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Editorial: SEIX BARRAL
Nº de páginas: 240 págs.
Año edición: 1994
Encuadernación: Tapa blanda
13x21cm.
En A bote pronto, Camilo José Cela confirma su extraordinaria maestría en lo conciso. Escritos en «un tiempo en el que debemos ahorrar de todo, empezando por las palabras y las pulgadas», los textos aquí reunidos, que van desde la reflexión ética al arraigo lírico en la tierra natal, pasando por el humor escéptico y sabio y el abrupto o grotesco apunte carpetovetónico, muestran de forma deslumbrante la energía expresiva ajena a todo desfallecimiento y la inalterada autoridad moral del escritor.
De momento solo llevo unas 30 páginas, pero me está gustando esta serie de artículos con las refexiones de D. Camilo sobre diversos aspectos de la vida. Un hombre muy inteligente que escribía sobre lo que quería y como quería, da gusto.
NADIE ES NADIE JAMÁS
Nadie es nadie jamás para pedir cuentas a nadie porque nadie tampoco es mucho más que nadie, si se mira bien. Don Manueliño da Estrobe, el filósofo de Catoira, veía claro lo que casi nadie entendía y eso le lastraba de eficacia y brillantez el pensamiento.
—Mira, Roquiño, tú eres medio parvo, todo el mundo lo dice. ¿Tú sabes que eres medio parvo?
—Sí, señor, sí que lo sé.
—Bueno, pues tampoco eres tan parvo como pareces porque los parvos metafísicos, los parvos del todo ni lo reconocen ni se creen parvos; algunos hasta leen el periódico y escriben cartas al director. Mira, Roquiño, no juzgues si no quieres ser juzgado, eso se dice en un libro de la antigüedad y es tan cierto como la luz del sol.
Todos los hombres somos parvos y minúsculos si nos comparamos con el Espíritu Santo, por ejemplo, o con don Crescente el de La Esclavitud, que llegó a dirigir una orquesta de grillos, pero si miramos alrededor encontramos a veces mucho consuelo. Un santo varón pensaba de sí mismo: si me observo, siento una gran compasión de mi insignificancia, pero si miro alrededor y me comparo, casi me admito.
Los certificados de defunción producen la muerte administrativa o burocrática o legal, es cierto, que no siempre coincide con la muerte clínica o irreversible o real por más que nos lo quieran hacer creer. Lo digo porque a una rumana muerta para el registro civil pero no para el del otro mundo, la devolvió a la vida el guardián del depósito de cadáveres usando un medio habitual para otros menesteres, sí, pero no para resucitar muertos.
Dan, el joven y necrófilo celador de la «morgue», vio entrar el supuesto cadáver de la bella Zamfira, también joven y no del todo finada, y se dijo para sus adentros:
—¡Caray, qué señora! ¡A mí ésta no se me escapa muerta!
Dan esperó a quedarse solo, sacó el cuerpo de la moza de la nevera, lo tendió sobre una camilla y, ¡hala!, ¡a gozar de la vida, que son tres días! Zamfira, la falsa muerta, al notar determinada sensación tan grata como escasamente funeraria, sonrió y se incorporó para dar las gracias, pero no pudo hacerlo porque tuvo que atender a su galán, que se había desmayado. Los padres de Zamfira pidieron al juez la libertad de Dan, que hizo revivir a la hija. Sería un bonito final que se acabaran casando.
¿Será cierto eso de que, entre nosotros, la derecha propende a la hoguera y la izquierda a la catequesis? Las cosas, por esos tortuosos andurriales, quizá no enseñen ni mucho ni mayor arreglo. Al enemigo no se le puede quemar porque no arde y a su espíritu tampoco, porque revive. Los libros pueden convertirse en llamas, es cierto, y en cenizas, también lo es, pero las palabras que los libros dicen son incombustibles y pueden pasar, rebotando de cabeza en cabeza, y vivir lozanas y eficaces durante una eternidad. Al enemigo tampoco se le puede catequizar porque no se deja y, además, se ríe. Y a su espíritu tampoco, otra vez tampoco, porque su alada sustancia resiste cualquier suerte de manipulación. Al enemigo, si no se puede acabar con él, no hay por qué tratar de convencerlo, basta con tolerarlo y respetarlo, aunque eso sí, manteniendo siempre la distancia sin compasión alguna. Francis Bacon nos explica bien a las claras que quien compadece al enemigo no tiene compasión de sí mismo.
EL HUEVO O LA SEMILLA
... Un amigo agente de seguros y aficionado a coleccionar despropósitos me regala el cuaderno en el que ha ido apuntando a lo largo de algún tiempo las declaraciones que los conductores de automóviles siniestrados fueron haciendo en los formularios que tuvieron que rellenar. Ninguno tiene desperdicio y en cada uno de ellos se esconde una página literaria; por si a alguien aprovechan los iré copiando durante algunos días y sin glosarlos, esto es, en los puros cueros (los numero como si fueran capitulillos).
I. Volviendo al hogar, me metí en una casa que no era la mía y choqué contra un árbol que no tengo.
II. El otro coche chocó con el mío sin previo aviso de sus intenciones.
III. Creí que el cristal de la ventanilla estaba bajado, pero me di cuenta de que no, cuando saqué la cabeza a través de él.
IV. Choqué contra un camión estacionado que venía en dirección contraria.
V. Un camión retrocedió a través de mi parabrisas y le dio a mi mujer en la cara.
LITERATURA CAMINERA
... VI. El peatón chocó contra mi coche y luego se metió debajo.
VII. El tío estaba por toda la calle y tuve que hacer varias maniobras bruscas antes de darle.
VIII. Saqué el coche del arcén, miré para mi suegra y me fui por el terraplén abajo.
IX. Tratando de matar una mosca choqué contra el poste de teléfonos.
X. Había estado todo el día comprando plantas y al volver a casa, un arbusto surgió de repente y no pude ver al coche que venía.
XI. Llevaba cuarenta años conduciendo cuando me dormí al volante y tuve el accidente.
XII. Al llegar al cruce apareció de pronto una señal de «stop» donde nunca había estado y no pude parar a tiempo de evitar el choque.
ÚLTIMOS TESTIMONIOS
... XIII. Para evitar la colisión con el coche de delante, atropellé al transeúnte.
XIV. Mi coche estaba correctamente aparcado cuando, retrocediendo, le di al otro coche.
XV. Un coche invisible que salió de la nada, me dio un golpe y desapareció.
XVI. Le dije al policía que no estaba herido pero cuando me quité el sombrero, descubrí que tenía fractura de la base del cráneo.
XVII. Estaba convencido de que el vejete no llegaría nunca al otro lado de la calzada cuando le atropellé.
XVIII. El peatón no sabía en qué dirección correr, así que le pasé por encima.
XIX. Vi una cara triste moviéndose lentamente, cuando el señor mayor rebotó en la capota de mi coche.
XX. La causa indirecta del accidente fue un tipo bajito en un coche pequeño y con una boca muy grande.
XXI. Cuando el coche abandonó la calzada salí despedido y más tarde me encontraron en un hoyo con unas vacas sueltas.
XXII. El poste se estaba acercando y cuando maniobraba para salirme de su camino, choqué de frente.
Un atracador con mala suerte se tropezó con el parapeto de la sordera del viejo matrimonio atracado y se tuvo que ir sin atracar, supongo que debe ser desesperante eso de que el atracado no se dé cuenta de que lo están atracando y frustre el atraco sin más ni mejor arma que estar más sordo que un cencerro y tanto como una tapia. El atracador era jovencito y bisoño, quizá también buena persona e impaciente, y desistió del atraco porque se le desataron los nervios y se le desinfló la paciencia. La policía lo detuvo, ya sin la capucha puesta, a la puerta misma de la casa en la que no atracó y, al llegar a la comisaría, le dijo al jefe que le tomaba declaración:
—No puede usted imaginarse lo que pasé allí dentro, señor comisario, aquello era un calvario, algo superior a mis nervios. Se conoce que no sólo no sirvo para atracador sino que tampoco tengo maña para actor.
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