¡No lo entiendo!, Platón - El Ekilibrio (II relatos)

Relatos que optan al premio popular del concurso.

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lucia
Cruela de vil
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¡No lo entiendo!, Platón - El Ekilibrio (II relatos)

Mensaje por lucia »

Tras aclarar la cabeza con dos golpes negativos en el aire, comienzo a sentir conciencia sobre mí mismo. Una leve luz gris me envuelve. Tumbado en el frío cemento, con la parte posterior de la cabeza otra vez apoyada, miro al techo de hormigón, confundido. Tengo frío; estoy desnudo.

Cruzo los brazos sobre mi estómago mientras ruedo media vuelta para acabar la sinfonía del movimiento en una postura fetal. Noto la mejilla pegada al suelo, abro los ojos todo lo que mis párpados dan de sí y doy orden a mis pupilas que asciendan a los bajos de mi hueso frontal. Siento un pinchazo en mis globos oculares que rápidamente generan un fuerte dolor de cabeza. Y aguanto el dolor en un ‘re sostenido’. Esta nueva sensación incómoda alivia, en cierta manera, el tremendo pinchazo de dolor que gritó en mi vientre. Los lagrimales trabajan a toda máquina. Lo último que siento es mi propio llanto.

Han pasado los años. A pesar de no saber que ocurrió, mi memoria debe haber encontrado un lugar recóndito donde esconder los datos que pudieran darme alguna pista. Y tanto tiempo ha pasado, que ni recuerdo que debe haber recuerdos del suceso.

La gris luz permanece pero no es tan homogénea como creo que debería ser. Mis pantalones cortos, mi gorrita de lana y un par de libritos es todo lo que poseo. Y un grito desde una ventana. Una señora chilla mi nombre y yo corro hacia la voz. Es la mujer que me abandonó desnudo; pero yo no lo recuerdo.

Un día cualquiera, paseando cerca del parque, con el dobladillo de los jeens vuelto, siento ciertas primeras experiencias con la luz. Proyectan sombras sobre el mantel de cemento de la pared. Algo presiento en ellas a pesar de darles la espalda. Me giro de repente para mirarlas fijamente... el dolor de mis ojos provoca un rápido arropamiento de las palmas de mis manos en ellos. No entiendo nada y vuelven mis gritos. Son recuerdos vagos de Munch que habría visto en alguna lámina. O en la televisión. Publicidad.

Luz errónea. Pero es un dato que yo desconozco. También desconozco si es luz; así la bauticé un día y las características que he decidido que me describan reafirman mi argumento. No importa. Aprendí no sólo a mirar las sombras (a pesar del fuerte dolor), también a tocarlas, a jugar con ellas en mis manos. Ellas dejan ser manipuladas e incluso, alguna vez, penetradas; y otras, simplemente convencidas. Todo es tan fácil. Hasta que aparece un amigo que viene a informarte que parte. No consigo entender como demonios consiguió entrar en mi cubículo de cemento para darme la noticia. No tiene aberturas. No importa. Se marchó.

Y pasan las horas. Lentas.

Es todavía temprano para conseguir cierta sensación mal interpretada de libertad. Tengo la suficiente autonomía para moverme dentro del gris. Vienen a mi memoria, de vez en cuando, viejos sueños sobre la quietud de las piedras del río mientras las aguas, que forman su nombre, pasan. Es un pensamiento tan arriesgado que, en un mecanismo de autodefensa, todo termina con la sombra del mar de un Antonio Machado cabizbajo, paseando entre sus árboles, mientras sueña secretamente en Zenobia y en los rostros que describió su marido tras la boda en St. Stephen. Todos tras el cristal de una ventana que no poseo.


Y llegó un momento. Toda la luz gris se disuelve. El cemento se derrite formando montones rugosos en el suelo. Salto por encima de ellos y caigo, con un estrepitoso silencio, sobre el césped. Es noche cerrada. Sólo media luna árabe pinta de color blanco el cielo. Brisa y cuchicheos de hojas secas que bailan, en círculo, cerca de los chopos. Y frío, mucho frío. Mis dientes se martillean: el norte y el sur otra vez enfrentados.

¡De repente lo escucho!. Es una espera tranquila ese ruido de pasos. Pero sé bien, ¡vaya si lo sé!, que se acercan a mí. Quiere atraparme. Imagino los lamentos de mi futuro asesino por no haberme dado caza aún. Pero la situación ahora es reversible. Él y yo lo sabemos. No ha podido entrar nunca en mi cubículo. Daba vueltas alrededor, haciendo ostentación de su presencia, pero con la sonrisa de la resignación estéril pegada en los labios. Pero ahora ha olido mi miedo y se acerca sigilosamente, sediento de mis entrañas, ansioso de poder utilizar, de una vez por todas, su separador de Finochietto que guarda desde hace décadas. Y ahora tiene su oportunidad.

Ando despacio primero sin un rumbo argumentado. Sólo tengo claro que debo llegar a los árboles antes que él. Oigo sus pasos tras los míos; pero no me atrevo a mirar. Mis pasos han evolucionado hacia el trote nervioso. Mis oídos interpretan perfectamente como me persigue. Por fin, mi mano izquierda, logra tocar la corteza del primer árbol del bosque. Con un leve empujón, casi de refilón, ese movimiento consigue darme fuerzas para orientar mi carrera descoordinada hacia el interior de la vegetación. Es inútil ya que caigo de bruces a causa de unos matojos que han elaborado nudos de espino en mis piernas. La carrera de fuertes zapatazos de mi verdugo está ya cerca. El vapor de mi boca sale expulsado a borbotones. Es lo último que imagino. Lo último que se escucha en el bosque es un grito agudo femenino que dice que he entrado en parada. Vuelvo a estar desnudo. Con los globos oculares hinchados y las pupilas alojadas en el dolor de las sombras.

Pasan los años. No me pregunto ciertas cosas. Vivo cómodo en mi cubo de cemento con las últimas tecnologías al alcance de mi mano: poseo una rueda, un palo y una revista de Playboy. Estoy contento con mi soledad. Sé que ahí fuera está el silencio y él, con sus eternos paseos acosadores de mi espíritu. Prefiero mi guarida, mis sombras manipuladas y los recuerdos alojados en el olvido.

Pasan los años. Una mañana de agosto, una de mis sombras menos motivadas, avisa al 091. Hace días que no han imaginado mi presencia en el rellano. Además de un putrefacto olor que envuelve y pinta el gesto de los rostros de los que se acercan. Es mi cadáver. Un cuerpo fofo, tocado de una alopecia grasa y, con los últimos de Filipinas, lacios y caídos a un lado. Estoy sentado en un sillón, con un bote cilíndrico vacío de patatas fritas (quedan algunas migajas de ellas sobre mi regazo). Indudablemente mi aspecto indica claramente que estoy muerto. No queda más que algo de carne en descomposición abrazada a unos huesos frágiles por el uso y la carga de un sobrepeso digno de cualquier partenaire de Divine. El forense así lo certifica al cabo de un buen rato. Lo de mi muerte; lo de Divine lo piensa pero es formalmente aburrido para expresarlo abiertamente.

Dos días después, tras pasar unas horas en una sala aséptica para que extirpen todos mis órganos y los pesen, deciden que deben colocar mi cuerpo al ‘Proceso de ensombramiento de la pared de la izquierda’

Tras un breve proceso burocrático que termina con mi cuerpo en un nicho, me trasladan inmediatamente a mi destino para los próximos 77 años. De momento, me instalan junto a la cama de un niño de pocos años.

Ten cuidado. Puede ser la cama de tu hijo y no imagino que papel debo interpretar.
Última edición por lucia el 24 Abr 2007 16:37, editado 1 vez en total.
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Si cedes una libertad por egoísmo, acabarás perdiéndolas todas.

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takeo
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Re: ¡No lo entiendo!, Platón

Mensaje por takeo »

Está muy bien
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takeo
GANADOR del III Concurso de relatos
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Re: ¡No lo entiendo!, Platón

Mensaje por takeo »

Vamos a darle otra vuelta a esto
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Protos
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Mensaje por Protos »

Qué cerebral y laberíntico relato! He disfrutado con la narración.
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El Ekilibrio
No puedo evitarlo
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Mensaje por El Ekilibrio »

Me alegro, Protos.
Gracias
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Escorpion
No tengo vida social
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Mensaje por Escorpion »

Enhorabuena hermano. Sutil, envolvente, pegajoso, hermoso!
:lol:
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