Belice (Relato)

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Berlín
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Belice (Relato)

Mensaje por Berlín »

Este relato se me ha ido de plazo, así que lo cuelgo aquí, para que le deis caña, para que digáis que es aburrido, largo y todas esas vainas.


Uno se acostumbra a la muerte. Se acostumbra al dolor y a las lágrimas de las familias. Uno se acostumbra a romper los huesos para que el cuerpo quepa dentro de la caja. A acomodarlos sin cruzar sus brazos, que dicen que trae mala suerte. Se acostumbra a los rezos, a los pésames, a los panegíricos. Uno se acostumbra a los lutos eternos y a los duelos y a los refrigerios que traen las vecinas para pasar el mal trago. Pero yo, que tan acostumbrado andaba ya a todo eso, no pude lidiar con el dolor por la pérdida de mi esposa y de tanto llamarla, una noche oscura ella se presentó ante mi puerta y dijo mi nombre. Al principio pensé que era la lengua del viento, que a veces se confunde y trae mensajes donde no debe; pero al susurro siguieron dos golpes y cuando escuché mi nombre con aquella voz inconfundible de gallina torturada, me levanté presto a abrir la puerta. Y allí estaba ella: desnuda y cubierta de barro; las piernas flacas, el vientre gelatinoso, el sexo despoblado de pelos y las tetas colgando como dos pellejos de cabra.

—Marta—le dije.
—Sí—dijo.
—No te esperaba tan vieja.
—Ni yo a ti tan cabrón.
—Han pasado muchos años.
—Demasiados. Déjame entrar en mi casa—dijo.

Dicho esto me apartó con sus manos embarradas y entró en el hogar. Yo la miré de soslayo, rezando para que todo estuviera en su sitio, porque nada hay que despierte más la furia de una mujer que el hecho de que se cambien de lugar sus pertenencias en su ausencia. Viendo que sus tapices de bolillo seguían cubriendo las paredes y sus porcelanas aún lucían sobre el aparador, Marta me pidió de comer, alegando que llevaba mucho tiempo sin hacerlo y que ya los dientes se le movían de no usarlos. Yo me negué a servirle, pese a la alegría de su vuelta, pues de todos es sabido que lo que entra por la boca de un muerto sale por su culo, enganchado de gusanos.

Ella juró que venía para quedarse y yo, que ni en vida le discutí ninguna de sus afirmaciones volví, resignado, a sumergirme en mi trabajo de adecentar difuntos. Pronto los parroquianos se habituaron a su presencia translúcida y sonreían benévolos cuando nos veían platicar de manera distendida bajo los cipreses, junto a la ingrata planta carnívora, que crecía de manera desaforada en la esquina del jardín y que mi esposa nunca quiso cortar, porque era de una belleza espectacular.

—Es una mala víbora esta planta—decía yo—. Despedazará a los hijos de las visitas.
—Pues ya juntarás tú sus miembros antes de meterlos en sus cajitas blancas.

Mientras yo me acostumbraba de nuevo al peculiar sentido del humor de mi esposa, el pueblo entero andaba inmerso en ultimar los detalles del casorio entre la hija del alcalde y el hijo del médico. Bajo la sombra de los tilos algunas mujeres tejían interminables mantas de lana virgen; otras bordaban lindos pajaritos sobre sábanas primorosas a las que añadirían, después, finas puntillas de encajes en los embozos. Los hombres encalaban de blanco la casa de los novios, para que contrastaran luego con el azul rabioso del mar. Las ancianas iban de aquí para allá, cargando geranios rojos y blancos. Crisantemos, petunias, lirios, lilas y tulipanes adornaban las ventanas de los prometidos.

Juan, el novio, deambulaba de aquí para allá, con la mirada perdida. Ora olía una flor, ora escribía un poema abrasador, ora miraba el desangrado cielo.
—¿De qué color pintamos la verja? ¿De marfil elefantino o de verde insolente?—le consultaban los pintores, brocha en mano.
Y como no contestaba, porque sólo soñaba con el perfume que guardaba la novia entre sus muslos, los parroquianos se encogían de hombros y se marchaban, aburridos.

—¡Es tan hermosa...!—declamaba el novio con la voz rota—. Cuando duerma con ella me acurrucaré a su espalda casi casi sin respirar, por no provocarle espanto, no vaya a pensar que tengo hambre de comérmela y salga volando como un gorrión asustado.

—Tendrás que desflorarla algún día—decían los parroquianos quebrados de la risa.

Y como todo el pueblo apestaba a boda, la promesa de una buena juerga llegó hasta el poblado gitano y éstos, que no se pierden un festejo, llegaron por la tarde entre palmas y zurrido de cazuelas. Traían entre las alforjas delicados potes de cristal que contenían diversos productos: elixires sanadores del reuma, grajeas para la pérdida de memoria, ungüentos para la caída de los pelos y manojitos de romero para limpiar la mala suerte. Cuándo la carreta entró por el camino central del pueblo la tarde se moría ya entre fuegos plateados; la tierra, exhausta del sol de todo el día sudaba un vapor que ascendía y las lombrices asomaban las cabezas, buscando un soplo de aire fresco. Como la llegada de los gitanos no era nada infrecuente, las mujeres no suspendieron las puntadas y las agujas volaron refulgentes por el aire trazando medias lunas, bajo el ronroneo de los gatos y la algarabía de las chicharras.

Yo daba color a las mejillas macilentas de una anciana del pueblo cuando reparé en ella. Llegó trotando como un perro detrás del carromato, atada con una cuerda de amarrar veleros. Venía casi desnuda y recubierta de barro, pero a través del lodo sus ojos color cobalto llamaron de manera poderosa mi atención. La hembra mordía y propinaba coces intentando soltarse del lazo que la sujetaba a la carreta. Ya levantaba el gitano su mano enjoyada para abofetearla en el rostro, cuando yo, con el bigote crispado de la ira le dije así:
—¡Alto ahí esa zarpa inmunda!¿Acaso crees que puedes azotarla como lo haces con tu yegua?
— ¡Ja!–Chilló el gitano, zafándose de mí e intentando recuperar a su presa—. Si fuese una yegua se hubiera dejado montar. Y juro por Dios que a esta potranca no hay caballo que la monte.
Indignado ante semejante vejación me acerqué a la joven para desamarrarla y dejarla en libertad, pero ella se apartó de mi de la misma manera en que se apartan los perros hartos de recibir palos. Era hermosa a rabiar y resollé sin respiración.
—¿Cómo se llama?
—Juan de Dios, para servirle a usted y a la Virgen del Rosario.
—Usted no, carajo, la muchacha.
—¡Qué sé yo! Me la encontré en medio de unas nieves terribles, acurrucada entre los brazos de un oso moribundo. La pensé muerta en un primer momento, pero viendo el tono rosa de sus labios la agarré por el pescuezo y la metí dentro de la carreta. Yo no tengo mujer y pensé que ella bien podría calentar mi cama, pero la muy zorra es resbalosa como una culebra y rápida como un conejo. Luego, sabiéndola indomable para la cama, quise aleccionarla para las labores de la mujer, tales como cocinar o lavar los trapos, pero cuando la llevaba al rio trotaba sobre las piedras intentando escapar. Y sobre el tema de la cocina no hay caso, amigo, ella come lo que brota del suelo y se lo come hasta con la tierra. Yo creo que por eso tiene esos dientes tan fieros.
—La llamaré Belice, que significa fango—dije para mis adentros, sin prestar atención a la verborrea del gitano—. ¡Cómo palpita su pecho! ¡Que viva está!
—Puede quedarse con ella si quiere, pero debo informarle que no he conseguido sacarle ni una palabra—dijo encogiéndose de hombros—Por cierto… ¿De quién es la boda?
Señalé la ventana donde la niña Azucena regaba sus flores, envuelta en un halo de luz. La joven, inquieta, levantó los ojos hacia donde estábamos; debió sentir la mirada del gitano como una puñalada en el pecho.
—Brilla como el oro bueno—dijo el gitano sin aliento—. Dan ganas de morderla.
Tiempo después, en medio de un charco de sangre, el gitano contaría que el tiempo se paró cuando sus ojos se colgaron de aquellos labios.
—Esa no se casa con nadie si no es conmigo—dijo el gitano con los ojos afiebrados.
Y escupió en el suelo un gargajo innoble para hacer oficial su juramento. A mí el asunto me importó muy poco y sujetando fuertemente a Belice inicié el regreso a mi morada. Oscurecía ya cuando llegamos por fin. Marta esperaba en la puerta, flotando en el aire con el cabello ralo mecido por los vientos de la montaña. El sol se derramaba sangriento y vencido por la luna, que ya empujaba para ocupar su lugar. Belice trotaba imparable, como un animal que sabe que será encerrado en breve y yo casi no podía respirar de pura decrepitud. Hermosa, hermosa pantera negra, que no se dejó engatusar para entrar en el hogar.
—Trae carne cruda, Marta—le dije—. A ver si la huele y entra.
—No es un animal.

Aquella noche Belice durmió con las uñas afiladas y yo me conformé con tumbarme a su lado a velar su sueño, con las palmas entre las rodillas para sujetar los malos impulsos. De vez en cuando oía el rechinar de los dientes de ella y me retiraba un poco, no fuera a atacarme con sus dientes voraces.

Aquella pantera indescifrable ocupaba todos mis pensamientos. Y es que no estaba yo acostumbrado a tantas palpitaciones. Yo que trabajaba con el silencio, yo que le daba color a la muerte. Ella, que estaba tan viva, ella, que respiraba como un animal salvaje.

—Ven que te bañe—le decía yo zalamero.
—No sé por qué has traído esta fiera a casa. Nunca te calentará los huesos—decía Marta flotando mi alrededor—. No te querrá como yo.
—Lo sé—decía yo mirando a Belice con adoración—. Me conformo con cuidarla. Tal vez algún día consiga que hable. Cómo me gustaría conocer su historia.
—Hablando de historias… ¿Sabes? Dicen las mujeres del pueblo que el gitano se puso malo de las fiebres del amor. Que sudó chorros de agua salada y vomitó un líquido verde y tiritó durante horas interminables. Dicen también que lo vieron vagar en mitad del bosque oscuro bajo un cielo estrellado. Cuentan que de pronto se puso a masticar unas raíces extrañas que le produjeron unas cagaleras horripilantes y que durante esa noche su cintura se abrevió tanto que no le quedó más remedio que sujetarse los pantalones con la soga de un baúl. También comentan que, intentando enterrar las cagarrutas, encontró un cofre repleto de doblones de oro y que ha vuelto muy rico. Pero eso no es todo, dicen que se acercó al rio a refrescarse la fiebre y tanto le sedujo el rumor del agua que se introdujo a lavarse y tan fuerte se frotó, que al salir del agua su piel era clara como la luna. Y tan nacaradas se vio las manos que decidió cambiarse el nombre.

—¿Cómo se hace llamar ahora?—pregunté sin interés alguno.
—Ernesto Lunar.
—Ah.
—Las mujeres cuentan también que como ahora ya no parece gitano, sino que se ha convertido en un mozo muy apuesto y elegante, Azucena ha accedido a recibirle bajo su ventana.
—¿Y su novio?
—Ha desaparecido.
—¡Pero eso no puede ser!—dije yo, recordando a ese novio enamorado hasta las trancas.

Y como el novio se esfumó y Azucena andaba medio enajenada por ese gitano pálido, hubo casorio al fin y al cabo. Se celebró una tarde cegadora de sol, mientras sonaba un tango de Gardel que juraba que veinte años no son nada. El novio, que estuvo distraído durante toda la ceremonia abrumado por la furia de los sentimientos, bebió hasta enloquecer y así, de esta guisa, se presentó ante la novia que, ya en el hogar, lavaba su cuerpo de cisne entre sales de lirios y rosas. Llegó muy borracho y traía una erección de caballo, así que cuando la vio blanca y desnuda frotándose el sexo tierno y los pechos, relinchó excitado como un potro y como tal se metió en la bañera. El agua desplazada salía llena de flores.

—Ven aquí, que te vas a enterar de lo que es una buena tranca—dijo ante el susto de la niña.

La agarró por la breve cintura y la sentó por la fuerza encima de él y cuando entró en ella sintió ruido de cristales rotos, pero la verga se hinchaba más y más y el novio rujió de pura hambre y le mordió los labios a ella y la agarró de las caderas para anclarla más a su vientre y luego le mordió el cuello blanco y cuando el torrente de placer se presentó como un galope de caballos, el agua de la bañera estaba roja de sangre. Cuando se pararon los caballos, vio que la niña no se movía. Asustado, la tomó en brazos y la acostó sobre la cama y le puso la oreja en el pecho, buscando un redoble de tambores, pero sólo escuchó el silencio de la huida.

Arrepentido y loco de dolor, el novio lloró hasta la madrugada y cuando el sol estuvo alto corrió a esconderse entre los montes. Enterado del brutal asesinato de su niña, el alcalde agarró el fusil y salió en busca de Ernesto.

—¿Dónde está ese hijo de la gran puta?

Cuando Marta llegó con la desgarradora noticia yo me hallaba en la maravillosa tarea de enjabonar la espalda de Belice, a la que había prometido comprarle unas maravillosas enaguas de seda crujiente y encaje blanco.

—¡El alcalde pide hombres para darle caza!—dijo.
—No me concierne ese asunto—dije.
—¡Ese monstruo la reventó por dentro con esa verga suya de caballo!—gritó ella enfurecida—. Dice el médico que se le paró el corazón de puro dolor.

Marta gritaba, pero yo, sordo y concentrado, frotaba con jabón los lindos piececitos de chocolate, para ascender después hasta las pantorrillas morenas, mientras pequeñas burbujas se elevaban formando un vórtice de colores imposibles, chocando unas con otras. Hipaba Marta y de sus ojos transparentes manaban ríos de sal, mientras yo enjabonaba el cuello interminable y la nuca quebradiza y los omóplatos de terciopelo de la fiera, que, gozaba de su baño con los ojos entornados, ajena a la tormenta, agradecida y mansa.

Ignorando los lamentos de mi esposa lavé la mata de pelo negro, la garganta y los hombros. Vertí después un jarro de agua eliminadora de jabón; agua clara y tibia que abrió caminos, despejando el paisaje. Y así fue como le vi el sexo a Belice. Era una fruta jugosa abierta por descuido. Me temblaron los labios de pura ternura y ya me disponía a escanciar un poco más de agua para despejar más la dulce visión, cuando Marta me arreó un sartenazo. Lo último que escuché antes de desvanecerme fue una gran lista de improperios, en los que se mencionaban a los bichos de la más baja estofa, tales como sapos, culebras, cucarachas, chinches y piojos.
Al despertar, Marta seguía blasfemando y tan frenética se agitaba su úvula profiriendo insultos contra mi persona, que no me quedó más remedio que personarme en el pueblo, para darle al malhechor su merecido.

Cuando llegué, una turba enloquecida había rodeado al marido, y como todo el mundo quería matarlo todos tiraron al mismo tiempo, y tanto tiraron que se oyó la separación de la carne al desgarrarse y el crujir de los huesos rotos.

Ernesto Lunar se encontró de pronto partido en dos, tirado en mitad de la plaza. Perplejo, intentó en vano alcanzar la parte inferior de su cuerpo para ver si podía juntarla de nuevo a la parte superior, pero como no lo consiguió se dispuso a morir.

—No sé qué me ha pasado. Si hasta el tiempo se paró cuando la vi asomada a la ventana.
Dicho esto expiró sin poder añadir más.

—Que los perros den cuenta de su cuerpo hasta que los huesos brillen al sol y cuando el cráneo también brille que los niños lo usen para jugar a la pelota. Ocúpate de mi niña, enterrador. Que las mujeres la bañen con esencias de jazmines para borrar el olor a sangre. Y tú dale color a sus mejillas de alabastro, y no le cruces los brazos, que trae mala suerte.

Sonaban a muertos las campanas cuando apareció el novio fugado. Llegó desorientado y famélico. Dijo que alguien le golpeó en la cabeza y luego lo ató a un árbol de zapote negro.

—¿Cómo supiste que era un árbol de zapote negro?—dijo alguien.
—Porque olía a chocolate todo el tiempo. ¿Dónde está mi novia?

Y mientras las campanas seguían sonando yo sólo pensaba en aquella pantera negra que dormía vigilante y lustrosa, allí, en lo alto de la loma. Tal vez algún día me dejara acurrucarme a su lado, sólo un poco, para quitarme el olor a muerte.

Fin
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Redspark
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Re: Belice

Mensaje por Redspark »

A mí me ha gustado una "jartá" :wink:
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nosequé
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Re: Belice

Mensaje por nosequé »

Es muy largo, pero voy hacer por leer. :D :D
De momento me gusta ver al poeta perdido........ :60:
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Re: Belice

Mensaje por Berlín »

Redspark escribió:A mí me ha gustado una "jartá" :wink:
¡Hombre, poeta! Se te ha echado de menos.

Mil abrazos. :60:
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Re: Belice

Mensaje por Berlín »

nosequé escribió:Es muy largo, pero voy hacer por leer. :D :D
De momento me gusta ver al poeta perdido........ :60:
Ya te digo. Que alegria verlos aparecer.
Emma, a ti no te va a gustar. Pero, tranqui, que te voy a adorar igual.
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Re: Belice

Mensaje por nosequé »

Te advierto que me estoy haciendo una mujer :mrgreen: e igual te doy una sorpresa :cunao:
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Re: Belice

Mensaje por Berlín »

nosequé escribió:Te advierto que me estoy haciendo una mujer :mrgreen: e igual te doy una sorpresa :cunao:
Pero si es que no te va mi estilo, madrileña salerosa. No sufras. Por cierto, ando metida en negocios con vientoo. Vamos a hacer un relatillo a medias. El poeta de las ventoleras cada dia escribe mejor. En cuanto sepa la importancia de una coma lo vemos en las librerias, ya verás. :wink:
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Re: Belice

Mensaje por nosequé »

Vientoo se merece estar en todas las librerías, y estoy segura que así será.
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Re: Belice

Mensaje por Berlín »

nosequé escribió:Vientoo se merece estar en todas las librerías, y estoy segura que así será.
Yo también. Es un poeta de la calle y va directo al corazón, sabe tomar buenos atajos.
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Re: Belice

Mensaje por nosequé »

¡¡Qué bruta eres, jamia!!

Pues tenias razón que no me gusta y es que parecen historias cosidas con imperdibles, todo para cargarse una chiquilla y decir unos cuantos improperios.

No, no me gusta y además creo que eres capaz de hacerlo mucho mejor.

Esa fuerza que tienes para contarnos estas historias duras y llenas de sangre algún día te saldrán más unidas y con las salvajadas justas.

Eso sí, lo he leído de tirón. :D :D :60: :60:
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Mister_Sogad
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Re: Belice

Mensaje por Mister_Sogad »

Mierd* Berlín, te juro que iba a soltarte un "aburrido" porque el inicio no me ha seducido, pero en cuanto has plantado por medio a los gitanos se me ha hecho imposible despegarme del texto. Y qué quieres que te diga, me ha gustado. :60:
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Re: Belice

Mensaje por Berlín »

Mister_Sogad escribió:Mierd* Berlín, te juro que iba a soltarte un "aburrido" porque el inicio no me ha seducido, pero en cuanto has plantado por medio a los gitanos se me ha hecho imposible despegarme del texto. Y qué quieres que te diga, me ha gustado. :60:
Y eso que no metí la cabra.
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lucia
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Re: Belice

Mensaje por lucia »

Me pasa como a nosequé. Me gustó hasta la parte de antes de la boda. El cuerpo me pedía saber mas de Belice y, en cambio, me encuentro con la muerte de Azucena.
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Si cedes una libertad por egoísmo, acabarás perdiéndolas todas.

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Vientoo
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Re: Belice

Mensaje por Vientoo »

Tienes una forma de escribir bestial porque no te faltan increibles adjetivos, metáforas, expresiones que no sé de dónde demonios las sacas.
Vistes a tus personajes de mil maneras. En una palabra, como te da la gana, y consigues con esas vestimentas mostrarlos al completo y totalmente llenos de gestos, jerga, anectodatas, etc.
Lo único que no veo, por criticar algo claro está, es que me pierdo en la historia, es tan densa que el hilo conductor se me esfuma. Pero no puedo negar que la historia está narrada de forma magistral.
Un abrazo.
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Berlín
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Re: Belice

Mensaje por Berlín »

Vientoo escribió:Tienes una forma de escribir bestial porque no te faltan increibles adjetivos, metáforas, expresiones que no sé de dónde demonios las sacas.
Vistes a tus personajes de mil maneras. En una palabra, como te da la gana, y consigues con esas vestimentas mostrarlos al completo y totalmente llenos de gestos, jerga, anectodatas, etc.
Lo único que no veo, por criticar algo claro está, es que me pierdo en la historia, es tan densa que el hilo conductor se me esfuma. Pero no puedo negar que la historia está narrada de forma magistral.
Un abrazo.
Gracias, socio.
Veo tu abrazo y añado otro muy fuerte.
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