La cueva de la perra
Las orquídeas volvían a estar en flor. De su cuerpo ya solo quedaba una blanquecina calavera empotrada en una fisura de las rocas. Conservaba, sin embargo, el olfato milagrosamente indemne y no tardó en detectar su aroma. Una fragancia dulzona e intensa que tenía la virtud de avivar sus recuerdos. Y una primavera más, desde la libertad de su nueva existencia incorpórea, Violeta, la antigua cautiva de la cueva, aspiró aquel evocador perfume con la fuerza necesaria para salvar el intangible abismo que la separaba del mundo de los vivos…
Ella, la última en nacer de una camada de siete, una cachorrita negra pero con los bajos y las entrepiernas teñidos de ocre, tuvo la desgracia de nacer en las perreras de una vasta hacienda de Sierra Bermeja. De sangre inglesa por vía paterna, su propietario pretendía emular a sus antepasados con la posesión de una jauría donde todos los perros fuesen de raza pura. En su caso, una cocker de pelo sedoso y brillante, orejas grandes y péndulas, y recias patas. Tras examinarla con detenimiento, ninguna tacha importante encontraron en ella los ojos inquisidores del veterinario. De hecho, cuando el galeno perruno le devolvió la cachorrilla al dueño se limitó a señalarle una peculiaridad inofensiva pero de nombre muy rimbombante. «Heterocromía iridium» fue el término que empleó el perito para indicar que los ojos de la recién nacida tenían colores dispares. Uno de los iris era del previsible color caramelo heredado de sus padres; el otro, en cambio, de un divertido violeta salpicado de ámbar. Un detalle sin duda insignificante en la mayoría de los casos, pero que pronto provocaría el encierro de Violeta en aquella concavidad de la Sierra Crestellina sobre cuyo dintel descansaba ahora su cráneo.
Una nuevo latigazo de fragancia le permitió ponerle nombre propio a las orquídeas que le estaban ayudando esta vez a traspasar la frontera entre el sereno mundo de los muertos y el desasosegado de los vivos. Sin duda la Orchis tenthredinifera y la Orchis italica estaban ya en flor. La primera, con su generoso labelo adamascado y sus sépalos rosas atravesados por una verde nervadura, era la favorita de Tomás. Violeta aspiró el aire con glotonería a través de sus descarnadas fosas nasales hasta que el perfume de la tenthredinifera se impuso y pudo ver con claridad la imagen de su amigo…
Aquella había sido su última primavera en la Sierra Crestellina como prisionera de la cueva. En cuanto floreció la primera tenthredinifera, Tomás le quitó la cadena y juntos se encaminaron hacia donde se encontraba la flor. Corretearon por la ladera camino de la alberca y luego bajaron con inopinada premura el bancal que les separaba del agua. Y justo cuando Violeta se disponía a saludar con un ladrido al pez más viejo del río Genal, cautivo sombrío de aquel pilón de la sierra, su amigo se agachó junto a la orquídea y la azuzó para que la olisqueara. Luego le pasó la mano por el lomo y con voz emocionada le hizo una confesión: «Mi pequeña cautiva amante de las orquídeas, muy pronto tú y yo abandonaremos este lugar. No tengas miedo, sin embargo, porque antes de que me hayas echado en falta nos encontraremos de nuevo. Para entonces seremos ya lo bastante pequeños como para poder caminar por el mundo luminoso y perfumado de esta flor. Un mundo en el que no volverás nunca a vivir rodeada de las tinieblas de una cueva y en el que no habrá ninguna cadena que te detenga. Retozaremos los dos en sus rosados brezales hasta embriagarnos de color y después, cuando ya el sol empiece a decender, seguiremos uno de los verdes senderos hasta encontrar la montaña que oculta en su centro. La escalaremos y nos sentaremos al borde del secreto volcán que hay en su cima. Y desde allí presenciaremos cómo el sol es atraído irresistiblemente por su pudorosa sensualidad y, una vez atraviesa su boca misteriosa, se sumerge en su interior.».
Y ella, la perra desahuciada siendo aún cachorra por no saber fijar bien su atención, soñándose ya liberta en un mundo nuevo sin tinieblas, agitó el rabo y aulló de placer. Y, al escuchar su aullido, el pez más viejo del río Genal se sacudió por fin el aire sombrío y sonrió por primera vez.
Acosadas por el calor del mediodía, las italicas liberaron sus esencias. En cuanto la antigua cautiva percibió su aroma, las cuencas vacías de sus ojos se llenaron de imágenes de cuando era muy pequeña. Se vio a sí misma olisqueando las tetillas rosadas de su madre y recordó el olor agridulce de la leche materna. Pero sus ojos dispares le impedían atinar a la primera y, cuando por fin daba con la montañita rosada, de ella siempre mamaba ya alguno de sus hermanos. De ahí que, cada día más hambrienta y enclenque, Violeta debiera conformarse con chupetear la leche que rezumaba por las comisuras de los más afortunados. Aunque eso nunca le importó mucho porque a cambio recibía de su madre más lametones que el resto de los cachorros. Y es que la lengua de su madre era gigantesca y de un color rosado tan bonito y tan ambiguo que Violeta a veces se confundía y chupeteaba su punta en busca de leche. Pero, en cuanto se daba cuenta de su error, se ovillaba junto al hocico de su madre porque sabía que las caricias de aquella falsa ubre le harían olvidarse enseguida de que seguía teniendo hambre.
Con todo, esa necesidad insatisfecha de atrapar a tiempo la tetilla materna le provocó una fijación extrema por el color rosa. Fijación que, llegado el momento de su adiestramiento, habría de tener graves consecuencias. Fue el mismísimo Don Tomas, con acento en la primera vocal como corresponde a alguien orgulloso de la sangre inglesa que corría por sus venas, quien se ocupó aquella primavera de adiestrar a los jóvenes candidatos a formar parte de su jauría de caza. Todos los aspirantes habían superado sin ningún problema el exhaustivo examen del veterinario. Y entre ellos, la jovencísima Violeta pese a sus ojos dispares y su menguado tamaño. Siendo su madre tan vieja, el que ella fuese la única hembrita de la camada obligó al propietario a pasar algo la mano por miedo a quedarse sin aquella rama de excelentes perdiceros. Don Tomas, con acento en la «o», se jactaba a menudo de que los antecesores de sus cockers eran, al igual que los suyos propios, originarios de la mismísima Gran Bretaña y no estaba dispuesto a perder ese motivo de orgullo por una simple asimetría ocular y unos cuantos gramos de menos.
Desde que Don Tomas decidió hacerse cazador, hecho ocurrido tras regresar de una breve estancia en el norte de Inglaterra donde tuvo la chamba de abatir a un ciervo de un único y legendario disparo, había adiestrado siempre de la misma forma a los nuevos aspirantes. A fin de evitar la natural inclinación de los jóvenes por el juego, los mezclaba de uno en uno con los perros veteranos que ya eran diestros en la caza de la presa en cuestión. Al principio había intentado que los tatarabuelos sajones de Violeta les levantasen indistintamente presas de pelo y pluma. Pero pronto se convenció de que el pelo largo de los cockers era un hándicap a la hora de correr tras los conejos que tenían la inoportuna costumbre de escabullirse entre las zarzas de los ribazos. Dando muestras de gran pragmatismo, Don Tomas optó por hacerse de una buena rehala de podencos para la caza de liebres, mientras que a los ancestros de Violeta les encomendó la levantada de las perdices.
Era, por tanto, la captura de esta gallinácea la que el cazador llevaba en mente la tarde en la que se estrenó Violeta. Corrieron los perros por la llanura para desfogar la energía acumulada durante su estancia en las perreras. La pobre Violeta los seguía a duras penas porque el tamaño reducido de sus patas la obligaba a dar dos pasos por cada uno dado por el resto. Para colmo, estaba tan contenta de formar parte de la jauría que no podía reprimir su deseo de revolcarse en la hierba de vez en cuando. Una pérdida de tiempo que la forzaba luego a avivar más el paso. Se aproximó, pues, la jauría a los bajos de la Sierra Crestellina con los veteranos marchando en cabeza y Violeta muy rezagada en la cola. Pero de súbito un bronco y machacón «chac... chac... chac...» hizo que los perros aflojaran el ritmo de su carrera y aguzaran los oídos. Se escuchó entonces la voz autoritaria de Don Tomas componiendo con sus nombres, «Do, Re, Mi, Fa, Sol, La, Si», una escala musical que anunciaba el inicio de la cacería.
El bronco «chac... chac... chac...» se acalló tras la escala y un silencio tenso recorrió la pradera. «¡Busca, busca, busca! », le espetó a sus espaldas la voz queda del cazador. La joven perra se puso muy nerviosa y, ante la duda, se dispuso a imitar a los más veteranos que, con la cabeza gacha y el morro rozando la tierra, avanzaban ya tras el rastro de la presa. Aspiró también Violeta el aire con energía y levantó una polvareda al expulsarlo con demasiada fuerza. Pero poco a poco fue aprendiendo a olisquear como los otros y hasta consiguió acompasar su respiración a la del resto de la jauría. Algo hizo, sin embargo, que el perro que marchaba en cabeza se detuviese de golpe para convertirse en una especie de estatua que, con las patas rígidas y el rabo totalmente tieso, señalaba con el morro un lugar muy preciso. Los demás lo imitaron al instante y, como era de esperar, Violeta fue la última en incorporarse a aquella inanimada composición. Don Tomas elevó el brazo derecho y simuló el lanzamiento imaginario de una piedra hacia el punto indicado por el morro del perro. Como respuesta, se produjo una repentina estampida hacia adelante de los cockers. Corrieron excitados y sus ruidosos ladridos provocaron que un bando de perdices levantara el vuelo. Y mientras Violeta contemplaba sorprendida la corpulencia de las aves y lo ruidoso que era su aleteo, dos atronadores disparos la hicieron retroceder asustada.
Aquel fue su primer error de la tarde. Por suerte, Don Tomas estaba en ese momento demasiado ufano con las dos piezas que acababa de abatir, una con cada disparo, y no pareció importarle. Continuó pues la cacería y los veteranos corrieron ladera arriba en pos del resto de las perdices. Una vez se adentraron en la finca de La Cosalva, remontaron uno tras otro los bancales del huerto. Pasó la jauría junto a la vivienda del aparcero, cerrada a cal y canto para evitar la entrada de las alimañas, y luego continuaron persiguiendo a las fugitivas monte arriba. Pronto el matorral se volvió menos espeso y la jauría avanzó entre los escapos en flor de las orquídeas. Un hecho intrascendente en una cacería pero que en Violeta tuvo consecuencias nefastas en cuanto Don Tomas, enervado por el desafiante «chac..., chac..., chac...» de las perdices, declamó de nuevo la escala musical. A Violeta el reinicio de la caza la sorprendió enfrascada en un encuentro imaginario con las ubres de su madre. Aunque de forma más alargada y con un olor dulzón distinto, por fin las tenía para ella sola. Agitando el rabo, se acercó a los rosados mamelones –los escapos florales de las primeras italicas– y, justo cuando estaban a punto de iniciar la anhelada succión, dos nuevos disparos la devolvieron a la realidad: ella era ahora una perra de caza y, sin querer, se había olvidado de su misión.
A pesar de su corta experiencia, Violeta sabía que ese era un fallo muy grave e intentó sin éxito unirse a la perrada antes de que el cazador notase su falta. Pero cuando logró al fin juntarse con los más veteranos estos venían ya de regreso colina abajo. La cacería había terminado y Violeta notó desprecio en la voz de su amo. «Date la vuelta y camina deprisa que tengo ganas de llegar a casa», fueron sus escuetas palabras. Y ni que decir tiene que aquella falta de profesionalidad tuvo consecuencias inmediatas. En cuanto llegaron a la perrera, Don Tomas le dijo al encargado que la nueva perra no servía para la caza y que debía ser sacrificada. Y aunque Violeta no entendiese el significado de sus palabras, captó la entonación agria con la que el amo las había dicho y se fue a dormir con el rabo entre las patas.
Atardecía con el ritmo rápido con el que atardece al comienzo de la primavera y el blanco calcáreo de la calavera se tiñó de repente de un tono salmón muy vivo. Aunque su ceguera era total, en ese duelo de aromas sin tregua se impuso el de las tenthrediniferas y Violeta percibió el cambio. En breve sería noche cerrada, pensó mientras los recuerdos se avivaban...
La noche en la que fue a rescatarla, las manos del niño estaban impregnadas de aquel mismo olor a flor pasada que ahora desprendían las orquídeas. Esa tarde, Tomás había presenciado la conversación que su padre mantuvo con el mayoral al regreso de la cacería. La perrita de los ojos dispares se encontraba en peligro y, sin dudarlo, se propuso convertirse en su salvador. Aunque se fue a la cama como cualquier otro día para disimular, aguardó despierto a que todos se hubiesen acostado y luego bajó las escaleras con mucho sigilo. Las luces del patio estaban ya apagadas y en la perrera reinaba la más absoluta oscuridad. A Tomás le molestaban los olores intensos y, al abrir la puerta, un vaho perruno le hizo detenerse. Antes de adentrarse en aquel ambiente viciado, aspiró con fuerza el aire limpio del exterior y contuvo la respiración.
Aunque los perros notaron de inmediato la llegada de un intruso, lo reconocieron por su olor y continuaron durmiendo. El niño sintió envidia de los durmientes e incluso llegó a pensar que con gusto se cambiaría por cualquiera de ellos. Se los imaginó soñando con la libertad previa al inicio de la caza, cuando la voz del amo no les había dado todavía ninguna orden y ellos recorrían los campos mordisqueando alguna que otra planta o desfogando sus energías en una veloz carrera. O a lo mejor se encontraban soñando con ese instante de locura, de creerse dioses, en el que comenzaban a correr tras la presa y, pese a saber que ella era más rápida, se creían capaces de darle caza. Los perros tenían el privilegio de sentirse libres incluso en compañía de su amo. Él, en cambio, nunca se sentía así. Ni siquiera cuando por la noche su padre dormitaba junto al fuego y él se hallaba ya en la cama refugiado bajo las sábanas. Solo dejaba de sentirse esclavo cuando escapaba de su propia vida y se adentraba en el universo fantástico que se había creado en la Sierra Crestellina. A pesar de que la tirana educación que estaba recibiendo le oprimía, habitualmente no era capaz de rebelarse. Pero esta vez su cachorra favorita, la que tenía un campo de violetas en el ojo izquierdo, estaba en peligro y no era posible parapetarse tras su cobardía.
Abrumado por la crudeza de sus pensamientos, Tomás dejó escapar un fuerte suspiro. Aunque algunos de los durmientes abrieron los ojos al escucharlo, volvieron a cerrarlos de inmediato y, agitando las patas como si fueran alas, continuaron volando en pos de sus presas: en sueños eran tan veloces como ellas y dejaban de escucharse los humillantes disparos. Solo la vieja cocker levantó la cabeza y comenzó a gruñir de forma lastimera. Tomás comprendía su tristeza y la consoló dándole cariñosos golpecitos en el lomo. Ella era la madre de la desahuciada y su instinto le había avisado de que la bolita peluda, que como siempre dormía aovillada entre sus patas, se encontraba en peligro.
Esa noche Violeta se había ido a descansar con las orejas gachas por culpa del tono agrio con el que el amo le habló de ella al mayoral. Pero la inexperiencia le permitió dormir profundamente hasta que el gruñido de su madre la despertó y vio junto a ella la sombra de su salvador. Aunque de eso se enteraría más tarde, cuando camino de la sierra el niño le explicase cuál era la intención de su padre. En la perrera, lo único que vio fue una silueta que se agachaba para colocarse a su altura y que luego la levantaba en vilo. Al verse por los aires sintió miedo y buscó con mirada suplicante a su madre. Sorprendida por su pasividad ―la vieja cocker solía mostrar los dientes y gruñir en tono amenazante en semejantes situaciones―, Violeta comenzó a gimotear. Por suerte, en las manos de Tomás descubrió el mismo olor agrio y dulzón que ahora estaban desprendiendo las orquídeas y que tanto le recordaba al de las anheladas tetillas de su madre. Eso propició que el niño la pudiese sacar de la perrera con absoluta clandestinidad. Tanto es así que, atareado con otros asuntos, el encargado se olvidó por completo de Violeta y, en la siguiente tarde de caza, el amo interpretó la ausencia de la perra como fruto de que el empleado había obedecido su orden. Solo su madre la echó de menos y, a falta de un consuelo mejor, cogió la costumbre de lamer las manos de Tomás cuando este regresaba de la estar con ella.
La noche del rapto, los dos se alejaron del pueblo por el sendero de la sierra. Tomás temía ser descubierto y caminaba con paso apresurado. En sus brazos iba Violeta entretenida con el chupeteo de los dedos, a pesar de que no conseguía extraer de ellos ni una sola gota de la sabrosa leche que siempre le habían arrebatado sus hermanos. Pero pronto ganaron altura y el descenso de la temperatura hizo que la perra tomase consciencia de la situación y se rebelase. Comenzó entonces a contorsionarse para zafarse de los brazos y a Tomás no le quedó otro remedio que detenerse. Estaban en la Sierra Crestellina, junto a la casa del aparcero y Violeta reconoció los arriates de flores que había olisqueado aquella misma tarde y eso la calmó. Aprovechó Tomás la tregua para explicarle que, un poco más arriba, se encontraba la alberca y, en su interior, su nuevo vecino: el pez más viejo del río Genal. Su futura casa estaba muy cerca. Una cueva oscura pero con un punto de luz mágico en el techo y floraciones pétreas muy vistosas en las paredes. Violeta recordó lo feliz que había sido esa tarde correteando libremente por los prados en busca de las montañitas rosadas y comenzó a mover el rabo. Y sin sospechar que su nueva condición sería de cautiva, las caricias de Tomás hicieron que se durmiese y que en sueños volviera a ser una cachorra recién nacida a quien su madre limpiaba con cálidos lametones.
Unos leves tironcitos de orejas la despertaron. El niño debía marcharse antes de que se hiciese de día y no deseaba hacerlo sin despedirse de ella. Ya estaban en el interior de la cueva y su primera impresión no fue buena. Había mucho polvo y un desagradable olor a humedad. Pero su nuevo amigo la llamaba ahora «su pequeña cautiva de la sierra» y ese nombre le gustaba mucho más que el recibido aquella misma tarde antes de que se iniciara la caza, cuando Don Tomas la había mirado fijamente y le había anunciado: «Tú serás Fa, la cuarta nota musical de mi jauría de perdiceros». Tomás, sin embargo, no había querido seguir la tradición musical de su padre y había preferido rebautizarla con el nombre de Violeta, el de la flor de la que la cachorra parecía tener un campo entero en el interior del ojo izquierdo.
Hacía rato que los rayos del sol se habían ocultado en el horizonte y, entretanto la luna ascendía, la oscuridad era de momento la dueña absoluta de la sierra. Y la calavera, ahora invisible además de ciega, aspiró el floral aliento de los arriates de La Cosalva y las cuencas de sus ojos se llenaron al instante de madreselvas y dondiegos: ¡las flores nocturnas estaban ganando la batalla! Supo así Violeta que la noche era muy oscura. Tan oscura como su propia cueva en esa hora del anochecer en la que, tras sacarla de paseo, Tomás volvía a encadenarla…
Sus primeros días como cautiva fueron largos, aburridos y tristes. Pero Violeta era de natural optimista y se acomodó pronto a su nueva vida. Incluso fue capaz de verle sus ventajas, como la de no competir con nadie por la comida y la de tener dos bonitas escudillas, decoradas con violetas y orquídeas, que Tomás le llenaba de comida y de agua; o la de dar largos paseos por la sierra en compañía de su amigo y guardián. Cada época del año tenía su encanto, pero la preferida de Violeta era la primavera. Momento en el que los habitantes de la sierra se sacudían la pereza invernal y se dedicaban a la laboriosa tarea de perpetuarse. Tomás aprovechaba para enseñarle a distinguir el aroma de las orquídeas que eran sus flores favoritas. Conoció así el camino de las italicas que partía de la casa del aparcero y, tras zigzaguear por los terrenos de La Cosalva, se encaramaba a las cumbres de la Sierra Crestellina; y el mirador de la hacienda desde el que, cuando el anochecer les sorprendía fuera de la gruta, contemplaban el arenal de luces que era a esas horas el pueblo de Casares.
Pero esa vida, que la ermitaña tenía ya por placentera, se truncó de repente un mediodía. La cautiva dormitaba en el interior de la cueva cuando una brusca sacudida la espabiló. El punto luminoso del techo se agitó y el rayo de sol se volvió juguetón. La luz, que habitualmente se desplazaba por el interior de la cueva con una lentitud exasperante, ahora iba y venía como si fuera un moscardón travieso. Ajena a los peligros que entrañan los temblores de tierra, Violeta se entretuvo en intentar dar caza a aquella especie de mosca luminosa. Y mordisqueando en vano el aire se hallaba cuando una piedra le golpeó la cabeza y la dejó inconsciente.
Volvió en sí rodeada de una oscuridad polvorienta y, al intentar ponerse en pie, comprobó que no tenía espacio suficiente para estirar las patas. Se escuchaba a lo lejos la voz angustiada de Tomás tratando en vano tranquilizarla. Solo no era capaz de quitar las piedras que taponaban la entrada de la cueva y le trataba de explicar a Violeta que se marchaba en busca de ayuda. Mas una sacudida todavía mayor y un nuevo derrumbe la dejó tan malherida que ya fue incapaz de moverse. Por suerte, tras un estado inicial de excitación que le impidió sentir dolor, Violeta cayó en un placentero duermevela. De nuevo era una cachorrilla y la lengua materna le lamía las heridas…
Aunque nunca llegó a saber lo que había pasado, una mañana el olor de las orquídeas en flor la despertó. Pero el olfato era ahora el único sentido que tenía intacto y eso le impidió ver al enjuto hombre afanándose en retirar las piedras que taponaban el acceso. Ni tampoco pudo presenciar su sorpresa al descubrir una calavera de perro bajo ellas, ni el gesto de victoria con el que la encajó cuidadosamente entre las rocas de la entrada de la cueva. Detectó la proximidad de unas manos y se estremeció al confundirlas con las de su amigo que venía una vez más a liberarla. Aquellas manos olían, sin embargo como las peruvianas, flores que nunca osaba tocar su guardián. Suspiró Violeta con resignación y cuál no sería su sorpresa cuando al aspirar de nuevo el aire percibió aquel familiar olor. Olía a italica, a lutea, a vernixia, a serapia, a fusca… ¡Las orquídeas estaban en flor!
De esto hacía ya varias primaveras. Tantas como las veces que el perfume de las flores favoritas de Tomás habían despertado a la cautiva con la esperanza de que su amigo viniese a buscarla. Pero la noche seguía su curso sin que él hubiese aparecido y la pálida luz de la luna teñía ahora la blanquecina calavera de un azul tenue muy bello. El frío aliento de la oscuridad había contraído las glándulas odoríferas de las orquídeas y sus esencias luchaban en vano por salir al exterior. De ahí que Violeta no pudiese ya aferrarse a su perfume y se sintiera cada vez más débil.
Aspiró una vez más el aire y solo halló el olor fresco e insípido del amanecer. Había llegado la hora de franquear de nuevo el intangible abismo que la separaba del sosegado mundo de los muertos. En esta ocasión, empero, la antigua cautiva se sumergió en un letargo distinto, mucho más placentero. Campos rosados de brezos, senderillos verdes que los atravesaban camino del montículo central, una cachorrilla negra jugando al borde mismo de la sima, un niño sentado a su lado vigilando el descenso del sol… Y de súbito, Violeta lo comprendió: se encontraba en el corazón de una orquídea gigantesca aguardando con Tomás la puesta de sol. ¡Por fin la promesa de su amigo se había hecho realidad!
Nota de la autora: ese día, las campanas de la iglesia de Casares doblaron para decirle adiós a uno de su vecinos.