Mientras poso
Nunca pensé que posar fuera algo tan aburrido y tan cansado. De saberlo, no habría accedido con tanta facilidad a la proposición que me hizo Jose Justo de improviso. «Es ya una costumbre de familia, Paula, que una vez se tiene el título ambos cónyuges se hagan un retrato», me dijo el día en que me presentó a Leopoldo. Es un artista todavía joven que no solo goza de su mecenazgo, sino también de su amistad. Como paisajista es ya un maestro, no hay nada más que ver el óleo de los alrededores de Tacubaya que con tanta gentileza nos ha cedido. Este cuadro mío será, en cambio, su debut como retratista. Quizás por eso lo esté realizando con esta lentitud tan desesperante y, al mismo tiempo, tan admirable. Hoy me anda perfilando las manos, y la inmovilidad prolongada de estas hace que se me estén durmiendo los dedos, sobre todo los cuatro que soportan el peso del misal. Cada vez que lo pienso me pongo de mal humor: tiene tres bemoles estar posando con un devocionario en las manos en lugar de hacerlo con uno cualquiera de los libros profanos que con tanto agrado leo. Por mucha tradición de familia que sea, la realidad es que estoy disfrazada de los pies a la cabeza. Llevo un traje de un abolengo que no es en mí habitual y, lo que es aun peor, con unos atrezos que me dan el mismo aire de condesa beatona que tenía doña Mariana al final de su vida. Seguro que fue ella, mi suegra, quien en el lecho de muerte le pidió a su hijo que me hiciera posar de esta guisa para el cuadro de la Galería de los Retratos. El próximo enero hará un lustro de su muerte. Menos mal que Dios tuvo a bien llevársela pronto porque tener que llamarla sor Mariana y verla en la cama vestida de Hija de la Caridad era un auténtico esperpento. Pero ella fue la principal benefactora de esas religiosas en este país. A las primeras monjas de la orden, que desembarcaron en Veracruz procedentes de Cádiz, mi suegra les había costeado el viaje, las acogió en una de sus casas y sufragó su manutención durante mucho tiempo. Después de semejante amparo ningún prelado hubiera tenido los redaños necesarios para denegarle un capricho. Por ese motivo, cuando a última hora se le metió en la cabeza la extravagancia de convertirse en sor Mariana y lucir los hábitos de las Hermanas de la Caridad, al superior general de la orden no le quedó otro remedio que mandarle su beneplácito desde París.
¡Qué bochorno hace y cuánto bullicio se escucha ahí fuera! Y eso que esta casona es mucho más fresca y silenciosa que la de la ciudad. Si no fuera porque le he prometido a Jose Justo posar cada mañana para Leo, ahora mismo estaría paseando por los jardines con un atuendo más ligero y no tendría este sofoco. Por la arboleda del parque siempre corre una brisa refrescante que, en estos días bochornosos del verano, es una bendición. Y desde la azotea, se ve una vista panorámica sin parangón del valle, de los volcanes y del Castillo de Chapultepec. Esta casa está situada en un lugar privilegiado. No me extraña que no hiciese falta insistirle mucho a Leo para que aceptara el ofrecimiento de alojarse aquí hasta que el dichoso cuadro esté acabado. En la anochecida, coincido a veces con él en ese observatorio sin precio que es el terrado de esta casa. Es un artista de hábitos disciplinados y, en cuanto el sol comienza su descenso, se instala en la azotea con su caballete y sus pinceles, y se ensimisma en la inmortalización del paisaje. La luz crepuscular dota de una dulzura sobrecogedora a los alrededores de Tacubaya. En uno de esos momentos vespertinos de embeleso artístico pintó el cuadro que tan gentilmente nos regaló y que hemos colgado encima de la otomana de la sala de estrado. Yo suelo subir algo más tarde, entre dos luces. Me gusta contemplar cómo este mundo desparece poco a poco, y su lugar va siendo ocupado por ese otro de allende los mares que sigue vivo en mis recuerdos. Me siento, entonces, de nuevo niña y juego en otra azotea, la de mi casa natal de Sevilla: está llena de macetas de gitanillas y geranios y, antes de ponerme a bailar al son de las castañuelas, arranco un ramillete de flores y me las prendo en el pelo con una horquilla. Otras veces, vuelvo a ser la jovencita casadera que ya vivía en Madrid y a la que le encantaba bailar con cualquiera que le ofreciese el brazo; aunque la velada que revivo con más gusto en los anocheceres de Tacubaya es aquella en la que aguardaba con impaciencia a que el apuesto diplomático se atreviese a ofrecerme su brazo para sacarme a bailar. Era Jose Justo y, por suerte, al final se atrevió. Pocos meses después, saldría yo de la iglesia de San Martín agarrada de su brazo y arrastrando la larga cola de mi traje de novia. Son recuerdos íntimos en los que me gusta recrearme en soledad mientras anochece. Mi familia conoce mi capricho y nadie, ni siquiera Joaquinita que es demasiado niña aún para sus quince años, me importuna en ese rato de retiro diario. A Leo no le advirtieron que su presencia me podía desagradar y ha cogido la costumbre de instalarse en la terraza justo en esas horas en las que yo suelo disponer de ella a solas. En las primeras veladas compartidas, encontrármelo allí me incomodó y no logré ensimismarme en mis recuerdos. Pero ya me he acostumbrado a esa compañía de ausentes, él abstraído con su pintura, yo absorta en mis recuerdos, y me resulta muy placentera. Creo que somos dos almas solitarias que se sienten en el exilio cuando están entre los demás y que buscan, por eso, la soledad para recuperar sus paraísos perdidos.
¡Qué molesto es sentir este continuo hormigueo en los dedos! A ver si Leopoldo acaba pronto y me permite moverlos. Llevo un rato observándolo y estoy asombrada de la meticulosidad y disciplina con las que hace su trabajo. No se permite ni la más mínima licencia: mira mis manos, mira la tela, mezcla los colores en la paleta, da unas cuantas pinceladas y vuelta a empezar. Creo que el día que le toque pintarme los ojos me sentiré intimidada. La primera vez que pasé por la Galería de los Retratos sentí un gran desasosiego. Aún me sigue ocurriendo porque, cada vez que paso por delante de los parientes de mi marido, tengo la sensación de que me vigilan desde las telas. Siempre me ha dado vergüenza sentir un temor tan pueril, pero un día eché a un lado mi amor propio y se lo conté a Jose Justo. Me explicó que es una suerte de trampantojo buscado aposta; un efecto que se consigue cuando el protagonista del retrato posa con la mirada fija en los ojos del pintor. Desde que he visto lo disciplinado que es Leopoldo, temo la llegada de ese día porque no creo que sea capaz de mantenerle la mirada sin ruborizarme. La verdad es que encuentro también excitante esa situación y hay algo en el fondo de mí misma que está deseando enfrentarse a ella. Hoy es uno de esos días rutinarios en los que me puedo permitir observarlo a mis anchas sin peligro de turbarme. Desde que ha empezado la sesión, solo se ha fijado en mis manos y en el misal. Cuando me canso de espiarlo, me entretengo paseando la vista por esa fortaleza rodeada de árboles que se columbra a través de la ventana. En medio de este pegajoso bochorno, recrear los ojos en esa espesura frondosa al menos me refresca la mente. Fue una de mis condiciones para dar mi anuencia a ser retratada: posaría en esta estancia y sentada en esta posición para poder solazarme de vez en cuando con la vista de la colina del Castillo de Chapultepec. ¡Qué buenos recuerdos me trae ese lugar! He sido siempre una esposa fiel y una madre abnegada. Puede que demasiado fiel y demasiado abnegada hasta que dejé de serlo. Ocurrió no mucho tiempo después de llegar a este continente. Habíamos cruzado el océano debido a la insistencia de mi suegra. En sus cartas no cesaba de decirle a Jose Justo que su lugar estaba aquí, en Méjico, y al final consiguió convencerlo. Por lealtad a mi marido, de un día para otro, tuve que decir adiós a los míos y a mi tierra. También a nuestras magnificas tertulias literarias. Por aquel entonces, en nuestra casa de Madrid se reunía la crème de la crème de los intelectuales del momento. Una vida plena y dichosa que solo se había visto ensombrecida, unos meses atrás, por la repentina muerte de nuestro hijo Vicente a las pocos días de nacer. Una plenitud y una dicha que se desvanecieron de súbito porque ella, mi suegra, quería tener cerca de su falda a su primogénito. Aunque la travesía fue buena, yo estaba embarazada de José Mariano y todavía dándole el pecho a Mariana. Cuando desembarcamos en Veracruz ya me sentía cansada. Y después de la dureza del viaje desde el puerto hasta aquí —el estado de los caminos era pésimo— llegué agotada y sin ganas de muchos embates amorosos. Quizás esa fue la causa de que, al poco de instalarnos, Jose Justo se encandilara con una indígena que bien podría haber sido su hija. Soy una mujer orgullosa, siempre lo he sido, y eso me hizo sentirme humillada: acababa de llegar a una tierra que no era la mía y ya estaba en boca de todos por un asunto de faldas. Pero aquella humillación espoleó mi amor propio de tal manera que, más adelante, fui yo la que tuvo el arrojo de participar en otro inconfesable devaneo. No obstante, que aquel apuesto cadete pudiera haber sido también mi hijo no fue por venganza —no soy nada vengativa—, sino un mero capricho del azar.
No me explico a qué viene acordarme ahora de ese desliz, cuando ese tipo de escarceos amorosos es ya agua pasada. A mis cuarenta y siete años soy una mujer madura y sería grotesco tener una aventura con alguien mucho más joven que yo. Ya solo me permito solazarme con intercambios de miradas ambiguas que, como a veces me ocurre con Leopoldo, ponen un toque de arrebol en mis mejillas. Aunque sé que es un juego impropio de mi edad, me entrego a él porque de vez en cuando necesito comprobar que sigo viva. La paciencia que tiene Jose Justo conmigo es encomiable. Desde la muerte de Mª Josefa no he sido capaz de intimar de nuevo con él. Era la benjamina y solo tenía tres años cuando ocurrió. Estaba llena de vida y de alegría. Le gustaba jugar en el patio con las niñas indígenas y yo la dejaba. De un día para otro, el tifo llenó su cuerpecito de pintas y me la mató. Hasta entonces había sido una mujer apasionada, dispuesta siempre a gozar entre los brazos de Jose Justo. Pero el recuerdo de aquella manita ardiente, aferrándose a la mía sin que yo pudiera hacer nada para retenerla conmigo, hizo que me volviese arisca y rehuyera sus caricias por miedo a quedarme de nuevo embarazada. Él ha sido tan compresivo con mi inapetencia que a veces me asalta la duda de si no será porque ha dejado de desear este cuerpo que la maternidad y los años se han encargado de ajar. Y más en estos días, en los que con tan solo verme salir por la mañana del cuarto vestida de esta guisa, y con este aire de beatona, se le deba aplacar la libido para una temporada. ¡Qué pensamientos más peregrinos tengo a veces! Jose Justo es un hombre gentil y muy erudito. Desde que nos conocemos, sé que me tiene en gran aprecio por otro tipo de cualidades. Le divierte mi mente inquieta, mi curiosidad; y tiene en alta estima mi inteligencia, mi rapidez en reaccionar. Aunque lo que más le agrada de mí es que sea tan amante de la lectura como él. Cuando al poco de instalarnos aquí recuperamos la costumbre de hacer tertulias literarias en casa, yo notaba lo orgulloso que se sentía de mis intervenciones. Antes de conocerlo era una joven un tanto frívola y caprichosa y, sin embargo, era ya una devoradora de libros. Lo sigo siendo todavía. Por eso me mortifica tanto tener que posar con el dichoso misal en las manos en vez de hacerlo con cualquier otro libro de la biblioteca. La lectura ha creado entre nosotros una complicidad tan imperecedera que, si tuviese que elegir entre nuestras horas de pasión pasadas en la cama o entre los libros, no dudaría en decantarme por las últimas. Mientras el tifo nos robaba a Mª Josefa, en La Habana moría mi cuñada Loreto. Jose Justo es un hombre muy familiar y cariñoso, y no poder despedirse de su hermana acrecentó su dolor. Para olvidar su infortunio, en aquella época dedicaba todo el tiempo que le dejaban libre sus obligaciones al diccionario de sinónimos que tenía ya en marcha. Joaquinita era todavía pequeña y ocuparme de ella me distraía de mi pena. Pero de noche, cuando la niña dormía y mis otros hijos tampoco me necesitaban, afloraba mi tristeza. Y él, de natural generoso, demasiado quizás —si alguien le pide dinero, jamás responde con un no—, me propuso que le ayudase con el diccionario. Nunca he dudado de la fortaleza de los lazos intelectuales que ha habido entre nosotros desde el primer momento. Pero la búsqueda de nuevos sinónimos fue para nosotros una especie de juego nocturno que nos unió de forma insospechada. Y fue así, jugando con las palabras, como en aquel año de desgracias fuimos a ratos más felices que nunca. El diccionario me lo tomé muy a pecho porque era una tabla de salvación para mí. Lo justo hubiera sido que en su portada apareciese mi nombre junto al de Jose Justo. No figura, sin embargo, por culpa de mi suegra. Ella se hallaba ya enfrascada en la gesta de convertirse en sor Mariana, pero encontró tiempo para meterse en nuestros asuntos y convencer a Jose Justo de que era inconveniente que mi nombre apareciera en un texto académico.
¡Qué alocada y bulliciosa es Joaquinita! Aunque tiene quince años se comporta como si fuera mucho más pequeña. Cuando murió Mª Josefa, trató inconscientemente de ocupar su lugar y empezó a mojar de nuevo la cama. Desde entonces no ha dejado de comportarse como si fuese más niña de lo que en realidad es. Tengo la esperanza de que pronto, en cuanto se marche su hermana mayor a España, sea a ella a quien intente sustituir y eso la haga madurar. Mariana es ya una mujercita y da gusto ver la soltura con la que se desenvuelve. Me cuesta mucho separarme de ella justo ahora que estamos tan unidas. Pero, con los antecedentes de tisis que hay en la familia de Jose Justo, esa tos persistente y el rubor de sus mejillas me tienen muy preocupada. No quiero que mi hija corra ningún riesgo y el clima de aquí es insano para ese tipo de dolencias. Hemos decidido que lo mejor es que pase una larga temporada con los abuelos. Aunque las dos hermanas se quieren mucho, tengo la impresión de que a Joaquinita le ilusiona la idea de quedarse de niña única. ¡Cuánto trabajo me ha dado siempre esta criatura! No me quiero ni acordar de lo que pasé en su parto. Me había quedado embarazada en Nueva York, donde estuvimos unos meses exiliados por culpa de la dichosa Ley del Caso: una injusticia tremenda, eso lo sabe todo el mundo. Pero Jose Justo no es nada rencoroso y, en cuanto les hicieron llegar las disculpas del presidente, las aceptó. Cuando desembarcamos en Veracruz, nuestra intención era regresar lo antes posible a casa. Por culpa del mal estado de los caminos, con el traqueteo de la diligencia se me adelantó el parto y nos tuvimos que detener en Jalapa. Allí nos quedamos hasta que yo estuve de nuevo en condiciones de proseguir el viaje. Parece mentira que la jalapeña —¡cómo se enfada cuando la llamo así! — sea ahora tan bulliciosa. De recién nacida era una bendita: era comer y quedarse dormida, y ya no había niña hasta la siguiente toma. No sé si habrá sido por los tragos de pulque que me hicieron beber en Jalapa pero, de todos mis hijos, ella es la que se ha criado más sana. No me explico cómo le puede gustar a nadie esa especie de leche viscosa. Ya solo su olor me revuelve el estómago. En este país está muy arraigada la costumbre de que las parturientas beban pulque en la cena porque dicen que, además de aumentarle la cantidad de leche, se la espesa y se la vuelve más nutritiva. Mientras estuve en Jalapa, no me quedó otro remedio que beberme el brebaje. No hacerlo habría sido una descortesía imperdonable hacia las buenas intenciones de las lugareñas. ¡Lo que no habría dado yo por tener en esos momentos a mi madre cerca para pedirle un buen ponche en vez del pulque! Justo en los partos ha sido cuando más he añorado mi tierra y el estar entre los míos.
¡Las campanadas del Ángelus y todavía disfrazada de beata! Voy a tener que sacar al artista de su embeleso para saber cuánto tiempo más me va a tener así. ¡Qué confundido se ha quedado al tirar de la leontina y ver la hora! No era consciente de que fuese tan tarde. Mis manos le deben estar dando más trabajo del que esperaba. Entre disculpas me ha preguntado si le podía conceder un cuarto de hora más para rematar el zafiro de la alianza. Me lo ha pedido en un tono tan suplicante que no me ha quedado otro remedio que decirle que sí. Y aquí estoy, aguantando un rato más el torturante hormigueo de los dedos... Aunque para tortura la que pasé hace unos meses en los Llanos de Apam. La hacienda es de un primo de Jose Justo y nos había invitado a pasar con ellos unos días. Era mi primera visita y hubiera sido demasiado descortés no entrar en el tinacal. Su dueño está muy orgulloso de sus magueyes y considera que la producción de pulque es el negocio más preciado de la finca. Nada más poner un pie dentro del cobertizo noté ese desagradable olor ácido que me revuelve el estómago. Lo exhalaban unos recipientes de cuero llenos del aguamiel en fermentación. No me explico qué gracia le encuentran a esa especie de leche viscosa y amarga que es el pulque. En cuanto pude, abandoné el tinacal y esperé al resto de la gente fuera. Mientras aguardaba, fue un placer pasear la vista por aquellos magueyes inmensos, en los que las plantas de agave se disponían en hileras con una geometría perfecta. Esa disposición tan ordenada me evocó a la de los olivos y los naranjos de mi tierra natal, y no pude evitar sentir nostalgia. Después de comer hubo peleas de gallos, aunque por fortuna no tuve que asistir: es un espectáculo demasiado sangriento y no es costumbre que las mujeres lo presencien. En la corrida de toros, en cambio, estuve presente por deseo propio; la faena de los toreros me trajo muy buenos recuerdos de las corridas presenciadas de joven en la plaza de la Maestranza. El colofón del día fue una velada de baile en el salón principal de la casona. Mariana estaba preciosa y le llovieron las ofertas para bailar. Esa noche fue en la que Manuel se enamoriscó de Soledad. Desde que las jóvenes entraron emperifolladas con sus mejores galas, mi hijo solo tuvo ojos para su prima. No bailó, además, con ninguna otra, ni siquiera con su hermana. Ahora es ya su prometida. La relación va en serio, así que tenemos pensado hablar pronto con sus padres de la boda. Manuel es nuestro primogénito y su enlace habremos de celebrarlo a lo grande. Nos gustaría que se celebre en la iglesia de la Santa Veracruz. Los gastos van a ser muchos y eso me preocupa. Jose Justo es tan generoso que mientras siga metido en política nuestro patrimonio peligra. Ha hipotecado ya algunas de nuestras posesiones para hacerle préstamos al presidente. Nadie le devuelve luego el dinero que presta. Ni tampoco él lo reclama: dice que eso sería ponerlos en un aprieto. Yo le he advertido que tanta generosidad de su parte nos va a llevar a la ruina. Para tranquilizarme me ha dicho que está cansado de tanto ajetreo y que muy pronto se piensa retirar. Planea traerse a Tacubaya todas las obras de arte y los libros, y que esta residencia, hasta ahora solo de veraneo, se convierta en nuestro verdadero hogar. Me ha dicho, además, que en cuanto se retire volveremos a escribir algo juntos. Estoy deseando que llegue ese momento.
Menos mal que ya ha soltado los pinceles y yo me he podido librar del dichoso misal. En desagravio a que la sesión de hoy haya sido tan larga, me ha invitado a ver el resultado. Tengo que reconocer que ha merecido la pena. ¡Vaya por Dios! Ahora que por fin he logrado desentumecerme los dedos, tengo la cara que me arde. Me acaba de decir que mañana se pondrá con el rostro y que quiere empezar por la zona de los ojos. Ha sido decírmelo y ruborizarme como una quinceañera. Espero que las mejillas las deje para otro día, pues no me gustaría salir con chapetas de tísica. Estoy tan aturdida con la noticia que todavía no me he levantado del sofá. Es lo que primero hago en cuanto termina la sesión y hoy, sin embargo, aquí sigo sentada viendo cómo él limpia y recoge todo con esa meticulosidad que es tan admirable y, a la vez, tan desesperante. ¡Qué desasosiego me produce saber que mañana me tendré que vestir de nuevo de condensa beata y, disfrazada de ese jaez, enfrentarme a su mirada! En el fondo, sé que estaba deseando que llegase ese momento. Soy una esposa leal y una buena madre. No creo que sea ningún pecado necesitar que alguien me haga sentirme viva de vez cuando. Sobre todo ahora, después de que los partos y los años hayan ajado mi cuerpo y Jose Justo ya ni siquiera repare en él. No se lo puedo echar en cara puesto que fui yo, con mis miedos, la que dio pie a esta castidad tácita que ya dura desde hace demasiado tiempo. Al principio fue por miedo a quedarme embarazada y que el tifo o cualquier otra enfermedad me pudiera arrebatar a mi hijo, como ya me había arrebatado a Vicente y a Mª Josefa. Pero luego, una vez dejé de ser fértil, fue porque me daba vergüenza desnudarme delante de Jose Justo y que este me pudiera rechazar. Entre él y yo hay vínculos que la edad no podrá destruir, y es a ellos a los que me aferro. No puedo evitar, sin embargo, el ruborizarme a veces como una jovencita por algo tan inocente como tener que mantenerles la mirada a unos ojos tan acendrados como los de Leo.
De nuevo tengo el rostro que me arde. Está decidido: en la sesión de mañana disimularé mi sonrojo con una buena capa de polvo de arroz en las mejillas. No quiero que algo tan pueril quede inmortalizado en la Galería de los Retratos. Menudo sobresalto se ha llevado al darse la vuelta. No se esperaba que yo siguiese aquí, y mucho menos que estuviera observando cómo pone orden en sus útiles de pintura. ¡Pobre Leopoldo! Verme cuando ya creía estar solo le ha puesto muy nervioso y es difícil entender lo que dice. Pero lo que no me esperaba es que mirarle los labios para descifrar lo que farfulla iba a hacer que también él se ruborizara…
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