CK2- De locura - Tolomew Dewhust
Publicado: 21 Feb 2016 09:07
De locura (varios autores)
Para tenerte conmigo los ratos que no me abrazas,
a ti, mi niño chiquito, a ti, mi niño del alma,
te dibujé a mi verita… calabaza, calabaza,
calabaza. (W. Luna)
Había parido don Calabaza una niña que tenía por piel la cáscara de dos naranjas. Y aunque en el barrio fue sonado que un señor quedase de pronto preñado, no tanto por su condición de varón sino más bien porque se le conocían pocas novias y se le tenía por prudente, y le presuponían recatado y cuerdo, también es verdad que al presentar en sociedad a la criatura hasta las lenguas más viperinas hubieron de reconocer que la había engendrado más redonda y bonita que aquellas nubes que coqueteaban con la montaña, y que tan certeramente retratara el poeta indiferentes al eco y al águila. Redonda y naranja, naranja y bonita. Calabaza.
Y paseaba don Calabaza a su pequeña yema envuelta en una bufanda para que no se constipara, y entraba en los comercios y hacía también sus recados con la niña esférica a cuestas, y solo le pesaba tener que dejarla rodando de una esquina a la otra de su morada cuando tenía que acudir a su puesto de trabajo. Es por ello que pronto se buscó una muchacha con experiencia en el ramo que cuidara de la chiquilla, y la mimara y le cantase aquello de tu secreto es una melodía envuelta en un rayo de luna mientras la bañara en sus tardes, como él mismo hacía cuando estaba con ella.
Eres un lucerito que se ha desgajado del techo, le dijo una tarde el padre inexperto a esa hembra de muchos y sedosos brazos, quien ya quería a la calabaza como si fuera su ojito derecho, que la lavaba con un paño de algodón humedecido en agua tibia y colonia, que se inventaba pamplinas para susurrarle al oído mientras esta se dormía, que la llamaba niña naranja, que le dejaba en las mejillas un rastro de agua salada cada vez que la besaba, que la consentía, que la malcriaba… en definitiva, que la adoraba.
Les llovieron encima un puñado de años así como de golpe, y rápido fueron a comprarle a la calabaza una mochila en la que guardar sus viandas el día antes de empezar el colegio. Y aunque el que les despachaba en la tienda les repetía que nada mejor que un tono oscuro, negro a ser posible, para combinar con el naranja, don Calabaza la quiso de color azul celeste, tenue, como ese vago clamor que rasga el viento, si acaso, salpicada de esporádicos motivos blanquecinos. Y al día siguiente al colegio. E Irene, que así se llamaba la profe, estimando como lo hacía a don Calabaza, que era de esos tipos que se dejan querer y a los que no se cansa nunca uno de decirle lo bien plantado que está y cuánto mereció la pena haberlo conocido de frente, le prometió que cuidaría de esa niña como si de una de las golondrinas de Bécquer se tratase, hasta que llegara la hora en que él habría de volver para recogerla.
Y don Calabaza marchó de la escuela roto como el origen de un poema, pensando en cuánto se iban a echar ambos de menos el primer día de colegio de la niña pequeñita. Porque sería ese su primer rato serio sin verse, sin hablarse ni tocarse, las primeras horas a solas para la niña naranja, sin su estrella encima o su padre al lado, sin una voz compañera, sin un aliento templado. Que si un niño llora a la puerta del colegio, qué no habrá de llorar ese padre que se lo entrega a un tercero como si lo arrojara al universo, que parece que por siempre lo pierde como se pierde el viento en la isla que flota sin nombre sobre el agua y la bruma.
Porque es el primer día de clase el más duro en la vida de un padre nuevo, quien solo ansía cerrar los dos ojos y vivir al rescoldo de los años intensos que lleva en el lomo, que son de infancia y de toboganes, de cuéntame otra vez el de la Bella Durmiente que nunca despertó de su sueño, de te quiero porque te quiero y más que a ti no querré nunca a nadie, por más redondo o naranja que te pueda dibujar más adelante, cuando ya no te tenga o no seas mío pero igual te necesite, o cuando muera y ya sea polvo, mas polvo enamorado y tuyo.
Y don Calabaza se agarró a la primera esquina que tuvo cerca y no se cansó de llorar enrabietado junto a ella, lento en su sombra, pensando en las letras y en las rosas. Pero tiritando también de alegría porque, al mismo tiempo, se sentía realizado y entero, henchido de dicha al saberse un hombre completo, un hombre como esos otros muchos que cumplen muy bien como padres por la mañana, al mediodía y por la noche, y se despiertan sin hacer ruido para preparar la mochila del peque y su desayuno y la ropita, y que luego se lo comen a besos hasta que este se espabila, que lo visten mientras le cantan y le preparan un colacao no muy caliente ni frío dentro de un castillo de arena, para llevarlo en volandas y riendo hasta la valla del colegio.
Un hombre afortunado este don Calabaza.
Murió don Calabaza terminando navidades.
Lo hizo feliz y risueño, de buena gana, si es que tal cosa es posible. Ayudó mucho que moría para no marcharse, que lo hacía, frente a la casa que el viento había derrumbado, para un rato solamente.
El caso es que días antes de morir ya dio que hablar en el barrio, donde lo vieron vociferando a su sombra y su quimera como aquel loco descrito por el Machado que habló en verso y vivió en poesía, purgando un pecado ajeno que no era otro que la cordura.
Lejos de tu jardín quema la tarde, se tatuó antes de sucumbir en el pecho. Y sonrió mientras moría besando a su calabaza. Blanca princesa de nunca, duerme por el alba, duerme.
Terminando navidades y arribando el nuevo año se olvidó del colegio y de doña Irene, se despidió de la estrella marina y del sueño de la bella que yace. En un arcón de telarañas guardó la buena bufanda con la que paseaba a la cría y se desentendió también de la mochila nueva, de las caricias del mediodía y de los malos ratos en la valla del colegio, cuando cada uno caminaba en dirección contraria y opuesta a la que le pedía lo que palpita.
Adiós, don Calabaza, ojalá no vuelvas muy pronto. Muere, pero deja el balcón bien abierto.
Le recibió en el aeropuerto, llegó del brazo de una abuela.
Desaparecieron los fantasmas y el color de la naranja de la pared rota de su casa inerte. Se le llenaron las venas de él y de risa. Fueron uno, aunque había sombra para dos seres. Fue el niño todas sus cosas esenciales: el camello desnudo en el canalón mientras llueve, aventura inagotable y pura, Blancanieves con sus pocos enanitos… Porque te quiero y no me cabe dentro lo mucho que yo te quiero, mi niño del alma chiquito.
Rugía el estadio aúpa mi Celta, y, al oído, la tarde mojada le trajo al niño la voz que fuera la más deseada, la de su padre, que estaba a su lado y no en otro continente. Y en apenas diez días se besaron lo que llevaban cultivando seis meses enteros, pues el niño solo venía cuando le traían, y las vacaciones se les escurrían más pronto que enseguida.
Lo despidió en el aeropuerto, se fue del brazo de una abuela.
¿Dónde vas? ¿Adónde? ¿Es que ni tu mano pequeñita va a quebrar la puerta de nuestra agua?
Había arribado año nuevo y los meses del calor seco parecían más lejanos que la huella esa que un hombre dejó en la tierra del astro que orbita en el cielo nuestro. Y regresó al arcón y rescató una bufanda blanda y una mochila nueva. Enmudeció, tornó, enloqueció. Cáscara fue de sí, que en tierra ajena giraba… Gritó por el balcón que ya no era él sino otro distinto, que no podía latir por nadie salvo por su calabaza. Buscó niñera, volvió al colegio, rescató sus cuentos…
Un hijo lejos es un padre roto, no hay en el mundo nada que pueda ser menos todavía que su alma. Un hombre incompleto es el padre reo que vive a océano y medio de aquel a quien ya no abraza. Y ese hombre se inventa una calabaza como quien escribe un telegrama azul, para tener un lugar donde verter lo que lleva dentro que no es sino amor en blanco y negro. Amor oprimido, sí, amor caudaloso. Amor prófugo.
Para tenerte conmigo los ratos que no me abrazas,
a ti, mi niño chiquito, a ti, mi niño del alma,
te dibujé a mi verita… calabaza, calabaza,
calabaza. (W. Luna)
Había parido don Calabaza una niña que tenía por piel la cáscara de dos naranjas. Y aunque en el barrio fue sonado que un señor quedase de pronto preñado, no tanto por su condición de varón sino más bien porque se le conocían pocas novias y se le tenía por prudente, y le presuponían recatado y cuerdo, también es verdad que al presentar en sociedad a la criatura hasta las lenguas más viperinas hubieron de reconocer que la había engendrado más redonda y bonita que aquellas nubes que coqueteaban con la montaña, y que tan certeramente retratara el poeta indiferentes al eco y al águila. Redonda y naranja, naranja y bonita. Calabaza.
Y paseaba don Calabaza a su pequeña yema envuelta en una bufanda para que no se constipara, y entraba en los comercios y hacía también sus recados con la niña esférica a cuestas, y solo le pesaba tener que dejarla rodando de una esquina a la otra de su morada cuando tenía que acudir a su puesto de trabajo. Es por ello que pronto se buscó una muchacha con experiencia en el ramo que cuidara de la chiquilla, y la mimara y le cantase aquello de tu secreto es una melodía envuelta en un rayo de luna mientras la bañara en sus tardes, como él mismo hacía cuando estaba con ella.
Eres un lucerito que se ha desgajado del techo, le dijo una tarde el padre inexperto a esa hembra de muchos y sedosos brazos, quien ya quería a la calabaza como si fuera su ojito derecho, que la lavaba con un paño de algodón humedecido en agua tibia y colonia, que se inventaba pamplinas para susurrarle al oído mientras esta se dormía, que la llamaba niña naranja, que le dejaba en las mejillas un rastro de agua salada cada vez que la besaba, que la consentía, que la malcriaba… en definitiva, que la adoraba.
Les llovieron encima un puñado de años así como de golpe, y rápido fueron a comprarle a la calabaza una mochila en la que guardar sus viandas el día antes de empezar el colegio. Y aunque el que les despachaba en la tienda les repetía que nada mejor que un tono oscuro, negro a ser posible, para combinar con el naranja, don Calabaza la quiso de color azul celeste, tenue, como ese vago clamor que rasga el viento, si acaso, salpicada de esporádicos motivos blanquecinos. Y al día siguiente al colegio. E Irene, que así se llamaba la profe, estimando como lo hacía a don Calabaza, que era de esos tipos que se dejan querer y a los que no se cansa nunca uno de decirle lo bien plantado que está y cuánto mereció la pena haberlo conocido de frente, le prometió que cuidaría de esa niña como si de una de las golondrinas de Bécquer se tratase, hasta que llegara la hora en que él habría de volver para recogerla.
Y don Calabaza marchó de la escuela roto como el origen de un poema, pensando en cuánto se iban a echar ambos de menos el primer día de colegio de la niña pequeñita. Porque sería ese su primer rato serio sin verse, sin hablarse ni tocarse, las primeras horas a solas para la niña naranja, sin su estrella encima o su padre al lado, sin una voz compañera, sin un aliento templado. Que si un niño llora a la puerta del colegio, qué no habrá de llorar ese padre que se lo entrega a un tercero como si lo arrojara al universo, que parece que por siempre lo pierde como se pierde el viento en la isla que flota sin nombre sobre el agua y la bruma.
Porque es el primer día de clase el más duro en la vida de un padre nuevo, quien solo ansía cerrar los dos ojos y vivir al rescoldo de los años intensos que lleva en el lomo, que son de infancia y de toboganes, de cuéntame otra vez el de la Bella Durmiente que nunca despertó de su sueño, de te quiero porque te quiero y más que a ti no querré nunca a nadie, por más redondo o naranja que te pueda dibujar más adelante, cuando ya no te tenga o no seas mío pero igual te necesite, o cuando muera y ya sea polvo, mas polvo enamorado y tuyo.
Y don Calabaza se agarró a la primera esquina que tuvo cerca y no se cansó de llorar enrabietado junto a ella, lento en su sombra, pensando en las letras y en las rosas. Pero tiritando también de alegría porque, al mismo tiempo, se sentía realizado y entero, henchido de dicha al saberse un hombre completo, un hombre como esos otros muchos que cumplen muy bien como padres por la mañana, al mediodía y por la noche, y se despiertan sin hacer ruido para preparar la mochila del peque y su desayuno y la ropita, y que luego se lo comen a besos hasta que este se espabila, que lo visten mientras le cantan y le preparan un colacao no muy caliente ni frío dentro de un castillo de arena, para llevarlo en volandas y riendo hasta la valla del colegio.
Un hombre afortunado este don Calabaza.
Murió don Calabaza terminando navidades.
Lo hizo feliz y risueño, de buena gana, si es que tal cosa es posible. Ayudó mucho que moría para no marcharse, que lo hacía, frente a la casa que el viento había derrumbado, para un rato solamente.
El caso es que días antes de morir ya dio que hablar en el barrio, donde lo vieron vociferando a su sombra y su quimera como aquel loco descrito por el Machado que habló en verso y vivió en poesía, purgando un pecado ajeno que no era otro que la cordura.
Lejos de tu jardín quema la tarde, se tatuó antes de sucumbir en el pecho. Y sonrió mientras moría besando a su calabaza. Blanca princesa de nunca, duerme por el alba, duerme.
Terminando navidades y arribando el nuevo año se olvidó del colegio y de doña Irene, se despidió de la estrella marina y del sueño de la bella que yace. En un arcón de telarañas guardó la buena bufanda con la que paseaba a la cría y se desentendió también de la mochila nueva, de las caricias del mediodía y de los malos ratos en la valla del colegio, cuando cada uno caminaba en dirección contraria y opuesta a la que le pedía lo que palpita.
Adiós, don Calabaza, ojalá no vuelvas muy pronto. Muere, pero deja el balcón bien abierto.
Le recibió en el aeropuerto, llegó del brazo de una abuela.
Desaparecieron los fantasmas y el color de la naranja de la pared rota de su casa inerte. Se le llenaron las venas de él y de risa. Fueron uno, aunque había sombra para dos seres. Fue el niño todas sus cosas esenciales: el camello desnudo en el canalón mientras llueve, aventura inagotable y pura, Blancanieves con sus pocos enanitos… Porque te quiero y no me cabe dentro lo mucho que yo te quiero, mi niño del alma chiquito.
Rugía el estadio aúpa mi Celta, y, al oído, la tarde mojada le trajo al niño la voz que fuera la más deseada, la de su padre, que estaba a su lado y no en otro continente. Y en apenas diez días se besaron lo que llevaban cultivando seis meses enteros, pues el niño solo venía cuando le traían, y las vacaciones se les escurrían más pronto que enseguida.
Lo despidió en el aeropuerto, se fue del brazo de una abuela.
¿Dónde vas? ¿Adónde? ¿Es que ni tu mano pequeñita va a quebrar la puerta de nuestra agua?
Había arribado año nuevo y los meses del calor seco parecían más lejanos que la huella esa que un hombre dejó en la tierra del astro que orbita en el cielo nuestro. Y regresó al arcón y rescató una bufanda blanda y una mochila nueva. Enmudeció, tornó, enloqueció. Cáscara fue de sí, que en tierra ajena giraba… Gritó por el balcón que ya no era él sino otro distinto, que no podía latir por nadie salvo por su calabaza. Buscó niñera, volvió al colegio, rescató sus cuentos…
Un hijo lejos es un padre roto, no hay en el mundo nada que pueda ser menos todavía que su alma. Un hombre incompleto es el padre reo que vive a océano y medio de aquel a quien ya no abraza. Y ese hombre se inventa una calabaza como quien escribe un telegrama azul, para tener un lugar donde verter lo que lleva dentro que no es sino amor en blanco y negro. Amor oprimido, sí, amor caudaloso. Amor prófugo.