Santiago Dabove

Pues eso, para hablar de un autor en general.

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Marcelo Choren
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Santiago Dabove

Mensaje por Marcelo Choren »

Santiago Dabove
(1889, Morón, Argentina - 1951, Morón, Argentina)

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Escritor y diletante argentino, oriundo de Morón, célebre por su amistad con Macedonio Fernández, Jorge Guillermo y Jorge Luis Borges. Su libro póstumo La muerte y su traje (1961), fue prologado por Borges. En 2004 se reeditó con el prólogo original, un segundo prólogo de Horacio Salas e ilustraciones del sobrino nieto del autor.

El episodio El experimento del filme Tres historias fantásticas dirigido en 1964 por Marcos Madanes se basa en el cuento homónimo de Dabove.
Wikipedia

Santiago Dabove fue el autor de un único, poco voluminoso, libro de cuentos: La muerte y su traje.
¿Cuál es su mérito, entonces? ¿El haberse codeado con Macedonio Fernández? ¿Su amistad profunda con Jorge Luis Borges? ¿Las interminables tertulias en La Perla, donde se sumaban Leopoldo Marechal y Raúl Scalabrini Ortiz? ¿Su reticencia cerril a ser publicado, a abandonar su Morón de toda la vida?
Sólo podemos conjeturar.
Quizá Borges, que prologó la primera edición, ya póstuma, en un lejano 1961, nos dé una pauta.
PRÓLOGO
Un hombre soñado por Shakespeare dijo que estamos hechos de la substancia con que se hacen los sueños; para los más, este dictamen es una interjección del desaliento o una metáfora; para los metafísicos y místicos, es la directa enunciación de una verdad precisa. (No sabemos cuál de las dos interpretaciones fue la de Shakespeare; acaso le bastó la mera música de sus palabras). Macedonio Fernández, que no propuso ideas nuevas —posiblemente no las hay— pero que redescubrió y repensó las ideas fundamentales, razonaba con admirable gracia y pasión esa índole onírica de las cosas y fue por él que conocí, hacia 1922, a Santiago Dabove. Pocas horas le bastaron a Macedonio para convertirnos al idealismo. La memoria de Berkeley y el anhelo de hipótesis mágicas o asombrosas fueron mi estímulo; en cuanto a Santiago Dabove, sospecho que lo guiaba la convicción de que la vida es tan poca cosa que no puede ser más que un sueño. Nihilismo y amargura lo condujeron a la tesis onírica. Para este sueño o realidad que lleva la cifra de 1960, Santiago ha muerto y vive en las realidades o sueños que propone este libro.
Todos los sábados, durante un tiempo que acabó midiéndose por años, nos congregaba en una confitería de la calle Jujuy la tertulia, hoy casi legendaria, de Macedonio. A veces conversábamos hasta el alba; los temas habituales eran la filosofía y la estética. La pasión política no había devorado aún a las otras; acaso nos creíamos anarquistas individualistas, pero Kropotkin o Spencer nos importaban menos que los usos de la metáfora o la inexistencia del yo. De una manera casi imperceptible, Macedonio dirigía nuestro diálogo; quienes entonces lo escuchamos no podemos maravillarnos de que los hombres que perdurablemente han influido en la humanidad —Pitágoras, el Buddha, Jesús— prefirieran la palabra oral a la palabra escrita... Es típico de tales abstractos y apasionados cenáculos que lo general borre lo personal; muy poco sé de la cronología y de las vicisitudes de Santiago, salvo que estaba empleado en el Hipódromo y que vivía en Morón, pueblo de sus padres y abuelos. Creo, sin embargo, haberlo conocido íntegramente, en la medida en que una persona puede ser conocida por otra; me parece que podría presentarlo en un cuento y hacerlo obrar sin falsedad. Era, como Pitágoras quería, un espectador. Sobrellevaba sin fatiga los lentos días de semana en el pueblo; el cigarrillo, el violín y el mate eran formas de su ocio. Su casa era una de esa casas antiguas que se ahondan en patios y en cuyo fondo hay una claridad, que es la huerta. Una gran parra suavizaba las diversas luces del día y por esos patios y por esas altas habitaciones iría Santiago, adivinando y precisando sus sueños.
Una vez nos dijo, sonriendo, que disponía de todos los materiales para la redacción de una gran novela, porque siempre había vivido en Morón; Mark Twain pensaba lo mismo del Mississippi, cuyas anchas y oscuras aguas había surcado tantos años como piloto, y quizá todas las variedades humanas estén representadas en cualquier lugar del planeta y quizá en cada hombre. En cuanto a la idea o prejuicio naturalista, de que los escritores deben viajar en busca de temas, Dabove lo juzgaba menos afín a la literatura que al periodismo. Recuerdo haber discutido con él pasajes de De Quincey o de Schopenhauer, pero sospecho que leía lo que el azar le ponía en las manos. Fuera de algunas viejas admiraciones —el Quijote y Edgar Allan Poe, ciertamente, y acaso Maupassant— no tenía mayores esperanzas en la palabra escrita. Había hecho lo humanamente posible para admirar a Goethe, pero le sucedió lo que a otros. La música era para él no sólo un goce emocional sino intelectual. La ejecutaba con destreza, pero prefería oírla y analizarla.
Recuerdo algunas de sus observaciones. En el cenáculo de Macedonio se discutía si el tango es alegre o triste. Cada cual rechazaba como excepciones las piezas que otro alegaba como típicas y ni siquiera nos poníamos de acuerdo sobre el valor emocional de Don Juan o de Siete palabras. Santiago, que nos escuchaba en silencio, observó al fin que la discusión era vana, puesto que cualquier melodía, aún la pobrísima del tango, es harto más compleja, rica y precisa que los adjetivos triste o alegre. El tango no le interesaba, pero sí la crónica épica de las orillas, las historias de guapos. Las refería sin el menor acento admirativo o sentimental. No olvidaré una anécdota suya: la inauguración de una casa mala en un pueblo de la provincia de Buenos Aires. Los “niños bien”, que conocían la capital, tuvieron que explicar el insólito establecimiento a los grandes malevos, que sólo habían gustado hasta entonces los amores del zaguán o de la intemperie. A Maupassant le hubiera complacido esta situación.
Más que lo irreal Santiago sentía lo vano de las cosas. Ambos sentimientos conviven en el cuento fantástico, al que también lo condujeron el ejemplo, ya mencionado, de Poe y el de Lugones de Las fuerzas extrañas. Todas las piezas que componen este volumen póstumo pertenecen a un género que podríamos definir como de imaginación razonada, pero los géneros no son otra cosa que comodidades o rótulos y ni siquiera sabemos con certidumbre si el universo es un espécimen de literatura fantástica o de realismo.
El roce de los años desgasta las obras de los hombres, pero perdona paradójicamente algunas cuyo tema es la dispersión y la fugacidad. Ciertamente las venideras generaciones no se resignarán a dejar morir el singular y dolorido cuento "Ser polvo".

Jorge Luis Borges

Obra
- La muerte y su traje (1961)

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Actualizado (Mayo/2020)
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