Luna Azul de Francine L. Zapater (Chick-lit)

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francine

Luna Azul de Francine L. Zapater (Chick-lit)

Mensaje por francine »

Hola,
me gustaría leer vuestras opiniones sobre mi novela "Luna Azul"

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Luna Azul

Prólogo

Miré sus ojos, y lo que vi me dejó paralizada. Ya no eran azules como yo los conocía. Un tono gris perla, como acero fundido, se adueñaba de ellos aportándole una frialdad deslumbrante. Ahogué un grito tapándome la boca con ambas manos.
El pánico por lo que pudiera suceder no me impedía estar totalmente fascinada con lo que mis ojos estaban viendo en estos momentos. Era una visión sobrecogedora, surrealista para alguien como yo.
Para alguien tan humano.
Su cuerpo empezó a zozobrar, como un barco en una fuerte marea, mientras su rostro se descomponía por el dolor. Gotas de sudor resbalaban por su despejada frente. No tenía ni idea de qué provocaba semejante reacción en él.
Desvié mi mirada hacia su oponente, grande y de mirada aterradora. Oscura como la misma muerte. Noté un atisbo de sonrisa perfilándose en su cara. Se sentía vencedor de tan extraña batalla.
Volví a mirar a mi ángel. No soportaba verle así, sufriendo de aquella manera, desgarrado por el dolor. Quería ayudarle, pero ¿qué podía hacer si ni siquiera sabía que estaba pasando?


Último curso


«El futuro pertenece a quienes creen en la belleza de sus sueños».
Eleanor Roosevelt




El rugido de un motor me devolvió a la realidad.
Hoy era el primer día de clase, último curso por fin. Estaba preparándome en mi pequeña habitación, inmersa en mis pensamientos, cuando aquel sonido ensordecedor me sobresaltó. Corrí a la ventana de mi cuarto intentando vislumbrar quién había provocado semejante escándalo.
Una moto de gran cilindrada, de un rojo intenso como sangre fresca, estaba parada frente a mi casa. El motorista tenía un pie apoyado en el suelo, mientras con una mano sacaba un móvil del interior de su cazadora. El motor de aquella máquina seguía gruñendo, mientras yo lo miraba embobada desde mi ventana. No sabía porque, pero no podía dejar de mirar. La curiosidad me dominaba. Vi como alzaba su rostro hacia arriba, como si percibiera mi mirada. Me escondí tras las cortinas de forma instintiva, sorprendiéndome a mí misma. ¿Qué estaba haciendo? ¿Desde cuándo me dedicaba a fisgar detrás de las cortinas como mi abuela? Me sentía inquieta, ansiosa, volví a asomarme tímidamente a través de los visillos. ¿Quién era él? No conocía a nadie con semejante moto por aquí y eso era raro, porque en un pueblecito como el mío nos conocíamos casi todos.
Habíamos pasado por distintas etapas, de la infancia a la adolescencia, en el mismo colegio, dentro del mismo pueblo. No es que las cosas por aquí hubieran cambiado mucho en los últimos tiempos.
«Pareces idiota escondiéndote así» me dije a mi misma, reuniendo el valor necesario para volver a asomarme sin la protección de las cortinas.
No estaba. Se había ido. Experimenté una sensación desconocida para mí. Era como si algo más fuerte que yo, una fuerza sobrenatural, hubiera invadido mi cuerpo y mi mente por completo.
Respiré de forma agitada contra el cristal, empañándolo, haciendo borrosa mi visión del exterior. Intentaba inútilmente discernir la dirección en la que había desaparecido la potente moto y su misterioso conductor. No podía dejar de mirar por la ventana. Tan solo unas farolas borrosas, aún encendidas por la escasez de luz matutina, iluminaban mi escasa visión.
Me aparté de la ventana suspirando. Hoy empezaban las clases y por si eso fuera poco, ahora estaría todo el día dándole vueltas a lo que acababa de suceder. Acaricié mi sien con las yemas de los dedos. Un incipiente dolor de cabeza amenazaba con terminar de arruinarme el día. Fui al lavabo en busca de un analgésico. Rebusqué dentro del pequeño botiquín, que teníamos colgado de la pared detrás de la puerta.
El timbre del móvil resonó en mi cabeza como martillazos. Corrí a mi habitación, aunque ya sabía antes de descolgar quién estaba al otro lado de la línea.
—¿Si?
—¿Estela? ¡Estela! ¿Eres tú?
—Pues claro Beth, ¿qué pregunta tonta es esa?
Ignoró mi comentario dando rienda suelta a su histeria.
—¡Es horrible! ¡Horrible! No puedo creer que esto me esté pasando. ¡Hoy, el primer día de clase! ¡Me quiero morir!— la voz chillona de mi mejor amiga cedió con sus últimas palabras.
No pude evitar sonreír.
—Déjame adivinar ¿te ha salido un grano? ¿Se te ha acabado el maquillaje? —comenté con fingido pesar—. Deja que me siente, antes de que me expliques la dimensión de la catástrofe a la que nos enfrentamos —oí como se removía inquieta al otro lado del teléfono.
—Me parto de risa contigo, ja ja ja, —forzó una carcajada—. Yo aquí al borde de un ataque de nervios y tú haciendo leña del árbol caído. Muy bonito, di que sí —suspiró aunque sonó más bien como un gruñido—. No sé porque te llamo, no tienes corazón.
—¡Oh, vamos! Suéltalo de una vez, ¿qué te ha pasado?
—Me he quemado el flequillo. —No pude evitar reírme.— Me alegra divertirte —dijo enfadada.
—Perdóname ¿Qué quieres que haga?
—¡Pues yo que sé! —estaba al límite, incluso le temblaba la voz— ¡Ay Dios! Así no pienso ir a clase, parezco un estropajo con patas.
Esta crisis no era la peor que yo recordaba. No era como la del año pasado, cuando se depiló el bello del labio superior con cera demasiado caliente, arrancándose la piel, dejándose la zona abrasada y en carne viva, aquello fue espantoso. ¿Cómo lo hacía para lesionarse cada año al empezar las clases?
—¡Di algo por favor! –gritaba al otro lado de la línea.
Intenté sonar preocupada, aunque no podía borrar la sonrisa de mis labios.
—Voy a tu casa ahora mismo ¿vale? Tú espérame allí, que algo se me ocurrirá.
—Vale, pero no tardes, ¿eh?
Colgué el teléfono, pensando en cómo iba a echarla de menos el año siguiente. No iríamos a la misma universidad. Beth quería estudiar en los Estados Unidos y yo aún no sabía lo que quería, pero algo si tenía claro y era que la extrañaría muchísimo.
En momentos como este me paraba a pensar en cómo cambiaría mi vida en cuestión de meses. Una vez pasada la graduación todo sería distinto.
Había hablado con mi padre sobre estudiar en el extranjero, hacer un intercambio con otros estudiantes, en fin, las posibilidades eran muchas y variadas y todas se desplegaban ante mí como un abanico. Solo tenía que decidirme, escoger una, pero ahí radicaba el problema, era consciente de que esta no era una decisión más. No era como escoger que ropa te vas a poner o que película ver en el cine. Mi vida tal como ahora la conocía cambiaría por completo a raíz de esa decisión, y era eso lo que me llevaba a posponerla para cuando ya no tuviera opción.
Sacudí la cabeza, obligándome a no divagar más en mis pensamientos. Beth me estaba esperando. Más me valía, por mi propio bien, no hacerla esperar más. Seguramente estaría como una loca contando los segundos hasta que yo apareciera por su casa. Cogí un bote de mascarilla instantánea y un pañuelo hippie, que mi padre me había regalado hacia un par de años.
Fui a la entrada de casa. Metí todo en mi bolsa, y me la eché al hombro, dispuesta a salir al rescate de Beth.
—Te he puesto el almuerzo en la mochila —mi madre me miraba desde la puerta de la cocina mientras se secaba las manos con un paño—, ¿no es poco pronto aún? —dijo señalando el reloj de su muñeca.
—Beth ha tenido complicaciones de última hora —contesté sonriente.
—No pensaras irte sin despedirte ¿verdad?
—Claro que no mama —repuse caminando hacia ella con los brazos extendidos. Le di un fuerte abrazo, y un sonoro beso en la mejilla —aunque quisiera sería imposible, me perseguirías por todo el barrio si hiciera eso.
Nicole hizo una mueca de disgusto. La tenía calada, a veces pensaba que yo la conocía mejor que ella misma.
—¿Qué le ha pasado a tu amiga esta vez?
—Se ha chamuscado el flequillo y si no voy es posible que estalle la tercera guerra mundial.
—¿Cuándo madurara esa chica? —añadió poniendo los ojos en blanco. Un gesto muy propio de mi madre, que yo había heredado.
—En fin, espero que tengas un buen día.
—Yo también lo espero —respondí soltándome de su abrazo y saliendo por la puerta a la calle.
—¡No rompas muchos corazones! —la oí gritar.
—Estás loca mama —solté, despidiéndome con la mano.

La casa de Beth estaba un par de calles más abajo. Apenas si habían trascurrido diez minutos desde que había colgado el teléfono.
—¡Por fin! ¿Dónde te habías metido?
Beth no paraba de hacer aspavientos con las manos, caminando nerviosa de un lado a otro de la habitación, como una fiera enjaulada.
—Creo que me va a dar un infarto o algo así.
Entré a paso lento y me senté en el borde de la cama. Soltando ruidosamente la mochila en el suelo.
—No exageres, anda ven aquí —contesté golpeando la cama. Mi amiga se sentó, y empecé a rebuscar en mi mochila. —Mira he traído algunas cosas que te pueden ir bien, y de paso, a ver si así conseguimos librar al mundo de tu mala leche.
—Hoy estas que te sales ¿eh? ¿Has pensado dedicarte a payasa profesional? Como se nota que no eres tú la que parece un espantapájaros —dijo apartándose la toalla que le cubría el pelo—. ¿Ves? Es horrible, he vuelto a mojarlo pero no mejora —suspiró pesadamente— ¡Quiero morirme!
Me costó no volver a reírme, la verdad es que el flequillo de Beth no tenía remedio, ni con dos botes de mascarilla, pero tampoco era el fin del mundo.
—Tú deberías ser actriz, es una pena desperdiciar tanto talento.
—¡Basta! Deja ya de reírte de mí y haz algo de provecho —soltó agarrando el pelo en un puño.


Miradas


«Los ojos son el punto donde se mezclan alma y cuerpo».
Friedrich Hebber




Llegamos tarde a la primera clase. «Genial» pensé. El primer día de curso y ya estábamos ganándonos la simpatía del profesor de química, el señor Morganson.
Definitivamente hoy no debería haberme levantado.
Dejó de hablar cuando entramos en clase, acompañándonos con su rabiosa mirada mientras esperaba a que tomáramos asiento en nuestros respectivos pupitres, acrecentando así la vergüenza que ya me invadía en esos momentos. Sentía una docena de pares de ojos posados sobre nosotras.
—Esto es peor que tu flequillo —susurré a mi amiga mientras sacábamos nuestros libros y los colocábamos encima de las gastadas y garabateadas mesas.
Notaba mi cara enfebrecida, estaba roja como un tomate. Odiaba ser el centro de atención, pero hoy iba a ser difícil pasar desapercibida después de nuestra entrada triunfal. Tarde y con Beth a mi lado, luciendo el escandaloso pañuelo en tonos fucsia, amarillo y naranja, que le había prestado. Al final, esa había sido la mejor solución al problema de la maraña de pelo de mi amiga. Aunque ella ahora estaba encantada.
Beth y yo éramos como la noche y el día. Ella disfrutaba de lo lindo cuando conseguía captar las miradas de todos. De hecho casi siempre era así. Poseía una belleza despampanante, algo exótica debido a sus genes maternos, una bella tailandesa que se enamoró del padre de Beth. No era muy alta, pero lo suficiente para que su cuerpo luciera esbelto y bien torneado. Había heredado los pómulos altos y la frente despejada de su madre, junto con una piel aterciopelada, de un suave dorado, que era el sueño de cualquier adolescente. Unos grandes ojos color chocolate, herencia de su padre, resaltaban enmarcados con una melena lacia y sedosa de color negro azabache.
La clase fue larga y pesada, como cualquier clase del profesor Morganson. Daba igual que llevara tres meses estivales sin sufrir aquellas explicaciones interminables y aburridas, en una sola hora había sido capaz de agobiarme tanto como si llevara un siglo escuchándolo. El sonido estridente de la campana fue una salvación para mis pobres neuronas. Recogí mis libros lentamente, observando de reojo a Beth, que parloteaba alegremente con el chico de la mesa de atrás, Daniel Wilson. Beth no perdía el tiempo. Acabábamos de iniciar el curso y ya estaba acosando al más guapo de la clase.
En esos momentos me envolvió un sentimiento de envidia, por no tener la misma soltura que ella para entablar conversaciones banales con chicos como Daniel. Por otro lado, me sentía cómoda en el anonimato que me proporcionaba tener una amiga tan despampanante como Beth. Me permitía contar con una ventaja que ella no tenía. Había aprendido a leer los rostros y las expresiones corporales de la gente y así sin decir ni una palabra, llegaba a conocerlos, a veces incluso mejor que mi amiga. Tenía la certeza de que algún día conseguiría romper con mis miedos y me atrevería a hacer algo más que mirar de lejos.
Observé a Daniel unos instantes, mientras Beth flirteaba descaradamente con él. No había peligro de que me pillara mirándole, era consciente de que en estos momentos yo era invisible para él.
Hacía un par de años que este atractivo estudiante había llegado a nuestro pueblo. Venía del sur de Estados Unidos, de Texas. Era alto, de cuerpo musculoso y fuerte, de hecho formaba parte del equipo de fútbol, el perfecto deportista. Cabello color café, ojos de un marrón tan intenso que a duras penas se diferenciaba el iris de la pupila, y tez morena. Que en conjunto le aportaban un aspecto, por describirlo en una palabra, varonil, a pesar de tener solo 18 años.
Beth estaba encantada con su llegada aquí, pero hasta el día de hoy no la había visto tan lanzada con él, aunque tenía su lógica. Daniel acababa de romper con su novia sureña durante el verano. Mantener una relación en la distancia, debía de ser más complicado de lo que parecía. Además, lo que simplemente iba a ser una estancia temporal en Canadá, para él y su familia, se convirtió en permanente cuando el padre de Daniel encontró un empleo mejor aquí y decidieron mudarse a nuestro pueblo de forma definitiva.
Total, el tema era que este año Daniel estaba soltero y sin compromiso, y a la vista estaba que mi amiga no iba a permitir que esa situación se prolongara por mucho tiempo.
Beth reía ruidosamente, golpeando suavemente el hombro de Daniel como el que no quiere la cosa, incluso levemente ruborizada.
Increíble, estaba claro que mi amiga debía estudiar arte dramático y dedicarse a la interpretación. Tenía dotes para ello, de eso no había duda. Parecía tan inocente y avergonzada, con las palabras que el guapo de la clase le susurraba al oído, que no pude dejar de admirarla. ¡Pero si Beth no sabía lo que era la vergüenza!
«Si tú te quieres a ti misma, los demás no tienen más remedio que quererte» me decía, siempre que yo le preguntaba como conseguía que todos cayeran rendidos a sus pies. Quizá ese era mi problema, que no me tenía en alta estima a mí misma, por eso me aterraba hacer el ridículo o llamar la atención sobre mi persona.
Ya estaba divagando demasiado. Sacudí la cabeza. «Creo que aquí estoy de más» pensé, lanzando una última mirada a los tortolitos, dándome media vuelta para salir del aula en dirección a mi taquilla.
Sentí como alguien me observaba, no sabía el motivo pero volvía a tener la misma sensación extraña de esta mañana. Me giré lentamente hacia ambos lados. Escrutando con la mirada los rostros que me rodeaban, sin que en ninguno de ellos hallara el más mínimo interés por mí. Yo y mis paranoias. Por suerte vi a Megan y Thomas acercándose, mientras agitaban las manos sonrientes. Les regalé la mejor de mis sonrisas y me fui directa hacia ellos.
Fue una mañana amena. Me reencontré con los viejos compañeros de clase, a los que no había visto durante todo el verano. Todos tenían algo que contar. Un fabuloso viaje por Europa, un amor de verano, un trabajo a tiempo parcial durante las vacaciones…
—¿Y tú que has hecho Estela? —oí que me preguntaba Thomas. Un muchacho desgarbado y dicharachero, al que la adolescencia lo estaba tratando con crueldad, físicamente hablando.
—He visitado a mis abuelos, nada especial —contesté soplando un mechón de pelo que caía sobre mi cara—, lo mismo de cada año, sol, playa y un tremendo aburrimiento, estaba deseando volver aquí.
—A mi me pasa igual —repuso Megan, mientras cerraba los ojos e inclinaba su cuerpo hacia atrás intentando absorber los últimos rayos del cálido sol de finales del verano—. Mis padres cada año alquilan la misma casa cerca del lago, al final te aburres tanto que estas impaciente por empezar las clases de nuevo.
—Yo creo que lo hacen a propósito. —Megan y yo miramos a Thomas sin entender a que se estaba refiriendo.— Ya sé que pensáis que no estoy bien de la azotea, pero estoy seguro de que nuestros padres conspiran en nuestra contra para arruinarnos las vacaciones, y después abandonarnos sin remordimientos en el colegio.
Megan y yo nos reímos a carcajadas. Thomas era único con sus teorías conspirativas para explicarlo todo.
Los conocía a ambos desde la infancia, igual que a Beth. Mis padres se habían mudado aquí cuando yo contaba con apenas cinco años. A Carl, mi padre, le habían ofrecido un puesto de trabajo en la sucursal que su empresa tenía al oeste de Canadá, en la isla de Vancouver. Nos habíamos establecido en la pequeña población de Chemainus. Un pintoresco pueblo, famoso por los murales que relataban parte de la historia del lugar. A mis padres les encantó la tranquilidad del pequeño pueblecito, con poco más de tres mil habitantes, en comparación con el bullicio de nuestra antigua residencia, Nueva York.
Fue un cambio drástico en nuestras vidas. Bueno más bien en la de mis padres, porque yo a tan corta edad no recordaba prácticamente nada de mi vida en la gran manzana. Para mí Chemainus era como mi pueblo natal, aunque no hubiera nacido literalmente allí. Me sentía parte del entorno, de sus verdes bosques, poblados de cedros enormes, húmedos, frondosos y exuberantes.
En los meses de verano, oleadas de turistas pasaban por la costa oeste, buscando paisajes de ensueño entre sus montañas y sus lagos. Pero en invierno, cuando un manto blanco cubría cada rincón, la tranquilidad volvía a instalarse por aquí.
Mi madre había propuesto alguna vez volver a Nueva York. Echaba de menos a su familia, y ahora que Carl ya no estaba, se sentía más sola que nunca. Yo me negaba en redondo a irme de aquí. Este era mi sitio. Aquí estaba mi vida, los años vividos con mi padre, mis recuerdos felices y los tristes también, y mis amigos. Por eso me costaba tanto pensar en la universidad. Si por mí fuera no me movería de Chemainus, jamás.
Thomas, Megan y Beth eran como de la familia. Beth había sido siempre como una hermana para mí. Alegre, loca, despreocupada, sincera, a veces en exceso, sobre todo cuando no te gustaba lo que ibas a oír. Pero ella es así, directa, sin pelos en la lengua, pero cariñosa y tierna como la que más, si es necesario.
Megan era harina de otro costal. Reservada, tranquila, siempre con la palabra justa, la adecuada para la situación, tan diplomática y serena. A veces pensaba que nos parecíamos demasiado, quizás por eso mi relación nunca había sido tan estrecha con ella como con Beth.
Y por último Thomas, el cerebrito. Un chico al que su físico no le hacía justicia en comparación con su aventajada inteligencia y su gran corazón. Tremendamente divertido y suspicaz, hacia las delicias de nuestras conversaciones.
Estaba feliz de verlos a todos de nuevo.
Me recliné junto a Megan, dejando que los cálidos rayos de sol bañaran mi rostro, disfrutando de la agradable sensación del calor sobre mi piel.
Otra vez esa ansiedad desconcertante.
La misma que había sentido en casa cuando miraba al motorista, y al salir de clase junto a mi taquilla. No pude resistirme al impulso de abrir los ojos y buscar con la mirada qué, o quién provocaba ese efecto en mí.
Entonces lo vi por primera vez.
Me quedé de piedra, mirándolo fijamente. No podía verle la cara, estaba de espaldas a mí, pero había algo en él, en su pose rígida, en su apuesta figura, o en su pelo ensortijado de color caramelo con leves destellos dorados, como rayos de sol, que me tenían totalmente fascinada sin poder apartar mi vista de él.
—¿Qué miras? —Desperté de mi encantamiento y vi a Beth sentándose a mi lado, siguiendo con los ojos la dirección de mi mirada— ¿Vas a ignorarme mucho rato o qué?
—Perdona yo… no…no te he visto venir —dije jugueteando nerviosa con la manga de mi jersey.
Iba a preguntarle si no había visto al chico que yo acababa de ver, y que me había descolocado por completo, pero mentí.
—Estaba pensando en el problema de álgebra. —Mi voz sonó extraña hasta para mí, «eres malísima en esto de inventar excusas» pensé, mientras mi amiga me miraba entrecerrando sus ojos.
—¿No pensaras que soy tan estúpida como para tragarme semejante tontería, verdad?
—Pues no se qué…—mi frase a medias no me ayudaba para nada.
—Da igual —soltó molesta—, déjalo, si no me lo quieres contar allá tú.
Y dicho esto se giró, y empezó a charlar con Megan. Se había enfadado, estaba claro. En todos estos años, jamás había sentido la necesidad de mentirle, y de hecho ahora aún no sabía muy bien porque lo hacía.
«No mires» dijo una vocecilla en mi cabeza cuando noté la terrible atracción que recorría mi cuerpo, obligándome a mirar de nuevo a aquel desconocido. Sin poder evitarlo alcé la vista en su dirección y me encontré con su mirada, de un azul intenso y transparente, como si un mar helado se hubiera quedado atrapado en aquellos ojos que me miraban fijamente. Solo fueron unos segundos, pero suficientes para que se me acelerara el pulso y mi respiración se volviera irregular. Noté el calor subir por mis mejillas, mientras luchaba inútilmente por desviar mi mirada. Odiaba sonrojarme, hacia tan evidentes mis sentimientos. Era como un cartel luminoso anunciando la vergüenza que sentía en mi interior.
Dejó de mirarme y por fin pude agachar la vista hacia el suelo, aunque sus ojos quedaron grabados en mi mente como por fuego.

Pasé la noche en vela. Era imposible dormir después de la experiencia vivida en el día de hoy.
¿Qué me estaba pasando? ¿Por qué no podía dejar de pensar en él? ¡Pero si ni siquiera le conocía! No sabía quién era, ni su nombre, quizás solo estaba de paso y no volvería a verlo nunca más. Solo había visto sus ojos y el mundo se había detenido para mí. Me levanté de la cama e intenté, sin éxito, concentrarme en hacer las tareas que tenía pendientes. Seguía viendo sus ojos como el cielo en mi mente. Decidí probar con la música, cogí el Ipod y me tumbé en la cama tarareando las letras de las canciones. Sus ojos seguían mirándome fijamente en mi cabeza. Mi corazón empezó a descompasarse en sus latidos con tan solo en recuerdo de aquella visión angelical. Traté de analizar la situación fríamente. ¿Quién era él? ¿Sería el mismo que conducía la potente moto roja? ¿Por qué me miró como lo hizo? ¿Me conocía?
Cuantas más vueltas le daba, más complicado parecía todo. Había conectado con él, de una forma única y tan solo con una mirada. Estas cosas no pasan en la vida real.
¿Por qué estaba tan ansiosa por volver a verlo? «Simple curiosidad» pensé, dando el tema por zanjado, pero en el fondo de mi ser sabía que había algo más. No era consciente de hasta qué punto esa simple mirada había cambiado mi vida, mi mundo…todo.
El despertador sonó y deseé, más que nunca, quedarme en la cama. Había sido una noche de perros. Me dolía la cabeza, me escocían los ojos, y no me sentía con ánimos para bajar a desayunar con mi madre. Estaba segura de que me sometería a un interrogatorio. Primero por mi primer día de clase, y segundo por la mala cara con la que había amanecido hoy. Eso era lo último que necesitaba porque esta mañana, además de mala cara, estaba de mal humor por la falta de sueño.
—Buenos días cariño.
—Hola —mascullé. Amorrándome rápidamente sobre mi bol de cereales.
Nicole me miraba con disimulo desde la esquina de la cocina. Estaba cocinando algo que olía de maravilla. Me sentía fatal por descargar sobre ella mi mal humor así que, finalmente, después de engullir parte de mi desayuno, decidí darle algo de conversación.
—Huele muy bien. ¿Qué estás haciendo?
—Comida mejicana, he visto unas recetas en Internet –contestó, mientras sacaba unas pechugas de pollo de la nevera y varios tipos de queso—. Hoy tengo que doblar turno, ayer me lo avisaron a última hora y no pude negarme. —Reconoció la decepción en mi rostro y se apresuró a explicarme el resto.— Resulta que el abuelo de Cinthia ha sufrido un infarto y ella ha cogido un par de días libres para cuidar de él, así que el jefe nos ha pedido que la sustituyamos entre nosotras, doblando turno.
No estaba especialmente atenta a la explicación de Nicole, pero lo suficiente para poder alargar un poco más la conversación y así hacer tiempo para irme sin someterme a sus preguntas.
—Eso es injusto, ¿por qué no contratan a alguien?
Vi como se movía el cuerpo de mi madre mientras reía sin ganas, como si acabara de oír un mal chiste.
—Cariño —dijo acercándose a mí, acariciándome el pelo—, no es tan sencillo. En el trabajo o lo tomas o lo dejas, y más cuando saben cuánto necesitas el escaso sueldo que te pagan. Esto es la esclavitud del siglo XXI.
Me encogí de hombros, no me interesaba para nada ponerme a arreglar los problemas del mundo cuando no era capaz de arreglar los míos propios.
—Bueno y tú ¿qué tal? ¿Cómo te ha ido el inicio del curso?
—Bien, como siempre —repuse de forma seca y cortante.
Apuré los cereales que me quedaban y me levanté de un salto.
—Bueno ya hablaremos mama, ahora tengo que irme.
Metí el bol dentro del lavavajillas y le di un beso fugaz a Nicole en la mejilla.
—Vale pues que te vaya bien –me dijo algo desconcertada por mis prisas—. Te dejaré esto en la nevera —añadió señalando la sartén—, te quiero hija.
—¡OK! mama, yo también te quiero —dije mientras salía de forma precipitada por la puerta.
El día era gris y oscuro, como si el cielo estuviera cubierto por un techo metálico. Me arrebujé en mi chaqueta, demasiado fina para la temperatura exterior. Odiaba el invierno y cada vez estaba más cerca. La cálida luz del sol a media tarde, en pleno mes de agosto, ya era historia. Días como el de hoy era lo que me esperaba a partir de ahora.
Incluso empeoraría cuando empezara a nevar. Metí las manos en los bolsillos para calentarlos un poco, mientras pensaba en cómo le había dado esquinazo a mi madre. En el fondo con ella era más fácil que con mi padre. Nicole era bastante despistada, con un poco de suerte, mañana ya no se acordaría de la conversación que hoy le había quedado en el aire. Con Carl era distinto. Cuando mi padre aún vivía yo pasaba horas a su lado, a veces solo intercambiábamos alguna que otra mirada y escasas palabras, pero nos bastaba. Me conocía tan bien… sabía leer en mi rostro lo que muchas veces me costaba explicar con palabras. Pero nunca me agobiaba, me dejaba a mi aire. Sabía que yo acudiría a él sin necesidad de presiones por su parte.
Pero ahora todo era distinto. Había muerto hacía dos años y desde entonces Nicole era algo más posesiva y al par despistada que antes, si es que eso es posible.
Caminaba distraída, inmersa en mis pensamientos, cuando noté una extraña electricidad recorriendo mi columna vertebral, de arriba abajo, como si un gusano estuviera paseándose por mi espalda. Era la misma sensación que había sentido el día anterior. ¿Quería decir eso que él estaba cerca? ¿Dónde? Empecé a buscarlo con la mirada, mordiéndome con ansia el labio inferior a la vez que movía mi cabeza bruscamente de un lado al otro.
Allí no había nadie, bueno mejor dicho, nadie capaz de provocar semejante reacción en mi persona.
Giré sobre mis talones y continué andando hacia el instituto, intentando recuperar la coherencia de mis pensamientos. Me obligué a pensar en la entrevista de trabajo a la que debía acudir hoy, al acabar las clases. Necesitaba dinero para la matricula de la universidad y no iba a dejar que mi madre corriera con todos los gastos. Bastante trabajaba la pobre para mantenernos a las dos. No es que pasáramos necesidad, pero tampoco nadábamos en la abundancia. Así que, haciendo oídos sordos a las quejas de Nicole, había decidido empezar a trabajar.


Encuentro inesperado



«A veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante».
Oscar Wilde




Las clases de la mañana fueron tan monótonas como de costumbre. La cafetería del instituto estaba llena a rebosar, durante el descanso del mediodía. Nos habíamos sentado en una mesa alargada que, en ese momento, compartíamos con estudiantes de primer curso.
Thomas nos estaba explicando sus últimas incursiones en la Web cuando, sin querer, vació el contenido de su refresco sobre la falda nueva de Beth que, en respuesta a semejante torpeza, se puso histérica gritando y casi pataleando al final. Todos nos estábamos riendo por la tremenda rabieta que había pillado.
La verdad es que podía ser muy cómica cuando se enfadaba. Adoraba a esa chillona chiflada. Siempre conseguía arrancarnos una sonrisa. Incluso en días como hoy que me encontraba hundida en mi apatía. ¿El motivo de mi tristeza? No quería admitirlo, pero mi ánimo mejoraría considerablemente, con solo vislumbrar de nuevo aquellos ojos azules.
Beth seguía maldiciendo a diestro y siniestro, sin importarle en lo más mínimo que toda la gente que había en la cafetería tuvieran los ojos clavados en ella.
—Y vosotros, ¿qué estáis mirando? –Gritó fuera de sí a los pobres novatos, que avergonzados por formar parte del espectáculo, agarraron sus mochilas y pusieron pies en polvorosa.
—Te estás pasando un poco ¿no? —Dije apoyándome contra el respaldo de la silla, sin poder borrar la sonrisa de mi cara—. Cálmate anda.
—¡¿Qué me calme?! ¡¿Qué me calme?! Esta me la vas a pagar estúpido patoso –miraba a Thomas con furia mientras le señalaba con el dedo.
—Lo siento –volvió a decir él por undécima vez— ¡Por Dios! ¿Cuántas veces tendré que disculparme? Ha sido sin querer —añadió un poco hastiado.
—¡¿Sin querer?! El guantazo que yo te voy a dar sí que va a ser sin querer.
—¡Ya basta! —Me puse de pie y agarré a mi descontrolada amiga por el brazo, tirando de ella hacia el exterior de la cafetería. Estaba sacando las cosas de quicio.
—¡Suéltame!
—¡No! Al menos hasta que te calmes, y esté segura de que no vas a volver ahí dentro a seguir comportándote como una niña de parvulario —me miró extrañada—. ¿Se puede saber qué te pasa? Esto ya no es gracioso. El pobre Thomas se estaba poniendo verde. Solo es una falda Beth, ¿tanto importa?
El frío de la calle ejerció un poder calmante sobre mi amiga. Sacudió su melena y se cruzó de brazos delante de mí, aún algo molesta, pero bastante más tranquila.
—Vamos, cuéntamelo, este espectáculo no ha sido solo por la falda ¿verdad?
La conocía demasiado para saber que le pasaba algo. Algo que no me había contado.
—No –admitió con voz tan baja, que apenas pude escuchar lo que me dijo a continuación —. Mis padres van a separarse.
—Lo siento –no sabía que más decir.
Ahora entendía por qué tanto drama por una simple mancha. Solo era la excusa para liberar toda la frustración que llevaba dentro. Debía de ser muy duro para Beth, adoraba a sus padres, era un poco rebelde, pero los quería muchísimo.
—Me lo dijeron anoche. —Asentí con la cabeza, no quería interrumpirla, necesitaba desahogarse y yo iba a limitarme a escuchar.— Estábamos cenando, como siempre, y me lo soltaron así, de golpe, y encima tengo que decidir con quién quiero irme a vivir. ¡Como si se tratara de que camisa me pongo mañana! No puedo Estela… no pued…— su voz se ahogó en un sollozo.
Se derrumbó. La abracé fuerte contra mi pecho. Yo era más alta que ella. Escondió su rostro en mi hombro y rompió a llorar.
No dije nada. Sabía que nada de lo que pudiera decirle la consolaría en estos momentos. Me limité a acariciarle la espalda, suavemente, dejando que se desahogara sin prisas. Se me rompía el corazón de verla así. ¿Eran conscientes los padres de Beth del daño que le estaban causando a su hija con su decisión?
Yo no era quién para juzgarlos a ellos, ni a nadie, pero ver así a mí amiga hacia que me revelara, no era justo.
Yo no había sufrido un divorcio, pero perder a mi padre era lo más duro que me había pasado en la vida y estaba segura de que Beth, de algún modo, se sentía tan impotente como yo. Nadie le había pedido su opinión, arrancándole sin más un aparte de su vida. Y encima tenía que escoger entre ambos padres. ¿Qué hijo puede decidir a cuál de ellos rechaza?
Los sollozos empezaban a remitir. Beth se alejó un poco de mí, mientras se limpiaba las lagrimas con la manga de su jersey.
—De esto ni una palabra a nadie, ¿vale?
—Claro que no, ya lo contaras tú, si es que te apetece hacerlo de aquí a un tiempo.
—No, de momento no — su voz sonó desesperada —, ni siquiera yo me creo que esto esté pasando. Aún siento como si tuviera que despertar de este mal sueño.
—Te entiendo, yo me sentía igual cuando la policía vino a mi casa para decirnos que mi padre había sufrido un accidente y había…— aún me costaba pronunciar aquella palabra en voz alta — había muerto —noté la presión de la tristeza en mi garganta.
Beth me miraba con los ojos enrojecidos.
—Esta vida es una mierda.
—Ni que lo digas.
Abrió su mochila sacando un pequeño espejo y empezó a mirarse en el.
—Estoy horrible.
—Si —admití—, estás horrible.
Un atisbo de sonrisa apareció en sus labios.
—Vamos al lavabo a que me recomponga un poco.
La seguí sin más. Se veía destrozada, débil, como una frágil ramita a punto de romperse por la fuerza del viento. Caminábamos en silencio cuando vimos a Daniel aparecer al final del pasillo.
—¡Beth! ¡Hola Beth! —vociferó a lo lejos.
—¡OH, no! No quiero que me vea con esta cara —me cogió de la mano y echamos a correr por el pasillo, llegando al lavabo antes de que él nos diera alcance.
El pobre se había quedado pasmado, mirándonos, desconcertado por nuestra huida. Y ahí se quedó plantado, viendo como nos escabullíamos dentro del lavabo, sin mediar palabra con él.
—Creo que después de esto no volverá a dirigirte la palabra —dije entre risas, una vez dentro.
Beth también estaba de mejor humor. La carrerita nos había sentado de maravilla, a ambas.
— No te preocupes –contestó, retocándose el maquillaje frente al espejo—, lo tengo comiendo de mi mano.
—Pero pensara que estás chiflada.
Beth se volvió hacia mí y me miró con picardía.
—Que te juegas a que cuando salgamos está ahí afuera esperándome.
—No sé, me da un poco de pena.
—Déjalo, ¡que sufra!
—¡Eres cruel! —solté mientras le hacía cosquillas.
—Si, por eso yo triunfo con los chicos y tú no —añadió muy pagada de sí misma—. Eres demasiado blanda. Una de cal y otra de arena, hazme caso, no es bueno que encuentren el camino tan fácil.
Por más que yo no le viera el sentido a como Beth estaba tratando a Daniel, tenía razón. Ella siempre conseguía lo que quería de los chicos, yo no. Sencillamente, era incapaz de manipular a la gente con tanta frialdad. Me preocupaban demasiado los sentimientos ajenos como para hacer sufrir a alguien innecesariamente. Pero bueno, hasta la fecha, tampoco me había interesado ningún chico especialmente como pasa pensar en el modo de seducirlo. Me limitaba a ser yo misma, con los pros y los contras que eso implicaba.
—¿Mejor?
Escruté el rostro de Beth. No quedaba ni rastro del enrojecimiento anterior. Su piel volvía a lucir aterciopelada.
—¿Cómo lo haces? —Pregunté con admiración.— Hace un momento dabas pena y ahora, mírate, estas fabulosa.
—Genética de primera calidad, bonita —soltó orgullosa.
—Eres tonta, lo sabes ¿no? —dije alborotando su pelo.
—Si, pero no más que tú.
Salimos del lavabo sonriendo. Miré con curiosidad al exterior buscando a Daniel con la mirada, y efectivamente, Beth tenía razón, allí estaba él. Apoyado contra la pared, esperándonos. Se envaró cuando nos vio salir y en dos zancadas se plantó ante nosotras.
—Hola —nos dijo a ambas, volviéndose rápidamente hacia Beth—, te estaba buscando.
Una punzada de remordimiento me subió por el estómago, ¿se daba cuenta de cómo mi amiga jugaba con él a su antojo?
—Os dejo, voy a ver qué tal esta Thomas –comenté.
Y sin esperar una respuesta, que sabía que no llegaría, me fui decidida hacia la cafetería.
La mesa que habíamos ocupado hacía un rato se hallaba vacía. Como el resto del comedor. Miré el reloj de la pared y entonces me di cuenta de lo tarde que era. Di media vuelta, dispuesta a salir disparada hacia mi próxima clase, cuando choqué de bruces contra alguien.
— Lo siento —dijo una voz dulce que consiguió desbocar mi corazón— ¿Estás bien?
¿Bien? Grité para mí misma. Estaba mejor que bien. Aunque la nariz me dolía horrores, por el porrazo, daba igual. Estaría bien, aunque me hubiera roto el tabique nasal, solo por estar tan cerca de él.
El ángel de mis sueños acababa de materializarse ante mí. Me sentía extrañamente aturdida ante semejante suerte.
Me miraba a la espera de una respuesta. Clavando sus ojos como el cielo en los míos incrédulos.
—Sí, estoy bien —contesté finalmente con voz temblorosa—, ha sido culpa mía…yo… girarme así y… —No era capaz de pensar de forma coherente, y menos aún de expresarlo en palabras. Solo podía mirarlo atontada. Su cara, sus ojos, su boca, su pelo revuelto.
Era el desconocido de ayer.
—Por favor, no te excuses, ha sido culpa mía. Iba mirando el móvil y no te he visto.
Claro. No me había visto. Una oleada de decepción me inundó por completo. ¿Qué esperaba? ¿Qué estuviera siguiéndome por el placer de verme?
Definitivamente era tonta. Además de ingenua. Continué insultándome mentalmente a mí misma, mientras él me miraba con recelo.
—¿Seguro que estás bien? —Sus ojos escrutaban mi rostro. Parecía buscar alguna señal de cordura por mi parte.
¿Y a él que le importaba si yo estaba bien o mal, si ni siquiera me había visto? Mi decepción se convirtió en rabia.
—Perfectamente –aseguré. Y empecé a caminar en dirección a la salida del comedor, con paso ligero.
—Déjame acompañarte, al menos. —Oí su voz detrás de mí, y me volví rápidamente para soltarle una negativa.
Lo que yo no me esperaba era encontrármelo otra vez tan cerca. Casi podía notar su aliento en mi cara. Me quedé mirando, como una boba, sus bellos ojos lapislázuli.
Mi enfado se desvaneció por completo. Mi cuerpo tan cercano al suyo, me pedía que lo tocara. «Con solo acercarme un poco más» pensé, a la vez que me recreaba en la visión de sus rosados labios curvándose en una leve sonrisa. Entonces, como si acabaran de tirarme una jarra de agua fría por la cabeza, reaccioné.
Él estaba encantado, parecía disfrutar de lo lindo con mi aturdimiento. El chico guapo que las vuelve locas a todas con una mirada. Me rebelé ante semejante idea. Era tonta, cierto, pero aún me quedaba algo de dignidad.
—¿Te importa? —Solté, mientras hacía señas con la mano para que se moviera un poco.
—¿Cómo dices? —Preguntó extrañado.
—¿Por qué te acercas tanto? ¿No sabes calcular las distancias o qué? —Con decisión levanté mi mano y la planté sobre su pecho, en un intento de alejarlo de mí.
No me esperaba sentir aquello. Me ardía la piel con solo rozarle, como si tuviera fuego bajo mis dedos, abrasándome las yemas. Tragué saliva intentando calmarme y ocultar mi sofoco.
—Si tanto te molesta —añadió alzando una ceja y sonriéndome con picardía, mientras se desplazaba un paso más atrás. Dejando mi mano colgando en el vacío.
Me dolía su ausencia en la piel.
—Deberías aprender a respetar el espacio vital de los demás. —Solté algo desconcertada.
Quería parecer más ofendida que encantada, que era como en realidad me sentía por este accidentado encuentro. Pero perdí por completo la compostura cuando alcé mis ojos y me encontré con su frió mar azul mirándome intensamente. Mi cara, espejo del alma, me delataba a voces. Sentí la necesidad de escapar de allí antes de ridiculizarme aún más. Empecé a caminar con torpeza hacia el pasillo, acelerando mi ritmo cada vez más, mientras sentía el hielo de su mirada clavado en mi espalda.
Miles de mariposas aleteaban desbocadas en mi estómago, y una estúpida sonrisa se plasmó en mi cara para el resto del día.
Me pasé la tarde rememorando, una y otra vez, todas y cada una de las palabras, gestos y miradas, que había compartido con mi ángel particular.
Beth intentó, sin éxito, saber que me ocurría pero conseguí desviar la conversación preguntándole por Daniel y su encuentro de hoy.
Y así, inmersa en un estado de levitación, ajena a lo que ocurría a mí alrededor, trascurrió el día. No tenía la menor duda de que podría calificarlo como en mejor día de mi vida, hasta la fecha, ya que pocas veces la vida te permite tener al sueño de tu vida al alcance de tu mano.
Me sorprendí fantaseando con él de camino a casa. El modo en que me miraba me tenía fascinada. Había algo en él tremendamente atrayente. Perdía la razón cuando veía sus ojos. ¿Quién era? No nos habíamos presentado. ¿Sería un alumno nuevo? Podía ser, pero era extraño que no lo hubiera visto por las clases, porque eso sí que lo tenía claro en mi clase él no estaba, semejante monumento no me habría pasado desapercibido. Su voz tenía un acento extraño. Hablaba perfectamente, pero había algo distinto en su pronunciación que no conseguía identificar, ¿sería un estudiante de intercambio?
Mi mente trabajaba a gran velocidad. Podía verlo como el príncipe protagonista de una novela caballeresca. Gallardo, fuerte y esbelto sobre su corcel, cortando el viento con su galope, avanzando veloz hacia mí. Demasiado ideal, un príncipe azul de los que ya no hay. Además el problema radicaba, principalmente, en que yo no encajaba para nada en el papel de princesa.
Puse los ojos en blanco. ¿Qué hacía imaginando tonterías como estas? Era imposible que él se fijara en mí. De hecho hoy lo había dejado bien claro. Chocó conmigo porque ni siquiera me había visto, eso era lo normal, que fuese invisible para él como para el resto de los chicos y no que estuviera interesado en mí, tal y como mi mente enfermiza quería hacerme creer.
El móvil sonó justo en mitad de mi encantamiento, asustándome con su estridente melodía. Era el señor Benet. Aplazábamos la entrevista de trabajo a mañana. Perfecto, tampoco tenía cabeza ahora para esto, así que volví sobre mis pasos y me encaminé hacia mi casa.
Nicole estaba sentada, frente al televisor encendido. Aunque no le estaba prestando ni pizca de atención. Hojeaba un grueso libro que tenía en su regazo.
—¿Para qué enciendes la tele si no la vas a ver? —Dije a modo de saludo, mientras le sonreía abiertamente.
—Hola cariño —contestó regalándome una sonrisa—, apágala si quieres —añadió.
—¿Qué miras con tanto interés? —Pregunté acercándome al sofá y sentándome a su lado. Mi mochila cayó al suelo ruidosamente.
Mi madre me pasó el libro. Leí el titulo, o al menos lo intenté.
—Mama, esto está en alemán —me quejé alzando el libro— ¿para qué quieres un libro que no puedes leer?
Resplandecía, como una niña con zapatos nuevos, acariciando las tapas del libro con reverencia. No era un simple libro.
—Este era el libro favorito de tu padre, iba a todos lados con él.
—Entiendo, pero ¿por qué lo has comprado en alemán? —Eso sí que no lo entendía.
—Porque es como él lo leyó, por primera vez —había melancolía en sus palabras—, siempre me hablaba de este libro.
—Pero no podrás leerlo. —No quería chafarle la ilusión, pero es que seguía sin encontrarle el sentido a comprar un libro en un idioma que no conoces.
Había un brillo especial en sus ojos. Siempre aparecía esa mirada cuando recordaba a Carl. Se veía radiante, hermosa. Había cruzado el umbral de los cuarenta, y en su piel empezaban a dibujarse pequeñas arruguitas, que ella por supuesto negaba que estuvieran ahí. El ciclo de la vida, ni mi madre era tan joven, ni yo tan niña.
—Va, cuéntamelo. –Insistí, sabía que había una historia escondida detrás de ese libro y, si era sobre papá, estaba deseando escucharla.
Me miró dulcemente y empezó a hablar.
—No quiero este libro para leerlo. Es un tributo a tu padre. No solo lo leyó, sino que fue el autor de la novela. Él escribió este libro. —Se mantuvo en silencio, a la espera de mi reacción, que no tardó en llegar.
—¿Papa escribió un libro? —La incredulidad se pintó en mi rostro. No me molesté en ocultarlo.
—Si, el que tienes en tus manos ahora mismo.
—Y ¿por qué no me lo habías dicho antes? ¿Por qué no me lo dijo él?
—Porque jamás llegó a publicarse —dijo tomando el libro de mis manos—. Papa siempre decía que no era una buena historia y se negaba en redondo cada vez que yo insinuaba la posibilidad de llevarlo a alguna editorial.
—Pero no lo entiendo, tanto esfuerzo ¿para nada? —no concebía esa faceta de Carl.
El era un luchador nato. Siempre me repetía, una y otra vez «fíjate un objetivo en la vida y lucha por alcanzarlo, haz realidad tus sueños». Me animaba constantemente a perseguir mis sueños y luego él no había luchado por los suyos. Estaba levemente decepcionada.
—Bueno, para nada no —continuó diciendo mi madre—. Se sintió muy realizado personalmente por ser capaz de tal hazaña. El mero hecho de concluir el libro ya fue todo un logro para él.
—Pero al final se publicó.
—No, este ejemplar es único. —Mi madre soltó una risita al ver mi cara de asombro.— Lo mandé a encuadernar hace unos seis meses —prosiguió con su explicación al ver mi cara—. Cuando tu padre vivía en Alemania tenía un amigo periodista, al que hacía años que no veía. Lo llamé cuando papa falleció. Ese fue todo el contacto que tuve con Markus, el amigo de papa. Pero hace unos meses me llamó, diciéndome que lo habían trasladado aquí, a Vancouver, como corresponsal, y que estaría encantado de quedar conmigo y tomar una copa.
¿Nicole saliendo con un hombre? Eso me parecía del todo imposible.
—No acepté su invitación —continuó sin darme la oportunidad de preguntar nada.
Ya me parecía a mi raro que Nicole saliera con alguien. Como ella misma decía, Carl era el amor de su vida, que él ya no estuviera no significaba que ella hubiera dejado de amarle.
—Le hablé acerca de este libro y el amablemente se ofreció a correr con todos los gastos de impresión, encuadernación, etc. —Se quedó pensativa unos instantes.— Fue un detalle muy bonito por su parte. Él también quería muchísimo a tu padre.
Quise quitar un poco de tensión, veía que Nicole empezaba a derrumbarse.
—Ese Markus parece majo ¿no? Quizás deberías reconsiderar su invitación.
—¡No! Se formaría una idea equivocada de lo que eso significa. Le agradezco de corazón lo que ha hecho, pero ahí queda todo —reafirmó, aunque pude ver como sus mejillas enrojecían y sus ojos volvían a brillar.
—Es precioso —repuse mirando el libro—, es una pena que papa no me enseñara alemán.
—Cierto, pero así he cumplido con sus deseos y los míos a la vez.
—No te entiendo.
—He conseguido tener su libro encuadernado, en condiciones, como se merece, como tenía que ser. Pero nadie va a leerlo. Ni tú, ni yo. Como él quería que fuera.
Estaba maravillada del tremendo romanticismo que escondían las palabras de mi madre. Después de dos años sin Carl a su lado, tenía en consideración lo que había sido su deseo. Estaba emocionada. Poca gente puede hacer gala de haber encontrado al amor de su vida y haber vivido una historia tan bonita como la de Nicole y Carl.
Aún recordaba el día en que Carl, paseando cerca del lago, me contó cómo se conocieron. Él acababa de llegar de Alemania. Sus padres lo habían mandado a los Estados Unidos a estudiar. Solo tenía dieciocho años cuando llegó.
Nicole era algo más joven, tenía dieciséis años por aquel entonces, cuando la vio por primera vez. Estaba en casa de unos conocidos, familia de Nicole. Cuando ella apareció en el pequeño comedor, Carl sintió como el corazón daba un vuelco en el pecho al ver aquella preciosa criatura de ojos grises mirándolo con su ingenua sonrisa. Desde aquel día se habían hecho inseparables. Hasta que una fría tarde de otoño, mientras tomaban un chocolate caliente, Carl reunió el valor necesario para pedirle que se casara con él, y Nicole aceptó, encantada. Lo amaba tanto como él a ella.
En más de una ocasión mi padre solía decirme que el corazón tiene motivos que la razón desconoce. No me había dado cuenta de cuan veraces eran sus palabras, hasta ahora.
—¿Estás bien? —Preguntó mi madre, mirándome con recelo, mientras acariciaba mi brazo.
—Si, es solo que, pensaba en papá… lo echo tanto de menos.
—Yo también cariño, no sabes cuánto –susurró, atrayéndome hacia ella con un abrazo.
La noche cayó sobre nosotras. Acurrucadas en el sofá. Cada una inmersa en su rincón de recuerdos felices. Los míos, más recientes, giraban en torno al dueño de los ojos más bonitos que había visto en mi vida. Los de Nicole, supuse, más lejanos.
—¿Tienes hambre? —Su voz me sonó como el eco lejano de las montañas.
—¿Qué hora es? —Miré el reloj que descansaba sobre mi muñeca— ¡OH Dios mío! ¡Que tarde!
Salí disparada escaleras arriba, con la mochila a rastras, mientras Nicole se dirigía a la cocina para preparar la cena. Ahora me tocaría trasnochar, después de dedicar la mayor parte de la tarde a regodearme en mis sueños.
Oía a mi madre trajinando en la cocina mientras yo intentaba concentrarme en el esquema que tenía delante, el ciclo de Krebs, para el trabajo de biología. Tuve que hacer un esfuerzo hercúleo por dejar de imaginar ojos color turquesa donde tenía que ver moléculas de glucosa y enzimas. Esto empezaba a ser preocupante. Cerré los ojos, apretándome el puente de la nariz con dos dedos. ¿Qué me estaba pasando?
—¡Cariño baja a cenar! —Gritaba Nicole a pie de la escalera.
—¡Voy! —Contesté, poniéndome en pie lentamente. Por fin había acabado. No era uno de mis mejores trabajos, eso lo tenía claro, pero sin duda era el que más energías había logrado consumir de mí misma. Estaba agotada por la lucha interna que había librado en un intento vano por dejar de pensar en él.

El despertador sonó con su timbre chillón, despertándome del mejor de mis sueños. Maldije aquel aparato endemoniado.
Después de una ducha rápida bajé a desayunar, pero Nicole no estaba sola. Beth ocupaba la silla frente a mi madre.
—¡Beth! ¿Qué haces aquí?
—Pues vaya «buenos días» que me das — dijo volviéndose hacia mí.
—Hola fea —me acerqué de un salto a su silla y empecé a revolver su cabello perfectamente alisado. Sabía que eso la sacaba de sus casillas.
—¡Eh! ¿Quieres parar ya? —Empezó a alisarse la melena con las manos y volviéndose hacia mi madre añadió:— Que manía tiene tu hija con amargarme el día de buena mañana. ¿Cómo la soportas?
Mi madre y yo rompimos a reír.
—Ahora en serio, —dije mientras metía una cucharada de cereales con leche en mi boca— ¿Qué haces aquí tan temprano?
Nicole se estaba arreglando para irse a trabajar y nos habíamos quedado las dos solas en la cocina.
—Anoche mi madre se fue de casa. —Jugueteaba con sus dedos evitando mi mirada.
—¿Cómo lo llevas? —Dije apoyando mi mano sobre las suyas.
—No sé, me siento rara —se encogió de hombros—, tengo ganas de gritar, de llorar, de romper cosas, pero no soy capaz de hacer nada. Por eso he venido aquí, no soportaba seguir en mi casa. Mi padre no se merece que lo maltrate de esta manera.
Le temblaba el labio inferior. Comenzó a mordisquearlo, intentando contener las lágrimas que empezaban a asomar en sus ojos.
—Me alegro de que hayas venido. —Me miró por primera vez y vi los efectos de lo que supuse había sido una mala noche. Sombras purpúreas enmarcaban sus ojos. Me apenó enormemente verla así.
Beth parecía siempre tan fuerte, ajena al sufrimiento. Siempre alegre, perfecta, y ahora estaba aquí, sentada en la descolorida silla de mi cocina, haciendo un esfuerzo por recoger y recomponer los pedacitos que quedaban de su vida. Veía en su mirada que no iba a contarme nada más. Me parecía bien. No iba a meter el dedo en la llaga por satisfacer mi curiosidad. Pensé que lo mejor sería distraerla una poco, aun a riesgo de mi persona.
—¿Por qué no me arreglas esta maraña de pelo? —Me miró como si no me entendiera.— Fíjate, está encrespado y eso que acabo de secármelo, estoy hecha un asco.
Un atisbo de sonrisa afloró en su apagado rostro.
—Tienes razón –admitió—, das pena.
Sonreí aliviada. Esa era mi Beth.
Fue un día eterno en el instituto. No veía a mi ángel por ningún sitio, y para más recochineo, Daniel estaba de lo más empalagoso con mi amiga. Suspiré aliviada cuando acabaron las clases.
Tenía que ir a mi primera entrevista de trabajo.
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