El peñón de los naufragios
Cuando la placa de hielo se deslizó por ladera este del Pumori,
Carlos, Miguel y Damián se hallaban encordados, con los crampones puestos y el piolet en la mano.
Desde entonces descansan allí, en su lecho de nieve,
soñando sueños blancos: los más bellos, los destinados desde siempre a los más valientes...
La Colonia de Reposo de la Breña constaba de diez discretos bungalós, en los que se alojaban los pacientes; y una serie de dependencias comunes, que tenían como principal función la de favorecer cierta vida social entre ellos. Las diez viviendas se hallaban esparcidas por el viejo pinar en la zona más próxima a los acantilados, y solo eran visibles cuando el paseante se adentraba en la franja desbrozada que había alrededor de cada bungaló. Llegado a ese punto, la sensación de estar siendo indiscreto llevaba al intruso a desandar el camino sobre sus propios pasos. Esta era la causa de que la colonia estuviera surcada por multitud de senderillos que casi siempre terminaban delante de alguna de las dependencias habitadas de la institución.
Era primavera y la campiña se había vestido de vivos colores. En las paredes de los acantilados, las flores de rocalla se cimbreaban mecidas por la brisa; más abajo, en el mar, las olas lanzaban un lujurioso gruñido al toparse contra aquel muro infranqueable de arenisca. El sol estaba muy alto y la franja de tierra que había justo al borde del precipicio quedaba fuera de la sombra de los pinos. Y justo allí, expuesta a los rayos solares, se encontraba Irene. Desde su llegada a la colonia había cogido la costumbre de pasar el final de la mañana sentada en aquel saliente de los acantilados. Un enclave privilegiado: cerca del mar y, al mismo tiempo, rodeado de vegetación, de fragancias, de vida. Cuando sus sentidos se saturaban de tanta belleza, Irene abría el libro que solía llevar consigo y se enfrascaba en la lectura.
Una ráfaga de brisa marina hizo llegar hasta ella el ya familiar olor acre de la Ruta graveolens. Pero ese mediodía el aroma de la ruda tenía un agradable toque de vainilla. Irene olisqueó a su alrededor y comprobó que este procedía de unas matas cercanas de heliotropos. La sorpresa le hizo arquear las cejas: tenía ciertos conocimientos de botánica y sabía que aquellas recurvadas espigas florales solían ser inodoras. Superado el desconcierto inicial, aquel olor dulzón tuvo la virtud de transportarla a la infancia: a esos días de tardes largas y demoradas en las que su madre se encerraba en la cocina para hacer uso de sus habilidades reposteras. En cuanto la casa se llenaba del olor que deprendían las magdalenas o los mostachones dentro del horno, a sus hermanos y a ella se les hacía la boca agua. El ritual era siempre el mismo: una vez estaban casi en su punto su madre los pintaba con almíbar o los espolvoreaba con azúcar, y les daba unos segundos más de cocción; luego los dejaba enfriar antes de almacenarlos en enormes cajas de lata colocadas en los anaqueles más altos de la despensa para que quedaran fuera de su alcance. Salvo las piezas imperfectas que se las daba a ellos para que las engullesen con su infantil avidez.
«De ese mundo, ya no queda nada: ¡solo mis recuerdo…!», se lamentó Irene a media voz mientras tragaba saliva. No pudo, con todo, evitar que las lágrimas le humedecieran la piel enrojecida del rostro. «En el país recóndito de todas las ausencias hay una roca alzada para ver los naufragios», leyó con voz pausada y queda. Eran versos demasiado sombríos para que le sirviesen de ayuda en aquel momento. Levantó, pues, los ojos del libro y deslizó la mirada por el intenso azul sin mácula que tenía ante ella. Desde abajo le llegó el fogoso gruñido de las olas al estrellarse contra el pie del acantilado. Cerró entonces los ojos y se imaginó la escena a vista de pájaro: una nao de piedra a punto de zarpar; y sobre su cubierta, como mascarón de proa, ella. Le pareció una imagen tan bella que, en un gesto un tanto teatral, inclinó el torso y la cabeza hacia el precipicio como si estuviese a punto de lanzarse de cabeza al vacío.
Por motivos terapéuticos, en la Colonia de Reposo de la Breña había numerosas cámaras de vigilancia. La sala de los monitores estaba en la primera planta del edificio central; desde ella, el personal sanitario podía vigilar los movimientos de los pacientes. En aquel momento, Julia miraba con atención las imágenes que le llegaban desde el borde del acantilado. La paciente del bungaló número tres era una mujer de mediana edad que padecía brotes depresivos y, al ver que inclinaba el cuerpo hacia el precipicio de forma imprudente, no dudó en presionar el botón de alarma.
De sopetón, un brazo fuerte llegado desde atrás sujetó a Irene por la cintura. Ella se mostró renuente a aquella falta de libertad y se zafó de aquel indeseado abrazo en cuanto pudo. Desconocía su nombre, pero se había convertido en su sombra desde que estaba en la colonia. Los contactos físicos le desagradaban en general, y de modo muy especial si provenían de un desconocido. Procuró, con todo, olvidarse de aquel desagradable incidente y continuó con la lectura del poema: «Estás en las esquinas donde la luz se agita, donde sombras corrigen y arropan el pasado…». En la contraportada decía que su autor era un fraile dominico nacido en Cangas de Narcea, y que actualmente estaba destinado en una parroquia de la sierra madrileña. Le resultaba sorprendente que hubiera escrito aquellos versos alguien tan ajeno a las cuitas de la vida mundana y que, además, no había estado nunca en los acantilados de la Breña. ¿Acaso no era aquella colonia el país recóndito de todas las ausencias? ¿O la atalaya de la Breña el peñón perfecto desde el que contemplar el propio naufragio? ¿Y no era la luz cálida del Sur la más adecuada para corregir y arropar cualquier pasado?
La visión de la otra sombra proyectada junto a la suya le molestó. La directora del centro le había explicado que, mientras no dejara de atormentarse a sí misma, necesitaba permanecer en todo momento acompañada. «En este mar de cieno y oscuros manantiales aprendo a estar callada para ser de otro modo», decía el siguiente verso. Delante de ella no tenía un mar cenagoso, sino una inmensidad azul en continuo movimiento. Tampoco los manantiales de los alrededores de la colonia de la Breña eran oscuros. Pero ella se sentía tan perdida en la untuosa ciénaga del pasado, tan atrapada en las oscuras aguas de la culpa, que ni siquiera aquel plácido retiro en uno de los mejores centros de reposo de la península conseguía liberarla de aquella angustia devastadora.
«No quiero que regreses para verme tan sólo envejecer de tedio y antiguos terrores…», recitó con voz emocionada. Le asombraba la exactitud con la que las palabras del fraile expresaban sus temores. Había sido una suerte encontrarse con aquel opúsculo de poesía en uno de los pabellones comunitarios; y también el haberlo abierto justo por la página en la que figuraba aquel poema que la tenía fascinada. Se titulaba «Intención poética». Sus palabras se ceñían a su vida con la misma fidelidad con la que las ramas de la hiedra se ciñen al tronco del árbol por el que trepa. Y eso hizo que al principio pensase que se debería haber titulado «Esbozo de una vida» —el de la suya—. Pero luego, en las relecturas efectuadas al borde de aquel acantilado, había concluido que el título original era perfecto. A fin de cuentas, todos los actos de su existencia habían tenido como meta conseguir la belleza, y eso la había hecho vivir siempre esclava de una intención poética.
«Encima del papel se apilaban los días en que dudas apenas nos guardaban del frío…». ¿Cómo podía alguien expresar con palabras esa sutileza? Así habían sido sus días durante mucho tiempo, durante todos aquellos largos años en los que las dudas fueron su único refugio frente al frío glacial que le provocaba su recuerdo. De no haber sido por esa continua incertidumbre ya estaría muerta, como lo estaba él ahora en su eterna cama de hielo, inmóvil, un puro carámbano, cuando lo suyo era antaño la acción, el no quedarse nunca quieto.
Sí, en su lecho de nieve, con su traje de montañero por mortaja, los crampones en las botas y el piolet en la mano. En su sepultura blanca e ilimitada; ya libre, alejado de los que creen estar vivos cuando hace mucho tiempo que murieron. Muerto que pasaba por vivo. Niño no deseado. Puñadito de células que se rebelaron porque querían construir un canto doble a la vida. Pólipo bicéfalo que no se soltó del seno materno cuando Adela, madre ya de una parejita, quiso abortar dando saltos de loca. Mujer inculta y desesperada; pero sobre todo, madre insensible que no dudó más tarde en contárselo a ese hijo que todos creían suyo cuando, en realidad, solo era hijo de la rebeldía.
Fruto maduro en que se transformó la mitad del primigenio amasijo de células. Triste nana con dos voces nacida de un desesperado réquiem materno. Adolescente que lloró al saberlo; y que también lo hizo al ver al otro muerto, en el campo de deportes, bajo la canasta de baloncesto. Había sido un accidente: él le había dado sin querer un envión al poste de la canasta; y al caerse había golpeado a su otra mitad en la cabeza, convirtiendo de inmediato el rojo de su lúdico sofoco en lívido blanco de muerto.
Niño grande que por saberse predestinado a una muerte pronta miraba los andenes vacíos con mucha calma. Desde siempre supo que su tren había partido incluso antes de su nacimiento. Y justo porque lo sabía, nunca se apresuraba, siempre le concedía a cada cosa su tiempo. Vida rutinaria y tediosa tras el mostrador del negocio familiar. Mostrador del que escapaba cada vez que podía para poner rumbo hacia su verdadero paraíso: ¡la Montaña! Ese mundo solitario en el que nadie le impedía soñar con que su nacimiento había sido una nana y no un frustrado réquiem materno. Le gustaba saborear las esperas y, una vez dejaba atrás la muchedumbre de la ciudad, caminaba con una parsimonia envidiable, deteniéndose a comer cerezas por los caminos o aguardando la llegada de la noche sentado en las cunetas.
Así se lo contó a ella, a su amiga la de las cartas que no deseaba que nadie le tocase: primero entremetidas entre las hojas de su libro favorito de montañismo; luego, cuando ya fueron demasiadas y comenzaron a desencuadernarlo, atadas con una cinta rosa y escondidas encima del armario. Niño eterno, puñadito de células maternas rebeldes, breve canto a la vida, larga balada en el blanco lecho de muerte. Certidumbre de quien se sabía réquiem cuando todos lo creían nana. Durmiente que pasa por muerto porque ya no se mueve, porque ya no necesita hacerlo, porque ya lo está haciendo en sus sueños blancos. Sueños de aludes que no matan, que sólo entierran a los montañeros en sus fríos lechos para que al fin pueda vivir los sueños más bellos, los reservados desde siempre a los más valientes.
Así lo piensa ella, desde que se enteró de su muerte a destiempo, cuando ya todos los demás se habían consolado. Duelo solitario de la que no supo estar atenta al amigo, de la que falló en lo que no se puede fallar, de la que ya solo desea descansar también. Montañero que murió y se quedó a vivir para siempre entre las nieves perpetuas porque sabía que esa es la única forma posible de conquistar la indomable Montaña. Sueños de los que la no montañera, la amiga que no acudió a tiempo, ni siquiera sabe si formará parte. Duda eterna que no cesa, que la atormentará hasta que también ella esté muerta y soñando bellos sueños blancos. Sueños en los que regresará a esa vida anterior en la que ambos se conocieron, en medio de un tórrido verano, por casualidad, por una simple llamada telefónica...
Fue una compañera de carrera quien la llamó para avisarle de que quedaban algunas plazas vacantes en la expedición a los Alpes del club de montañismo extremeño. A fin de abaratar costos, estaban dispuestos a completar el autobús con gente que simplemente amara la Naturaleza. La comida se la iban a llevar de España y dormirían en tiendas de campaña; o dicho de otra forma, el viaje les saldría muy barato. En sus veintidós años de vida, era la primera oportunidad que tenía de salir de su tierra y por nada del mundo estaba dispuesta a desaprovecharla. Supo de antemano que no contaría con la aquiescencia materna, pero su ansia de conocer mundo era grande y no dudó en responder a su compañera que contasen con ella.
Entre los genuinos participantes de la expedición se encontraba Carlos. Durante los primeros días de viaje, Irene a penas reparó en la presencia de quien muy pronto se convertiría en uno de sus amigos más entrañables. La cosa ocurrió así. Al subirse al autobús una mañana, ella se sentó en uno de los asientos pegados a la ventanilla; unos segundos más tarde, él se instaló en la plaza libre que había a su lado. Ya no recordaba el motivo de aquella primera conversación, pero sí que fue él quien la inició con voz queda, casi susurrante, y usando la segunda persona del plural. Aquella forma de dirigirse a ella le pareció una extravagancia fuera de lugar: la de un caballero medieval dirigiéndose a su dama, pensó; pero lo hizo con tanta sencillez que ella no pudo evitar escucharlo con fascinación.
Luego vinieron días inolvidables, acampados entre las altísimas cumbres nevadas de los Alpes. La comida era poco variada y más bien escasa, pero Irene estaba feliz de haber aceptado formar parte de la expedición. Carlos era uno de los montañeros federados que, cada dos o tres días, subían a alguna de aquellas cumbres blancas. Irene, en cambio, pertenecía al grupo de los que se quedaban abajo recorriendo las faldas de las montañas, o bien subían en el teleférico hasta l’Aguille de Midi para formar parte del comité de bienvenida a los más valientes. No pasaban juntos mucho tiempo, aunque cuando ella miraba las cumbres blancas y se lo imaginaba cresteando con denuedo, en cierto modo estaba con él; al igual que cuando Carlos fotografiaba las cimas para poder mostrárselas a su regreso, también estaba con ella. Eso contribuyó a que muy pronto ambos tuvieses la sensación de ser viejos amigos.
Nadie deseaba abandonar aquel monte Tabor alpino en el que con gusto habrían plantado sus tiendas para siempre, pero las provisiones y el dinero se agotaron y tuvieron que volver. El viaje de vuelta lo aprovecharon para contarse lo que no se habían podido contar cuando él se hallaba en las cimas y ella en los valles. Lo compartieron todo: asientos, caramelos, infancias, sueños, miedos… Fue entonces cuando Carlos le habló de su hermano gemelo, muerto unos meses atrás en la cancha de baloncesto. Él era quien tendría que haber participado en aquella expedición al Mont Blanc y al Matterhorn; pero tras el fatídico accidente, los compañeros de cordada de su hermano habían animado a Carlos para que ocupase su lugar y eso le hacía sentirse, en cierto modo, un suplantador.
Terminó el viaje y cada uno regresó a su vida habitual. «Islas hay en el tiempo donde vivir quisiera», le escribiría pronto su amigo para expresar la plenitud vivida en los Alpes. Había sido un paraíso muy efímero, pero demasiado intenso como para no buscar prolongarlo. Y al principio, su amistad a distancia se nutrió de los recuerdos de ese tiempo compartido. Pero pronto tuvieron de nuevo la oportunidad de recuperar el placer de compartir y la calidez de los abrazos. En la sierra de Candelario, por ejemplo, se adentraron juntos en un mundo solitario, en el que el hielo acumulado en las ramas de los matorrales hacía que la vegetación pareciese de cristal. Fascinados con aquella frágil delicadeza no se dieron cuenta de la ventisca de nieve que se les venía encima. Ocurrió en el camino del Calvitero, la máxima altura de la zona, a donde él quería llevarla, y a cuya cumbre nunca llegaron porque se perdieron en medio de aquella despiadada gelidez blanca en la que estuvieron a punto de quedarse para siempre.
Durante horas caminaron sin rumbo: ella, más timorata, muerta de miedo; él, mucho más valiente, sin perder la calma ni el buen humor. Irene no entendía que, en semejante situación, Carlos pudiera mirar sus cejas congeladas y se partiera de risa; o que se tocara los carámbanos que colgaban de su bigote y de su barba y bromease con lo bien que le sentaban. Por fin a salvo en el refugio, ella le reconvino por su inconsciencia; y él aprovechó para confiarle que desde la muerte de su gemelo necesitaba correr riesgos tanto como respirar. De pequeño había sido un niño apocado y timorato del que su hermano se burlaba. Le solía llamar gallina cobardica y, para evitar sus mofas, había comenzado a hacerse el valiente. Con el tiempo, esa simulación se convirtió de verdad en valor; y desde la muerte de su gemelo, en temeridad.
Un par de años después de la expedición a los Alpes, Carlos estuvo en las islas Spitsberg, en el círculo polar ártico. Según le contaría a la vuelta, allí había culminado las cumbres más altas tan ebrio de cansancio y osadía que incluso había desafiado a la muerte escalando sin asegurar a la cordada. Por suerte, volvió ileso y con la plenitud del Polo Norte brillándole en los ojos. Regresaba, además, cargado de regalos: de piedras con fósiles de antiguas criaturas polares recogidas ex profeso para regalárselas; de una colección de postales de la fauna de las islas y de unos guantes de montañera, cálidos como ningunos otros, que había “robado” para ella. Con el último obsequio le recordaba su deseo de que lo acompañara hasta las cumbres más altas; y que debía de hacerlo sin miedo porque él la ayudaría si las fuerzas le flaqueaban. Y tal vez porque le asustaba defraudarlo —en su fuero interno sabía que había llegado la hora de decir sí o no a la Montaña— con una cobardía imperdonable, rehusó el reto y desapareció temporalmente de su mapa.
Tiempo de ausencia y silencio con el que Irene pretendía que las expectativas de Carlos —no se conformaba con tenerla de amiga en el valle, la quería también de compañera de cordada en las cumbres más altas— se volvieran más realistas. Solo le había expresado su deseo de forma tácita, pero eso bastaba para que ella se sintiera presionada y buscase volverse invisible. Una cobardía que le acabó pasando una factura demasiado elevada, incluso injusta, cuando se enteró de que él había muerto. Y ella, la amiga que falló en lo que no se puede fallar, pensaba que la única redención posible era la de adentrase en su tumba de nieve, en sus sueños blancos, hasta conseguir que el recuerdo de esa otra vida, en la que ambos se habían conocido por casualidad, formase también parte de esos bellos sueños destinados únicamente a los más valientes...
Desde el ventanal del doblado, Julia seguía observando con atención a la paciente. Cada vez que esta hacía un movimiento imprudente, accionaba el zoom de la cámara más próxima a ese punto del acantilado y escudriñaba todos sus gestos. Para colmo, en los últimos días el inquilino del bungaló número siete le estaba dando también mucho trabajo. Era esquizofrénico y cada cierto tiempo pasaba una temporada con ellos mientras le ajustaban mejor el tratamiento. Desde la ventana de su bungaló, se veía el saliente de roca en el que Irene pasaba el final de la mañana; y había cogido la costumbre de espiarlas mientras en el picú sonaba, a todo volumen, La Lirio interpretada por la Piqué. Luego, en cuanto ella se marchaba, detenía el plato del tocadiscos y se sentaba ante una vieja máquina de escribir. Se entregaba entonces a la creación de forma febril, con un empeño casi patológico. En algunas páginas de sus textos —Julia tenía acceso a ellos por razones terapéuticas—, el paralelismo entre lo que él redactaba y lo que después ocurría en la realidad le inquietaba. Sobre todo tras haber sido testigo de la astucia con la que había colocado aquel librito de poemas en el camino de la paciente del bungaló número tres.
Irene había pasado el final de la tarde dormitando, pero ya estaba despierta y acicalándose para la cena. En ese momento, mientras se recogía el pelo en un moño alto, recitaba de forma mecánica el fragmento inicial del poema que tanto le obsesionaba: «Decretas las tinieblas cuando bajas los párpados, cuando dices silencio con tu mudez de siglos... ». Lo había leído unos meses atrás en la prensa: en Siberia habían encontrado el cadáver de un hombre primitivo, vestido con unas pieles muy toscas y portando una suerte de zurrón también muy rústico. Los expertos opinaban que, de no ser por el calentamiento global, el bloque de hielo que le había servido hasta entonces de tumba no se habría derretido y el hallazgo no habría tenido lugar. Irene pensó de inmediato en Carlos y en sus compañeros de cordada: si la Tierra se continuaba calentando, un montañero cualquiera, de los muchos que cada año se aventuran en las entrañas del Himalaya, los encontraría en sus blancos lechos de nieve, convertidos en carámbanos a medio derretir.
«En el país recóndito de todas las ausencias hay una roca alzada para ver los naufragios», continuó recitando. Los dedos dejaron de obedecerle y el moño se le deshizo en una negra cascada. Se tomó aquel nimio contratiempo como un fracaso; y el simple recuerdo de que se tendría que enfrentar a gente durante la cena le produjo angustia. Hubiera preferido irse a la cama en ayunas, pero estaba allí para curarse —para librarse del sentimiento de culpa que no la dejaba vivir en paz, pensó— y eso exigía disciplina de su parte. Los residentes estaban obligados a compartir con los demás al menos una de las tres comidas principales del día. Por la mañana, había desayunado temprano en su bungaló antes de dar un largo paseo por la playa; y luego, a la hora del almuerzo, se le había ido el santo al cielo y, cuando regresó del acantilado, el comedor estaba ya desierto. No tenía otra opción, pues, que la de acudir a cenar con el resto de los residentes.
«Estás en las esquinas donde la luz se agita, donde sombras corrigen y arropan el pasado». Aquellos versos se habían convertido en una obsesión. La sumían en una tristeza alienante que cada vez le gustaba más sentir. Después de un tiempo sin verse ni tener noticias el uno del otro, Carlos la había llamado por teléfono. Al escuchar su cálida voz dirigiéndose a ella en la segunda persona del plural, de súbito fue consciente de lo mucho que lo había echado de menos. Le contó que trabajaba como bombero en Cáceres y que acumulaba días libres para hacer a menudo escapadas a la Montaña. Estaba a punto de marcharse al Himalaya y la llamaba porque tenía libre ese fin de semana; no sabía si emplearlo en visitar a otra amiga o a ella. Irene le dijo la verdad: tenía mucho trabajo, lo mejor era que decidiera él. Carlos no apareció y ella se quedó con el pellizco en el estómago de no haber sido más hospitalaria. Por eso, al regreso de aquel congreso en Asturias, había decidido resarcirlo dándole la sorpresa de presentarse sin avisar en el parque de bomberos. Pero quien se acabó llevando la sorpresa fue ella...
A la hora de la cena, Irene abandonó el bungaló despeinada y ojerosa. Tras un instante de titubeo, en vez de dirigirse hacia el edificio central, avanzó por el sendero que terminaba al borde del acantilado. Mientras caminaba en la oscuridad, su pensamiento continuaba atrapado en aquel insufrible bucle de desaliento y culpa. Su visita sorpresa había sido el fiasco más aciago de su vida. En el parque de bomberos, en lugar de reencontrarse con su amigo, le dieron la noticia de que él y su compañeros de cordada habían muerto en la ladera este del Pumori, y que los cuerpos no habían podido ser rescatados. Supo así que el breve canto a la vida se había convertido ahora en imperecedera balada a la muerte. Se lo imaginó en su blanco lecho de nieve, con los crampones en los pies y el piolet en la mano, sumergido en esos bellos sueños blancos de los que ella no sabe si formará parte. Duda eterna que no cesa. Duda que no cesará hasta que también ella esté muerta y pueda ver en sus sueños esa isla del tiempo en la que ambos hubieran querido vivir para siempre…
Al aproximarse al bungaló número siete, Irene aceleró el paso por miedo a que aquel fisgón la viese —en varias ocasiones lo había sorprendido espiándola—. Pero escuchó entonces el trino del lugano y no pudo evitar demorar el paso. Era un canto lleno de belleza y de vida. ¿Estaría a punto de cometer un error? Le habían hablado de la colonia de reposo de la Breña, de los milagros que hacían con las personas aquejadas de ansiedad y depresión. Se había dado a sí misma un ultimátum: o se liberaba allí de aquel sentimiento de culpa que le atormentaba, o bien acudiría a reencontrase con su amigo en su frío lecho de muerte. Durante los primeros días en la colonia se sintió tan mejorada que hasta llegó a albergar la esperanza de curarse. Una esperanza que se desvaneció en cuanto encontró el librito de poemas y su lectura le hizo comprender que el tiempo de luchar en vano se había terminado.
Desde el borde del precipicio, Irene buscó alguna nueva señal que le hiciese aferrarse a la vida. La luna aún se hallaba oculta y, en medio de tanta oscuridad, ni siquiera pudo columbrar las gráciles siluetas de las flores de rocallas. «No quiero que regreses para verme tan sólo envejecer de tedio y de antiguos terrores», musitó. No tenía ningún sentido prolongar por más tiempo aquel tormento. Al menos por una vez en la vida iba a ser valiente. Se arrojaría al mar desde la proa de aquel barco de piedra y, una vez en el agua, nadaría sin descanso hasta alcanzar esa isla en el tiempo en la que ambos se habían conocido. Hora ya de lanzarse al vacío en busca de ese mundo de quietud y sosiego en el que también ella podría soñar los sueños más bellos del mundo...
Cuando Irene miró hacia abajo, la intensa negritud le asustó. Levantó, entonces, los ojos hacia el cielo y el titilar de las estrellas le hizo saber que también ellas estaban asustadas. En medio de tanta cobardía, Venus brillaba con denuedo, sin ningún titubeo, e Irene optó por aferrarse a su valerosa luz. Era una luminosidad lívida, propia del mundo de los que ya duermen. Estaba, además, surcada por una multitud de senderillos que, a semejanza de lo que ocurría en la colonia, llevaban hasta donde se encontraban sus moradores: hasta esos lechos de albayalde en los que los durmientes estaban soñando ya los sueños destinados a los más valientes. Si tenía el arrojo de dar un paso más al frente, una de aquellas tumbas sería suya y al fin podría ser en sueños su compañera de cordada.
Irene escuchó unas pisadas aceleradas a sus espaldas y supo que el tiempo se le acababa: o se lanzaba al mar sin más demora o el brazo del vigilante se lo impediría. Ya no había vuelta atrás y, al fin libre de cualquier duda, se lanzó al vacío. La caída fue muy rápida y, antes de llegar al agua, solo tuvo tiempo de recitar un último verso: «Reloj de nunca más, donde los días tiritan…».
La lancha de Salvamento Marítimo de la Guardia Civil rastreó en balde el bajo de los acantilados durante toda la noche. Las fuertes corrientes de la zona habían arrastrado el cuerpo a muchos kilómetros de distancia; y amanecía cuando unos pescadores de caña vieron a lo lejos un inopinado montículo en medio de aquella playa que era llana como la superficie de un lago en calma. Aunque al pronto les extrañó, esa mañana la franja de arena más próxima al agua estaba cubierta de algas y concluyeron que aquel mogote era una simple acumulación de estas. Pero al acercarse y ver la cabeza y los brazos de Irene asomando, salieron de su error.
La noticia corrió de boca en boca y, antes de que el juez autorizara el levantamiento del cadáver, medio pueblo se hallaba en la playa. Los presentes pudieron observar las enormes ojeras y la extrema lividez de los labios de la ahogada. Mientras tanto, en la Colonia de Reposo de la Breña, el inquilino del bungaló número siete, después de una noche en vela escribiendo bajo la atenta mirada del lugano, tecleó, con un acierto que daba miedo, el último párrafo de su nuevo texto: «Y todos los que se encontraban congregados en torno al cadáver, vieron que la Lirio tenía las ojeras muy negras y los labios muy pálidos».