El niño del tirachinas (Relato homenaje a Tolomew)
Publicado: 16 Feb 2015 20:18
El niño del tirachinas
Para el Cazador Celeste,
de un Jilguero que canta sin saber cantar
Dejo el libro abierto sobre el velador y cierro los ojos. Siento un escalofrío y cruzo los brazos sobre el pecho en un vano intento por entrar en calor. El murmullo de las hojas y el aroma de las flores del jacarandá me hacen recordar aquella otra primavera, ahora lejana, inalcanzable, perdida para siempre, en la que conocí al niño del tirachinas…
Desde hacía años tenía la costumbre de pasar la tarde del domingo sentada en una de las mesas de aquel quiosco oculto en el corazón del parque. Me gustaba leer con el canto de los pájaros y el rumor de la arboleda como telón de fondo. Una arcadia solitaria en la que no esperaba a nadie ni nadie me esperaba a mí; un paraíso buscado en el que me sentía libre, dueña única de mi destino; un nirvana anhelado cuando se desea paladear cada instante como si fuera único. Por eso, cuando escuché aquel «¡Señora!, ¿me puedes ayudar?», me giré convencida de que no habría nadie, de que a lo mejor me había quedado dormida y aquello formaba parte de un sueño.
Mas no: allí estaba el dueño de esa vocecita que necesitaba algo de mí. Un chicuelo sin duda vivaracho y alegre, pero, en aquel momento, con cara de circunstancias. La situación no era para menos: estaba montado en una reluciente bicicleta plateada que, por razones que aún desconocía, se hallaba suspendida en el aire a unos tres metros del suelo. Del manillar y de la parte de atrás del asiento partían sendos cables que muy pronto se adentraban en la frondosa copa del jacarandá. El árbol estaba en plena floración y, al mirar hacia arriba, descubrí dos grandes cometas tiñendo de verde, magenta y amarillo el azul de aquel tapiz floral. «¡El teorema de los cuatro colores!», exclamé sorprendida. En el recopilatorio que estaba leyendo había un relato muy original firmado por un tal Tolomew Dewhust, que versaba casualmente sobre ese teorema, de ahí mi grata sorpresa.
«¿Me ayudas a bajarme? Solo no puedo», inquirió de nuevo el niño. Todavía incrédula, incapaz de aceptar que aquella criatura pudiera ser de carne y hueso, opté por salir de la duda siendo yo quien esta vez preguntara: «¿De dónde demonios has salido tú? ¿Quién eres?». Y con una inocencia conmovedora, con un candor que sin saber muy bien por qué me dio miedo —tal vez intuí su vulnerabilidad y eso me asustó—, me dijo que se llamaba Gades y que venía de la Gran Nebulosa de Orión.
Soy una mujer demasiado racional para dejarme embaucar por la imaginación exaltada de un infante, pero el pequeño me había caído en gracia y decidí seguirle el juego. «¿Cómo se te ha ocurrido atar a la bicicleta unas cometas tan grandes?», le pregunté. «En mi nebulosa las fabrican así. Sin ellas no podríamos cumplir con nuestra misión. La verdad es que yo no sé todavía montar bien en bicicleta, ni gobernar las cometas y, por eso, en vez de aterrizar en el suelo, me he quedado enganchado en el árbol… Pero si me ayudas a bajar te regalaré un tirachinas.», apuntilló mientras metía la mano en el morral que llevaba colgado en bandolera. Sacó un tirachinas parecido al que todos hemos tenido de pequeños, pero con la peculiaridad de que no estaba hecho de una horquilla de madera, sino del mismo material plateado de la bicicleta. Y con una ingenuidad que me hizo sonreír, me lo ofreció. Procuré elegir bien las palabras para no herirle con mi negativa. Le expliqué que de pequeña también yo había tenido uno y que con él había disparado a muchos animales, pero ahora que era mayor me apenaba hacerles daño. Al niño pareció sorprenderle mi respuesta y, con los ojos abiertos de par en par, me preguntó: «Entonces, ¿cómo proteges tus flores?».
La situación me resultaba cada vez más familiar. Al saber de su preocupación por proteger unas flores que supuestamente estaban en peligro, di por hecho que alguien le había hablado de la entrañable creación de Saint-Exupéry. Convencida de que pretendía emular las hazañas del Principito, en un alarde que estaba fuera de lugar, exclamé: «¡No me digas más! Tienes una rosa a la que debes proteger. Es muy caprichosa y protestona, pero también muy frágil. Se cree que con sus espinas está a salvo, pero no es cierto: hay un cordero que se la quiere comer…¿verdad?». Él, sin embargo, con una ingenuidad cada vez más conmovedora, lo negó: «¡Oh, no! Yo no tengo ninguna rosa, sino dos geranios. Son hermanos y se llaman Requiebros y Lamentos. Ellos no son caprichosos, aunque les gusta mucho bromear y, de vez en cuando, también mentir. Lo malo son los gorriones. Los de mi nebulosa son muy traviesos. Les encanta deshojar las flores y luego usan los pétalos para vestir sus nidos de colores. Por eso yo no los dejo acercarse a mis dos geranios. Cuando los veo revolotear cerca, cojo el tirachinas y les disparo balines de algodón. Así los asusto sin hacerles daño.».
Cada vez más asombrada de la delicadeza de aquel niño, quise conocerlo mejor, saber más detalles de su vida. Recordé lo que había comentado antes, eso de que en su nebulosa fabricaban bicicletas con cometas, y, fingiendo una credulidad que no tengo, le pregunté qué motivo le traía a la Tierra. Parpadeó con extrañeza, como si le sorprendiera que una persona mayor no supiera aquello. Luego, en cambio, me sonrió con cierta condescendencia y, levantando la vista hacia el cielo, me dijo: «En la Gran Nebulosa de Orión tenemos muchas nubes llenas de gas y polvo; de vez en cuando, en su interior se producen fuertes vendavales y nacen nuevas estrellas. Al principio, cada una es como una gigantesca cáscara de nuez seca y vacía; pero luego los Hombres pintura le introducen con su enorme tranca un alma joven. En cuanto la estrella nota su presencia, se calienta y comienza a brillar. Por eso bajamos a la Tierra, para recoger las almas de los niños y muchachos que mueren antes de tiempo. Sin ellas, las estrellas se volverían oscuras.».
¡Qué imaginación más prodigiosa!, pensé. Aquel niño tenía alma de poeta. Con un poco de suerte, él acabaría escribiendo y yo gozando con sus textos. «¿No me quieres ayudar? –me increpó de nuevo– Solo no puedo bajar, ni tampoco trepar al árbol. Pero, si tú me aúpas, gatearé por las ramas y podré desenganchar las cometas. Tengo que irme ya. Hay una estrella a punto de nacer y necesita el alma de Valentine …». «¿Quién es Valetine?», le pregunté picada ya por la curiosidad. «Mi misión de esta vez. La nueva estrella tiene mucha suerte: ella era tan bonita que incluso muerta parecía una princesa.». Al hacer esta última aclaración, noté que le temblaba la voz. En ese momento debería haberme apresurado a cobijarlo entre mis abrazos, acariciarle la cabeza e intentar ahuyentar el recuerdo de aquel dolor. Pero estuve torpe y solo le dije unas palabras de consuelo: «No te preocupes, Gades. No hay mejor destino para una princesa que convertirse en estrella.». El niño reflexionó durante unos segundos y luego me sonrió. Al ver su candidez, la facilidad con que me había creído, se me hizo un nudo en la garganta y volví a sentir miedo por él.
«¿Entonces no me vas a ayudar?», me preguntó con cierta impaciencia. Aunque seguía sin tener claro si aquello me estaba ocurriendo de verdad o si formaba parte de un sueño, pensé que, en cualquier caso, aquel niño se merecía que me olvidara de mi absurda racionalidad. Me puse en pie y caminé hasta colocarme debajo de él. Estiré los brazos hacia arriba y, como no soy demasiado fuerte, me preparé para no perder el equilibrio cuando Gades se arrojara a mis brazos. Con la habilidad propia de su juventud, se bajó de la bicicleta y, casi de inmediato, lo tuve conmigo. Era ligero como una pluma. ¿Estaría soñando o sería cierto todo lo que me había contado…? Pero el pequeño no me dio tiempo a reflexionar más: «Por favor, acércate al árbol y aúpame hasta que consiga subirme.». Así lo hice y, al momento, vi cómo se agitaba el follaje y la bicicleta comenzaba a descender. Una vez llegó al suelo, comprobé que era también de una extrema ligereza. Me aproximé entonces al tronco, extendí de nuevo los brazos y, esta vez ya sin miedo, aguardé a que él saltara.
El niño parecía estar cada vez más inquieto, por eso apoyé la bicicleta en el velador y le ayudé a desenredar los cabos de las dos cometas. Al terminar, miré hacia arriba y las vi tiñendo de verde, magenta y amarillo el azul del cielo; por un momento, también yo me sentí una niña. Y quizás por eso, porque estaba feliz viendo volar las cometas, cuando llegó la hora del adiós la alegría fue mutua. El niño se subió en la bicicleta y, en cuanto comenzó a pedalear con rapidez, ambos se elevaron por los aires. Incrédula de lo que me estaba ocurriendo, vi cómo se alejaban de mí el teorema de los cuatro colores y, un poco más abajo, pedaleando sin parar y con la manita levantada, Gades diciéndome adiós…
El murmullo de las hojas de los árboles hace que vuelva a la realidad. Siento un escalofrío y cruzo los brazos sobre el pecho en un vano intento por entrar en calor. Yo sé que en esa lejana primavera conocí al niño del tirachinas. Sé también que se llamaba Gades, que venía de la Gran Nebulosa de Orión y que tenía dos geranios que debía proteger de los gorriones. Si hubiera aceptado el tirachinas que quiso regalarme ahora podría demostrarlo. Pero no, no lo acepté. Y por eso no tengo manera de saber si, cuando lo conocí, estaba despierta o dormida. Pero en las noches estrelladas, al ver la constelación de Orión, mi corazón brinca de tal manera que, al menos por un instante, tengo la certeza de que allí, tan lejos, tan inalcanzable, está él.
Sí, tengo la certeza de que en la Gran Nebulosa de Orión se encuentra Gades: de día, velando por sus dos geranios; de noche, mirando esa estrella que brilla gracias al alma de una princesa. Y entonces, dejando a un lado mi vergüenza, este jilguero que no sabe trovar le roba los versos al niño del tirachinas... y trova:
Llegan a mí los ecos de tu voz, niño que vuelas.
Y te anhelo.
Y me digo que es a ella, tu princesa, a quien nombras.
Y, aun así, te quiero.
Porque eres mi agua, mi barro y mi voz... niño que vuelas.
Para el Cazador Celeste,
de un Jilguero que canta sin saber cantar
Dejo el libro abierto sobre el velador y cierro los ojos. Siento un escalofrío y cruzo los brazos sobre el pecho en un vano intento por entrar en calor. El murmullo de las hojas y el aroma de las flores del jacarandá me hacen recordar aquella otra primavera, ahora lejana, inalcanzable, perdida para siempre, en la que conocí al niño del tirachinas…
Desde hacía años tenía la costumbre de pasar la tarde del domingo sentada en una de las mesas de aquel quiosco oculto en el corazón del parque. Me gustaba leer con el canto de los pájaros y el rumor de la arboleda como telón de fondo. Una arcadia solitaria en la que no esperaba a nadie ni nadie me esperaba a mí; un paraíso buscado en el que me sentía libre, dueña única de mi destino; un nirvana anhelado cuando se desea paladear cada instante como si fuera único. Por eso, cuando escuché aquel «¡Señora!, ¿me puedes ayudar?», me giré convencida de que no habría nadie, de que a lo mejor me había quedado dormida y aquello formaba parte de un sueño.
Mas no: allí estaba el dueño de esa vocecita que necesitaba algo de mí. Un chicuelo sin duda vivaracho y alegre, pero, en aquel momento, con cara de circunstancias. La situación no era para menos: estaba montado en una reluciente bicicleta plateada que, por razones que aún desconocía, se hallaba suspendida en el aire a unos tres metros del suelo. Del manillar y de la parte de atrás del asiento partían sendos cables que muy pronto se adentraban en la frondosa copa del jacarandá. El árbol estaba en plena floración y, al mirar hacia arriba, descubrí dos grandes cometas tiñendo de verde, magenta y amarillo el azul de aquel tapiz floral. «¡El teorema de los cuatro colores!», exclamé sorprendida. En el recopilatorio que estaba leyendo había un relato muy original firmado por un tal Tolomew Dewhust, que versaba casualmente sobre ese teorema, de ahí mi grata sorpresa.
«¿Me ayudas a bajarme? Solo no puedo», inquirió de nuevo el niño. Todavía incrédula, incapaz de aceptar que aquella criatura pudiera ser de carne y hueso, opté por salir de la duda siendo yo quien esta vez preguntara: «¿De dónde demonios has salido tú? ¿Quién eres?». Y con una inocencia conmovedora, con un candor que sin saber muy bien por qué me dio miedo —tal vez intuí su vulnerabilidad y eso me asustó—, me dijo que se llamaba Gades y que venía de la Gran Nebulosa de Orión.
Soy una mujer demasiado racional para dejarme embaucar por la imaginación exaltada de un infante, pero el pequeño me había caído en gracia y decidí seguirle el juego. «¿Cómo se te ha ocurrido atar a la bicicleta unas cometas tan grandes?», le pregunté. «En mi nebulosa las fabrican así. Sin ellas no podríamos cumplir con nuestra misión. La verdad es que yo no sé todavía montar bien en bicicleta, ni gobernar las cometas y, por eso, en vez de aterrizar en el suelo, me he quedado enganchado en el árbol… Pero si me ayudas a bajar te regalaré un tirachinas.», apuntilló mientras metía la mano en el morral que llevaba colgado en bandolera. Sacó un tirachinas parecido al que todos hemos tenido de pequeños, pero con la peculiaridad de que no estaba hecho de una horquilla de madera, sino del mismo material plateado de la bicicleta. Y con una ingenuidad que me hizo sonreír, me lo ofreció. Procuré elegir bien las palabras para no herirle con mi negativa. Le expliqué que de pequeña también yo había tenido uno y que con él había disparado a muchos animales, pero ahora que era mayor me apenaba hacerles daño. Al niño pareció sorprenderle mi respuesta y, con los ojos abiertos de par en par, me preguntó: «Entonces, ¿cómo proteges tus flores?».
La situación me resultaba cada vez más familiar. Al saber de su preocupación por proteger unas flores que supuestamente estaban en peligro, di por hecho que alguien le había hablado de la entrañable creación de Saint-Exupéry. Convencida de que pretendía emular las hazañas del Principito, en un alarde que estaba fuera de lugar, exclamé: «¡No me digas más! Tienes una rosa a la que debes proteger. Es muy caprichosa y protestona, pero también muy frágil. Se cree que con sus espinas está a salvo, pero no es cierto: hay un cordero que se la quiere comer…¿verdad?». Él, sin embargo, con una ingenuidad cada vez más conmovedora, lo negó: «¡Oh, no! Yo no tengo ninguna rosa, sino dos geranios. Son hermanos y se llaman Requiebros y Lamentos. Ellos no son caprichosos, aunque les gusta mucho bromear y, de vez en cuando, también mentir. Lo malo son los gorriones. Los de mi nebulosa son muy traviesos. Les encanta deshojar las flores y luego usan los pétalos para vestir sus nidos de colores. Por eso yo no los dejo acercarse a mis dos geranios. Cuando los veo revolotear cerca, cojo el tirachinas y les disparo balines de algodón. Así los asusto sin hacerles daño.».
Cada vez más asombrada de la delicadeza de aquel niño, quise conocerlo mejor, saber más detalles de su vida. Recordé lo que había comentado antes, eso de que en su nebulosa fabricaban bicicletas con cometas, y, fingiendo una credulidad que no tengo, le pregunté qué motivo le traía a la Tierra. Parpadeó con extrañeza, como si le sorprendiera que una persona mayor no supiera aquello. Luego, en cambio, me sonrió con cierta condescendencia y, levantando la vista hacia el cielo, me dijo: «En la Gran Nebulosa de Orión tenemos muchas nubes llenas de gas y polvo; de vez en cuando, en su interior se producen fuertes vendavales y nacen nuevas estrellas. Al principio, cada una es como una gigantesca cáscara de nuez seca y vacía; pero luego los Hombres pintura le introducen con su enorme tranca un alma joven. En cuanto la estrella nota su presencia, se calienta y comienza a brillar. Por eso bajamos a la Tierra, para recoger las almas de los niños y muchachos que mueren antes de tiempo. Sin ellas, las estrellas se volverían oscuras.».
¡Qué imaginación más prodigiosa!, pensé. Aquel niño tenía alma de poeta. Con un poco de suerte, él acabaría escribiendo y yo gozando con sus textos. «¿No me quieres ayudar? –me increpó de nuevo– Solo no puedo bajar, ni tampoco trepar al árbol. Pero, si tú me aúpas, gatearé por las ramas y podré desenganchar las cometas. Tengo que irme ya. Hay una estrella a punto de nacer y necesita el alma de Valentine …». «¿Quién es Valetine?», le pregunté picada ya por la curiosidad. «Mi misión de esta vez. La nueva estrella tiene mucha suerte: ella era tan bonita que incluso muerta parecía una princesa.». Al hacer esta última aclaración, noté que le temblaba la voz. En ese momento debería haberme apresurado a cobijarlo entre mis abrazos, acariciarle la cabeza e intentar ahuyentar el recuerdo de aquel dolor. Pero estuve torpe y solo le dije unas palabras de consuelo: «No te preocupes, Gades. No hay mejor destino para una princesa que convertirse en estrella.». El niño reflexionó durante unos segundos y luego me sonrió. Al ver su candidez, la facilidad con que me había creído, se me hizo un nudo en la garganta y volví a sentir miedo por él.
«¿Entonces no me vas a ayudar?», me preguntó con cierta impaciencia. Aunque seguía sin tener claro si aquello me estaba ocurriendo de verdad o si formaba parte de un sueño, pensé que, en cualquier caso, aquel niño se merecía que me olvidara de mi absurda racionalidad. Me puse en pie y caminé hasta colocarme debajo de él. Estiré los brazos hacia arriba y, como no soy demasiado fuerte, me preparé para no perder el equilibrio cuando Gades se arrojara a mis brazos. Con la habilidad propia de su juventud, se bajó de la bicicleta y, casi de inmediato, lo tuve conmigo. Era ligero como una pluma. ¿Estaría soñando o sería cierto todo lo que me había contado…? Pero el pequeño no me dio tiempo a reflexionar más: «Por favor, acércate al árbol y aúpame hasta que consiga subirme.». Así lo hice y, al momento, vi cómo se agitaba el follaje y la bicicleta comenzaba a descender. Una vez llegó al suelo, comprobé que era también de una extrema ligereza. Me aproximé entonces al tronco, extendí de nuevo los brazos y, esta vez ya sin miedo, aguardé a que él saltara.
El niño parecía estar cada vez más inquieto, por eso apoyé la bicicleta en el velador y le ayudé a desenredar los cabos de las dos cometas. Al terminar, miré hacia arriba y las vi tiñendo de verde, magenta y amarillo el azul del cielo; por un momento, también yo me sentí una niña. Y quizás por eso, porque estaba feliz viendo volar las cometas, cuando llegó la hora del adiós la alegría fue mutua. El niño se subió en la bicicleta y, en cuanto comenzó a pedalear con rapidez, ambos se elevaron por los aires. Incrédula de lo que me estaba ocurriendo, vi cómo se alejaban de mí el teorema de los cuatro colores y, un poco más abajo, pedaleando sin parar y con la manita levantada, Gades diciéndome adiós…
El murmullo de las hojas de los árboles hace que vuelva a la realidad. Siento un escalofrío y cruzo los brazos sobre el pecho en un vano intento por entrar en calor. Yo sé que en esa lejana primavera conocí al niño del tirachinas. Sé también que se llamaba Gades, que venía de la Gran Nebulosa de Orión y que tenía dos geranios que debía proteger de los gorriones. Si hubiera aceptado el tirachinas que quiso regalarme ahora podría demostrarlo. Pero no, no lo acepté. Y por eso no tengo manera de saber si, cuando lo conocí, estaba despierta o dormida. Pero en las noches estrelladas, al ver la constelación de Orión, mi corazón brinca de tal manera que, al menos por un instante, tengo la certeza de que allí, tan lejos, tan inalcanzable, está él.
Sí, tengo la certeza de que en la Gran Nebulosa de Orión se encuentra Gades: de día, velando por sus dos geranios; de noche, mirando esa estrella que brilla gracias al alma de una princesa. Y entonces, dejando a un lado mi vergüenza, este jilguero que no sabe trovar le roba los versos al niño del tirachinas... y trova:
Llegan a mí los ecos de tu voz, niño que vuelas.
Y te anhelo.
Y me digo que es a ella, tu princesa, a quien nombras.
Y, aun así, te quiero.
Porque eres mi agua, mi barro y mi voz... niño que vuelas.