Sonidos entre las sombrasPequeño relato de terror, o intento de ello.
- ¿Qué demonios?
Un murmullo torpe e inexacto pronunciado por una voz temblorosa escapó de entre las sombras más profundas. Admito que me asusté al escucharlo, acostumbrado como estaba ya al rítmico sonido de mi respiración. Llevaba unos cinco minutos despierto, estaba aturdido y atolondrado; y, sobre todo, nervioso, porque para mí sorpresa ya no estaba en aquel bar de mala muerte de la calle Trinidad. Por el contrario, me encontraba en una habitación en tinieblas, con el pie derecho atado a lo que parecía ser un grillete metálico y con un fuerte dolor de cabeza. No sabía ni dónde estaba ni cómo había llegado hasta allí.
- ¿Hola?- pregunté dejando que las palabras se perdiesen en la negrura.
Oí unos ruidos extraños al otro lado de la sala, sonidos similares a los que produce un animal al excavar la tierra con sus pezuñas. Me mantuve unos segundos expectante, esperando una respuesta, mientras el corazón me palpitaba agitado en el pecho.
- ¿Sí? ¿Hola?- por fin, alguien respondió, era la misma voz de antes.
- Sí…, hola..., ¿quién eres?- pregunté, algo inseguro de cómo manejarme en semejante tesitura.
- ¿Cómo que quién soy? ¡quién eres tú y cómo demonios he llegado aquí!- respondió la voz, con un tono mucho más grave que las otras veces.
- Me llamo Paul y bueno… lo cierto es que no sé cómo has llegado hasta aquí, porque yo tampoco sé cómo he pasado de estar en un bar a estar en una habitación en penumbra- respondí con toda la calma que pude.
Hubo un momento de silencio, interrumpido nuevamente por el ruido de pezuñas escarbando en la tierra.
- ¡Joder! Yo también estaba en un maldito bar, en el Snoozer, a las afueras de Michigan…- las palabras de mi extraño compañero denotaban un estado de ánimo cada vez mas exasperado.
- ¡Yo también estaba en ese bar!- respondí sobresaltado por encontrar un punto de claridad en el asunto.
- ¿Y qué demonios hacemos aquí? ¡no recuerdo nada!- me contestó mi compañero.
- Lo último que yo recuerdo es que estaba sentado en la barra del bar con una hermosa rubia tomando un whisky, después de eso, nada. Sólo un enorme borrón negro- al intentar recordar noté un tremendo pinchazo en el interior de la cabeza.
- ¡Joder, joder, joder! ¡Ya me acuerdo! A mí me ha pasado lo mismo, también estaba tomando un trago con una rubia increíble y de repente ¡pam! Me despierto en este antro de mierda, joder que mala suerte tengo ¡mierda!- el nerviosismo se apoderaba irremediablemente de mi desconocido acompañante.
Y de nuevo el mismo sonido de tierra removiéndose, acompañado esta vez por un molesto silbido y un gruñido apagado, como si un ratón y un león estuvieran discutiendo a viva voz.
- ¿Has oído eso?- me preguntó mi compañero de penumbra.
- Sí, lo he oído, ¿no eras tú el que removía la tierra?- empezaba a asustarme realmente.
- ¿Yo? ¡qué carajo voy a ser yo! Como que me llamo Todd que no he sido yo, ¡lo juro!
El centelleo de unos enormes ojos rojos captó en ese instante nuestra atención. Eran como dos rubíes flotando en la oscuridad, dos entes luminosos que deambulaban a uno y otro lado. Y, de fondo, seguía esa extraña melodía mezcla de gruñidos y silbidos. Al sentirse observados, los dos ojos y el hombre o criatura al que pertenecieran comenzaron a moverse con paso lento pero seguro, acercándose a Todd, que aterrorizado, comenzó a gritar histérico. Con el paso de los minutos los aullidos de mi compañero se fueron ahogando en la cerrada oscuridad de la habitación, dejando tras de sí un conjunto de sonidos extraños: chapoteos, arañazos… sonidos tan extraños como atemorizantes teniendo en cuenta que mis ojos no veían nada más que la espesa negrura de la sala. Sin previo aviso, la habitación quedó nuevamente en silencio y los dos ojos desaparecieron sin dejar rastro.
- ¿Hola? ¿Todd?- me aventuré a preguntar al sentirme solo de nuevo.
Nadie contestó esta vez. Fue entonces, por primera vez desde que había despertado, cuando sentí miedo.
- Todd estaba… ¿muerto?- mi cabeza se llenó de terribles pensamientos.
Al pensar en mi compañero, un escalofrío me recorrió de arriba a abajo, helándome la sangre, zarandeándome el alma. Podía notar el miedo como ente material, sentir como jugueteaba conmigo, como me erizaba el vello de los brazos. Tenía miedo, sí, pero no era un miedo que pudiera sentir alguien que no sabe lo que va a ocurrir, no, sino el terror más profundo que puede sentir un hombre, el miedo a la muerte, a una muerte anunciada y cercana, un temor al saber que iba a morir entre la lúgubre oscuridad que me cercaba.
- ¿Qué me va a pasar? ¿Cuánto tiempo me quedará?- segundo a segundo, pensamiento a pensamiento, una ansiedad insana me iba anudando el pecho.
Intenté calmarme, pensar con mayor claridad, y decidí que lo primero que debía hacer era intentar librarme de mis ataduras. Me llevé las manos al pie derecho y palpé los grilletes, sujetos con fuerza a mi tobillo, intentando buscar una forma de librarme de ellos. Pronto me di cuenta de que era imposible conseguirlo, un enorme tornillo cruzaba la superficie metálica de un lado a otro.
- No, no quiero morir aún- pensé mientras un tremendo desasosiego me iba agarrotando los huesos.
Nervioso, agobiado por la penumbra y sin saber qué hacer, rompí a llorar. Fue un llanto sincero, melancólico, que acompasado por el silencio reinante se convirtió en un elogio premonitorio a la consabida muerte que me aguardaba tras unos ojos rojos como la sangre. Lloré durante varios minutos, como intentando liberarme de la carga que oprimía mi corazón. Después simplemente me quedé en silencio, con la cabeza gacha y el pulso acelerado.
No pasó mucho tiempo antes de que regresaran las dos manchas rojas entre el mar de oscuridad. Sentí como me miraban con curiosidad, oía el extraño sonido que las acompañaba. Tras unos instantes de duda, los dos ojos comenzaron a acercarse a mí, con su ritmo torpe pero continuo.
- ¿Quién…quién eres? ¿y qué es lo que quieres de mí?- me atreví a preguntar cuando noté el calor de un cuerpo a escasos centímetros.
No hubo respuesta. Acelerado por el miedo intenté atacar a mi secuestrador, pero cuando ni tan siquiera había levantado unos centímetros los brazos, éste me agarró las manos con las suyas, suaves y templadas, mientras acercaba su cabeza lentamente hacia mí, pude sentir sus cabellos rozando mi piel, olían a caoba, como los de la rubia del bar; justo después acercó su boca a mi cuello y me clavó sus afilados dientes, comenzando a absorberme la sangre. En pocos segundos mi cuerpo yacía sin vida en el suelo, olvidado entre las sombras de una habitación perdida.
Fin.