Página 1 de 1

Yo a usted la quiero

Publicado: 10 Nov 2008 19:53
por Gowe
Yo a usted la quiero




Es posible que ya estuviera muerto. Los ojos parecían dos sucios pedazos de vidrio, las manos colgaban desprolijamente a los costados del cuerpo, el grueso bigote era lo único que parecía mantenerlo con vida. Casi tropecé con él al tratar de pasar hacia el otro lado. La mujer me miraba con una expresión que jamás sería capaz de definir. Quizás estaba horrorizada, quizás estaba suplicando, quizás, muy adentro suyo, sabía que el final estaba cerca. Que todo ocurre por una razón. Que nosotros, después de todo, no podemos hacer nada. La mano del destino es la que nos envuelve.

La mujer se aferraba con sus dos manos a la silla, y cuando comencé a acercarme, movió la cabeza de izquierda a derecha. Negaba y negaba. Y yo, sin embargo, seguía acercándome. Tenía que decirle algo. Sabía que unas palabras, un lienzo suave y proporcionado, eran todo lo que ella necesitaba. Unas palabras. Lo que fuera. Tenía que decir algo. Pero a medida que me acercaba, que dejaba atrás ese cuerpo inerte que ya sudaba olvido, no podía exhalar ni siquiera un murmullo, ni siquiera un sonido ronco y amable. Si ese hombre estaba muerto o casi muerto, de ningún modo era mi culpa. Y eso, exactamente eso era lo que quería decirle.

-Señora, debe usted entenderme. Jamás fue mi intención... Si ese hombre descansa como una cucharita en el piso, yo… Por favor, cálmese.

Noté cómo sus ojos se fijaban mucho en mis pies. A cada paso que daba, sus ojos se agrandaban más. Si continuaban agrandándose, pronto estallarían y se golpearían contra las paredes.

-Veo que me entiende. Si usted y yo alguna vez tuvimos algo… perdone, déjeme explicarle. Si no tuvimos algo, ¿usted me entiende, verdad? Fue por su culpa. No la de usted. No me malinterprete -¿entonces me reí? ¿Eran mis pensamientos o ella realmente me estaba escuchando? Y si me estaba escuchando, ¿por qué no se relajaba?- No fue su culpa, claro que no. Fue por él. Ese desalmado. Pero bien, por algo pasan las cosas, ¿verdad? Por algo a los buenos nos pasan cosas buenas. Y a los malos… No se inquiete, por favor.

Y a medida que volvía a dar un paso y que continuaba acercándome, ella seguía hamacando su cabeza, como diciendo “no, no, no, no”. La luz en la habitación era escasa. Por la ventana podía verse el toldo negro de la noche. Las estrellas, sin embargo, no se veían. Uno puede estar horas tratando de encontrar las estrellas; en la maldita ciudad no es posible ver ninguna. Sólo Dios sabe adónde se van.

-Qué vida la nuestra, eh. Usted y yo. ¿Cuánto tiempo pasó? No me dirá que no me extrañó un poquito. Éramos chicos, muy chicos. ¿Hace cuatro años?

Hacía cuatro años que nos habíamos visto por última vez. No fue mi culpa. No fue mi culpa que ese almacenero no quisiera fiarme ni una maldita vez. No fue mi culpa que le haya tenido que robar todo eso. Era para mi madre. Dios sabe que por mi madre haría cualquier cosa.

¿Y después? Después estuve tantos años sin ver a nadie, ni nada. Y ayer, por fin, después de tanto ocaso y de leer esos horrendos libros de la biblioteca de la cárcel. Dios santo. La vida a veces es tan triste.

Sus ojos eran tan grandes y grises, sus manos tan delicadas, su pelo tan marrón, tan oscuro. En sus labios brillaba la luz escasa, y ya estaba tan cerca, apenas a centímetros. Podía sentir cada vibración de su cuerpo, incluso las lágrimas que le rodaban por las mejillas como si fueran dos ríos angostos. Estaba tan cerca... casi podía tocarla. ¿Y ella? Con el tiempo lo aceptaría. Comeríamos perdices.

-No se preocupe, Luciana –dije en voz muy alta-. Yo a usted la quiero.