Elección (Cuento de ciencia ficción)

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Guillermogustavo
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Elección (Cuento de ciencia ficción)

Mensaje por Guillermogustavo »

ELECCIÓN

Una desgracia sucedía a otra. Cuando la Pelyons, inutilizada y semidestruida, reingresó al espacio normal, Chyrons —el único de los cinco tripulantes aún con vida— comprendió que estaba irremediablemente perdido.
Había estado recorriendo toda esa región de la galaxia, a bordo de una nave prácticamente inservible, errando interminablemente por aquellos tortuosos corredores que surcaban el tetraespacio, con la remota esperanza que su intuición –y un extraordinario golpe de fortuna— lo llevaran a alguna región conocida. Era su única posibilidad de salvación.
En otras circunstancias, con todos los sensores e instrumentos de la nave funcionando a pleno, aquéllo hubiera sido un juego de principiantes. Apenas una tarea rutinaria para una nave de combate como la Pelyons, que participaba eficientemente desde hacía décadas en una guerra galáctica sin desenlace a la vista.
Pero en esas condiciones, con aquella nave hecha despojos y casi ciega, sin más esperanza que la de la Providencia... Esto era el fin. La región del espacio a la que había ido a parar no le era familiar en absoluto. Comprobó con desencanto que no figuraba en ninguno de los mapas tridimensionales que había a bordo. Y habiendo muy pocas estrellas con planetas capaces de sustentar la vida, Chyrons supo que estaba perdido.

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Tierra firme. Milagrosamente estaba en tierra firme. Maltrecho y moribundo, pero vivo y sobre terreno sólido.
¿Qué mundo era aquél? No lo sabía. ¿Cómo había conseguido llegar hasta allí? Un golpe de suerte, sin duda.
En el último momento, debió de haber manipulado histéricamente los controles de desplazamiento hiperespacial, mientras iba perdiendo el sentido. Y ello lo había salvado. La coincidencia extraordinaria que no lo había asistido antes, lo había hecho ahora. Al menos en cuanto a él. Observó con dolor y pesar los cuerpos sin vida de sus cuatro compañeros muertos.
Comprobó sin sorpresa que no podía moverse. En las condiciones en que se encontraba, era un milagro que aún estuviera vivo, y consciente. A duras penas alcanzó a manotear el control que abría una de las ventanillas laterales, la cual había quedado ahora sobre su cabeza. Cuando el mecanismo terminó de abrirse, comprobó que el cielo era azul. Buena señal. El cielo de su planeta también era azul. En un sector del techo de la nave (que ahora había quedado a un costado) el impacto había abierto un enorme y feo boquete en el casco. Se veían nubes, montañas, y una vegetación de coloración verdosa, no muy distinta a la de su planeta. Sonidos de lo que parecían ser extrañas criaturas de ese mundo extraño, llegaban desde lejos.
Puesto que aún estaba vivo, pensó, era obvio que la atmósfera era respirable. Al menos el planeta debía de estar habitado por criaturas de metabolismo semejante al suyo. ¿Existiría alguna forma de vida inteligente?
Todo el cuerpo le dolía terriblemente. No necesitaba ser médico para saber que moriría si no recibía asistencia de inmediato. Comprobó con desencanto que, definitivamente, no podía moverse.
Sin embargo, no poder salir de allí, no constituía un obstáculo insalvable para él. Era una suerte ser el telépata de la tripulación. Si había alguna forma de inteligencia en aquel planeta, podía intentar un contacto directo de cerebro a cerebro. Siempre le quedaba ese recurso en casos extremos. Y aquél era un caso extremo. Recordó los largos años de entrenamiento en la escuela militar, desde que esa notable facultad fuera detectada en él.
Debía hacerlo. Con sus últimas fuerzas debía intentarlo. Aun si el receptor no poseyera grandes dotes síquicas, o incluso ninguna, él podría hacer un supremo esfuerzo para penetrar la dura coraza y hacerle llegar su mensaje desesperado. El lenguaje no era un inconveniente. El sentimiento podía ser claramente transmitido. Agotaría sus últimas energías en ello, pero valía la pena intentarlo.

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Se acercaban. Ya podía percibirlos. Su mente podía visualizarlos con toda claridad. Dos criaturas con cierta apariencia inteligente, aunque de conformación física claramente diferente. No era probable que ellos pudieran divisar su nave, pero él los atraería.
¿A cuál de las dos debía enviar su mensaje? No había tiempo para estudiarlas con la profundidad que hubiera necesitado. ¿A cuál de las dos?
Sintiendo que sus últimas fuerzas, y la vida, lo abandonaban, eligió la de apariencia más prometedora. Y hacia ella dirigió su llamada de auxilio.
"Ven, por favor, ven. Estoy muriendo. Necesito ayuda.Es por acá, detrás del promontorio".
Ninguna respuesta.
"Maldición, ¿no comprendes? Acá, detrás del promontorio."
Nada.
"¿No entiendes lo que digo?"
Nada en absoluto. Chyrons sintió que la vida lo iba a abandonando, lenta e inexorablemente, mientras continuaba haciendo esfuerzos desesperados para establecer comunicación.
"¿No entiendes? ¡Por favor! ¡¡AUXILIO!! ¡¡AUX...!!"

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Adelita jamás lo olvidaría. Se dirigía al pueblo, distante casi un kilómetro del pequeño rancho de adobe y paja en el que vivían ella, su madre y cinco hermanos. No dejaba de pensar en la tormenta de la noche anterior, la más espantosa que había presenciado en sus diez años de vida.
Ocurrió justo al llegar al pie del promontorio, cuando ya podía divisar, camino abajo, las primeras casas del poblado "Cruz del Socorro" (cien kilómetros al sur de la frontera con Bolivia, había aprendido Adelita).
De pronto, Peludo, que la seguía olisqueando alegremente los pastos aquí y allá, empezó a mostrar un extraño comportamiento. Aullaba, gemía, arañaba la tierra, daba vueltas sobre sí mismo, como si algo se revolviera y agitara en su interior. De repente el animal salió disparado en una dirección, se detuvo, repitió su extraña pantomima, se puso nuevamente en marcha, volvió de improviso sobre sus pasos, agitando y sacudiendo su cabeza como si quisiera desprenderse de algo.
"¿Pero qué le pasa a este bicho?", se preguntó Adelita, que jamás en su vida había visto cosa parecida en un perro. "¿Se habrá vuelto loco?"
Peludo continuó así unos buenos diez minutos, según le pareció a Adelita. La niña se quedó allí, mirando boquiabierta a su perro, sin saber qué hacer.
Y de pronto, tan repentinamente como había comenzado, Peludo se calmó, y empezó a caminar tranquilamente al lado de su pequeña ama, como si nada hubiera ocurrido.
"¿Estará enfermo?", se preguntó Adelita. Cuando estuviera en el pueblo, se lo llevaría al doctor Zamora. Aunque Adelita sabía, porque su madre se lo había dicho una vez, que en realidad no era un veterinario, porque no había terminado sus estudios. Pero como en el pueblo no había un veterinario, y él era casi un veterinario, y además sabía muchas cosas, todos en el pueblo lo llamaban así.
De pronto. Adelita recordó que su madre le había hablado una vez sobre el instinto, el maravilloso don que algunos animales tenían para darse cuenta de algunas cosas. Cosas que las personas muchas veces no podían advertir, o advertían mucho después, como la tormenta o un terremoto.
¿Le habría sucedido algo de eso a Peludo? ¿Así se comportaban los animales cuando les llegaba el instinto? Si era así, tal vez Peludo hubiera advertido algo extraño en aquel lugar, o cerca de allí.
Decidió explorar los alrededores, aprovechando los últimos rayos del sol. Debía darse prisa.
Peludo lo seguía, trotando alegremente, sin dar señales de repetir, ni tan siquiera recordar, su extraño comportamiento de sólo unos minutos antes, tan sólo preocupado por detenerse aquí y allá para olisquear algo entre los yuyos.
Adelita estuvo recorriendo los alrededores como una media hora, sin saber qué estaba buscando, y sin que su perro pudiera ayudarla.
Desalentada, iba a abandonar la búsqueda, cuando se le ocurrió rodear el promontorio. Allí, detrás del pequeño cerro, con las últimas luces de la tarde, lo encontró.
En el fondo de una enorme y negrísima hondonada, que Adelita estaba segura de no haber visto jamás en ese lugar, había una cosa rara. Parecía un enorme huevo, y despedía una especie de humo verde amarillento.
Adelita, después de cavilar un rato, un tanto amedrentada y no muy segura de estar haciendo lo que debía, comenzó a descender lentamente y con cuidado la negra pendiente. La tierra crujía bajo el peso de sus pies, y a veces de sus manos (además de las tres veces que se cayó sentada). Estaba muy caliente, y olía fuertemente a madera y pasto quemados. Cuando por fin estuvo al lado de la cosa rara en forma de huevo, comprobó que tenía el tamaño de una pequeña carreta. Parecía de plástico, y estaba llena de grandes grietas por todos lados.
Adelita decidió aprovechar esas grietas y de alguna manera, trabajosamente, consiguió trepar por la superficie curva del extraño objeto, hasta encaramarse en lo más alto.
Allí arriba, mientras hacía un esfuerzo por mantener el equilibrio, encontró una parte en donde la cáscara del enorme huevo, de manera muy curiosa, iba como desvaneciéndose hasta terminar en una pequeña zona sin nada. Como un agujero sin contornos definidos. Era el agujero más raro que había visto en su vida. Intentó introducir una mano, y descubrió que no podía hacerlo. Su mano chocaba como contra un vidrio. Pero allí no había ningún vidrio, ni cosa parecida. Era como un vidrio invisible. Golpeteó el agujero y comprobó que hacía un pequeño ruido, aunque ahí parecía no haber nada. Acercó la cara y pudo ver que el interior estaba estaba muy iluminado por una intensa luz amarilla. Pero los objetos que había allí dentro no hacían sombra.
"Qué raro es todo", pensó Adelita.
Luego de comprobar una vez más que no podía pasar la mano por el extraño agujero, se deslizó por el lado opuesto del objeto, dejándose caer. Resbaló más rápido de lo que había pensado, y terminó de bruces sobre la tierra chamuscada y caliente. Mientras se ponía de pie y se sacudía de piernas y manos el polvo negro como el carbón, sus ojos repararon en un gran boquete casi a ras de tierra, en un costado del objeto.
Este otro agujero era como de metro y medio, y tenía los bordes llenos de rajaduras y grietas en todas direcciones. Parecía un agujero común y corriente. Pero como Adelita ya se había acostumbrado a que en ese enorme huevo todo fuera muy raro, se sorprendió al comprobar que podía pasar su brazo con toda normalidad. Era un agujero común y corriente, nomás. No se animó a entrar, pero sí a asomar un poco la cabeza al interior del objeto, para ver qué encontraba. Y al hacerlo, apenas pudo reprimir un grito.
El recinto que estaba observando era enorme. Era tan grande como el interior de la iglesia del pueblo. Sacó la cabeza y observó el objeto por fuera, y luego nuevamente por dentro.
¿Cómo podía ser más grande por dentro que por fuera? Adelita frunció el ceño. Una pared que va desapareciendo hasta hacerse invisible, una luz que no viene de ningún lado y no hace sombra, un enorme huevo mucho más grande por dentro que por fuera... ¡Qué extraño era todo!
Pero fue al meter un poco más la cabeza y mirar a un costado, estirando el cuello todo lo que pudo, que Adelita vio lo más extraño de cuanto había visto aquella tarde de enero que jamás olvidaría.
Una, dos, tres, cuatro... Cinco criaturas, las más extrañas que había visto en su vida, yacían desparramadas por aquí y por allá. Ninguna hacía el menor movimiento, ni parecía respirar. Adelita no estaba segura, pero parecían estar muertas. Pero lo que más le llamó la atención fue la extraña apariencia de las criaturas.
Tenían una cabeza bastante grande, y dos tentáculos que les salían de los costados del cuello. Pero sobre todo, a Adelita le llamó la atención las cuatro patas...
"No pueden ser muy inteligentes, si caminan en cuatro patas...", pensó Adelita con mucho sentido común.
Rápidamente decidió que lo que debía hacer era correr hasta el pueblo y contarle todo al doctor Zamora. Él sabría qué hacer. Aunque para Adelita, lo que sea que fuesen esas criaturas, ya estaban muertas.
Peludo, en todo este tiempo, había estado dando vueltas y olisqueando la tierra negra y crujiente, sin hallar nada interesante.
—Peludo —le dijo Adelita a su perro—. Vos te quedás acá sin moverte. Y al que se acerque lo sacás a tarascones. ¿Entendiste, Peludo? Acá, te quedás acá.
Peludo tardó un rato en comprender. Pero como era un animal inteligente, finalmente lo logró.
Adelita salíó corriendo, trepando la pendiente de la hondonada, a todo los que daban sus piernas. Se resbaló un par de veces mientras subía, se llenó todo la ropa y las piernas de hollín, y la cara se le tiznó de negro. También el pelo; pero como era negro de por sí, pensó, no se iba a notar.

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Peludo —que era realmente peludo, además de blanco como el extraño objeto que debía custiodiar— se quedó allí, un poco aburrido.
Al cabo de un rato, acercó una vez más el hocico a las paredes curvas y agrietadas del objeto, y estuvo otro rato olisquéndolas. Como no olían a nada que pudiera comerse, finalmente volvió a sentarse sobre sus cuatro patas, y esperó obedientemente a que su pequeña ama estuviera de regreso.

Guillermo Doi
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lucia
Cruela de vil
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Re: Elección (cuento de ciencia-ficción)

Mensaje por lucia »

Lo mejor del cuento es cómo colocas los prejuicios de los seres vivos reflejándose sobre los demás, que es lo que imagino que querías conseguir al describir a los seres de dos tentáculos y cuatro patas.

Lo malo es que la puntuación es confusa, especialmente al principio. Da la sensación de que fuese una escena de última hora que hubieses revisado menos que el resto.
Nuestra editorial: www.osapolar.es

Si cedes una libertad por egoísmo, acabarás perdiéndolas todas.

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