cerré la puerta, pero regresé porque había olvidado apagar el foco luz. Cuando di la vuelta, sentí cómo mi espalda soportaba un peso inmenso que venía del corredor que llevaba a mi habitación. Parecía que algo me empujaba al frente, donde 6 o 7 pasos más adelante estaba la habitación de mi mamá, frente al comedor. Pensé que era una tontería y, sin más, decidí cerrar la puerta del baño con la mano izquierda, apagando el bombillo con la derecha, cruzándola como portero.
Quería evitar ver el panorama del comedor, porque había una silla que sobresalía, debido a que no encajaba bien. Y esa silla siempre parecía estar a la espera de algún visitante no invitado. Incluso los treinta grados de inclinación que tenía una de sus esquinas eran tenebrosos. Una silla fuera de contexto, porque éramos tres y ella era la cuarta. Una silla sobre la cual yo nunca me sentaba.
Volteé con fuerza y avancé por el corredor, me tumbé otra vez en la cama y ya no podía conciliar el sueño. Sentía que debía ir a hablar con mi hermana sobre algún problema existencial. Como éramos mellizos, creí que quizás compartíamos las dudas sobre el significado de la vida. Y si no os compartía, quizás su rostro somnoliento me contagiaría las ganas de pegar los párpados.
A pesar de que me presionó la inseguridad por lo que experimenté cerrando la puerta del baño, dejé la cama nuevamente. Una vez más, el pasadizo empujaba. Atravesé el camino y, una vez en el comedor, divisé la puerta junto a la habitación de mamá. Si la tocaba, no contestaría, tenía que abrirla sin permiso. Cuando llegué a su habitación, estaba vacía y vi una ventana abierta. Me acerqué a cerrarla, pero por alguna razón que desconozco saqué la cabeza y de pronto veía la sala de estar, donde un tipo me miraba. Quise regresar y cerrarla de una vez para buscar a mi hermana, pero no pude.
El tipo aparentaba más de cuarenta, llevaba harapos que parecían provenir de un traje que alguna vez fue muy elegante. El tiempo, sin ayuda de nadie, es capaz de convertir las cosas en remedos de ellas mismas, cuando permanecen quietas. Yo quería moverme, pero la quietud del tipo ejercía un efecto reflejo. Estaba paralizado. Me perdí enfrentando su mirada y él entró en la mía. Lo percibí con suma naturalidad, aunque recuerdo una leve relajación en el abdomen. Al cabo de unos segundos me vi en un patio de no sé dónde, ambientado en una época de no sé cuándo, a las 5 pm aproximadamente. Era inmenso y abierto. A pesar de su inmensidad, no tenía horizonte. No había cielo, solo el patio y cientos de cordeles de ropa lavada que se extendían a lo ancho, ordenados uno detrás de otro.
Caminé confundido de izquierda a derecha y no alcancé a ver más que solo patio y cordeles. Intenté mirar hacia adelante, pero la imagen era la misma. Confundido por no poder ubicar al sol o el cielo, intenté levantar la mirada, pero el arriba no existía. Empecé a preguntarme dónde estaba y al no obtener respuesta, reclamé desesperadamente y en voz alta al tipo. Pero no parecía que mis gritos pudieran escucharse en algún lugar. Tenía la sensación de que, así como el arriba, el afuera tampoco existía.
De pronto divisé una puerta en medio de la fila de cordeles, decidí caminar hacia ella. Sin embargo, algo parecía estar fallando. Mientras más caminaba, más se alejaban de mí los cordeles que me separaban de esa puerta. Cuando estaba a punto de darme por vencido, una ventisca sopló desde el este. Pero referirme a los puntos cardinales en ese escenario era ridículo, tanto como hablar de colores en medio de la ceguera. Mi cabeza giró hacia donde sentí que el viento iba, como si supiera que algo debía haber hacia allá. Una vez más, solo ropa lavada, cordeles y patio.
Exhausto, me tumbé al suelo verde y, una vez repuestas las energías, intenté pensar sin levantarme, total, el arriba no era más que el frente y el atrás, la derecha y la izquierda. Era como un pasadizo gigante, seguramente así se siente un planeta flotando en la vasta oscuridad del universo.
Como no se me ocurrió nada y empecé a sentir frío, decidí caminar en la dirección contraria, con la esperanza de regresar y, mágicamente, encontrar una salida. Ya que la puerta era infinitamente lejana, a pesar de estar a unos cuarenta metros. Al regresar, en el primer cordel vi mi cabeza colgada de las orejas, sin rastros de haber sido cercenada. Parecía como si la hubiesen quitado de un muñeco desarmable. Extrañamente, mi cuerpo empezó a parecerme más liviano, sabía que mi cabeza no estaba sobre él. Pero, ¿cómo era posible que la viera colgando, si no tenía mis ojos puestos? Estábamos mi cabeza, un infinito patio y yo, atrapados en un callejón sin horizonte. La misma ventisca sopló, esta vez en dirección contraria, como un niño que regresa de hacer un mandado. El soplido fue tan fuerte, que mi cabeza se descolgó de la oreja derecha y, frente a mí, algo empezó a caer por el orificio del oído. Primero fue un líquido azul, luego letras en desorden, Al caer todas, una frase se formó en el suelo. Decía: la muerte es el comedor al final del corredor y la vida es un eterno pesar.
Me levanté de golpe. Eran las 3 am y yo tenía 18 años. No tengo hermana ni madre, soy huérfano. Por lo menos puedo quitarme el cartón que me cubre por las noches y mirar arriba, sabiendo que hay cielo. Aunque sea desolador, tengo horizonte. Ojalá tuviera madre y hermana, no importa si es solo durante un día, hasta las 3 am. No importa si después de cenar en un comedor tengo que quedar atrapado en un corredor sin horizonte.
Mi infancia y mi sueño se habían confundido en una pesadilla.
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lucia
Cruela de vil
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Re: El otro lado del plato.

Mensaje por lucia »

Oscall, si no te hubiese leído mensajes en el foro, hubiese pensado que esto lo ha escrito alguien muy jovencito y lo ha subido sin repasar.

La idea, no obstante, no deja de ser buena, la de la pesadilla que aun con todo sigue siendo mejor que la vida real para ese joven.
Nuestra editorial: www.osapolar.es

Si cedes una libertad por egoísmo, acabarás perdiéndolas todas.

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