El corazón de Ana (I, II Y III )
Publicado: 02 Jun 2013 20:17
En una pequeña ciudad de provincias cualquiera, 1968
Ana escuchaba el repiqueteo de sus tacones sobre los adoquines de la calle Mayor. Le gustaba ese sonido, porque le recordaba que era una mujer, ya que usaba zapatos altos.
La tarde era bonita,como todas en aquella primavera y era posible ver las primeras estrellas que titilaban, tímidamente, sobre el tapiz cada vez más sombrío del cielo.
Esa oscuridad creciente concordaba con la opresión que se apoderaba del pecho de Ana todas las tardes, a la misma hora. Todas las tardes a la misma hora... Porque salía, como de costumbre, del taller y regresaba a su casa. Adoraba su trabajo y detestaba su casa. Aquel portal era el tránsito a otro mundo , cuyo ambiente le producía una sensación extraña en el corazón, como si unos dedos inmisericordes se lo retorciesen, exprimiéndolo .
Por el contrario, el taller era más que un lugar de trabajo para ella. Le encantaba el "Templo de la moda", como la dueña lo había bautizado en un rapto de locura, o de frenesí chic. (Ana apenas pudo reprimir una carcajada por lo pretencioso del nombre del negocio, pero doña Paquita era así: una mujer singular). Volviendo a su trabajo, pensó que era algo más, mucho más que un medio para ganarse el sustento. Era su vida, su verdadera vida. Ana aspiraba el olor de los motores de las máquinas, como si de un perfume parisino se tratase. Su triquitraque dominaba sobre la música que la señorita Encarna ponía a todo trapo en la radio, o sobre el serial de turno.Los cuchicheos y las risillas ahogadas de las aprendizas divertían a Ana, porque la hacían regresar a su infancia.
Es que ella había entrado en ese taller a los 12 años. Su madre la condujo hasta la puerta sin darle explicaciones, como acostumbraba a hacer, porque la palabra de Pura era la ley en su casa. Así, la chiquilla se enteró de que dejaba la escuela, para irse a trabajar con doña Paquita a la casa de modas. No necesitó preguntar a su madre la razón, a ellas les hacía falta el dinero.Vivían con una modestia decente y orgullosa en la que la madre, Pura, no toleraba ni un capricho ni una queja. Y así, sin protestas, so pena de un buen pellizco retorcido de "los de monja", Ana aceptó con resignación ese trabajo.
-¡No se te ocurra ni abrir la boca, Anita- dijo su madre- que tus hermanas llevan trabajando desde que tú eras una mocosa que gateaba todavía.
Ana no se atrevió a contradecirla, pues conocía de sobras la severidad de su progenitora.
- No, mamá, tranquila, que yo quiero ayudar- dijo ella humildemente.
- Bien, asintió su madre con lacónica sequedad, mejor para ti.
Mas desde el instante mismo en que la chiquilla puso un pie en ese lugar, no sólo de trabajo sino de enseñanza y de amadrinamiento, todos sus temores se desvanecieron como el humo. Sobre todo, porque su madre se eclipsó en cuanto el ama del "Templo de la moda" la cogió de la mano y la hizo entrar.
En aquel momento, a Ana le pareció el lugar más elegante de toda la Tierra.
-¡ Seguro que es igualito que los talleres de modas de Paris!- exclamó la niña, que tenía una leve idea de dónde estaba París por una revista que había llevado a casa su hermana, a escondidas de la madre. En esa revista, unas mujeres preciosas lucían unos modelos de ensueño cosidos , no por costureras, sino por "modistos".
- "Ateliers", corrigió doña Paquita, en París se llaman "ateliers". Lo de talleres queda para los pueblos, hija.
La señora era alta y entrada en carnes, y en su juventud debió de ser una mujer de bandera. Pero la edad empezaba a descolocar las cosas y lo que debía abundar arriba, estaba abajo, en un lugar poco apropiado para esos vestidos tan ceñidos que ella solía llevar. Aun así, no carecía de elegancia pues era muy sofisticada en comparación con la sociedad pacata y provinciana de aquella ciudad.
Ana la miró con un temor reverente, como si fuese una sacerdotisa que estuviese a punto de iniciarla en los arcanos de su oficio.
- Niña, siempre me llamarás "doña Paquita", ¿ de acuerdo?
- Sí, señora..., quiero decir, doña Paquita.
- Pareces limpia y servicial. Si eres trabajadora y diligente , te irá muy bien aquí.
Ana miraba boquiabierta las salas que doña Paquita le mostraba: la sala de recibir, llena de sofás y mesitas diminutas para el té; los probadores, todos gemelos y cada uno con su espejo y su diván; el despacho de la dueña donde tenía terminantemente prohibido entrar sin permiso...Y ,por fin, el sancta santorum de aquel templo dedicado a la coquetería femenina: el taller.
Ana se enamoró de aquel lugar a primera vista,y supo que allí sería muy feliz.
Ahora sonreía para sí porque todas las tardes, al salir del taller, repasaba esos recuerdos que - a modo de grajeas- aliviaban el pesar que le producía el regreso a su morada.
Ana escuchaba el repiqueteo de sus tacones sobre los adoquines de la calle Mayor. Le gustaba ese sonido, porque le recordaba que era una mujer, ya que usaba zapatos altos.
La tarde era bonita,como todas en aquella primavera y era posible ver las primeras estrellas que titilaban, tímidamente, sobre el tapiz cada vez más sombrío del cielo.
Esa oscuridad creciente concordaba con la opresión que se apoderaba del pecho de Ana todas las tardes, a la misma hora. Todas las tardes a la misma hora... Porque salía, como de costumbre, del taller y regresaba a su casa. Adoraba su trabajo y detestaba su casa. Aquel portal era el tránsito a otro mundo , cuyo ambiente le producía una sensación extraña en el corazón, como si unos dedos inmisericordes se lo retorciesen, exprimiéndolo .
Por el contrario, el taller era más que un lugar de trabajo para ella. Le encantaba el "Templo de la moda", como la dueña lo había bautizado en un rapto de locura, o de frenesí chic. (Ana apenas pudo reprimir una carcajada por lo pretencioso del nombre del negocio, pero doña Paquita era así: una mujer singular). Volviendo a su trabajo, pensó que era algo más, mucho más que un medio para ganarse el sustento. Era su vida, su verdadera vida. Ana aspiraba el olor de los motores de las máquinas, como si de un perfume parisino se tratase. Su triquitraque dominaba sobre la música que la señorita Encarna ponía a todo trapo en la radio, o sobre el serial de turno.Los cuchicheos y las risillas ahogadas de las aprendizas divertían a Ana, porque la hacían regresar a su infancia.
Es que ella había entrado en ese taller a los 12 años. Su madre la condujo hasta la puerta sin darle explicaciones, como acostumbraba a hacer, porque la palabra de Pura era la ley en su casa. Así, la chiquilla se enteró de que dejaba la escuela, para irse a trabajar con doña Paquita a la casa de modas. No necesitó preguntar a su madre la razón, a ellas les hacía falta el dinero.Vivían con una modestia decente y orgullosa en la que la madre, Pura, no toleraba ni un capricho ni una queja. Y así, sin protestas, so pena de un buen pellizco retorcido de "los de monja", Ana aceptó con resignación ese trabajo.
-¡No se te ocurra ni abrir la boca, Anita- dijo su madre- que tus hermanas llevan trabajando desde que tú eras una mocosa que gateaba todavía.
Ana no se atrevió a contradecirla, pues conocía de sobras la severidad de su progenitora.
- No, mamá, tranquila, que yo quiero ayudar- dijo ella humildemente.
- Bien, asintió su madre con lacónica sequedad, mejor para ti.
Mas desde el instante mismo en que la chiquilla puso un pie en ese lugar, no sólo de trabajo sino de enseñanza y de amadrinamiento, todos sus temores se desvanecieron como el humo. Sobre todo, porque su madre se eclipsó en cuanto el ama del "Templo de la moda" la cogió de la mano y la hizo entrar.
En aquel momento, a Ana le pareció el lugar más elegante de toda la Tierra.
-¡ Seguro que es igualito que los talleres de modas de Paris!- exclamó la niña, que tenía una leve idea de dónde estaba París por una revista que había llevado a casa su hermana, a escondidas de la madre. En esa revista, unas mujeres preciosas lucían unos modelos de ensueño cosidos , no por costureras, sino por "modistos".
- "Ateliers", corrigió doña Paquita, en París se llaman "ateliers". Lo de talleres queda para los pueblos, hija.
La señora era alta y entrada en carnes, y en su juventud debió de ser una mujer de bandera. Pero la edad empezaba a descolocar las cosas y lo que debía abundar arriba, estaba abajo, en un lugar poco apropiado para esos vestidos tan ceñidos que ella solía llevar. Aun así, no carecía de elegancia pues era muy sofisticada en comparación con la sociedad pacata y provinciana de aquella ciudad.
Ana la miró con un temor reverente, como si fuese una sacerdotisa que estuviese a punto de iniciarla en los arcanos de su oficio.
- Niña, siempre me llamarás "doña Paquita", ¿ de acuerdo?
- Sí, señora..., quiero decir, doña Paquita.
- Pareces limpia y servicial. Si eres trabajadora y diligente , te irá muy bien aquí.
Ana miraba boquiabierta las salas que doña Paquita le mostraba: la sala de recibir, llena de sofás y mesitas diminutas para el té; los probadores, todos gemelos y cada uno con su espejo y su diván; el despacho de la dueña donde tenía terminantemente prohibido entrar sin permiso...Y ,por fin, el sancta santorum de aquel templo dedicado a la coquetería femenina: el taller.
Ana se enamoró de aquel lugar a primera vista,y supo que allí sería muy feliz.
Ahora sonreía para sí porque todas las tardes, al salir del taller, repasaba esos recuerdos que - a modo de grajeas- aliviaban el pesar que le producía el regreso a su morada.