El esposo de la prostituta

Espacio en el que encontrar los relatos de los foreros, y pistas para quien quiera publicar.

Moderadores: Megan, kassiopea

RicardoLampugnani

El esposo de la prostituta

Mensaje por RicardoLampugnani »

“El esposo de la prostituta”

No me molesta en lo más mínimo, Ni siquiera cuando salimos a beber una cerveza durante algún mediodía tibio y los demás nos miran. Yo saludo a todo mundo sin afectación, como si fuese de lo más normal… pero lo noto. Las mujeres la miran de abajo hacia arriba, con los ojos entrecerrados y el ceño fruncido. Los hombres con cara de distraídos la observan y piensan en lo que me puede llegar a hacer a mí que sus esposas jamás les harían a ellos. La situación llega a ser incluso divertida cuando ellas lo advierten y comienzan los pellizcos, codazos en las costillas o patadas por debajo de la mesa del bar. Es lo que tiene vivir en un pueblo… todo se sabe o casi todo.
-¿Es que no somos todas las mujeres un poco putas, un poco madres, un poco santas…?- me preguntó una vez Marielle. Yo recordé a mi ex jefe, el de las genuflexiones ante el gerente…
-Los hombres también, Marielle, los hombres también…- respondí. Me quedó por un tiempo la sensación de que hay algunas prostituciones psíquicas, mucho peores que la de vender un poco de placer por dinero. Aunque supongo que al gerente le habrá generado placer, de la misma gradación al asco que yo siento cuando imagino al subalterno con los pantalones bajados y los ojos muy abiertos…
Lo cierto es que Marielle ya no ejerce y en cierto sentido eso la perjudica. Hubiese podido elevar el cachet tres y cuatro veces. Muchos, en el pueblo, estarían dispuestos a pagarlo y yo no sé si no me pondría en la cola de no haberme casado con ella…
Es que tiene unas piernas larguísimas, los muslos redondos y prietos, el torso largo y unos senos erguidos como si estuviesen por volar. Y la piel caoba oscuro, los ojos casi amarillos de tan canelas y el pelo de un león. Por la noche me asusta y me seduce, casi me inmoviliza y me pone a su merced…
Se podría pensar que la conocí en un club, pero no. El mundo es un pañuelo. Fue en el aeropuerto de Orly y me ayudó con mi francés cojo manco y espástico… Creo que pensó que librándose de mí aceleraría los trámites para poder ver a su hermana. Rehusó con firmeza mi invitación a desayunar y se escurrió entre la multitud. Yo tenía dos horas de tren por delante hacia uno de esos congresos que días después de acabados sólo figuran en tu currículum vitae. Lo peor de todo es que ni siquiera acabas conociendo el sitio donde vas, te la pasas del hotel (impersonal como en todo el mundo) al taxi que te lleva al pabellón de congresos. Y ves pasar por la ventanilla los aromas de una vida cotidiana diferente a la tuya sin poder sumergirte en ella ni siquiera por un mísero momento.
-C’est le château d’Angers – dijo el taxista como si le fuese el carné en ello. Y lo que yo vi fueron unas obesas construcciones circulares entrelazadas por gruesos muros de piedra… Con lo que me hubiese gustado a mí investigar un poco lo que otros ya usufructuaron e investigaron antes sin encontrar aliciente alguno, parece que es mi karma.
La secretaria reservó el hotel más barato y próximo a la sede de convenciones. Es una cuestión de economía empresarial. Sin embargo resultó más caro el taxi que el hotel mismo y fui a parar al medio de la campiña, en las afueras, entre pépinières y casas de fin de semana… La habitación estilo japonés (dos metros cuadrados y lavabo de una pieza en fibra de vidrio), solo servía para una noche y la utilizaban viajantes de paso. A mí me tocaba estar allí tres días… con lluvia.
Hice abdominales, flexiones, lagartijas… me leí todos los trípticos turísticos que había en la cafetería e intenté varios paseos por el vecindario (al menos vería que era lo que crecía espontáneamente por aquellos parajes). Nada. Me animaba algo durante las mesas redondas cuando podía hablar en inglés o español y me deprimía el resto del tiempo de sólo mirar por la ventana el cielo plomizo y las gotas que salpicaban monótonas el cristal. Hasta suspiré aliviado cuando llegué a la estación de trenes. Eran las 6:45 a.m y me cautivé con la sonrisa de la chica que vendía donuts. Mi alma estaba cadavérica. Necesitaba un ser humano de verdad aunque no fuese tan diplomático como el conserje del hotel.
P16. Era lo que decía mi billete y yo acostumbrado a vagar por los andenes en busca del sitio menos congestionado, me resultó por segunda vez extraño ver grupos de tres o cinco personas delante de las pantallas indicadoras.
La P16 estaba casi en el extremo del andén y sólo había una persona… ¡Era Marielle!
Ahora la miro tendida a mi lado, vestida con los pantaloncillos rojos que se le hincan en las nalgas morenas y pienso en los vericuetos del destino… Yo que jamás pisé un club de alterne… C´est bien, maintenant je parle français.
Responder