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De sal y de agua
Érase una vez una mujer hecha de sal y de agua. De olas curvadas y espuma que azota los tobillos al caminar sin querer tocarla. De murmullos bajo la luna y de luz reflejada, de rompientes y lucha contra las rocas inmóviles, de cantos de sirena, de sol difuminado en el verde esmeralda, de inmensidad.
La mujer de mar llevaba en sus entrañas tormentas de las que nadie sabía nada. En las profundidades marinas el mundo no se aquieta como algunos creen, sino que toma formas extrañas y surgen monstruos que se mueven ajenos al tiempo de la superficie. Pero son los que agitan las aguas, los que encelan las olas y las encrespan, los que revuelven el azul y lo tornan gris ausente.
¿Alguien ha visto alguna vez una tormenta en alta mar?
Cuentan que el mar se abrió y se rasgó el cielo, que el trueno luchó porque se le oyera por encima de la furia del agua y que el viento formó remolinos que preñaron de sal las nubes.
Dicen que la mujer se deshizo en pedazos después de liberar a los monstruos marinos de sus profundidades. No lo sé, pero desde entonces, cuando la oscuridad vuelve a las nubes y la llamada de trueno resuena, gotas de lluvia regresan al mar. Y juraría que, si la luz roza la superficie de cada una de ellas, se puede ver la figura de una mujer reflejada.
Las imágenes me han bombardeado, hasta me he visto identificada. 
