Lealtad - Capítulos I y II (Contemporánea)

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Nuvem
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Lealtad - Capítulos I y II (Contemporánea)

Mensaje por Nuvem »

Buenos días, chicos,

Estoy terminando un manuscrito de novela y como sé que luego me enfrento al dilema de buscar editorial o agente o autopublicar o dejarlo todo guardado en un cajón (más bien, en la carpeta de archivos de mi ordenador), he pensado que podría colgar aquí la sinopsis y los dos primeros capítulos y, si tenéis tiempo y os apetece, me decís vuestras opiniones. Cualquier cosa me servirá para mejorar, ya sea en este proyecto o en el siguiente.

Sé que estáis ocupados y que quizás no reciba comentarios; no tengo inconveniente. Yo también participo en el foro, en general (no sólo en este subforo), menos de lo que me gustaría. Aprovecho, en cualquier caso, para saludaros de nuevo.

La sinopsis de la novela sería ésta:
Luisa cree estar felizmente casada con Mario, pero cuando su hija Lu le dice que lo ha dejado con su novio porque se aburría, se da cuenta de que ese «felices para siempre» con el que rubricó su unión la aplasta como una losa. Decide serle infiel a su marido, pero lo que no sabe es que él ya le es infiel a ella, y que su hija Lu no sólo se aburría con su novio, sino que, además, ahora se ha liado con otro chico que es ocho años mayor que ella y que la va a llevar a hacer cosas que nunca antes habría consentido.

«Lealtad» es el retrato de una familia cualquiera; una familia que, ante una sacudida imprevista, sabe que sólo tiene dos opciones: desmoronarse o renacer.
Los dos primeros capítulos van a continuación.

Capítulo 1
Luisa

Voy a serle infiel a mi marido.

Me lo digo a mí misma un par de veces en voz alta, para ver cómo suena, con intención de ratificarme en mi idea o, quién sabe, de desdecirme de la misma.

No. No. No me desdigo. Me gusta.

Voy a serle infiel a mi marido.

Qué locura, qué contrariedad. Y, sobre todo, qué jaleo.

La idea se me ha presentado como una revelación, más que como una decisión racional tomada tras un proceso reflexivo más o menos lógico. Tengo pánico y, al mismo tiempo, siento que, de repente, me he despertado; se me ha caído el velo que me cubría los ojos; he nacido de nuevo y estoy percibiendo el mundo como realmente es y no como me lo habían contado.

Me llamo Luisa, tengo cuarenta y dos años y, como la mujer absolutamente dependiente de la valoración ajena que sé que soy, siempre he hecho lo que se esperaba de mí. Niña buena, mejor estudiante, esposa devota de Mario, de cuarenta y cuatro años, madre ejemplar de Luisa, de catorce años, y de Mario, de doce.

Luisa y Mario los padres; Luisa y Mario los niños.

Ahora que lo pienso, con estos nuevos ojos que me ha dado la revelación que va a cambiar mi vida, me parece de película de terror.

Ayer tenía una familia maravillosa y creía que era feliz o, al menos, no me planteaba no serlo; y hoy me parece que los cuatro somos una estampa de la posguerra, antigua y manida, perteneciente a otros tiempos.

Creo que todo proviene de una conversación que he tenido con mi hija Luisa, en la que su rebelde y descarnada adolescencia me ha demostrado lo que ella ya sabe y yo ni siquiera sospecho: que estoy fuera de onda, que no me entero de nada, que ya no soy su mami a la que quiere contentar y cuya caricia en la mejilla arregla todos sus males.

Quizás incluso decir que estoy fuera de onda está fuera de onda. ¿Qué dicen ahora los jóvenes?

En fin.

Luisa, que no quiere que la llame así sino Lu, a secas, porque Luisa «es un nombre muy rancio, mamá; ¿en qué estabas pensando cuando lo elegiste?», vino del colegio ayer y yo, de repente, me di cuenta de que hacía días que no veía por casa a su novio, Álvaro.

Porque mi hija Luisa («Lu, mamá, Lu; no es tan complicado») tiene un novio, aunque ella sólo tenga catorce años y él uno más; y además lo tiene desde los diez.

¿Es una relación casta y platónica? Mi marido Mario piensa que sí, obviamente. Las madres del colegio, resabiadas pero también crueles y envidiosas, siempre buscando que sus hijos e hijas sobresalgan sobre el resto o, al menos, que estén menos jodidos que el resto; elogian en mi presencia «esa relación tan sana que tienen» mientras, a mis espaldas, esparcen rumores malintencionados sobre Lu.

Porque la que es una guarra es mi hija, por supuesto. Álvaro ni pincha ni corta en todo esto.

Yo finjo creer que tienen una relación «sana», en los términos que utilizan las madres del colegio, aunque no me chupo el dedo y sé que deben de tener relaciones sexuales de algún tipo.

Luisa, mi Lu, es mujer desde los nueve años, cuando sus formas planas e insulsas dieron paso a las redondeces propias de su sexo; le salió tanto pecho que los sujetadores de niña ya no eran suficientes para contenerlo y me la encontré probándose los míos; y le bajó la regla tan inesperadamente que, en vez de llorar ella por la impresión que le causó ver la sangre manchando sus bragas, lloré yo por no sentirme preparada para afrontar ese momento.

Si es mujer desde los nueve años y tiene novio desde los diez, dime tú qué no habrá hecho a los catorce.

Mi mayor duda, para ser sinceros, no es lo que ha hecho Lu, sino cómo Álvaro ha sido capaz de hacerlo. Alto y desgarbado como si hubiera dado un estirón imprevisto, la cara comida del acné de la pubertad, imberbe, diría que incluso sin vello en las axilas o en el pecho; ¡como para pensar que le funciona algo ahí abajo!

Pero sí, no me chupo el dedo. Algo debe de funcionarle; algo deben de haber hecho.

Lo que ocurre es que ya no lo hacen, supongo, porque no dejo de darle vueltas a que quizás hace dos semanas que no he visto a Álvaro por casa.

—Luisa —la interpelo—. Lu —me corrijo, antes de que lo haga ella. Despega los ojos del móvil y me mira. Tengo suerte, deben de haberse alineado los astros para que haya dejado de mirar el móvil—. Hace mucho que no viene Álvaro, ¿no?
Mi hija suspira y niega con la cabeza. Vuelve a mirar el móvil y pasa fotos de Instagram a la velocidad de la luz.

—Ya no estamos juntos, mamá. Hace un mes que lo he dejado. —Vuelve a mirarme, gira la cabeza a un lado y trata de bromear conmigo—. No te enteras de nada, ¿eh? —Se ríe.

No me entero de nada, no. Me creo muy lista por pensar que yo, a diferencia del resto, soy consciente de lo que mi hija hace con su novio y, ahora, me dice que ha puesto fin a su primera relación sentimental ¡y yo no me había dado cuenta!
Elijo jugar la baza de madre comprensiva, a ver qué tal se me da.

—¿Qué ha pasado, cariño? ¿Estás bien?

—Sí, mamá. No te pongas melodramática. —Melodramática. ¿Desde cuándo tiene ese vocabulario? ¿Seguro que ésta es mi hija?— Me aburría con él, así que lo he dejado.

Qué sencillez, qué simplicidad. Se aburría con él, y lo ha dejado.

En qué momento creces y lo enmarañas todo, y aburrirse ya no te parece razón suficiente para dejar a alguien.

En qué momento ya no te unen el amor, la complicidad o la ilusión por un futuro juntos; sino la hipoteca, los hijos o el qué dirán.

Pues no lo sé, pero yo he pasado por ese momento sin darme cuenta y las piezas del dominó de mi vida se han recolocado en posiciones con las que no comulgo.

—Soy muy joven y no quiero estar atrapada en una relación así, mamá —añade mi Lu—. Álvaro se lo ha tomado mal, pero ya se le pasará —dice, encogiéndose de hombros.

—Claro, hija.

Valiente intervención la mía. No se me ocurre otra cosa qué decir.

Luisa vuelve a su Instagram y yo me afano en recoger el salón para fingir que tengo algo que hacer, aunque el salón, evidentemente, ya está ordenado, precisamente porque tenemos una empleada del hogar que se encarga de esas cosas.

Le doy vueltas a la cabeza sin cesar. Lu es muy joven para estar atrapada en una relación aburrida, eso es cierto. Pero ¿hay un momento concreto en que estar atrapada en una relación así es admisible? ¿Soy demasiado vieja (mayor, digamos mayor, por favor, no vieja) para divertirme? ¿Me toca conformarme con este devenir tedioso de días idénticos, junto a un marido con el que lo único que comparto son conversaciones monosilábicas?

Luisa acaba de darle un vuelco a todo mi esquema vital con su fresca y descarnada sinceridad.

Cuando llega la noche y Luisa y Mario se recluyen cada uno en su habitación, para ver series o jugar a la consola o chatear con sus amigos o lo que sea que hagan en ese mundo del que ya no formamos parte ni su padre ni yo, me siento junto a mi marido en el sofá, aún dándole vueltas a la cabeza por la revelación que he tenido momentos antes, y trato de decirme que no, que yo no me aburro con Mario, que son las circunstancias. Puedo revertir las circunstancias y volver a conectar con él, eso seguro.

—¿Te acuerdas de esa película que vimos en el cine de mi pueblo el primer verano que viniste a verme? —le pregunto.
Mario mira su móvil, pero alza la vista cuando se da cuenta de que le estoy hablando a él.

—¿Eh? —inquiere, despistado.

—La primera vez que viniste al pueblo. En la furgoneta de tu tía, ésa que estaba destartalada y que cogiste sin avisar para venir a verme. Fuimos al cine de verano, ¿te acuerdas? —insisto.

Le pido que se acuerde de la película, pero en realidad quiero que se acuerde de que follamos en esa furgoneta destartalada sobre una toalla de playa, y que luego nos tumbamos desnudos el uno junto al otro ahí mismo, abrimos los portones de par en par y nos quedamos mirando las estrellas. Yo era algo mayor que mi Lu, y me parecía que era la mejor noche de mi vida.

Quizás lo fue. Quizás nunca hemos vuelto a sentirnos tan felices, tan enamorados y tan libres como entonces.

—Ah, sí… —recuerda Mario—. Recuerdo la furgoneta y la bronca que me echó mi tía por haberla cogido sin preguntar—. Se pierde unos segundos en sus recuerdos y luego vuelve—: ¿Fui a verte? No me acuerdo, la verdad.

Nos miramos unos instantes, y luego rompo el contacto visual para mirar el televisor y extiendo la mano para coger el mando. Comienzo a ojear el catálogo de una de las plataformas que tenemos contratadas.

Intento no ponerme sensible por el mero hecho de que Mario no se acuerde de aquella noche. No tiene importancia, me digo. Hace mucho tiempo de aquello, es normal que no lo recuerde, me aseguro.

—¿Qué pasa, cariño? —pregunta, al darse cuenta, por mi reacción, de que algo está mal.

—Nada, nada —contesto, algo seca—. Es que el otro día vi anunciada en televisión la película que vimos esa noche y me acordé. —Me giro para mirarle y sonrío, pícara—. Era malísima, ¿eh? No pienso volver a verla. —Me río. Finjo que todo está bien, aunque todo haya cambiado. Interpreto el papel para el que llevo preparándome toda mi vida y sé que Mario, aunque intuye que algo acaba de ocurrir, lo va a dejar pasar.

—Vale. Como quieras, ¿eh? Si te apetece, la vemos.

—No, no. Ponemos la serie que estábamos viendo. —Y, acto seguido, le doy al botón de inicio y me acomodo en el sofá para verla.

Mario tiene el buen tino de bloquear su teléfono y se dispone a ver la serie conmigo.

Nos recostamos el uno junto al otro en el chaise longue del sofá y, de reojo, me da por observarle. Lleva sus cuarenta y cuatro años bien llevados, en parte porque lo mato de hambre (según él) y en parte porque es su constitución, pero los excesos ya hacen mella en su cuerpo como antes no ocurría y una tripa flácida asoma por entre los pliegues de su camiseta. Me da por acordarme de que, en la cama durmiendo, cuando se pone de lado, la tripa le cuelga hasta rozar el colchón. Es un espectáculo bochornoso, y sólo recordarlo me hace volver a concentrarme en la televisión.

No me da tiempo a retomar el hilo de la serie que estamos viendo cuando me da por acordarme, también, de que, cuando ha bebido, después ronca a todo volumen; tanto, que incluso Lu ha llegado a gritarle desde su cuarto alguna vez para que se ponga de lado y deje de hacerlo.

Me viene a la mente también que, por las mañanas, se fuma un cigarro justo al despertarse, antes incluso de tomarse el café, y que cuando me saluda le huele tan mal el aliento que tengo que luchar por reprimirme para no hacer una mueca de desagrado.

Suspiro levemente, sin que Mario se dé cuenta de ello, demostrando mi decepción.

Éste es el hombre con el que paso todas mis noches desde hace años.

Pero quizás esté siendo injusta. Yo también tengo lo mío. Me consuelo pensando que es poca cosa, lo normal: alguna arruga de la edad; una mancha algo visible en una mejilla por haber tomado demasiado el sol sin protección; las tetas algo caídas por los embarazos y lactancias pero aún grandes, redondas, turgentes, atractivas sobre todo bajo el sostén de uno de mis sujetadores de encaje; la barriga algo flácida, pero sin tripa; las piernas, delgadas y torneadas, que siguen siendo, junto a las tetas, mi mejor baza.

También tengo lo mío, sí, pero me doy cuenta de que lo mío lo disculpo y lo de Mario empieza a parecerme insoportable.
Yo me cuido la piel, como sano y en poca cantidad, trato de sacar un par de tardes para hacer deporte y me preocupo de comprarme la ropa que mejor me queda para seguir viéndome bien; para que él me vea bien.

Mario come lo que le dejo comer y, cuando no lo estoy viendo, debe de comer lo que pilla; bebe cuanto quiere, no va andando ni a comprar el pan y no podría acordarse de la última vez que se ha comprado algo de ropa por propia voluntad. No sé si le importa verse bien, pero desde luego le es indiferente cómo le vea yo.

Para mi marido, somos Mario y Luisa, padres de Mario y Luisa, pack inquebrantable. Qué más da que Mario y Luisa padres ya no sean sexualmente atractivos o ya no se diviertan el uno con el otro. Somos papá y mamá, somos un matrimonio, somos una pieza del entramado social con el que interactuamos. Lo de menos es el sexo o la diversión.

Recuerdo que, cuando Mario y yo empezamos a vivir juntos (tras habernos casado, claro está, porque, como ya he dicho, siempre me ha preocupado el qué dirán), no teníamos ni un duro. Otras parejas se iban de vacaciones a lugares exóticos o se compraban regalos caros, y nosotros, como mucho, nos tomábamos un vino en casa en nuestro aniversario (el que estuviera de oferta en el supermercado de turno, por supuesto).

Recuerdo decirle a Mario que estar bien en pareja era eso, compartir las noches perezosas en el sofá en pijama, viendo cualquier cosa intrascendente en la televisión o charlando de las pequeñas cosas del día a día.

Porque lo mejor de estar en pareja es que el otro te mire y, solo con eso, te saque una sonrisa. Que un abrazo inesperado y por la espalda te haga sentir en casa. Que una caricia en la mano te traiga la paz e, inexplicablemente, lo cure todo.

Lo peor de estar en pareja es que el otro te mire y, solo con eso, percibas el reproche o la decepción, y contestes con un «qué pasa» que encubre que tú sientes lo mismo. Que un abrazo inesperado y por la espalda te haga tensarte y erguirte con desagrado, al tiempo que finges un dolor inexistente que justifique tal reacción. Que una caricia en la mano te lleve instintivamente a retirarla y a afanarte en usarla para algo útil; coger un vaso de agua, limpiar la encimera, rascarte la nariz.

Entre una situación y otra no hay un momento determinante que opere a modo de punto de inflexión. Simplemente, pasa.
Un día estás enamorado, y al día siguiente, ya no lo estás.

Miro a Mario de reojo y sé lo que me pasa, aunque me cueste ponerlo en palabras. Ya no estoy enamorada de él. Me aburro con él. ¡Pero no puedo dejarlo! ¿Qué razón es ésa para dejar a tu marido, al padre de tus hijos?

No, no. Yo no puedo hacer como ha hecho Lu. Yo ya no soy libre. Nos atan demasiadas cosas, demasiadas personas, demasiados sentimientos. Somos dos cuerdas toscas y desgastadas, enmarañadas por el paso del tiempo y los acontecimientos, imposibles de separar salvo si se cortan y se asume la pérdida. Yo no quiero perder parte de mí, y no quiero que Mario pierda parte de sí mismo sólo porque yo, un día, me he dado cuenta de que me aburro con él; de que ya no siento nada.

No quiero que Mario y yo tengamos que malvivir por separado cuando ya nos cuesta llegar a fin de mes viviendo juntos. No quiero que los niños tengan que vagabundear de la casa de mamá a la casa de papá y de vuelta a la primera y de nuevo a la segunda, como si estuvieran de sobra en todas partes. Y, en el fondo y aunque me cueste reconocerlo, no quiero dejar ir a Mario del todo, porque me he acostumbrado a que sea parte de mi familia.

Pero, al mismo tiempo, no quiero vivir atrapada en esta vida en la que los silencios gritan y las caricias duelen. Tengo que salir de aquí.

Y, por eso, la mejor solución es serle infiel a mi marido.

Si me lees y mi razonamiento no te convence; no te preocupes. Un día mirarás a tu Mario como yo miro al mío y te acordarás de esto que te digo y, entonces sí, te convencerá. Encontrarás la forma de que lo haga, porque sabrás que hay tantas variables implicadas que el sistema lógico resultante carece en absoluto de sentido. Cuando no hay salida buena, al menos hay que buscar la mejor.

Le doy un beso a Mario en la mejilla y le digo que me voy a dormir. Él, como siempre, se quedará un rato en el sofá y me acompañará más tarde, en esa rutina que ya lleva años instaurada y que me permite tener un rato para mí sola en el que leo una novela o chateo con mis amigas por el móvil.

Voy hasta nuestro dormitorio, enciendo la luz de la mesita de noche, cojo el libro que estoy leyendo y me meto en la cama, semiincorporada sobre un cojín, dispuesta a abrirlo.

Es una novela ligera, sin pretensiones, de las que siempre me ha gustado leer. Chica conoce chico, viven algunas aventuras y escasos momentos malos, se dan cuenta de que se han enamorado, se prometen amor eterno y fin de la historia.

No sé por qué siempre me ha gustado este tipo de novelas, la verdad. Ahora que la leo, no puedo dejar de pensar, en mi fuero interno, que los protagonistas están equivocados. Quiero chillarles, abofetearles, hacerles entrar en razón. Quiero que sepan que no es nada el peso de la búsqueda del compañero de vida comparado con la losa que les supondrá ese «felices para siempre» con el que desean rubricar su unión eterna. Quiero que alguien me explique cómo se sobrevive al «felices para siempre» al que todos queremos llegar cuanto antes y que después debe prolongarse otros treinta o cuarenta años, hasta ese bucólico momento que todos imaginamos en que, ya viejecitos, exhalamos nuestro último aliento junto a nuestra pareja de toda una vida.

¿Nadie ha escrito sobre eso? Estaría dispuesta a leerme un tratado científico sobre la materia, si lo hubiera. Me documentaría hasta la saciedad, si supiera dónde buscar. Entablaría conversaciones filosóficas hasta caer derrotada, si alguien quisiera compartirlas conmigo.

Pero es que, quizás, todos hablan de la conquista del amor porque es campo fértil donde cualquier semilla florece rápidamente, y en cambio, nadie habla del amor conquistado porque es tierra yerma en la que nunca crece nada.

Me temo que, o encuentro una salida a este abismo que todo lo consume, o Mario y yo no vamos a sobrevivir a nuestro «felices para siempre».

La solución es ser infiel, sí. Pero ¿con quién?

Capítulo 2
Lu

Mi madre no se entera de nada. Eso me hace sentirme un poco sola pero, al mismo tiempo, me alegro de ello, porque es mejor así.

Si ella supiera todo lo que yo sé…

Le he dicho que lo he dejado con Álvaro porque me aburría con él, y no es mentira, pero tampoco es verdad. He disfrazado la realidad, como siempre hago.

Lo verdaderamente cierto es que me aburría con Álvaro, no me sentía capaz de cortar con él, me he liado con otro, Álvaro se ha enterado y, entonces sí, lo hemos dejado. Me ha dejado él o le he dejado yo; lo mismo da. El caso es que ya no estamos juntos, ¿no?

Le he dicho que Álvaro se lo ha tomado un poco mal, pero que se le pasará, y no es mentira, pero tampoco es verdad.
Lo verdaderamente cierto es que ha ocurrido más o menos así.

Al día siguiente de liarme con el otro chico, Álvaro se me acercó en el recreo. Yo estaba sentada con mis amigas en las gradas del patio y, en un primer momento, no quise ir a hablar con él.

—Pero ¿qué pasa? ¿No podemos hablar luego en mi casa? —pregunté, contrariada. Álvaro siempre venía a casa dos o tres tardes por semana, así que no entendía las prisas.

—No. Ven —dijo, muy serio. Prácticamente, era una orden.

Mis amigas rieron por lo bajo, e incluso una de ellas tarareó la típica musiquilla que sale en las escenas de terror de las películas. Me levanté para seguir a Álvaro y me giré para sonreírles, como si la situación no fuera conmigo.

Álvaro me llevó unos metros más allá, hasta estar seguro de que no nos escuchaban, y me lo soltó a bocajarro.

—¿Te has liado con otro?

—¿Perdona?

Me hice la tonta, lo reconozco. Sé que fui cruel; que tenía que haber reaccionado de otra manera. Seguramente, a Álvaro le costó un mundo venir a echarme en cara la infidelidad, y yo reaccioné echando balones fuera.

—Que si te has liado con otro, ya me has oído. —Álvaro parecía a punto de llorar.

Pensé mentir.

—¿Quién te lo ha dicho?

Error. Ahora lo sé. Con esa frase, confirmé la infidelidad sin reconocerla, y encima quedé de loca vengativa contra quien quiera que nos hubiera visto besarnos a mí y al otro chico y se lo hubiera contado a Álvaro.

Al oír mis palabras, Álvaro se llevó las manos a la cabeza y negó vigorosamente con ella.

—No me lo puedo creer, Lu. —Bajó los brazos y no supo muy bien qué hacer con ellos—. ¿Por qué? —Ahora sí, se le llenaron los ojos de lágrimas.

Me encogí de hombros.

Sí, sí, tal cual. Me encogí de hombros.

Álvaro no sabía qué decirme. Es más, diría que no sabía ni cómo mirarme.

—Yo… —Le temblaba la voz—. Yo te puedo perdonar. —Había súplica en su voz, cuando la que tendría que estar suplicando por volver era yo.

—No… No quiero que sigamos juntos, creo.

Qué tacto. Qué empatía.

Álvaro debió de pensar lo mismo.

—¿Cómo?

—Que no quiero que sigamos juntos —repetí—. Lo siento.

Por fin. Al menos dije «lo siento». Aunque lo cierto es que era un «lo siento» de puro compromiso, para hacerme a mí misma sentir mejor y no para mostrar arrepentimiento.

Es que no estaba arrepentida, de hecho.

Lo hice mal, lo sé, pero no se me ocurrió otra forma de hacerlo.

Es que es muy difícil tener catorce años, joder. Tienes que ser alegre y desenvuelta, pero también mostrarte lo suficientemente reflexiva para parecer madura; tienes que ser atractiva, pero no caer en la vulgaridad; tienes que ser estudiosa, pero asegurarte de que no te tachan de empollona… Tienes que ser muchas cosas (¡todo lo que se espera de ti!) y al mismo tiempo no serlo del todo, o no serlo mucho, o serlo sin que sea obvio que pretendes serlo.

Es imposible comportarse como está previsto que te comportes.

Pero para Álvaro, nada de esto justificaría que yo me haya liado con otro. Para él, es muy fácil: soy su novia, sólo tengo que estarme quietecita; sólo tengo que portarme bien.

Cuando le dije que lo sentía, vi que por su cara pasaban muchas y muy diversas emociones, y diría que ninguna de ellas le iba a llevar a perdonarme o a entenderme. Me miró fijamente a los ojos, primero con incomprensión, luego con pena y, al final, con rabia, y fue este último sentimiento el que se superpuso sobre los demás, ocupándolo todo y no dejando hueco alguno para experimentar otra cosa, cuando me dijo, sin paliativos:

—Eres una zorra.

No era la primera vez que me llamaban zorra, pero sí era la primera vez que se lo escuchaba a Álvaro, y no sólo en relación a mí, sino en relación a cualquier chica.

Yo debía de haber actuado verdaderamente mal, porque había transformado a Álvaro en alguien que nunca había sido.
No sé si fue el asombro de escucharle decir eso o el hecho de que no me arrepentía de la infidelidad, pero ni siquiera bajé la mirada al escucharle insultarme. No me sentí humillada. Diría, más bien, que estaba muy sorprendida.

—Eres una zorra —repitió Álvaro, no sé si para convencerse de ello o porque, una vez dicho, ya no podía reprimirse y no repetirlo.

Me sorprendí pensando que Álvaro parecía estar en pleno aprendizaje de la reacción masculina por excelencia: denigrarnos, cuando no pueden tenernos. Se le estaba dando bien, me dije. Con la próxima chica, ya ni siquiera parecería dudar de cuál era su papel cuando le tocara desempeñarlo.

Le dejé desahogarse y no dije nada porque, a decir verdad, sabía que lo que había hecho estaba mal. Me había comportado como una zorra. Álvaro podía decírmelo y desahogarse. Lo acepto. Sin más.

El problema es que Álvaro no sólo se desahogó conmigo, sino que, al parecer, lo hizo con sus amigos, y sus amigos con otros amigos, y éstos con sus hermanos, primos y vecinos y, al finalizar el día e irnos a casa, todos ya sabían que yo era una zorra.
Escuchaba a los alumnos cuchichear en corrillo y señalarme con el dedo cuando pasaba a su lado. Veía los ojos puestos en mí a donde fuera que mirara. Empecé a ser muy consciente de mí misma, y me dio por estar insegura de cómo llevaba recogido el pelo; de cuán corta era mi falda; de cómo de grandes eran mis pechos; y hasta de cómo andaba. Me sentí observada, juzgada, evaluada; y eso me volvió torpe e insegura.

Por la mañana yo era Lu, y ahora era una zorra.

Yo sabía que me había comportado como una zorra, ¿pero eso ya me convertía en una zorra? ¿Hasta cuándo? ¿Para siempre?
Pues al menos, para siempre durante mi etapa escolar, aunque entonces no lo sabía. Lo que eres en el patio del colegio queda sentenciado allí mismo y de esa condena ya no se puede salir.

Así que Álvaro se lo había tomado mal, pero se le pasaría. A mí no se me pasaría esa calificación que me había otorgado y que, luego, había propagado por el colegio como si fuera una enfermedad infecciosa. Pero eso, claro, no puedo decírselo a mi madre.

Cuando hablo con mamá, finjo que todo va bien. En general, cuando hablo con todos, salvo con mi mejor amiga Claudia (a la que llamo Clau, igual que yo quiero que ella me llame Lu), finjo que todo va bien. Que soy una adolescente feliz, que vivo una vida divertida, que nada me perturba.

En realidad, todo me preocupa mucho, y si me paro a pensar en cada uno de los pensamientos que me atosigan, me da un poco de vértigo. Es como pensar en el universo infinito. Es abrumador.

Sí, «abrumador», «melancólica» … Porque yo tengo ese vocabulario, aunque a mi madre le resulte sorprendente. Porque leo desde que tengo uso de razón, y antes de saber leer, pasaba las páginas de mis cuentos infantiles y me inventaba yo misma las historias. Así que esos adjetivos, «abrumador», «melancólica»; son la base misma de mi forma de hablar y de escribir.
Pero finjo que no es así, claro está, porque una adolescente de catorce años no es así. Y lo más importante ahora mismo, sin ninguna duda, es encajar de algún modo en este ecosistema tan estructurado que es mi clase, mi curso, mi entorno, mi vida. Por eso finjo mucho y me construyo una imagen de mí misma que me parece aceptable; y escondo dentro, en los escasos recovecos que me permito, lo que verdaderamente soy. Lo que sólo conoce Clau, y ni siquiera en su integridad.
Creo que ni yo misma me conozco bien en toda mi integridad.

Sé que soy Lu, de catorce años, hija de Luisa y Mario, hermana de Mario. Sé que he cortado con Álvaro.

Y también sé cosas que no puedo confesar, como que el chico con el que le fui infiel a Álvaro se llama Gorka y tiene nada menos que veintidós años; y que mi padre Mario tiene una amante, o al menos la ha tenido, aunque no sé el alcance de su relación.

Lo de Gorka lo dejo para después, porque ahora mismo no me parece importante.

Lo de mi padre, en cambio, no me deja dormir.

Le pillé un mensaje de esa mujer.

Fue sin querer, hará como dos semanas, cogiendo su móvil para hacerme un bizum, con su propia autorización. Es tan poco discreto que mantenía los mensajes en su aplicación de Whatsapp, que se me abrió sin querer, al tocar erróneamente ese botón en lugar del del banco.

Ella, una tal Silvia, le decía «Te quiero. No puedo vivir sin ti. Piénsalo».

No abrí el chat con ella ni leí más que ese último mensaje que aparecía junto al resto de conversaciones en la aplicación. Me dio tanto vértigo como el universo infinito; como llevar las braguitas blancas que aún me compra mi madre y que el viento me levante la falda del uniforme y los chicos las vean; como el pensamiento que me acecha cada vez que me como un bollo de que me voy a poner tan gorda que nadie va a querer siquiera sentarse a mi lado en el autobús.

Mi padre le ha sido infiel a mi madre, menuda injusticia.

Y no por ella, ¿eh? Ellos ya son mayores, que se apañen como quieran. Es una injusticia para mí, que soy pequeña. Son mis padres, tienen que seguir siendo mis padres, están obligados a procurarme un entorno seguro. Sobre todo, están obligados a no separarse.

No, no. No pueden separarse.

Y por eso mi madre no puede saber nada. Tengo suerte, porque ella nunca se entera de nada.

Lo que no sé es que hacer con esta información que me genera un nudo en el estómago y me hace dejar a medias incluso el tiramisú que mi madre ha hecho con todo su cariño para celebrar que mi hermano ha marcado un gol con su equipo de fútbol (mi hermano es malísimo jugando al fútbol; eso justifica la excitación familiar por algo que, en otra familia, resultaría habitual).

¿Hablo con mi padre?

¿Estamos locos? Tengo catorce años. No tengo ni idea de qué decirle. Bueno, sí lo sé. Que se esté quieto, que se comporte, que me dé lo que me ha prometido. Una infancia y una adolescencia tranquilas y sin sobresaltos.

Las parejas se separan, sí. Muy bonito. Pero mis padres no, de ninguna manera. Eso que les pase a otros, y así los podré mirar con ojos comprensivos y decirles que no se acaba el mundo, que es normal, que mejor que estén separados a que estén juntos si no se quieren.

Porque yo, a mis padres, los quiero juntos, aunque no se quieran. Que se aguanten, haberlo pensado mejor. No me jodáis la vida, que ya es bastante jodida sin que me deis disgustos; gracias.

Eso quiero decirle a mi padre, pero no me siento capaz de hacerlo. Me escucho y mis propios pensamientos me suenan infantiles; poco empáticos. ¿No sé ponerme en el lugar de mi padre? Creo que sí sé, pero no quiero.

Joder, encima es que mi madre mola mucho. Es mayor (no sé si la tal Silvia es más joven) y a veces es un poco sosa; quizás no es la más divertida; pero está cañón. Lo sé porque veo a los padres del colegio mirarla, y porque yo misma tengo ojos en la cara. Nos quiere mucho, nos cuida genial, es muy trabajadora. Y quiere mucho a mi padre, aunque quizás ya no lo mira como antes, porque de repente me parece darme cuenta de que ya no se besan cuando estamos esperando el ascensor (y nosotros gritamos «¡puaj!» mientras hacemos gestos de desagrado), ya no los escucho echar el pestillo de la habitación (sí, mamá y papá, me doy cuenta de eso) y hace mucho tiempo que no salen a cenar y nos dejan al cuidado de los abuelos.
Seguro que mi madre le da tres mil vueltas a la tal Silvia.

Por un momento, odio a mi padre. Le odio por ser infiel, pero sobre todo, le odio por darme una preocupación más para añadirla a esta torre que estoy construyendo y que al mismo tiempo finjo que no existe, aunque ya es tan alta que difícilmente puedo mirar a ningún lado sin toparme con ella.

Yo ya sabía lo de mi padre y la tal Silvia antes de serle infiel a Álvaro. ¿Una cosa me llevó a la otra? No lo sé. Me gustaría tener alguna justificación para ser tan zorra, pero quizás no la tenga. Quizás me habría liado con Gorka igualmente.
Cuando le volví a ver, en la biblioteca del polideportivo donde voy por las tardes a estudiar (a «estudiar», debería haber dicho), se lo dije a quemarropa.

Él había salido a fumarse un cigarrillo y yo había salido a comprarme una Coca-Cola como pretexto para fingir que no salía para coincidir con él, y cuando, estando yo apoyada contra la pared y él de pie enfrente de mí, empezó a charlar conmigo, como ya había hecho dos o tres veces otras tardes anteriores; se lo solté.

—Mi padre le está siendo infiel a mi madre.

Por qué se lo dije así, de improviso y con esa crudeza, no sabría explicarlo. Mi relación con Gorka, hasta entonces, se limitaba a mirarnos mientras «estudiábamos» (él es bombero, o está en proceso de serlo; no me ha quedado muy claro) y a que él se dedicara a salir a fumar cada poco y yo a seguirlo al menos una vez cada tarde, soñando con que él volviera a hablar conmigo.

Tener catorce años y que un chico de veintidós hable contigo. Es como conducir sin carnet un coche de alta gama a doscientos kilómetros por hora por una carretera del litoral, no me digas que no.

(No tengo ni idea de qué se siente al conducir sin carnet un coche de alta gama por ninguna carretera, pero he visto muchas películas y eso debe de darte un subidón de flipar).

Mi corazón, al menos, iba a ese ritmo cuando estaba con él.

Gorka sonrió mientras le daba otra calada a su cigarro y me miró.

Esa mirada, en serio. Penetrante, inquisitiva, sin resquicio para la timidez o la duda. Empezaba en mis ojos y luego vagabundeaba en torno a mis labios, mis tetas, mis piernas. Me hacía suya y yo, cohibida, nunca sabía aguantársela y acababa bajando los ojos al suelo, fingiéndome concentrada en otra cosa.

—No pasa nada, Lu. —Gorka siempre me llamaba Lu. Me presenté con ese nombre y él nunca puso en duda que así era como debía referirse a mí—. No se acaba el mundo.

Asentí con la cabeza, como si comprendiera.

No comprendía una mierda, pero fingir es muy importante cuando tienes catorce años, y si el chico que te gusta tiene veintidós, lo es todavía más.

Me encogí de hombros, pensando cómo seguir la conversación. Lo importante, sin ninguna duda, no era qué decir, ni conseguir expresar cómo me sentía, sino que Gorka siguiera mirándome.

Se me adelantó.

—¿Tú nunca has sido infiel? —preguntó.

Le miré a los ojos, sorprendida por la pregunta, y vi que me guiñaba un ojo, travieso. Me reí con cautela. ¿Insinuaba Gorka que ser infiel era algo guay?

¿Lo era?

—No —contesté—. ¿Tú sí?

Le dio otra calada a su cigarro mientras asentía con la cabeza y sonreía al mismo tiempo.

—Sí, claro. Tienes que probarlo. —Sonrió—. ¿O siempre haces lo que se espera de ti?

No lo sé, Gorka. No lo sé, pero sé que me muero porque me sigas mirando, y si para ello hay que ser infiel; lo seré; y si para ello hay que tirarse de un coche en marcha; me tiro; porque esto es estar viva y lo otro era vivir dormida.

Pero no le dije nada de eso, claro. Fingí, como siempre hago. Así que le sonreí y me fingí tímida (que es como me sentía, pero lo exageré, porque creo que queda sensual o, al menos, eso percibe mi yo de catorce años. De nuevo, he visto demasiadas películas).

—Ven conmigo —me dijo Gorka y, sin asegurarse de si le seguía o no (quizás sabía que ya estaba tan enganchada a él que lo seguiría hasta el final), tomó el camino que va por detrás del polideportivo hasta el parque infantil de más al fondo.
Lo recuerdo como si estuviera pasando ahora mismo.

Gorka se para hacia la mitad del camino, medio oculto por la frondosidad de unos árboles que alguien debería podar.

Yo me paro enfrente de él.

Estamos los dos solos en ese recoveco del camino, donde nadie debería vernos. Aunque alguien nos vio, claro está; si no, Álvaro no lo sabría.

Gorka acerca su mano a la mía y acaricia mis dedos. Suave, lentamente. Mi corazón se desboca y me da vergüenza que se dé cuenta de ello. Trato de mantener la calma y finjo que esto me ha pasado mil veces, que los tengo detrás de mí haciendo cola, que Gorka no es tan especial.

Alzo la mirada para coincidir con la suya, aunque él se hace de rogar y sigue mirando el roce de nuestras manos unos segundos más, sabiendo que mis ojos están fijos en los suyos hasta que, por fin, pone fin al suplicio de mi espera y me mira.
Suelto un suspiro entrecortado y me doy cuenta de que tengo los labios entreabiertos. Los noto secos y muevo la lengua para humedecerlos, quizás porque de repente me molesta esa sensación, o quizás porque quiero que estén listos por si Gorka quiere besarlos.

Gorka los mira y pienso que sí, que quiere besarlos.

Me pongo muy nerviosa y no sé qué hacer, y a lo mejor no tendría por qué hacer nada, pero no sé, se da ese momento en el que eres plenamente consciente de todo tu cuerpo y luchas por reaccionar y al mismo tiempo rezas por no sobrerreaccionar, porque no quieres destruir la magia que flota como partículas invisibles en torno a vosotros.

Gorka sitúa su otra mano en mi barbilla y la eleva, llevándome hacia él. Acerca su rostro al mío y me besa.

Uf. Es brutal. Siento su lengua fundirse con la mía y todo se vuelve húmedo, y es súper cariñoso y a la vez sensual, y me siento en una nube de algodón de azúcar, y es como si ya supiera que Gorka y yo estamos hechos para estar juntos y que éste es el primer beso de muchos. Es magia. Es como en las películas.

Pero después Gorka redobla la intensidad del beso y su lengua casi me llega a la campanilla, y me agobio un poco. Pierdo parcialmente el equilibrio, pero mueve la mano que estaba rozando mis dedos hasta mi cintura y me ayuda a recobrarlo. Lo que pasa es que luego la baja hasta mi culo y me aprieta contra él, y siento todo su cuerpo pero, sobre todo, siento su polla, y me parece que es enorme y está muy dura y que me va a traspasar a través de la ropa y me va a hacer daño, y me agobio otra vez.

Tiene veintidós años, ¿qué esperabas, Lu?

Le sigo el rollo aunque me dé un poco de miedo, en parte porque siempre finjo que sé lo que estoy haciendo (y, repito, con un chico de veintidós años, más) y en parte porque me da un poco de palo pararle los pies después del tiempo que llevo dejándome ver, siguiéndole, tratando de entablar una conversación intrascendente y soñando con que me hable, me toque o me bese.

Quizás yo sea una zorra, porque estaba deseando que esto pasase.

Pero no tan a fuego.

Pero ya no me puedo echar atrás.

Si lo hago, seré dos cosas horribles: una zorra y una calientapollas. Al menos, me gustaría ser sólo una zorra.
De nuevo, me digo, tiene veintidós años, ¿qué esperabas, Lu?

Por suerte, dura poco. Tras comerme la boca hasta el fondo y sobarme ansiosamente, Gorka se da por satisfecho y me suelta. Le da una calada al cigarrillo que llevaba en la mano que sujetó mi barbilla y que no había soltado en todo ese tiempo, y me espeta:

—Ya está. Has sido infiel, como tu padre. ¿Ves como no pasa nada?

Creo que debería seguir con mi teatro y sonreír, y así seguir fingiendo que todo va bien, pero no me sale. Me siento fatal. Quizás todos tengan razón y yo sea una zorra, y dejar que Gorka me hiciera todo eso no haya sido más que el principio.

O quizás ser infiel sea guay.

O quizás mi padre no sea tan mala persona o, al menos, yo no tenga derecho a estar enfadada con él por algo que yo también he hecho.

Lo que es seguro es que quizás sabría cómo sentirme si no tuviera catorce años, sino veintidós, pero, tal y como están las cosas, no tengo otra opción más que seguir haciendo lo que siempre me funciona. Fingir que soy más adulta, que sé lo que estoy haciendo, que quería hacer esto con Gorka, que no me importa herir a Álvaro, que el hecho de que mi padre sea infiel no está tan mal.

Huir hacia delante y esperar que al final no haya un callejón sin salida.
Vivir sin leer es peligroso, obliga a conformarse con la vida, y uno puede sentir la tentación de correr riesgos.
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Yayonuevededos
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Re: Lealtad (contemporánea). Primeros dos capítulos

Mensaje por Yayonuevededos »

Hola, Nuvem.
Lo encuentro un poco farragoso, con —quizá— demasiadas elucubraciones de los personajes. No obstante el ritmo es bastante bueno (si reduces los pensamientos, desaparecerá ese "bastante").
De todo, creo que lo menos interesante es el principio.
Me permito hacerte una sugerencia (si no te parece buena, puedes imprimirla en papel suave y darle otro uso).

"Me llamo Luisa, tengo cuarenta y dos años y, como la mujer absolutamente dependiente de la valoración ajena que sé que soy, siempre he hecho lo que se esperaba de mí. Niña buena, mejor estudiante, esposa devota de Mario, de cuarenta y cuatro años, madre ejemplar de Luisa, de catorce años, y de Mario, de doce.

Voy a serle infiel a mi marido.
"
Creo que con esta transposición se gana en interés.

Otra cosa, el colocar las edades de cada uno molesta un poco. Prueba suprimirlas a ver si el texto gana o pierde. En última instancia, las intercalas espaciadas y una a una. El lector todavía no conoce a los personajes, no lo atores con una ficha técnica.

Saludos cordiales,
Marcelo
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Re: Lealtad (contemporánea). Primeros dos capítulos

Mensaje por Nuvem »

Buenas tardes, Marcelo.

Gracias por tomarte el tiempo de leer y comentar, de verdad. Valoro mucho tus aportaciones y le daré una vuelta a todo lo que me has dicho para intentar mejorar el texto.

Un abrazo grande :60: Nos vemos por aquí.
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Jarg
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Re: Lealtad (contemporánea). Primeros dos capítulos

Mensaje por Jarg »

He leído el primer capítulo (el segundo lo leo mañana, que hoy no tengo tiempo para hacerlo con calma). La verdad es que se lee muy bien, tienes un estilo fluido y muy correcto. Se nota, además, que lo has revisado.

No soy muy de historias de relaciones, pero lo que he leído me ha intrigado y me quedo con ganas de leer el segundo capítulo. Como puntos a mejorar, creo que el consejo de Yayo sobre cómo empezar el primer párrafo es bastante bueno, porque es una frase que tiene fuerza como para enganchar al lector desde el principio. Por lo demás, poco o nada que corregir. Quizás un poco de cuidado con los adverbios acabados en -mente, que en algunos párrafos están muy seguidos, pero eso son minucias. Enhorabuena y ánimo con la novela :)
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Re: Lealtad (contemporánea). Primeros dos capítulos

Mensaje por Nuvem »

Gracias a tí también, @Jarg, por tomarte el tiempo de leer y comentar :60:

Revisaré lo de los adverbios terminados en -mente, no me había dado cuenta. Normalmente, escribo sin fijarme mucho en el estilo o la forma (escribo todos los días, prácticamente, a las 6 de la mañana, y a esa hora sólo tengo despiertas un par de neuronas) y luego lo releo por la tarde (entonces tengo más neuronas despiertas, aunque no sé si es bueno o malo, porque a veces me entran ganas de cambiarlo todo) y arreglo lo que me parece que está peor; aún así, eso que comentas se me había pasado. Gracias :)

Pasad buen día de Reyes. A mí no me ha despertado la niña sino el perro (para un día que no me iba a levantar a escribir... Jajaja). Un abrazo :60:
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Jarg
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Re: Lealtad (contemporánea). Primeros dos capítulos

Mensaje por Jarg »

Nuvem escribió: 06 Ene 2024 08:22 Revisaré lo de los adverbios terminados en -mente, no me había dado cuenta.
Eso es normal, nos pasa a todos. Yo lo que hago es hacer una búsqueda automática de la palabra "mente" cuando estoy revisando el texto, para ver si aparece demasiadas veces. Aunque no llego al extremo de eliminar todas las ocurrencias, en ocasiones encuentro que he puesto varios de estos adverbios en la misma frase, lo que ensucia un poco el texto.
Nuvem escribió: 06 Ene 2024 08:22 Normalmente, escribo sin fijarme mucho en el estilo o la forma (escribo todos los días, prácticamente, a las 6 de la mañana, y a esa hora sólo tengo despiertas un par de neuronas) y luego lo releo por la tarde
Pues es un buenísimo método, igual te lo copio, porque yo soy muy inconstante. Hay periodos en los que escribo varias horas cada día y otros en los que pasan semanas sin tocar lo escrito. Uno de los propósitos de este año es llevar un horario más ordenado :cunao:
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Re: Lealtad (contemporánea). Primeros dos capítulos

Mensaje por Nuvem »

Jajaja prueba el método, a ver si te cuadra @Jarg. Hay días que me va mejor y otros peor, pero por lo menos siento que siempre fluye relativamente bien. Si estoy mucho tiempo sin escribir, luego me cuesta muchísimo que me salgan dos frases seguidas.
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Re: Lealtad (contemporánea). Primeros dos capítulos

Mensaje por Yayonuevededos »

Discrepo con Jarg y Nuvem.
Muchos hablan de la disciplina, del talento, del trabajo diario. Pero, el rasgo distintivo de un escritor es la pereza.
Parece chiste, pero no lo es. La pereza conduce al ocio, la levadura de un buen texto. Me refiero al ocio griego, creador; no al ocio romano, decadente (aunque, de vez en cuando, un poco de decadencia tampoco viene mal).
Un buen sistema es anotar todo en papelitos, y después tirarlos a la basura. Si te acuerdas de algo, es que allí hay material.

Soy tan perezoso que se me escapó la tortuga. :cunao:

Saludos,
Marcelo
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Re: Lealtad (contemporánea). Primeros dos capítulos

Mensaje por Oliverso »

Comenzamos fuerte.

Solo leí la primera linea. Pero bastó para hacerme parpadear varias veces y bajar a comentar. Indiferentemente de lo que vaya a opinar más adelante, sea bueno o malo, felicidades por darle tremendo puño al lector para que preste atención.
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Oliverso
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Re: Lealtad (contemporánea). Primeros dos capítulos

Mensaje por Oliverso »

Señora, búsquese un consejero o un psicólogo. Señora, muchas mujeres antes que usted lucharon para legalizar el divorcio, aproveche. ¡Señora! ¡¿Qué le dije?! ¡No se compare con la niña! ¡Señora! ¡¿Y el marido también?! Esto es el colmo.

Me reí bastante. Espero que fuese el objetivo, esa "pseudo" referencia a Los Simpsons, lo hilarante y exagerado de la situación. Pero tampoco es comedia del todo, tocas temas muy, muy serios, y de los que incluso ahora se escriben mares de tinta (Y de lagrimas). Te estás metiendo en un berenjenal, pero me gusta lo que veo. Me vuelo que aquí habrá lío hasta con el perro.

El ritmo del primer capitulo me resulta mejor que el segundo, que quizás se puliría con varios párrafos de introspección menos o sintetizados en otros. O quizás se deba a que la historia de la mujer madura en dilemas me sabe más interesante. Indiferentemente, a un lector con mis gusto, ya sabes que lo tienes en este tren.
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Re: Lealtad (contemporánea). Primeros dos capítulos

Mensaje por Nuvem »

Gracias, @Oliverso :60:

Sí que hay mucho jaleo en la novela y sí que pretendía que se siguiera leyendo tras la primera línea, porque como estamos en una época de consumo instantáneo, parece que si no atrapas al lector en un párrafo ya no te lee.

Gracias por leer y por tu comentario. Un abrazo grande :60:
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Snorry
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Re: Lealtad (contemporánea). Primeros dos capítulos

Mensaje por Snorry »

Oliverso me ha iluminado. Lo ha hecho?
No podía entender que la cuestión del adulterio fuese tan cerebral, tanto en la madre como en la hija (y nos falta por leer al padre, al que ya imagino con un craneo en la mano y proclamando: ser adúltero o no ser)
Pero Oliverso, muy astuto, ha querido ver aquí los elementos del vodevil, o de ese teatrillo de marionetas donde se anuncia a los niños lo que pasará unos segundos después "si veis al lobo, avisadme".
Ahora entiendo que la cuestión ornamental se trate en el texto de una manera fría y cerebral en lugar de pasional.
En otras palabras: el tono es un elemento más a la hora de darle significado al texto. Si quieres hacer humor vas bien, aunque el comienzo es muy poco hilarante, supongo que la cosa irá entrando en calor.
Si por el contrario, -has de hacer un ejercicio de honestidad - no era tu intención, piensa entonces que te está fallando el tono.
Nuvem
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Re: Lealtad (contemporánea). Primeros dos capítulos

Mensaje por Nuvem »

Siempre me hacéis pensar mucho; creo que por eso agradezco tanto que leáis y comentéis vuestras impresiones. Muchas veces no he llegado a plantearme ni la décima parte de las reacciones que un escrito puede tener, y cuando os leo, veo todas esas posibilidades. Muchas gracias a todos.

Mi intención es que la madre, cuando explica sus actos, sea descreída, como si estuviera desengañada de la vida. Sí que pretendía que el lector asumiera que hay cierto tono irónico o festivo en lo que ella cuenta, porque, evidentemente, está tomando decisiones como su hija de catorce años. Lo camufla como una reflexión seria, pero la decisión la ha tomado por lo que la ha tomado, y es por ese impulso adolescente que le ha visto a la cría y que quiere compartir. En mi mente, es como si la madre estuviera sufriendo una especie de crisis, de madurez o de identidad, algo de ese tipo, y por eso sus acciones van a ser algo caóticas.

No es, en su totalidad, una historia cómica. Tiene momentos así, de descreimiento y desgana, que pueden resultar simpáticos, y luego, como aquí pilla hasta el apuntador, hay otros más serios, según se va desarrollando la trama.

Quizás me falla el tono, como dice @Snorry (muchas gracias a ti también por leer y comentar), no lo sé. No me lo había planteado hasta ahora, la verdad. Me ha gustado poder apreciar también esta perspectiva. Entiendo que es algo que podría comprobarse o descartarse al leer el resto de la historia. Le daré una vuelta, a ver si concluyo algo.

Gracias por todo y un abrazo, chicos :60:

PD.- Creo que ninguno sois mujeres, ¿no? A ver si se pasa alguna, que en otro foro me han dicho que el relato de la cría pequeña es poco creíble, y es posible que sea así, pero necesitaría más opiniones.
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