A una peluquera del sur que me adentró en el sensual mundo del quiromasaje
Con permiso, esculpiré aquí las letras rimadas que le dediqué a una
peluquera del sur que tuvo a bien introducirme la semana pasada en el sensual mundo del quiromasaje.
El caso es que ya terminaba de disfrutar unas más que merecidas vacaciones cuando me percaté de la inusitada longitud de los cabellos que poblaban mi azotea, resultando que, algunos de ellos, espontáneos y atrevidos, osaban obscurecer e incluso obstaculizar el más preciado sentido del que se sirve un funcionario público: el oído. De tal importancia resulta, que es a través de las orejas por donde los policías recibimos la información, siendo éstas nuestros radares en la carretera y guías nuestros en la calle, indicándonos de donde proceden los palos y sugiriéndonos hacia donde no debemos dirigirnos en caso de pretender evitar acapararlos.
He ahí mi urgencia por rasurarme la caballera, y, mi desazón al comprobar que, donde habitualmente llevaba a cabo tal menester, se encontraba temporalmente clausurado.
Deambulé hasta hallar un rayito de esperanza que se cristalizó después y delante mía en forma de "Peluquería de señoras", no siendo ajena, me diría luego
la donna, a la perentoria necesidad de quien esto escribe, y accediendo presta a llevar a cabo semejante empresa.
No objetaré nada a su labor pues, a resultas, me saldrían luego tres novias. Mal no lo hizo, concluyo. Pero, ¡oh,
peluquera del sur! ¿acaso a otros también engañas para satisfacer tus más obscenos deseos?
Tras el esquilmado, me invitó a seguirla y rebajó al tiempo la intensidad de la luz. Me senté delante de un lavabo, recliné la cabeza y cerré los ojos. Agua templada, dedos suaves. Sonaba en el radio-cassette de un estante el penúltimo éxito del Tigre de Gales…
Y el secundero se detuvo. Y, mis latidos, antes acompasados, tornáronse frenéticos ante tamaña destreza de dedos que no eran dedos, sino extensiones de sus senos, de sus labios, de su vientre… Y si bien comencé sonriendo, terminaría preso del desasosiego ignorando si había cámara oculta entre aquellas paredes o si de verdad pasaba lo que parecía que estaba ocurriendo: aquella mujer encontraba placer acariciando mis sienes y mi nuca, enjabonándome, enjuagándome, masajeándome todo entero, desde la frente hasta el cuello -y me atrevo a insinuar que algo más abajo también intentó catar…
¡Oh, destino incierto del hombre que se sabe abusado por una
peluquera, pero que no es capaz de rechistarle ni reprocharle la osadía, ni luego tampoco a nadie podrá confesarse abusado, so pena de incomprensión por parte de amigos y pareja!
Y he aquí que sin más dilación me despido de aquella, con unas letras que brotaron espontáneas a poco le aboné los once euros con que se cobró su atrevimiento:
Peluquera del sur de infinita ternura
de setenta años en lo alto y carne madura,
peluquera del sur que con arte rasuras,
menos de setenta ya posiblemente no cumplas.
Oh, peluquera, que abusas del hombre velludo
a sabiendas que no tiene otra peluquería a mano,
tú que del hombre abusas a menudo,
y del Tigre de Gales te vales, concluyo.
Dígame, donna, a quién confieso su bellaquería
de las cosas que hace sin disimulo
cuando apaga las luces en su peluquería.
Dígame, donna, a qué hora regreso
que me volvió a crecer el cabello
y de sus dedos, ahora, soy preso.
Raoul, no tienes excusa para avergonzarte por lo que antaño escribieras,
pues heme aquí con mi caradura
que te intenté imitar... con mi caradura, . |