Los hilos de Ariadna (Ensayo - relato homenaje a Albatross)
Publicado: 28 Sep 2015 06:42
Los hilos de Ariadna
Para Albatross, el gran pájaro marino, de su hermano menor de vuelo
No recuerdo cuándo fue la última vez que utilicé mi garganta para emitir un sonido. ¡Hace ya tanto…! Pero las palabras siguen resonando en el interior de mi cabeza y, cuando las junto en la forma adecuada, escucho el eco de mi antigua voz y eso me basta. De mi vida anterior solo recuerdo las lecturas a deshora y el deambular del día siguiente por las calles como una sonámbula. Leía mucho. Leía de todo y los leía a todos. También a ellos; aunque a ellos los leí con tanto empeño y tan a menudo que, si quisiera, podría recitar de memoria muchos de sus textos. Ahora, en cambio, ya no leo. No necesito hacerlo. Soy Juana Zumajo, la voz que os habla sin voz desde la Isla del Trocadero. Esta casa salinera en ruinas es mi morada; Cleopatra, la urraca con mirada de aventurera, mi cómplice de silencio; y el eco de mi antigua voz, mi compañero de juego.
Me gusta jugar con las palabras, evocar recuerdos y, al hacerlo, redescubrir el lado oculto de la vida. Porque a veces las palabras unen los caminos al hacer que fijemos la mirada en los lazos secretos que hermanan —incluso sin que ellos lo sepan— a quienes forman parte de un destino común. En el enmarañado laberinto de la vida, cada uno ha de encontrar el rastro del otro para pasarle el testigo; a fin de que eso ocurra, el azar se disfraza de Ariadna y va dejando caer ante ellos esos hilos intangibles que son las palabras.
Unos vínculos no solo intangibles, sino también ciegos. Las palabras no entienden de coordenadas geográficas ni de tiempos. Somos nosotros, sus usuarios, quienes decidimos, por ejemplo, que debido al vaivén de las mareas que acompasan sus tiempos una laguna cenagosa de la Baja California y un caño mareal del Sur de España han de denominarse en los dos casos «estero». Y es así cómo nos convertimos en testigos necesarios que sin saberlo vamos uniendo con ligaduras impalpables el destino de nuestros congéneres.
Sí, soy yo, Juana Zumajo, esta voz sin voz, quien cuando cierra los ojos y dice «estero», tiende ese hilo invisible entre la costa de Ensenada y la de Cádiz; es mi deseo vanidoso de descubrir los entresijos de sus vidas lo que hace que al evocar esa palabra me traslade al Estero de Punta Banda o a los esteros del Caño de Sancti Petri; es mi necesidad de formar parte de sus destinos lo que me lleva a repetir, una y otra vez, la palabra «estero» hasta que logro ser testigo de la última entrada en el mar de la poetisa michoacana Concha Urquiza o, tres décadas después, de la primera inmersión como buzo del prosista andaluz Antonio Tocornal.
Dicen que cuando se lee la poesía de Concha Urquiza uno descubre la desesperación del ser libre que se siente encerrado tras los barrotes de su cuerpo. Digo que cuando leo la prosa de Antonio Tocornal descubro la impotencia sublimada ―convertida en humor― del ser libre que no se conforma a sentirse encarcelado dentro de su cuerpo y se rebela. Ella eligió el camino de los místicos, haciendo de la experiencia interior de lo inefable la razón de su existencia; él, en cambio, exploró el mundo con los cinco sentidos para que fuese su cuerpo liberado quien le mostrara lo inefable. Y soy yo, convidada de piedra en ese común destino, la que digo «estero» y en el interior de mi cabeza se cierra el círculo y los buscadores de lo inefable se pasan al fin el testigo.
Pero antes de poder ver ese hilo de Ariadna que los unió hay que ser también testigos de la ciega persecución de los hermanos. Hay que conocer el entresijo de proyectos de vida absurdos que el azar hizo confluir hasta convertirlos en uno solo; el cúmulo de casualidades necesarias que propició que ambos escritores se encontrasen el rastro e, incluso sin saberlo, compartieran el destino de eternos buscadores de lo inefable. O dicho de otra forma, hay que fijar la atención en ese eslabón intermedio, que fue el escritor chileno padre de Cesárea Tinajero, sin el cual los caminos de la poetisa moreliana y del prosista isleño jamás se habrían cruzado.
Dicen que el escritor Roberto Bolaño se inspiró en la mejicana Concha Urquiza, natural de Morelia, para crear su famosa Cesárea Tinajero, poetisa de pacotilla, tras cuya huella viajan al desierto de Sonora los protagonistas de su novela Los detectives salvajes. A diferencia de Cesárea, cuya obra se reduce a un cuaderno lleno de frases sueltas y de dibujos indescifrables, Concha Urquiza no era una farsante. Ella fue una poetisa auténtica en cuya búsqueda de lo inefable consiguió ese imposible que es conjugar sin estridencias lo místico y lo erótico. Y lo conjugó no solo en su obra, sino también en su propia vida, al codearse tanto con los intelectuales de su época como con las religiosas de un convento. Pero los alardes de libertad de ambos, de quienes daban rienda suelta a sus instintos o de quienes trataban de contenerlos en balde, le parecieron vanos. Sabía que la libertad la perdió el hombre al dejar de ser mono y, como ser libre que ansiaba levantar el vuelo, le desesperaba vivir atrapada en ese cuerpo mortal y rosa que se lo impedía. Y cuando el 20 de junio de 1945 se lanzó a las aguas arremolinadas del Estero de Punta Banda y nadó hacia el fondo, al igual que el mono humanizado de Kafka, lo único que buscaba era una salida por la que escapar de esa cárcel de barrotes intangibles que era su propio cuerpo.
Quienes conocieron a Cesárea Tinajero ―la Concha Urquiza de Roberto Bolaño― la recuerdan como una joven callada de pelo muy negro y espalda firme, piernas no muy largas pero bien torneadas; vestida con ropa discreta y zapatos cómodos, casi planos, perfectos para avanzar con esa prisa con la que habitualmente recorría las calles de México DF: «Caminaba como si acudiera tarde al trabajo o a una cita de enamorados», dirá un testigo en la novela de Bolaño. Pero yo, Juana Zumajo, sé que esos andares apresurados de Cesárea Tinarejo se debían a que deseaba beberse la vida a grandes tragos antes de zambullirse en el olvido en el desierto de Sonora. Como sé también que con su vestir discreto trataba de esconder su cuerpo para ser una más entre los poetas del momento y en parte lo logró: era la única mujer a la que permitían entrar en la cantina Mi Oficina, a la que tenían prohibido el acceso los uniformados, las mujeres y los perros. Un cuerpo bello del que no se ocupaba ni deseaba que los demás se ocupasen. Una presa que precisamente por no estar al alcance de nadie se convirtió en leyenda. O dicho de otra forma: una mujer libre hasta donde su cuerpo se lo permitía. Libertad que incluso el escritor chileno le negó al no permitir que, como su alter ego, Cesárea se liberase de su cuerpo, todavía joven y bello, en las aguas de Ensenada. En su lugar, hace que la poetisa, invicta en la vida real, se convierta en la ficción en una matrona de aspecto desaliñado y poco deseable; le niega ser autora de una obra digna de ser llamada así, pues en la novela solo se menciona el feo cuaderno lleno de herméticos poemas pictóricos; y la hace morir de un balazo en un vulgar tiroteo en el desierto de Sonora. Además, los detectives salvajes protagonizan una persecución extravagante que pone fin a la leyenda de Cesárea Tinajero, pero al mismo tiempo llena de poesía la hazaña. Dicho de otra manera, la desmitificación de la poetisa hace que el proyecto de vida de los detectives sea absurdo y, justo por eso, también poético y bello.
Pero esta voz sin voz que os habla desde la Isla del Trocadero desea ser justa con el escritor chileno reconociendo que, al igual que fue muy cicatero con Cesárea Tinajero, en su anterior novela Estrella distante, había sido muy espléndido con Lorenzo, o Lorenza que es como a él le gustaba ser llamado. Gracias a esa generosidad de Bolaño, desde la soledad de esta isla, puedo ahora cerrar los ojos y ver cómo ese niño rubio y delicado, al que tanto le divertía trepar a los árboles en busca de nidos, eleva las manos con el propósito de coger un pájaro posado en un alambre. Lo que ocurrió a continuación prefiero rememorarlo con los ojos abiertos para no verlo. Como el cable era de alta tensión, la descarga eléctrica fue tremenda y le tuvieron que amputar ambos brazos casi a ras del hombro. Un niño pobre de Puntas Arenas que crece sin brazos en el Chile de Pinochet y que encima, durante la adolescencia, descubre que es homosexual. Desea ser artista pero ante la imposibilidad de serlo hace otras cosas; y como es un romántico empedernido, se enamora. Has que llega esa tarde de verano en la que ya no puede más y salta desde una roca al océano Pacifico. Lorenzo amaba vivir y, mientras se hunde en un agua cada vez más oscura, mantiene los ojos abiertos. Busca algo bello en lo que fijar la mirada para decirle adiós a la vida. La falta de luz le impide ver lo que hay a su alrededor y trata de encontrar esa última imagen bella entre los propios recuerdos. Rememora, entonces, momentos de su pasado y, aunque no fuera esa su intención, acaba haciendo un rápido balance que le lleva a buscar una salida. Y ese niño sin brazos serpentea, entonces, como una anguila y se salva. Más tarde afirmará que suicidarse en aquella coyuntura sociopolítica hubiera sido «absurdo y redundante»; opta, pues, por vivir y se convierte en un «poeta secreto». A partir de esa tarde decisiva, Lorenza hizo muchas cosas y todas las hizo con entusiasmo. Incluido el amor, en el que ponía tanta pasión que sus amantes terminaron por preferir aquel tronco sin brazos a cualquier otro no mutilado. Y aunque siguió estando atrapado en aquel cuerpo tullido, a su manera se convirtió en un aventurero. De día se ganaba la vida como músico y bailarín callejero, y por la noche frecuentaba los garitos de ambiente gay. Pero hubo periodos en los que vivió solo y, después del trabajo en la calle, se encerraba en su cuarto a escribir y a pintar, lo que propició que lo apodasen la acróbata ermitaña. Tal como antes le había ocurrido a Concha Urquiza, también Lorenzo se sintió un ser libre atrapado en su cuerpo y la desesperación lo llevó a buscar igualmente una salida bajo las aguas del Pacífico. La diferencia es que Bolaño fue con Lorenzo más generoso y, en lugar de condenarlo al olvido del desierto y a una muerte no demasiado digna, como hizo con Cesárea Tinajero, le deja viajar a Europa y, quizás influenciado por la lectura de Las alas de la manca de su paisano Pedro Lemebel, le permite ser Lorenza.
Inmersa en esta isla de silencio —aquí solo escucho a Cleopatra garabateando con el pico en el suelo y el eco de mi antigua voz—, me digo que para Antonio Tocornal descubrir al escritor chileno fue una casualidad necesaria. Y desde la orilla de este otro océano en la tierra natal del escritor isleño, yo, Juana Zumajo, lo rememoro todavía niño, en uno de esos ya lejanos sábados de la infancia en los que, mientras veía en blanco y negro a los tripulantes del Calypso, soñaba con ser un vividor como ellos. Para él no había mejor manera de pasar el día que bajo el agua en busca de tesoros o en compañía de las ballenas; ni mejor forma de apurar la noche que bebiendo y fumando en la cubierta de un barco. Aquel era su sueño y, porque necesitaba hacerlo realidad lo antes posible, a la salida del colegio se iba directo al mar a bucear a pulmón libre. Antes de permitirle bucear con botellas, su padre le había impuesto como condición que su perímetro torácico fuese unos milímetros superior al de su cadera. Cuando lo consiguió, tuvo lugar su bautizo de buzo en el agua achocolatada del Caño Sancti Petri. La visibilidad era nula y el fondo poco firme, lo que hizo que se hundiera en el fango hasta el cuello. Pero ese era el momento elegido por el azar para que se produjera el cambio de testigo y, en vez de desanimarse, aquel niño soñador se consoló pensando que las ballenas debían estar cerca y los tesoros ocultos debajo del cieno que le aprisionaba. Y cuando los adultos le preguntaron con cierta sorna si le había gustado la experiencia, con una determinación incomprensible —al menos sin tener en cuenta el incipiente hilo de Ariadna que les unía a los demás—, afirmó que le había parecido maravillosa y que de mayor sería buzo. Una primera inmersión que el escritor evocó más tarde leyendo unos versos de Neruda: «Ansiedad de piloto, furia de buzo ciego, turbia embriaguez de amor, ¡todo en ti fue naufragio! ». Pero que podría haberlo hecho con la lectura de estos otros versos de la poetisa moreliana: «…inaccesible al implacable asedio, como trozo de plomo en agua oscura, húndese el alma…», o «La quieta soledad, el lecho oscuro, de inmortales tinieblas coronado…». Un fracaso convertido en triunfo porque los buscadores de lo inefable nunca se rinden. Ante la adversidad, se crecen y, llegado el caso, renacen los unos de los otros como el Ave Fénix de las propias cenizas.
La marea ha desnudado ya los contornos de esta ciénaga y la vista de las sensuales planicies de fango de su fondo me hace rememorar ahora la adolescencia del isleño, en la que su recién estrenada voluptuosidad se asfixiaba en un ambiente demasiado reglado y puritano. En su novela, La noche en que pude haber visto tocar a Dizzy Gillespie, el propio escritor afirmará que su joven cuerpo ansiaba realidades tangibles y eso le hacía sentirse prisionero en su tierra natal. No puede soportar por más tiempo que la aventura se reduzca a los barcos que, desde la playa de la Barrosa, ve pasar de largo camino del Estrecho; ni tampoco que la voluptuosidad se limite a la contemplación de los cuerpos inaccesibles de las adolescentes que le rodean. Necesita que la aventura y el erotismo formen parte de su vida y, para ello, tiene que liberarse de esa cárcel sin barrotes en la que se ha convertido su propia tierra. Tres décadas antes, la poetisa moreliana había buscado una salida. Ahora es el joven Tocornal quien la busca…, y la encuentra. Y porque él la encuentra, también lo hace ella. Pero las casualidades necesarias no son jamás simples casualidades y, pasados unos años, cuando aún no conocía la recreación de la vida de Lorenzo hecha por el escritor chileno, el prosista isleño convierte esa etapa amarga y asfixiante de su vida en la historia de ese otro niño lisiado, esta vez sin brazos ni piernas, que es El hijo roto de Veneranda Murta.
Yo, esta voz sin voz, me pongo en el lugar de esa mujer sencilla que, mientras los viernes vendía hortalizas en el mercado, se sentía culpable de haber tenido un hijo tullido, y me estremezco. Estaba convencida de que él no tenía ni piernas ni brazos porque era el fruto de una unión ilícita ―con el sacristán ― e irreverente ―en la sacristía―. Cuando salía de casa, Veneranda dejaba a su niño roto atado a una silla y, a su lado, un vaso de agua con una cañita hueca. Lo ponía junto a la ventana para que se distrajera con el paso de la gente y el rato de soledad se le hiciera menos largo. Algunas noches lo sacaba de paseo sentado en una vieja butaca que colocaba sobre una carretilla. Y en esas escapadas nocturnas, aquel espíritu aventurero, encerrado en un cuerpo tullido, descubrió que fuera de casa ―su otra prisión― las horas eran más cortas y que, además del mundo que veía desde la ventana, existía otro lleno de caminos que llevaban a lugares ignotos. Ese niño sin nombre, ese «saco vivo con cabeza y cuatro muñones como cuatro nudos» ―en palabras textuales del autor―, tenía facciones agradables, pelo de poeta, ojos de explorador y, según su madre, un rabo como el del mismísimo demonio. Siendo ya un muchacho su sensualidad, hasta entonces reprimida, aflora mientras Consolación, una joven de su misma edad, le está aseando sus enormes genitales. Una andanada del semen que, después de tanto tiempo de encierro, por fin encuentra una salida y lo moja todo ―también a la joven que, desconcertada, se ruboriza—. Una liberación explosiva que encarna de forma metafórica la que unos años antes había experimentado el prosista isleño al huir de su tierra natal. Y una liberación que provocó que la joven, a quien el suceso azoró y complació a un mismo tiempo, no quisiera volver a ocuparse del aseo del hijo de Veneranda. Hubo otras muchachas que, picadas por la curiosidad―las erecciones del tullido eran la comidilla del pueblo―, se prestaron a aliviar las necesidades fisiológicas del joven; mas con ninguna se liberó de nuevo de sus cadenas íntimas de la forma tan absoluta como con Consolación. Y ella, ya casada, experimenta el mismo desagrado que los amantes de la Lorenza de Bolaño cuando yace con su marido y se da cuenta de que las piernas y los brazos de este le estorban. Por su parte, el hijo de Veneranda da la impresión de que se ha conformado a que el mundo se reduzca al fragmento exiguo que alcanza a ver desde la ventana. Pero sus escudriñadores ojos, su mirada de aventurero, le delatan. Él ha sido el relevo de la acróbata ermitaña y, aunque parezca seguir mirando el paso de la gente camino del mercado, su pensamiento está ya en el desierto de Sonora porque está a punto de protagonizar un nuevo paso de testigo.
Cae la tarde y, desde esta balsa varada que es la Isla del Trocadero, veo cómo el sol se sumerge al otro lado de la bahía. Estoy agotada. Necesito que el eco de mi antigua voz se calle y que el continuo garabatear del pico de Cleopatra cese. Pero la urraca sigue moviendo la cabeza con una determinación extraña, como si supiera que su momento de gloria se aproxima y que este crepúsculo será el último que pase en mi compañía. También aquel otro atardecer, el de la víspera de su aparición, yo me encontraba exhausta. Durante el día había evocado tantas veces la palabra «estero» que, cuando por fin se hizo el silencio en mi cabeza, lo único que deseaba era descansar. Recuerdo que cerré los ojos y, justo antes de dormirme, rememoré la mirada de aventurero del hijo de Veneranda. Un ser libre doblemente prisionero: atrapado en un cuerpo tullido y, por si eso no fuera suficiente, condenado por el autor ―quien proyecta en él la represión de su propia adolescencia― a contemplar la vida desde detrás de una ventana. Un autor que suele abrir la ventana para contarnos lo que sucede en el exterior y que, sin embargo, en este texto deja en manos del lector la búsqueda de la perspectiva adecuada para discernir los límites de la realidad. Aquella noche debí colocarme en el quicio de la ventana, la posición perfecta para poder mirar hacia dentro y hacia fuera, y encontrar así la solución a la pregunta con la que Bolaño termina su novela Los detectives salvajes. «¿Qué hay detrás de la ventana?», era su pregunta. «Los ojos de explorador del niño roto de Veneranda», fue mi respuesta. Luego me dormí y tuve pesadillas. A la mañana siguiente, me levanté y, a través del hueco de la antigua ventana de esta casa en ruinas, la vi a ella, a Cleopatra. Estaba posada en la vuelta de fuera del estero, y su iridiscente plumaje blanco y negro brillaba con los primeros rayos del sol. Me llamó la atención la manera que tenía de picotear la tierra, desplazando la cabeza de un lado para otro. Al pronto pensé que se estaba afilando el pico con las piedrecillas del suelo. Pero la curiosidad hizo que me acercara y ella, al notar la vibración del suelo con mis pasos, levantó la cabeza y me miró con sorpresa, como si hubiera creído que estaba solo en la isla. En sus ojos reconocí de inmediato la mirada, sedienta de aventura, de los ojos del hijo de Veneranda. Tardé más, en cambio, en descubrir la semejanza entre los trazos que estaba garabateado en la tierra ―y que desde entonces no ha dejado de garabatear― y los poemas pictóricos de Cesárea Tinajero. Y esa doble casualidad, que a ratos yo intuyo necesaria, me hace preguntarme si no será Cleopatra otra aliada del destino, y si no será su misión encontrar el pictograma que propicie el paso de testigo entre el niño tullido de Tocornal y la poetisa de pacotilla de Bolaño.
Me gusta pensar que esta urraca cómplice de mi silencio ―Cleopatra nunca grazna―, esta criatura de ficción nacida de uno de mis juegos nocturnos con las palabras, comparte conmigo la condición de testigo necesario del azar. Y me digo que tal vez sea esa la razón de que, a pesar de tener mirada de aventurera, en vez de levantar el vuelo, se pase los días haciendo en el suelo burdos remedos de los poemas pictóricos de Cesárea Tinajero. A veces tengo la sensación de que busca decir algo que no puede porque su cerebro es demasiado rudimentario. Pero tengo la esperanza de que algún día el azar guie su pico y por fin Cleopatra pueda dibujar el pictograma necesario que cerrará un nuevo círculo. A quienes lean este texto les costará creer que, de vez en cuando, el azar se disfraza de Ariadna y valiéndose de las palabras ―y puede que también de los pictogramas― une con sus hilos a quienes comparten un mismo destino. No es mi intención, por tanto, que me crean cuando digo que, si cierro los ojos y pronuncio la palabra «estero», veo a la poetisa moreliana y al prosista isleño ―todavía niño― bajo el agua: la una, los ojos cerrados, la respiración contenida, tratando de escapar de su cárcel mortal y rosa; el otro, respirando con avidez el aire embotellado, los ojos abiertos de par en par sin conseguir ver nada pero soñando con islas de coral, pecios y ballenas. Les resultará inverosímil que esta sea la forma de poner fin a una de las múltiples persecuciones que, a lo largo de la historia, se han producido ―y se seguirán produciendo― entre quienes comparten el proyecto absurdo de expresar con sus propias vidas lo inefable. Y me tacharán, por ello, de ilusoria cuando afirmo que una sola palabra ―«estero»― ha sido capaz de cerrar por fin el círculo. No voy a tratar de convencer a nadie con largas disquisiciones. No es que me crean lo que busco. Porque yo, Juana Zumajo, la voz que clama sin voz desde la Isla del Trocadero, solo he sido la testigo necesaria y me limito a dar testimonio de lo ocurrido.
Para Albatross, el gran pájaro marino, de su hermano menor de vuelo
No recuerdo cuándo fue la última vez que utilicé mi garganta para emitir un sonido. ¡Hace ya tanto…! Pero las palabras siguen resonando en el interior de mi cabeza y, cuando las junto en la forma adecuada, escucho el eco de mi antigua voz y eso me basta. De mi vida anterior solo recuerdo las lecturas a deshora y el deambular del día siguiente por las calles como una sonámbula. Leía mucho. Leía de todo y los leía a todos. También a ellos; aunque a ellos los leí con tanto empeño y tan a menudo que, si quisiera, podría recitar de memoria muchos de sus textos. Ahora, en cambio, ya no leo. No necesito hacerlo. Soy Juana Zumajo, la voz que os habla sin voz desde la Isla del Trocadero. Esta casa salinera en ruinas es mi morada; Cleopatra, la urraca con mirada de aventurera, mi cómplice de silencio; y el eco de mi antigua voz, mi compañero de juego.
Me gusta jugar con las palabras, evocar recuerdos y, al hacerlo, redescubrir el lado oculto de la vida. Porque a veces las palabras unen los caminos al hacer que fijemos la mirada en los lazos secretos que hermanan —incluso sin que ellos lo sepan— a quienes forman parte de un destino común. En el enmarañado laberinto de la vida, cada uno ha de encontrar el rastro del otro para pasarle el testigo; a fin de que eso ocurra, el azar se disfraza de Ariadna y va dejando caer ante ellos esos hilos intangibles que son las palabras.
Unos vínculos no solo intangibles, sino también ciegos. Las palabras no entienden de coordenadas geográficas ni de tiempos. Somos nosotros, sus usuarios, quienes decidimos, por ejemplo, que debido al vaivén de las mareas que acompasan sus tiempos una laguna cenagosa de la Baja California y un caño mareal del Sur de España han de denominarse en los dos casos «estero». Y es así cómo nos convertimos en testigos necesarios que sin saberlo vamos uniendo con ligaduras impalpables el destino de nuestros congéneres.
Sí, soy yo, Juana Zumajo, esta voz sin voz, quien cuando cierra los ojos y dice «estero», tiende ese hilo invisible entre la costa de Ensenada y la de Cádiz; es mi deseo vanidoso de descubrir los entresijos de sus vidas lo que hace que al evocar esa palabra me traslade al Estero de Punta Banda o a los esteros del Caño de Sancti Petri; es mi necesidad de formar parte de sus destinos lo que me lleva a repetir, una y otra vez, la palabra «estero» hasta que logro ser testigo de la última entrada en el mar de la poetisa michoacana Concha Urquiza o, tres décadas después, de la primera inmersión como buzo del prosista andaluz Antonio Tocornal.
Dicen que cuando se lee la poesía de Concha Urquiza uno descubre la desesperación del ser libre que se siente encerrado tras los barrotes de su cuerpo. Digo que cuando leo la prosa de Antonio Tocornal descubro la impotencia sublimada ―convertida en humor― del ser libre que no se conforma a sentirse encarcelado dentro de su cuerpo y se rebela. Ella eligió el camino de los místicos, haciendo de la experiencia interior de lo inefable la razón de su existencia; él, en cambio, exploró el mundo con los cinco sentidos para que fuese su cuerpo liberado quien le mostrara lo inefable. Y soy yo, convidada de piedra en ese común destino, la que digo «estero» y en el interior de mi cabeza se cierra el círculo y los buscadores de lo inefable se pasan al fin el testigo.
Pero antes de poder ver ese hilo de Ariadna que los unió hay que ser también testigos de la ciega persecución de los hermanos. Hay que conocer el entresijo de proyectos de vida absurdos que el azar hizo confluir hasta convertirlos en uno solo; el cúmulo de casualidades necesarias que propició que ambos escritores se encontrasen el rastro e, incluso sin saberlo, compartieran el destino de eternos buscadores de lo inefable. O dicho de otra forma, hay que fijar la atención en ese eslabón intermedio, que fue el escritor chileno padre de Cesárea Tinajero, sin el cual los caminos de la poetisa moreliana y del prosista isleño jamás se habrían cruzado.
Dicen que el escritor Roberto Bolaño se inspiró en la mejicana Concha Urquiza, natural de Morelia, para crear su famosa Cesárea Tinajero, poetisa de pacotilla, tras cuya huella viajan al desierto de Sonora los protagonistas de su novela Los detectives salvajes. A diferencia de Cesárea, cuya obra se reduce a un cuaderno lleno de frases sueltas y de dibujos indescifrables, Concha Urquiza no era una farsante. Ella fue una poetisa auténtica en cuya búsqueda de lo inefable consiguió ese imposible que es conjugar sin estridencias lo místico y lo erótico. Y lo conjugó no solo en su obra, sino también en su propia vida, al codearse tanto con los intelectuales de su época como con las religiosas de un convento. Pero los alardes de libertad de ambos, de quienes daban rienda suelta a sus instintos o de quienes trataban de contenerlos en balde, le parecieron vanos. Sabía que la libertad la perdió el hombre al dejar de ser mono y, como ser libre que ansiaba levantar el vuelo, le desesperaba vivir atrapada en ese cuerpo mortal y rosa que se lo impedía. Y cuando el 20 de junio de 1945 se lanzó a las aguas arremolinadas del Estero de Punta Banda y nadó hacia el fondo, al igual que el mono humanizado de Kafka, lo único que buscaba era una salida por la que escapar de esa cárcel de barrotes intangibles que era su propio cuerpo.
Quienes conocieron a Cesárea Tinajero ―la Concha Urquiza de Roberto Bolaño― la recuerdan como una joven callada de pelo muy negro y espalda firme, piernas no muy largas pero bien torneadas; vestida con ropa discreta y zapatos cómodos, casi planos, perfectos para avanzar con esa prisa con la que habitualmente recorría las calles de México DF: «Caminaba como si acudiera tarde al trabajo o a una cita de enamorados», dirá un testigo en la novela de Bolaño. Pero yo, Juana Zumajo, sé que esos andares apresurados de Cesárea Tinarejo se debían a que deseaba beberse la vida a grandes tragos antes de zambullirse en el olvido en el desierto de Sonora. Como sé también que con su vestir discreto trataba de esconder su cuerpo para ser una más entre los poetas del momento y en parte lo logró: era la única mujer a la que permitían entrar en la cantina Mi Oficina, a la que tenían prohibido el acceso los uniformados, las mujeres y los perros. Un cuerpo bello del que no se ocupaba ni deseaba que los demás se ocupasen. Una presa que precisamente por no estar al alcance de nadie se convirtió en leyenda. O dicho de otra forma: una mujer libre hasta donde su cuerpo se lo permitía. Libertad que incluso el escritor chileno le negó al no permitir que, como su alter ego, Cesárea se liberase de su cuerpo, todavía joven y bello, en las aguas de Ensenada. En su lugar, hace que la poetisa, invicta en la vida real, se convierta en la ficción en una matrona de aspecto desaliñado y poco deseable; le niega ser autora de una obra digna de ser llamada así, pues en la novela solo se menciona el feo cuaderno lleno de herméticos poemas pictóricos; y la hace morir de un balazo en un vulgar tiroteo en el desierto de Sonora. Además, los detectives salvajes protagonizan una persecución extravagante que pone fin a la leyenda de Cesárea Tinajero, pero al mismo tiempo llena de poesía la hazaña. Dicho de otra manera, la desmitificación de la poetisa hace que el proyecto de vida de los detectives sea absurdo y, justo por eso, también poético y bello.
Pero esta voz sin voz que os habla desde la Isla del Trocadero desea ser justa con el escritor chileno reconociendo que, al igual que fue muy cicatero con Cesárea Tinajero, en su anterior novela Estrella distante, había sido muy espléndido con Lorenzo, o Lorenza que es como a él le gustaba ser llamado. Gracias a esa generosidad de Bolaño, desde la soledad de esta isla, puedo ahora cerrar los ojos y ver cómo ese niño rubio y delicado, al que tanto le divertía trepar a los árboles en busca de nidos, eleva las manos con el propósito de coger un pájaro posado en un alambre. Lo que ocurrió a continuación prefiero rememorarlo con los ojos abiertos para no verlo. Como el cable era de alta tensión, la descarga eléctrica fue tremenda y le tuvieron que amputar ambos brazos casi a ras del hombro. Un niño pobre de Puntas Arenas que crece sin brazos en el Chile de Pinochet y que encima, durante la adolescencia, descubre que es homosexual. Desea ser artista pero ante la imposibilidad de serlo hace otras cosas; y como es un romántico empedernido, se enamora. Has que llega esa tarde de verano en la que ya no puede más y salta desde una roca al océano Pacifico. Lorenzo amaba vivir y, mientras se hunde en un agua cada vez más oscura, mantiene los ojos abiertos. Busca algo bello en lo que fijar la mirada para decirle adiós a la vida. La falta de luz le impide ver lo que hay a su alrededor y trata de encontrar esa última imagen bella entre los propios recuerdos. Rememora, entonces, momentos de su pasado y, aunque no fuera esa su intención, acaba haciendo un rápido balance que le lleva a buscar una salida. Y ese niño sin brazos serpentea, entonces, como una anguila y se salva. Más tarde afirmará que suicidarse en aquella coyuntura sociopolítica hubiera sido «absurdo y redundante»; opta, pues, por vivir y se convierte en un «poeta secreto». A partir de esa tarde decisiva, Lorenza hizo muchas cosas y todas las hizo con entusiasmo. Incluido el amor, en el que ponía tanta pasión que sus amantes terminaron por preferir aquel tronco sin brazos a cualquier otro no mutilado. Y aunque siguió estando atrapado en aquel cuerpo tullido, a su manera se convirtió en un aventurero. De día se ganaba la vida como músico y bailarín callejero, y por la noche frecuentaba los garitos de ambiente gay. Pero hubo periodos en los que vivió solo y, después del trabajo en la calle, se encerraba en su cuarto a escribir y a pintar, lo que propició que lo apodasen la acróbata ermitaña. Tal como antes le había ocurrido a Concha Urquiza, también Lorenzo se sintió un ser libre atrapado en su cuerpo y la desesperación lo llevó a buscar igualmente una salida bajo las aguas del Pacífico. La diferencia es que Bolaño fue con Lorenzo más generoso y, en lugar de condenarlo al olvido del desierto y a una muerte no demasiado digna, como hizo con Cesárea Tinajero, le deja viajar a Europa y, quizás influenciado por la lectura de Las alas de la manca de su paisano Pedro Lemebel, le permite ser Lorenza.
Inmersa en esta isla de silencio —aquí solo escucho a Cleopatra garabateando con el pico en el suelo y el eco de mi antigua voz—, me digo que para Antonio Tocornal descubrir al escritor chileno fue una casualidad necesaria. Y desde la orilla de este otro océano en la tierra natal del escritor isleño, yo, Juana Zumajo, lo rememoro todavía niño, en uno de esos ya lejanos sábados de la infancia en los que, mientras veía en blanco y negro a los tripulantes del Calypso, soñaba con ser un vividor como ellos. Para él no había mejor manera de pasar el día que bajo el agua en busca de tesoros o en compañía de las ballenas; ni mejor forma de apurar la noche que bebiendo y fumando en la cubierta de un barco. Aquel era su sueño y, porque necesitaba hacerlo realidad lo antes posible, a la salida del colegio se iba directo al mar a bucear a pulmón libre. Antes de permitirle bucear con botellas, su padre le había impuesto como condición que su perímetro torácico fuese unos milímetros superior al de su cadera. Cuando lo consiguió, tuvo lugar su bautizo de buzo en el agua achocolatada del Caño Sancti Petri. La visibilidad era nula y el fondo poco firme, lo que hizo que se hundiera en el fango hasta el cuello. Pero ese era el momento elegido por el azar para que se produjera el cambio de testigo y, en vez de desanimarse, aquel niño soñador se consoló pensando que las ballenas debían estar cerca y los tesoros ocultos debajo del cieno que le aprisionaba. Y cuando los adultos le preguntaron con cierta sorna si le había gustado la experiencia, con una determinación incomprensible —al menos sin tener en cuenta el incipiente hilo de Ariadna que les unía a los demás—, afirmó que le había parecido maravillosa y que de mayor sería buzo. Una primera inmersión que el escritor evocó más tarde leyendo unos versos de Neruda: «Ansiedad de piloto, furia de buzo ciego, turbia embriaguez de amor, ¡todo en ti fue naufragio! ». Pero que podría haberlo hecho con la lectura de estos otros versos de la poetisa moreliana: «…inaccesible al implacable asedio, como trozo de plomo en agua oscura, húndese el alma…», o «La quieta soledad, el lecho oscuro, de inmortales tinieblas coronado…». Un fracaso convertido en triunfo porque los buscadores de lo inefable nunca se rinden. Ante la adversidad, se crecen y, llegado el caso, renacen los unos de los otros como el Ave Fénix de las propias cenizas.
La marea ha desnudado ya los contornos de esta ciénaga y la vista de las sensuales planicies de fango de su fondo me hace rememorar ahora la adolescencia del isleño, en la que su recién estrenada voluptuosidad se asfixiaba en un ambiente demasiado reglado y puritano. En su novela, La noche en que pude haber visto tocar a Dizzy Gillespie, el propio escritor afirmará que su joven cuerpo ansiaba realidades tangibles y eso le hacía sentirse prisionero en su tierra natal. No puede soportar por más tiempo que la aventura se reduzca a los barcos que, desde la playa de la Barrosa, ve pasar de largo camino del Estrecho; ni tampoco que la voluptuosidad se limite a la contemplación de los cuerpos inaccesibles de las adolescentes que le rodean. Necesita que la aventura y el erotismo formen parte de su vida y, para ello, tiene que liberarse de esa cárcel sin barrotes en la que se ha convertido su propia tierra. Tres décadas antes, la poetisa moreliana había buscado una salida. Ahora es el joven Tocornal quien la busca…, y la encuentra. Y porque él la encuentra, también lo hace ella. Pero las casualidades necesarias no son jamás simples casualidades y, pasados unos años, cuando aún no conocía la recreación de la vida de Lorenzo hecha por el escritor chileno, el prosista isleño convierte esa etapa amarga y asfixiante de su vida en la historia de ese otro niño lisiado, esta vez sin brazos ni piernas, que es El hijo roto de Veneranda Murta.
Yo, esta voz sin voz, me pongo en el lugar de esa mujer sencilla que, mientras los viernes vendía hortalizas en el mercado, se sentía culpable de haber tenido un hijo tullido, y me estremezco. Estaba convencida de que él no tenía ni piernas ni brazos porque era el fruto de una unión ilícita ―con el sacristán ― e irreverente ―en la sacristía―. Cuando salía de casa, Veneranda dejaba a su niño roto atado a una silla y, a su lado, un vaso de agua con una cañita hueca. Lo ponía junto a la ventana para que se distrajera con el paso de la gente y el rato de soledad se le hiciera menos largo. Algunas noches lo sacaba de paseo sentado en una vieja butaca que colocaba sobre una carretilla. Y en esas escapadas nocturnas, aquel espíritu aventurero, encerrado en un cuerpo tullido, descubrió que fuera de casa ―su otra prisión― las horas eran más cortas y que, además del mundo que veía desde la ventana, existía otro lleno de caminos que llevaban a lugares ignotos. Ese niño sin nombre, ese «saco vivo con cabeza y cuatro muñones como cuatro nudos» ―en palabras textuales del autor―, tenía facciones agradables, pelo de poeta, ojos de explorador y, según su madre, un rabo como el del mismísimo demonio. Siendo ya un muchacho su sensualidad, hasta entonces reprimida, aflora mientras Consolación, una joven de su misma edad, le está aseando sus enormes genitales. Una andanada del semen que, después de tanto tiempo de encierro, por fin encuentra una salida y lo moja todo ―también a la joven que, desconcertada, se ruboriza—. Una liberación explosiva que encarna de forma metafórica la que unos años antes había experimentado el prosista isleño al huir de su tierra natal. Y una liberación que provocó que la joven, a quien el suceso azoró y complació a un mismo tiempo, no quisiera volver a ocuparse del aseo del hijo de Veneranda. Hubo otras muchachas que, picadas por la curiosidad―las erecciones del tullido eran la comidilla del pueblo―, se prestaron a aliviar las necesidades fisiológicas del joven; mas con ninguna se liberó de nuevo de sus cadenas íntimas de la forma tan absoluta como con Consolación. Y ella, ya casada, experimenta el mismo desagrado que los amantes de la Lorenza de Bolaño cuando yace con su marido y se da cuenta de que las piernas y los brazos de este le estorban. Por su parte, el hijo de Veneranda da la impresión de que se ha conformado a que el mundo se reduzca al fragmento exiguo que alcanza a ver desde la ventana. Pero sus escudriñadores ojos, su mirada de aventurero, le delatan. Él ha sido el relevo de la acróbata ermitaña y, aunque parezca seguir mirando el paso de la gente camino del mercado, su pensamiento está ya en el desierto de Sonora porque está a punto de protagonizar un nuevo paso de testigo.
Cae la tarde y, desde esta balsa varada que es la Isla del Trocadero, veo cómo el sol se sumerge al otro lado de la bahía. Estoy agotada. Necesito que el eco de mi antigua voz se calle y que el continuo garabatear del pico de Cleopatra cese. Pero la urraca sigue moviendo la cabeza con una determinación extraña, como si supiera que su momento de gloria se aproxima y que este crepúsculo será el último que pase en mi compañía. También aquel otro atardecer, el de la víspera de su aparición, yo me encontraba exhausta. Durante el día había evocado tantas veces la palabra «estero» que, cuando por fin se hizo el silencio en mi cabeza, lo único que deseaba era descansar. Recuerdo que cerré los ojos y, justo antes de dormirme, rememoré la mirada de aventurero del hijo de Veneranda. Un ser libre doblemente prisionero: atrapado en un cuerpo tullido y, por si eso no fuera suficiente, condenado por el autor ―quien proyecta en él la represión de su propia adolescencia― a contemplar la vida desde detrás de una ventana. Un autor que suele abrir la ventana para contarnos lo que sucede en el exterior y que, sin embargo, en este texto deja en manos del lector la búsqueda de la perspectiva adecuada para discernir los límites de la realidad. Aquella noche debí colocarme en el quicio de la ventana, la posición perfecta para poder mirar hacia dentro y hacia fuera, y encontrar así la solución a la pregunta con la que Bolaño termina su novela Los detectives salvajes. «¿Qué hay detrás de la ventana?», era su pregunta. «Los ojos de explorador del niño roto de Veneranda», fue mi respuesta. Luego me dormí y tuve pesadillas. A la mañana siguiente, me levanté y, a través del hueco de la antigua ventana de esta casa en ruinas, la vi a ella, a Cleopatra. Estaba posada en la vuelta de fuera del estero, y su iridiscente plumaje blanco y negro brillaba con los primeros rayos del sol. Me llamó la atención la manera que tenía de picotear la tierra, desplazando la cabeza de un lado para otro. Al pronto pensé que se estaba afilando el pico con las piedrecillas del suelo. Pero la curiosidad hizo que me acercara y ella, al notar la vibración del suelo con mis pasos, levantó la cabeza y me miró con sorpresa, como si hubiera creído que estaba solo en la isla. En sus ojos reconocí de inmediato la mirada, sedienta de aventura, de los ojos del hijo de Veneranda. Tardé más, en cambio, en descubrir la semejanza entre los trazos que estaba garabateado en la tierra ―y que desde entonces no ha dejado de garabatear― y los poemas pictóricos de Cesárea Tinajero. Y esa doble casualidad, que a ratos yo intuyo necesaria, me hace preguntarme si no será Cleopatra otra aliada del destino, y si no será su misión encontrar el pictograma que propicie el paso de testigo entre el niño tullido de Tocornal y la poetisa de pacotilla de Bolaño.
Me gusta pensar que esta urraca cómplice de mi silencio ―Cleopatra nunca grazna―, esta criatura de ficción nacida de uno de mis juegos nocturnos con las palabras, comparte conmigo la condición de testigo necesario del azar. Y me digo que tal vez sea esa la razón de que, a pesar de tener mirada de aventurera, en vez de levantar el vuelo, se pase los días haciendo en el suelo burdos remedos de los poemas pictóricos de Cesárea Tinajero. A veces tengo la sensación de que busca decir algo que no puede porque su cerebro es demasiado rudimentario. Pero tengo la esperanza de que algún día el azar guie su pico y por fin Cleopatra pueda dibujar el pictograma necesario que cerrará un nuevo círculo. A quienes lean este texto les costará creer que, de vez en cuando, el azar se disfraza de Ariadna y valiéndose de las palabras ―y puede que también de los pictogramas― une con sus hilos a quienes comparten un mismo destino. No es mi intención, por tanto, que me crean cuando digo que, si cierro los ojos y pronuncio la palabra «estero», veo a la poetisa moreliana y al prosista isleño ―todavía niño― bajo el agua: la una, los ojos cerrados, la respiración contenida, tratando de escapar de su cárcel mortal y rosa; el otro, respirando con avidez el aire embotellado, los ojos abiertos de par en par sin conseguir ver nada pero soñando con islas de coral, pecios y ballenas. Les resultará inverosímil que esta sea la forma de poner fin a una de las múltiples persecuciones que, a lo largo de la historia, se han producido ―y se seguirán produciendo― entre quienes comparten el proyecto absurdo de expresar con sus propias vidas lo inefable. Y me tacharán, por ello, de ilusoria cuando afirmo que una sola palabra ―«estero»― ha sido capaz de cerrar por fin el círculo. No voy a tratar de convencer a nadie con largas disquisiciones. No es que me crean lo que busco. Porque yo, Juana Zumajo, la voz que clama sin voz desde la Isla del Trocadero, solo he sido la testigo necesaria y me limito a dar testimonio de lo ocurrido.