Dramática sucesión de despropósitos
Publicado: 26 Sep 2005 16:53
I
Por lo que sabía, en Zaragoza llovía y en Barcelona caía el agua a raudales. En cambio, nosotros disfrutábamos de una noche agradable. Después de una jornada cálida, una brisa fresca recorría la loma con vistas a la brillante ciudad y penetraba en el patio donde nos habíamos acomodado. Poco a poco, los invitados habían ido llegando, uno tras otro, a la casa de Guillermo.
Cuando llegó José Luis con su esposa, comenzó el sarcasmo que sólo él sabía propiciar, centrando su atención en mí, como pasaba normalmente. Desde que se sentó a la mesa que todos compartíamos, me convertí en la víctima de sus bromas, que, en cualquier otra reunión, habrían parecido burlas grotescas. José Luis, como era habitual, se aliaba con nuestro anfitrión, atacando a todo aquel que se mostraba vulnerable, pretendiendo causar la sonrisa en los demás.
Yo, que ya estaba curado de espanto, me mantuve impasible todo el rato y sólo hablaba cuando había algo interesante que decir o cuando se iniciaba una conversación más seria. A otros les resultaba más difícil ignorar el tono de sorna de aquellos dos sujetos, pero primaba la amistad ante todo. Al menos, eso parecía.
-Pues no, yo aún no sé cómo es vuestra casa -dijo María en un momento dado, mirándome directamente con cierto aire acusador-. Sé cómo es la casa de Sergio, cómo es la casa de Juan, pero no sé cómo es la casa de Angel. No me ha contado nada de su piso.
Angel era yo. Y María era una chica de familia pudiente que trabajaba en mi oficina. Sin duda, era muy competente en su trabajo, pero no podía ocultar ni un solo instante el halo de "chica bien" que arrastraba siempre. Yo no la habría definido como una pija, pero cumplía todos los requisitos para endosarle ese calificativo. Vivía en pleno centro de la ciudad, vestía ropa de marca, una peluquera acudía dos veces por semana a su casa para peinarla personalmente y había dejado a su marido en casa viendo el fútbol y cuidando de su bebé de un año. Por lo demás, volvía a estar embarazada y gozaba de una personalidad algo prepotente.
-¿Cómo? -pregunté extrañado por aquel tema, sin saber cómo se había originado. María estaba hablando con mi joven compañera de viaje, solidaria en sentimientos conmigo, pero me miraba fijamente a mí.
-Digo que sé cómo es la casa de Sergio -enfatizó-, pero no sé cómo es la vuestra.
No me gustó cómo entonaba aquella protesta. Mi mujer, muy sabia y conciliadora, quiso interpretarlo de otra manera y se manifestó tan cortés y solícita como de costumbre.
-Te prometo que la verás pronto. Queremos invitaros a casa desde hace tiempo, pero hemos tenido un verano muy complicado, lleno de compromisos...
-No te preocupes, María -intervine, dando un sorbo a mi refresco-. El lunes te describiré el salón, el martes la cocina, el miércoles...
-Te tomo la palabra.
Detrás de este insulso cruce de palabras se escondía la trama de dos complejos planteamientos que, con una audacia pocas veces vista, supe entrever desde el principio.
Primero, María insistía una y otra vez en que conocía la casa de Sergio porque mi buen amigo Sergio, que estaba junto a mí en la mesa, era un gran charlatán y había contado unas mil veces cómo era su casa por dentro, por fuera, desde arriba y desde abajo; así que, de este modo, le estaba lanzando una dura crítica que, afortunadamente, él no supo oír. Para nada le interesaba a María saber cómo era mi casa, sino librarse de los pesados análisis domésticos de Sergio.
Segundo, había algo que yo no podía desvelar para no dejarla en evidencia: ella no sabía cómo era mi piso, porque yo no tenía tiempo para contárselo, no coincidíamos en la oficina el tiempo suficiente como para que yo le revelara los detalles de mi vida. No tenía la costumbre de salir al pasillo varias veces al día para tomar un café ni solía bajar media hora a desayunar por las mañanas como hacía ella. En definitiva, prefería terminar a tiempo mi trabajo y salir a mi hora cada tarde.
Pero aquello sólo era el principio de una sucesión de velados improperios.
Continuará...
Por lo que sabía, en Zaragoza llovía y en Barcelona caía el agua a raudales. En cambio, nosotros disfrutábamos de una noche agradable. Después de una jornada cálida, una brisa fresca recorría la loma con vistas a la brillante ciudad y penetraba en el patio donde nos habíamos acomodado. Poco a poco, los invitados habían ido llegando, uno tras otro, a la casa de Guillermo.
Cuando llegó José Luis con su esposa, comenzó el sarcasmo que sólo él sabía propiciar, centrando su atención en mí, como pasaba normalmente. Desde que se sentó a la mesa que todos compartíamos, me convertí en la víctima de sus bromas, que, en cualquier otra reunión, habrían parecido burlas grotescas. José Luis, como era habitual, se aliaba con nuestro anfitrión, atacando a todo aquel que se mostraba vulnerable, pretendiendo causar la sonrisa en los demás.
Yo, que ya estaba curado de espanto, me mantuve impasible todo el rato y sólo hablaba cuando había algo interesante que decir o cuando se iniciaba una conversación más seria. A otros les resultaba más difícil ignorar el tono de sorna de aquellos dos sujetos, pero primaba la amistad ante todo. Al menos, eso parecía.
-Pues no, yo aún no sé cómo es vuestra casa -dijo María en un momento dado, mirándome directamente con cierto aire acusador-. Sé cómo es la casa de Sergio, cómo es la casa de Juan, pero no sé cómo es la casa de Angel. No me ha contado nada de su piso.
Angel era yo. Y María era una chica de familia pudiente que trabajaba en mi oficina. Sin duda, era muy competente en su trabajo, pero no podía ocultar ni un solo instante el halo de "chica bien" que arrastraba siempre. Yo no la habría definido como una pija, pero cumplía todos los requisitos para endosarle ese calificativo. Vivía en pleno centro de la ciudad, vestía ropa de marca, una peluquera acudía dos veces por semana a su casa para peinarla personalmente y había dejado a su marido en casa viendo el fútbol y cuidando de su bebé de un año. Por lo demás, volvía a estar embarazada y gozaba de una personalidad algo prepotente.
-¿Cómo? -pregunté extrañado por aquel tema, sin saber cómo se había originado. María estaba hablando con mi joven compañera de viaje, solidaria en sentimientos conmigo, pero me miraba fijamente a mí.
-Digo que sé cómo es la casa de Sergio -enfatizó-, pero no sé cómo es la vuestra.
No me gustó cómo entonaba aquella protesta. Mi mujer, muy sabia y conciliadora, quiso interpretarlo de otra manera y se manifestó tan cortés y solícita como de costumbre.
-Te prometo que la verás pronto. Queremos invitaros a casa desde hace tiempo, pero hemos tenido un verano muy complicado, lleno de compromisos...
-No te preocupes, María -intervine, dando un sorbo a mi refresco-. El lunes te describiré el salón, el martes la cocina, el miércoles...
-Te tomo la palabra.
Detrás de este insulso cruce de palabras se escondía la trama de dos complejos planteamientos que, con una audacia pocas veces vista, supe entrever desde el principio.
Primero, María insistía una y otra vez en que conocía la casa de Sergio porque mi buen amigo Sergio, que estaba junto a mí en la mesa, era un gran charlatán y había contado unas mil veces cómo era su casa por dentro, por fuera, desde arriba y desde abajo; así que, de este modo, le estaba lanzando una dura crítica que, afortunadamente, él no supo oír. Para nada le interesaba a María saber cómo era mi casa, sino librarse de los pesados análisis domésticos de Sergio.
Segundo, había algo que yo no podía desvelar para no dejarla en evidencia: ella no sabía cómo era mi piso, porque yo no tenía tiempo para contárselo, no coincidíamos en la oficina el tiempo suficiente como para que yo le revelara los detalles de mi vida. No tenía la costumbre de salir al pasillo varias veces al día para tomar un café ni solía bajar media hora a desayunar por las mañanas como hacía ella. En definitiva, prefería terminar a tiempo mi trabajo y salir a mi hora cada tarde.
Pero aquello sólo era el principio de una sucesión de velados improperios.
Continuará...