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“La noche cae lentamente, las estrellas empiezan a asomar tímidas entre nubes rasgadas por el viento. No hay luna en el cielo, está llorando escondida bajo el horizonte. Hay un Gran Árbol en medio de un claro, cerca de un cristalino lago. El silencio y la pesadumbre reina en el lugar. Dos filas de candelas de suaves destellos, sujetas por hadas, iluminan a los pies del Gran Árbol una pira funeraria. Cubierta por sedosas y brillantes hojas verdes, el cuerpo de una diminuta hada sin alas reposa en paz encima de ella. Una anciana hada vestida de blanco níveo y antorcha en mano, comienza a caminar por la senda iluminada. Desde lo alto de una rama, una lechuza plateada hace de luna, observando afligida como la anciana se acerca a la pira. Una mariposa, luciérnagas y otros animales del bosque también las acompañan en el amargo adiós.
Se detiene en frente, no hay palabras de despedida que reflejen el dolor del momento, así que se queda en silencio. Un grupo de pequeñas hadas lloran desconsoladas, una de ellas como ninguna, culpándose por lo ocurrido. Junto a ella, otra pequeña hada la abraza intentándola consolar, pero su tristeza no es mucho menor. La anciana vacila en el último momento mientras alarga la mano que sujeta la antorcha, sus frágiles piernas tiemblan y fallan, está a punto de caer. De entre las filas, un hada sale en su ayuda y la acoge entre sus brazos, la mantiene en pie. Apesadumbrada, la anciana mueve la cabeza negando lo inevitable, no tiene fuerzas para hacerlo. Su compañera, amiga, hermana, con la vista velada por las lagrimas, le sujeta con suavidad la mano y la guía.
Una suave brisa cruza la ceremonia como una llamada. La mano de la anciana hada se abre, dejando caer la antorcha, apagándose de inmediato nada más tocar suelo, igual que el resto de candelas. Gira su mirada hacia el Gran Árbol, tan sólo iluminado por las estrellas, obedeciendo esa muda llamada. La conmoción se apodera de ella, pero su rostro se suaviza al ver lo que está ocurriendo. El resto de hadas también miran hacia el mismo lugar que la anciana, desconcierto y sorpresa son sus sensaciones ahora. En el tronco, en el Gran Árbol, lentamente va apareciendo una pequeña abertura. Una delicada y frágil luz esmeralda nace de su interior. La anciana hada y su compañera cruzan sus miradas, una pequeña sonrisa se dibuja entre las arrugas de la primera, suavizando su tristeza. Todo lo dice con el fulgor de sus ojos. Su compañera asiente y juntas, se dan la vuelta, acercándose al cuerpo de la pequeña. La joven desconsolada y su amiga salen a su encuentro, uniéndose a ellas.
Entre las cuatro levantan la parihuela que porta el cuerpo de la pequeña y en un paso solemne, la acercan al aposento eterno que les ofrece el Gran Árbol. A mitad camino se detienen, la plateada lechuza se interpone entre ellas y su destino. Sus miradas se encuentran durante un corto espacio de tiempo, pero que parece eterno. La lechuza se postra agachando el rostro, como pidiendo clemencia, pero no es eso lo que quiere y la anciana lo sabe. Acepta su petición. Con cuidado, depositan el cuerpo de la pequeña hada sin alas y la sujetan en su plumoso lomo plateado. La lechuza asiente feliz en señal de agradecimiento y alza el vuelo. El último vuelo juntos. El suave viento los acoge y los alza entre sus brazos etéreos, los mece y los arrulla. La estrellas se despiden a su paso. La luna asoma por fin en el horizonte, no quiere perderse la partida por mucho que le duela. Mañana se lo contará al sol.
La lechuza regresa con lagrimas en los ojos heridos aún. Devuelve el cuerpo para que lo lleven a su lugar de descanso. Las cuatro hadas siguen su camino, deteniéndose a los pies del Gran Árbol. Con suavidad, ternura, alojan el cuerpo de la pequeña hada sin alas en su aposento de eterno reposo. Un canto de nostalgia y despedida emerge de la garganta de la lechuza, mientras el hueco se va cerrando. Un último fulgor esmeralda ilumina el lugar y a los presentes en señal de adiós. El aposento se sella por siempre.
El ocre, triste y tranquilo otoño, da paso al silencioso, adormecido y frio invierno. Una nueva y colorida primavera llega, portando júbilo y alegres cantos a los aún pesarosos corazones de las hadas. El día del Gran Florecimiento ha llegado, trayendo al mundo a nueve alegres recién nacidas. La anciana se encuentra sentada en una de las ramas más altas del Gran Árbol, mientras observa a sus alborozadas compañeras. A su lado se encuentra la lechuza plateada. Ambos observan en silencio el horizonte rememorando momentos pasados, cuando un pequeño movimiento llama su atención. Detrás de ellos, una flor cerrada, algo en su interior se debate por salir. Desconcertada, mira a su compañero de recuerdos. Éste asiente y la insta a que se acerque. Con fascinación y cautela, se aproxima y con mucho cuidado, ayuda en la apertura de la flor. Conmocionada, no da crédito a lo que ve. Con devoción, ojos anegados en lagrimas e incredulidad, acoge entre sus brazos a la recién nacida y desciende a los pies del Gran Árbol.
Poco a poco, un corro de hadas se forma a su alrededor, algunas de ellas aún no pueden creer lo que están viendo, otras lloran, pero no de aflicción, sino de inmensa felicidad. Entre sus brazos, una pequeña criaturita de mirada avispada y rostro agraciado, de pelo dorado como un amanecer y ojos claros. Tan sólo una vez recuerdan haber visto tanta belleza en un hada. La recién nacida sonríe dulcemente. Dos hermosas y delicadas alas, como nunca antes vieran, se abren y cierran juguetonas. De la boca de la anciana se escapa tan sólo una palabra, un solo nombre en un susurro:
—Aris...”
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Última edición por Gisso el Lun Sep 10, 2012 3:33 pm, editado 1 vez en total
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