La misión de Ismail (Prólogo de La Canción de Antioquía)

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Logan
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La misión de Ismail (Prólogo de La Canción de Antioquía)

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Verano. Año 485 de la Hégira


Prólogo
La misión de Ismail


Alamut se erguía orgulloso y enhiesto sobre la gran roca que dominaba el valle del río homónimo. Castillo y piedra se unían en un único ente, producto de la simbiosis entre la naturaleza y las manos de un artesano cuya obra maestra y final fuera una fortaleza inexpugnable, una nueva torre de Babel situada a cientos de farsaj de la original que había causado el caos en la tierra de los hombres.
A sus pies, bajo la atenta mirada del pastor que vigila a su rebaño, un feraz valle, un oasis de huertos y campos de cultivo entre las formidables montañas de Daylam, al norte de la meseta irania. Un farsaj de ancho por nueve de largo, nueve leguas cuadradas, poblado por aguerridos hombres que jamás habían sido vencidos por las tribus árabes bajo el mando del Profeta, los mismos que proveían al castillo de víveres y oro a cambio de poder cobijarse cuando los selyúcidas decidían que los daylamíes eran demasiado peligrosos y sus castillos un foco de insurgentes.
Y el camino de ascenso no era sencillo. Para acceder a él era necesario seguir el curso del río, escoltado por amenazadores acantilados de roca negra. De la base de uno de ellos, a más de trescientos pies de altura sobre el río, salía una senda estrecha, una serpiente de arena y rocas que zigzagueaba escalando la montaña paso a paso, gota a gota, calvario del rasul Isa, el profeta al que los nasara, los nazarenos, idolatraban como Jesús de Nazaret, que obligaba al visitante a presentarse de forma humilde, como un penitente, ante el señor de Alamut.
No en vano Alamut, Aluh Amat, significaba, en el lenguaje de los campesinos, la enseñanza del águila. La leyenda decía que el señor de aquellas tierras había salido a practicar la cetrería en esos escarpados parajes, llenos de picos nevados y estrechos desfiladeros, y su águila se había posado en lo alto del risco. El emir había valorado las posibilidades de una posición estratégica tan ventajosa y ordenado construir allí un qasr, una fortaleza para dominar el territorio y a los belicosos daylamíes, unos doscientos años después de la Hégira.
Cuando Hasan-i Sabbah se lo había arrebatado pacíficamente a Mihdi, el último walí selyúcida, un par de años atrás, no lo había conseguido con las artes de la guerra, imposibles de practicar en tan inaccesible orografía, sino por medio de artimañas y engaños, conquistando el corazón de sus habitantes y presionando las arterias de sus soldados. Había infiltrado a sus daí’s en el castillo durante meses, predicando la nueva oración entre sus guardias y pastores. Y cuando tuvo mayoría de fieles entre sus muros, subió él mismo y le dio un ultimátum a Mihdi. Podía irse voluntariamente y sin daño, o con la cabeza entre las piernas despeñado por el abismo. Mihdi había demostrado ser sensato. Alamut era inconquistable por las armas, y sólo el hambre extrema podría desmoronar sus muros.
Pero Malik Shah, el sultán de los turcos selyúcidas, el que mantenía al califa abbásida recluido en su jaula de oro de Bagdad, no lo había comprendido. Harto de los castillos conquistados y la influencia que los mulhid, los herejes, estaban consiguiendo en Quhistán, en la Fars, y la Jazeera, la antigua Mesopotamia, había enviado a uno de sus emires, un turco llamado Arslan Tash, la piedra del león, para asediar y tomar Alamut. El primero de Jumaada, al comienzo del fresco verano de las montañas, había plantado sus tiendas redondas en la base del risco y bloqueado el acceso al camino, para evitar que los campesinos les suministraran vituallas a los del castillo. Poco más podía hacer, ya que los ingenios de asedio no tenían ninguna utilidad allí abajo, y un ataque frontal era un suicidio que Allah no aprobaría, especialmente en una fitna, la guerra entre musulmanes. Así que se había sentado a esperar bajo el toldo de su tienda, refrescándose en las cristalinas aguas del río que daba nombre al valle, y rezando en cada una de sus cinco oraciones diarias porque Hasan-i Sabbah, el señor de Alamut, se estuviera muriendo de hambre en su palacio aéreo.
Pero Allah tenía más hijos que los selyúcidas, y en el momento del bloqueo el Viejo, el Shaykh o Pir, como respetuosamente lo llamaban sus acólitos, estaba acompañado de apenas setenta fieles hambrientos, ya que no les había dado tiempo a recoger los tributos de las cosechas de verano. “El verano del hambre” les había repetido hasta la extenuación Hasan-i Sabbah, una prueba más de Allah para comprobar si eran buenos musulmanes. Durante más de tres meses habían expulsado a los selyúcidas de su fortaleza una y otra vez, asaeteándolos, arrojándoles piedras y jabalinas, sobreviviendo a base de hierbas y raíces que crecían a los pies de la muralla exterior. Hacía tiempo que habían acabado con los huevos de las aves que, inocentemente, habían construido sus nidos en los nichos que la lluvia había excavado en las laderas del risco. Era cierto que, ocasionalmente, descendían por una ruta secreta, se reaprovisionaban en el valle y volvían a ascender cargados, pero el camino era peligroso y siempre expuesto a los arcos compuestos de los turcos selyúcidas de Arslan Tash.
Pero todo eso iba a cambiar. La brisa fresca del verano se estaba transformando en el gélido viento del norte que encontraba en los desfiladeros los túneles naturales para convertirse en los trineos de los demonios que habitaban aquellas montañas. El frío encogía las livianas túnicas y shayas de los invasores, acostumbrados a luchar siempre con el sol en lo alto y el calor en la espalda. Y junto al otoño que nacía a finales de Sha’ban, un ejército reclutado por Dihdar Bu-Alí entre los devotos de Qazvin, de Talaquan y de Kuh-i Bara había llegado para desalojar a los selyúcidas de su valle.
Hasan-i Sabbah lo sabía, como siempre. Pocas cosas se escapaban al conocimiento o al entendimiento del maestro, del Shaykh. Tras los gruesos muros de Alamut, la larga agonía estaba a punto de finalizar. La da’wa, la misión, la orden, tenía que enviar un mensaje a Malik Shah para compensar el verano del hambre. El sultán no debería albergar duda alguna sobre el destino de los que se atrevían a combatir a la verdadera fe de los musulmanes. Ni sunitas, ni chiitas, ni duodecímanos, sólo los ismaelitas del verdadero imam Nizar. Allah le daría fuerzas al emisario para cumplir con su misión.
El Shaykh había reunido a todos los hombres útiles que quedaban en Alamut. Las mujeres permanecían encerradas en las torres, protegidas de las miradas de sus fieles. Los había convocado en la gran terraza que se extendía entre los jardines de la casa de Hasan-i Sabbah y la muralla que miraba cara a cara al abismo. Apenas cincuenta hombres entre da’ís, los predicadores, mustajibs, los iniciados, y campesinos que habían ascendido al risco para socorrer al Pir. Hasan-i los inspeccionó uno a uno. Desechó a los más viejos y a los que no vio la suficiente fe para llevar a cabo el mensaje. También apartó a aquellos que le eran menos queridos, pues sin sacrificio no existía verdadera devoción, y Allah no quería corderos en el paraíso. Y finalmente a aquellos da’ís que estaban más cerca de los últimos círculos de conocimiento, los que podrían sucederle. Delante de él quedaron trece hombres jóvenes, la mayor parte de ellos imberbes, los que acababan de iniciarse en los misterios. Sólo a ellos se los llevó a la gran sala donde el Shaykh recibía a los oferentes.
Una vez dentro, los trece hombres se desnudaron por completo y realizaron sus abluciones mayores para purificarse antes de la oración, el salat.

Bismillah, er-Rahman, er-Rahim
En el nombre de Allah, el Clemente, el Misericordioso

Tras el lavado en las pilas, y habiendo eliminado todas las impurezas del interior de su cuerpo, volvieron a levantarse y se pusieron únicamente un tubban, unos pantalones finos de lino, sin teñir, que llegaban poco más allá de la rodilla. La tarde se había ido cerrando poco a poco, y la escasa luz que entraba por las ventanas espesaba el aire al son del humo que la chimenea encendida prodigaba. Los intrincados dibujos labrados en la piedra por los artesanos daylamíes reflejaban y proyectaban sobre aquellos hombres extrañas sombras del color del fuego agonizante. Hasan-i Sabbah y su círculo más cercano de da’ís les contemplaban mudos mientras completaban la ceremonia.
En fila uno al lado de otro, de rodillas y de cara al fuego que brotaba azul de la hoguera, recibieron cada uno el cuenco de la verdad, aquel que les dejaría ver lo que el futuro les vetaba con el repiqueteo del agua en la clepsidra. Un tambor retumbaba rítmicamente con la cadencia de los latidos de su corazón. Hasan-i sabía que no encontrarían más verdad de la que ya se hallaba insertada en su cabeza, pero eso no era óbice para que el estímulo excitara sus ánimos y él encontrara a su fida’í.
No tuvo que esperar mucho para que el primero de los iniciados comenzara a experimentar la sensación de irrealidad que la infusión provocaba en los hombres. El calor del fuego sofocaba sus mejillas, coloreadas de carmesí; los ojos, muy abiertos, vidriosos y ausentes, viviendo una hazaña muy lejos de allí; su pecho, desnudo, por el que las gotas de sudor resbalaban hasta mojar el tubban, como si de la temible enfermedad se tratase. Aquel chico era su favorito, el de los ojos zafiro. Pronto todos estaban igual que él. Incluso uno de ellos había sufrido convulsiones y caído al suelo, así que lo habían retirado y dejado que reposara en una esquina.
Una vez mitigados los efectos más agresivos de la hierba, en el estado en que todo un mundo nuevo se abría a los ojos del iniciado y la noche se había apoderado del interior del qasr, era el momento de la transformación. Hasan-i Sabbah ordenó encender una segunda chimenea situada a unos pasos de la primera, y los colocó uno frente a otro, de forma que los doce hombres restantes se encontraban entre las dos únicas fuentes de luz. El Shaykh había aprendido esta fuente de saber en el Misr, el Egipto de los fatimíes, y estos lo habían conocido a su vez a través de la lectura de los sabios de la Hélade, más allá del Bogazici y de los tiempos del Profeta.
Originalmente era una prueba para demostrar fortaleza y poder mental ante los propios demonios, pero aplicado a jóvenes inexpertos, podía sumirles en una dependencia fácilmente manejable. Sólo era necesaria la oscuridad absoluta, dos velas y un plato reflectante donde mirarse a los ojos, el espejo negro, y el maestro descubriría qué se ocultaba realmente tras su máscara humana. Hasan-i Sabbah no necesitaba tanto. Le bastaban las dos hogueras y otra cara a la que poder proyectar sus miedos para descubrir al fida’í. El retumbar del tambor y la autosugestión obrarían el resto.
-Rafiqs, hermanos, da’ís –a los de pie– mustajibs –a los arrodillados-, comenzó a disertar Hasan-i Sabbah mientras paseaba entre las dos columnas de fieles.
-Bien sabéis el mal que el sultán de Isfahan nos ha producido. Han sido meses de hambre y dolor, de muerte e insatisfacción. Por su iniquidad hemos tenido que ver como nuestras familias y amigos se veían obligados a permanecer lejos de nosotros, a sufrir privaciones y oprobios, la humillación de vernos acorralados en nuestro propio hogar por esos que se hacen llamar musulmanes pero no hacen más que obedecer a una marioneta, a un falso imam que no procede de la familia del profeta y que ni siquiera es dueño de su cuerpo –arengó mientras el mazo arrancaba roncos lamentos al tambor, cuyos golpes se habían ido espaciando para dejar hueco a la cálida retórica del Shaykh.
-Pero no es el sultán de los selyúcidas, Malik Shah, el verdadero enemigo. Él es sólo un títere más en manos del Iblis, el demonio, el waswas, el murmurador en la sombra, el que le susurra al sultán quién vive y quién muere, el que trata de imponer su falsa doctrina y su falso califa a los creyentes de la umma, de la comunidad musulmana, a través de sus escuelas impías donde transforman a los buenos hijos de Allah en unos idólatras sin capacidad de raciocinio para mayor gloria de su vanidad. Pero yo le conozco, sé su nombre y sé cual es la verdadera apariencia que se esconde bajo el rostro de un hombre –apretó los puños mientras el ritmo del tambor se aceleraba conforme se apasionaba en su discurso.
Los doce hombres no le miraban. Se contemplaban mutuamente, los pechos agitados, las gargantas jadeantes, los ojos fijados en su rafiq, en su camarada, mientras su mente asimilaba las letanías de su maestro, del viejo, del Pir, del Shaykh.
-Yo os diré su nombre, el nombre del Enemigo, del Shaytan encarnado en el visir de Isfahan, Jwaya Nizam al-Mulk Tusi. Ahora yo os pregunto: ¿Quién nos librará de ese demonio? ¿Quién será el emisario? ¿Quién será el fida’í? ¿Quién? –volvió a incidir en sus cabezas mientras el tañido del tambor llegaba al paroxismo.
De pronto, uno de los iniciados clavó un pie en tierra y se levantó. El mazo dejó de golpear la piel de vaca y el silencio se adueñó del gran salón. Hasan-i Sabbah sonrió al ver quién era su fida’í.
-Abu Tahir Arrani –le conminó ante la atenta mirada de todos los presentes -¿Quieres ser tú el fida’í que lleve nuestro mensaje al demonio que se esconde en el cuerpo del visir?
El chico, que no tendría más de diecisiete años pero ya tenía la barba poblada de hilos negros y pelusa en las mejillas, inclinó la cabeza sometiéndose y aseveró con la barbilla. El Shaykh puso entonces su mano derecha sobre el pecho del joven, resbaladizo por el sudor, y con la izquierda sacó un objeto que colgaba de su cinturón.
-Abu Tahir Arrani, has contemplado con tus propios ojos la verdadera faz del demonio. Entrégale entonces el mensaje de la da’wa, de la Nueva Oración, y clávasela en el corazón –y le sirvió una daga ricamente ornamentada, cuya empuñadura se cerraba con un pomo con la forma de un águila. El nuevo fida’í recogió orgulloso la misiva y la apretó contra su pecho mientras su rostro se contraía por la felicidad.
-Abu Tahir Arrani, ¿a quién debes entregársela? -repitió Hasan-i Sabbah.
-A Nizam al-Mulk.
-¿Quién es el demonio?
-¡Nizam al-Mulk! –replicó más fuerte el chico.
-¿Quién debe morir?
-¡Nizam al-Mulk! –chilló el nuevo fida’í mientras un coro de voces se alzaban junto a la suya.
Pronto el chico se vio envuelto por los abrazos y felicitaciones del resto de presentes, incluidos los mustajibs, que habían salido del trance con el fin del tambor. Todos le besaban y reconocían su valor, le daban palmadas en el pecho, le acariciaban los hombros y proclamaban el orgullo que les producía que la misión recayera en él. Todos menos uno, advirtió el Shaykh. Su favorito de ojos zafiro, el que debía sucederle en un futuro muy lejano, permanecía inmóvil, de rodillas, como si continuara hipnotizado. Pero a Hasan-i Sabbah no podía engañarle. Por sus mejillas resbalaban gotas de sal.
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lucia
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Re: La misión de Ismail (Prólogo de La Canción de Antioquía)

Mensaje por lucia »

La trasliteración del árabe que utilizas deja el texto un tanto farragoso, Logan. Sería mucho mas fácil si te aproximases a como se pronuncia y lo escribieses tal cuál en castellano, tipo seij, fedayín, etc. Y las que tienen tradición en castellano, como alcázar, con mas motivo todavía.
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Logan
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Re: La misión de Ismail (Prólogo de La Canción de Antioquía)

Mensaje por Logan »

Era una de las opciones, pero creo que le da más realismo a la historia.

Además sólo lo utilizo cuando el narrador o el personaje desde el que se cuenta el capítulo es de habla árabe, persa o turca. Los cristianos usan latinajos :lol: :lol: :lol:
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lucia
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Re: La misión de Ismail (Prólogo de La Canción de Antioquía)

Mensaje por lucia »

No, las trasliteraciones del árabe al inglés no le dan mas realismo que del árabe al español. Y los persas hablan farsi, que es lo que han hablado desde mucho antes del Islam.

Vamos, que a mí me encanta la historia de Hasán Sabá y los asesinos y de tu versión solo me ha gustado la parte en que describes el ambiente con el retumbe de fondo y tal.
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carlosromano
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Re: La misión de Ismail (Prólogo de La Canción de Antioquía)

Mensaje por carlosromano »

Me encantó el prólogo! Se ve muy interesante :lol:
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Logan
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Re: La misión de Ismail (Prólogo de La Canción de Antioquía)

Mensaje por Logan »

La región de Dhaylam donde está situado Alamut hablan árabe, no persa. El parsi en el siglo XI era la lengua culta en el mundo islámico. De hecho, es a partir de la invasión selyúcida a mediados del siglo XI cuando la unicidad del árabe se va perdiendo entre los préstamos del turco y del persa.

¿Qué es lo que no te gusta del relato aparte de la transliteración de los vocablos en árabe, Lucía? ¿La ambientación? ¿El tono? ¿La credibilidad de los personajes? ¿No te parecen reales o no se ajustan a lo mucho que hay escrito sobre los ismaelitas?

Saludos
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lucia
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Re: La misión de Ismail (Prólogo de La Canción de Antioquía)

Mensaje por lucia »

El lenguaje cuando habla el viejo me resulta farragoso.

Y no creo que el persa hubiese sido lengua culta en Persia en el siglo XI, por muy musulmanes que fuesen. El idioma hubiese muerto igual que el latín.
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Re: La misión de Ismail (Prólogo de La Canción de Antioquía)

Mensaje por Logan »

Tras la islamización de Oriente Próximo y Oriente Medio la lengua común pasó a ser el árabe, desde Zamora hasta la India. El griego del imperio romano, el armenio y otras lenguas vernáculas se vieron reducidas al pueblo llano, excepto el persa, una cultura bastante más avanzada que la beduina conquistadora y que gracias a la capitalidad de Bagdad fue ganando adeptos entre las élites cultas, especialmente tras la conquista turca, para marcar más diferencias respecto a los nuevos dueños del califato.

Te doy la razón en lo del lenguaje farragoso del Viejo, pero es algo puntual. Hay novelas históricas de gran aceptación que usan un lenguaje arcaizante, con el uso del vos, abuso del hipérbaton y una afición desmedida por engalanar con descripciones floridas hasta los saludos . A mí también me cansan, por eso prefiero usar un lenguaje más directo, más rico en vocabulario (usando el original) pero menos descriptivo. En este caso, es un discurso, una arenga, y por eso el tono es tan rimbombante.

De todas formas, este prólogo es algo diferente al resto del libro en tono y estilo. De hecho, no vuelven a salir en ningún momento los ismaelitas, a excepción de uno de los protagonistas (de ahí la razón del prólogo, marcar con una X el elemento diferente). No obstante, no creo que te guste el resto de la novela, Lucía. Tira más hacia la historia novelada que a la narrativa con ambientación histórica, más hacia Los reyes malditos que a Los pilares de la tierra.

Saludos

Logan
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lucia
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Re: La misión de Ismail (Prólogo de La Canción de Antioquía)

Mensaje por lucia »

Creo que te llevarás una sorpresa con mi opinión de Los pilares de la tierra :lol: :lol: Me lo leí hace miles de años y todavía sigue sorprendiéndome que sea superventas. Lo de Follet era la novela de espías, no lo de después.

Y lo he dicho muchas veces, el vos y el lenguaje culto hay que dominarlos y saber utilizarlos para que quede natural. El problema es cuando no se manejan bien y queda entonces forzado porque ni el que lo escribe se lo cree.
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Re: La misión de Ismail (Prólogo de La Canción de Antioquía)

Mensaje por Logan »

Toda la razón. A mí, ni me gusta, ni sé usarlo.

Pero me gustaría que te leyeras mi novela entera. A ver si te hago cambiar de opinión :P
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lucia
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Re: La misión de Ismail (Prólogo de La Canción de Antioquía)

Mensaje por lucia »

Primero déjame ponerme al día de este subforo, o ve enviándome/subiendo de a muy poquitos :lol:
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