Crónicas satíricas I Socorro, me han invitado a una boda.
Publicado: 01 Jul 2010 16:37
Socorro, me han invitado a una boda.
Cuando una pareja conocida me comenta que se van a casar, inmediatamente un sudor frío me recorre la espalda y mi cuenta bancaria me duele. Mientras, rezo para que les dé por hacer una boda muy íntima y en ese momento no se acuerden de mí. Pero muchas veces esas plegarias son en vano y aparecen con el sobrecito con la notificación de la multa, perdón, invitación. En mi mente veo imágenes de cuentas de ahorros mermadas, dolores de pies, gente que no te cae muy allá en la mesa y comida de rancho a precio de oro. No puedo evitar estremecerme.
Quiero que conste que no soy una amargada ni una anti-romántica. Tengo una pareja a la que espero que Dios me conserve muchos años. Y me gusta que la gente sea feliz y haya amor en sus vidas. Y que dos personas quieran hacer público su amor y mostrar su deseo de hacer una vida en común, también. Lo que no me gusta es el circo que se monta alrededor.
Para mí una boda es una forma de extorsión encubierta. Me viene a decir algo como “te invito a cenar, pero como sois tantos, comeréis lo que me guste de menú. Y al ser algo elegante, tendréis que venir muy bien vestidos, nada de vaqueros y deportivas. Luego lógicamente me deberéis hacer un regalo, lo lógico es que sea el precio del cubierto y un poco más”. Lo que peor llevo es que los novios se llevan poco si son ellos quienes se costean el evento. En todos los sitios de flores, peluquerías o restaurantes se menciona la palabra boda y el precio se multiplica.
Con calculadora en mano, con lo que me cuesta ir a una boda me podría pagar parte de unas vacaciones. Si me invitan a dos, las vacaciones enteras; y tres o más bodas en un mismo año es una faena, parece que llevo el cartel de “pringado” en el pecho.
Lo primero que hago es pensar la forma de escaquearme. Para una boda de compromiso, al ser opositora siempre tengo algún examen, o mi novio puede utilizar la excusa del cambio de turno denegado. Pero cuando saque la plaza se me acabarán las excusas. El problema viene cuando es un evento de algo grado inescaquabilidad, entonces tengo que poner mi sonrisa de mártir y esperar que el Karma me devuelva esa buena acción.
Negarse a una boda por el tema del vil pecunio hace quedar por tacaño por los siglos de los siglos, porque hay gente que es capaz de no comer para que no le cuelguen ese sambenito. Menos mal que con la crisis uno puede negarse “porque la cosa está mu mal”. Y hay que reconocer que es muy difícil resistir a ciertas presiones sociales. Los compromisos son harina de otro costal, te toca ir por narices “por no quedar mal” mientras tú estás en medio del banquete preguntándote qué pintas ahí y que estarías mejor en otro sitio.
Hay que pagar el impuesto revolucionario, perdón, regalo para los novios. No suele ser una cafetera o un marco de plata, porque se casan con la casa montada; sino el cubierto y “un poco más” de propina. En la zona donde vivo el cubierto anda por los 80-100 euros, si una pareja quiere algo que ronde los 60, tiene que sudar bastante y regatear como mercaderes árabes. El “regalo” estándar suelen ser de 200 euros para arriba por pareja.
El tema del vestido es peliaguado. Me llama mucho la atención ver cómo muchas veces nos escandalizamos por pagar más de 50 euros por unos pantalones que utilizaríamos para todos los días, pero sin embargo, nos gastamos unos centenares de euros en un traje que nos pondremos como mucho, tres veces. Y la de vueltas que se dan para encontrarlo, parece ser que es una cuestión de honor jactarse de la cantidad de horas que nos ha costado encontrar el susodicho vestido. Muchas veces intento tirar de algo prestado o algo que tenga para evitar eso. En el caso de los hombres no ocurre nada, el traje se puede utilizar más veces cambiando la camisa y la corbata.
Hay otros gastos añadidos: peluquería, desplazamientos, en algunos casos hoteles si los novios tienen la mala costumbre de vivir lejos de nosotros…
Llega el día de la boda en sí, menos mal que pasa rápido. Una sale de casa con la sensación de que voy disfrazada de payaso y preguntándose cómo pueden respirar los poros con medio kilo de maquillaje…
Lo que ocurre es de sobra conocido: los besos a tropecientas mil personas, la conversación forzada, la comida de rancho bien colocadita, los amigos borrachos, la sensación de ir disfrazada, el dolor de pies, bailar los grandes éxitos del año 1995…
De las bodas llevo fatal el “y tú cuando” para referirse a echarse novio/embarazarse/casarse, según sea el caso. Yo soy muy poco diplomática y me tengo que contener para decir y “a ti que te importa, a caso te pregunto yo cuando te vas a poner a régimen a hacer más deporte o a leer algún libro de vez en cuando”. A eso lo mejor que puedo hacer es responder con un “aún no lo he pensado”.
Mi marido-en-funciones dice que sería peor pagar una multa. Tras mucho meditar, he decidido que es preferible pagar multas: lo habría hecho yo y el dinero sería para todos los españoles. Pero lo mejor que me podría pasar es gastarme ese dinero en unas vacaciones, lo disfrutaría más.
Cuando una pareja conocida me comenta que se van a casar, inmediatamente un sudor frío me recorre la espalda y mi cuenta bancaria me duele. Mientras, rezo para que les dé por hacer una boda muy íntima y en ese momento no se acuerden de mí. Pero muchas veces esas plegarias son en vano y aparecen con el sobrecito con la notificación de la multa, perdón, invitación. En mi mente veo imágenes de cuentas de ahorros mermadas, dolores de pies, gente que no te cae muy allá en la mesa y comida de rancho a precio de oro. No puedo evitar estremecerme.
Quiero que conste que no soy una amargada ni una anti-romántica. Tengo una pareja a la que espero que Dios me conserve muchos años. Y me gusta que la gente sea feliz y haya amor en sus vidas. Y que dos personas quieran hacer público su amor y mostrar su deseo de hacer una vida en común, también. Lo que no me gusta es el circo que se monta alrededor.
Para mí una boda es una forma de extorsión encubierta. Me viene a decir algo como “te invito a cenar, pero como sois tantos, comeréis lo que me guste de menú. Y al ser algo elegante, tendréis que venir muy bien vestidos, nada de vaqueros y deportivas. Luego lógicamente me deberéis hacer un regalo, lo lógico es que sea el precio del cubierto y un poco más”. Lo que peor llevo es que los novios se llevan poco si son ellos quienes se costean el evento. En todos los sitios de flores, peluquerías o restaurantes se menciona la palabra boda y el precio se multiplica.
Con calculadora en mano, con lo que me cuesta ir a una boda me podría pagar parte de unas vacaciones. Si me invitan a dos, las vacaciones enteras; y tres o más bodas en un mismo año es una faena, parece que llevo el cartel de “pringado” en el pecho.
Lo primero que hago es pensar la forma de escaquearme. Para una boda de compromiso, al ser opositora siempre tengo algún examen, o mi novio puede utilizar la excusa del cambio de turno denegado. Pero cuando saque la plaza se me acabarán las excusas. El problema viene cuando es un evento de algo grado inescaquabilidad, entonces tengo que poner mi sonrisa de mártir y esperar que el Karma me devuelva esa buena acción.
Negarse a una boda por el tema del vil pecunio hace quedar por tacaño por los siglos de los siglos, porque hay gente que es capaz de no comer para que no le cuelguen ese sambenito. Menos mal que con la crisis uno puede negarse “porque la cosa está mu mal”. Y hay que reconocer que es muy difícil resistir a ciertas presiones sociales. Los compromisos son harina de otro costal, te toca ir por narices “por no quedar mal” mientras tú estás en medio del banquete preguntándote qué pintas ahí y que estarías mejor en otro sitio.
Hay que pagar el impuesto revolucionario, perdón, regalo para los novios. No suele ser una cafetera o un marco de plata, porque se casan con la casa montada; sino el cubierto y “un poco más” de propina. En la zona donde vivo el cubierto anda por los 80-100 euros, si una pareja quiere algo que ronde los 60, tiene que sudar bastante y regatear como mercaderes árabes. El “regalo” estándar suelen ser de 200 euros para arriba por pareja.
El tema del vestido es peliaguado. Me llama mucho la atención ver cómo muchas veces nos escandalizamos por pagar más de 50 euros por unos pantalones que utilizaríamos para todos los días, pero sin embargo, nos gastamos unos centenares de euros en un traje que nos pondremos como mucho, tres veces. Y la de vueltas que se dan para encontrarlo, parece ser que es una cuestión de honor jactarse de la cantidad de horas que nos ha costado encontrar el susodicho vestido. Muchas veces intento tirar de algo prestado o algo que tenga para evitar eso. En el caso de los hombres no ocurre nada, el traje se puede utilizar más veces cambiando la camisa y la corbata.
Hay otros gastos añadidos: peluquería, desplazamientos, en algunos casos hoteles si los novios tienen la mala costumbre de vivir lejos de nosotros…
Llega el día de la boda en sí, menos mal que pasa rápido. Una sale de casa con la sensación de que voy disfrazada de payaso y preguntándose cómo pueden respirar los poros con medio kilo de maquillaje…
Lo que ocurre es de sobra conocido: los besos a tropecientas mil personas, la conversación forzada, la comida de rancho bien colocadita, los amigos borrachos, la sensación de ir disfrazada, el dolor de pies, bailar los grandes éxitos del año 1995…
De las bodas llevo fatal el “y tú cuando” para referirse a echarse novio/embarazarse/casarse, según sea el caso. Yo soy muy poco diplomática y me tengo que contener para decir y “a ti que te importa, a caso te pregunto yo cuando te vas a poner a régimen a hacer más deporte o a leer algún libro de vez en cuando”. A eso lo mejor que puedo hacer es responder con un “aún no lo he pensado”.
Mi marido-en-funciones dice que sería peor pagar una multa. Tras mucho meditar, he decidido que es preferible pagar multas: lo habría hecho yo y el dinero sería para todos los españoles. Pero lo mejor que me podría pasar es gastarme ese dinero en unas vacaciones, lo disfrutaría más.