I Negra: Sin huella - Kharonte (3º Jurado)
Publicado: 13 Oct 2009 13:58
Me bajo del tranvía y en cuanto pongo un pie en la calle el aire otoñal me provoca un escalofrío. Poco importa que me haya enfundado en un abrigo que me cubre desde los hombros hasta los tobillos. Al sentir el lacerante frío nocturno mi reacción natural es encogerme. Un grupo de jóvenes se divierten cerca de allí, alborotando el silencio de la calle con los atronadores motores de unos coches trucados. De vez en cuando espían el cielo unos segundos, antes de volver a sus bromas. Un par de botellas enfundadas en papel circulan de mano en mano. Continúo mi camino por la calzada, pues la acera es tan estrecha que dos personas no podrían andar juntas, y cuando paso por su lado les oigo comentar emocionados la última victoria de los 49ers. Por otra parte, el olor del alcohol me despierta las ganas de echar un trago. Necesito beber una copa. Y esa urgencia me recuerda que mis ocupaciones no me han dejado tiempo libre para reabastecer el mueble-bar. Durante unos segundos me esfuerzo en desdeñar ese capricho, pero me resulta imposible imponerme a lo que me dictan las tripas.
Al doblar la esquina veo las luces encendidas de una pequeña tienda. No me apetece desviarme de mi camino, pero sé que no encontraré otro sitio donde conseguir una botella de bourbon. Así que dejo a un lado la urgencia que me empuja hacia la seguridad de mi casa, y aprieto el paso para recorrer la veintena de metros que me separan del local.
Nada más entrar, el tintineo de unas campanillas anuncia mi presencia y cuatro cabezas se vuelven para mirarme por unos segundos. La cajera, una chica de apenas veinte años, reanuda enseguida su tarea y sigue llenando una bolsa de papel con la compra de una mujer madura. Un tipo cuarentón con pinta de ser el encargado de la tienda, pelirrojo e incipientemente calvo, no le pierde ojo al hombre que se tambalea cerca de un estante repleto de bollería.
No quiero perder más tiempo. Recorro los estantes buscando mi marca favorita de bourbon, pero al llegar al final del muestrario descubro que soy incapaz de localizarla. Frustrado, repito el paseo con la esperanza de que la botella me haya pasado inadvertida. Tras la tercera comprobación me queda claro que debo cambiar de idea, y decido tomarme un par de cervezas. Escojo un par de botellas de Budweisser, y me pongo a la cola esperando a que me llegue el turno.
—Por favor, dése usted prisa en atenderme —apremia la mujer a la cajera—. Quiero llegar a mi casa antes de que sea noche cerrada. Me da miedo que uno de esos discos voladores me encuentre en la carretera y me secuestre.
La jovencita que va con ella, apenas una adolescente, se tapa la boca con una mano al reírse. Es evidente que le hace gracia ver a su madre asustada.
—Vinnie dice que te meten en mazorcas de maíz y te cambian el cerebro —añade, sin lograr borrarse la sonrisa del rostro.
—No debería reírse de lo que no sabe, jovencita —le reprende con severidad el encargado—. Ayer mismo escuché en la radio a ese hombre, Sevka, el que se escapó del pueblo invadido por los extraterrestres. Dijo que no se les puede distinguir de una persona normal.
—¡Por Dios, no me lo recuerde, caballero! Cuando pienso en todas esas pobres personas, me dan escalofríos. ¿Quién iba a imaginar lo que llevaban en los camiones? —se interrumpe un momento, y se abanica con la mano— Mi hermana vive en Alburquerque, y desde allí pudo ver el humo el día que quemaron el pueblo. Cuentan que les engañaron, que todos creían que era una fábrica de perfumes...
Sus últimas palabras se quedan prendidas en el silencio de la tienda, entre los parpadeos de las luces y el ronco sonido del refrigerador.
La dependienta mete un paquete de cereales en la bolsa de papel y le pone el bulto en las manos a la mujer.
—Yo no creo todo lo que cuentan, pero mi padre insiste en venir a recogerme cada noche. Él dice que nos quieren lavar el cerebro.
—Si hubiesen hecho caso a esa pobre gente de Nuevo México, esto no habría ocurrido —apostilla el encargado, encantado a todas luces de seguir hablando sobre el tema—. Esas cosas no se atreven con los comunistas, porque saben que allí disparan primero y preguntan después.
El borracho menea la cabeza para expresar su acuerdo, igual que la mujer asustada de las bolsas. Yo empiezo a impacientarme. Las palabras de todos y cada uno de ellos me devuelven al cotidiano desasosiego que se respira en el país. No hay hombre, mujer o niño que no se sepa de memoria las fechas y los nombres de cada pueblo, cada testigo, y cada persona involucrada en la invasión extraterrestre.
—Si el presidente no fuera tan miedoso, dejaría que el ejército se encargase de esas... Cosas. Cada vez que descubrieran un pueblo invadido el ejército debería lanzarles la bomba, como a los japoneses —a medida que habla el encargado se va exaltando más y más, sus ojos encendidos y las manos agarrotadas—. Si hubiesen hecho bien su trabajo, ahora no necesitaríamos los perímetros electrificados, ni las torres de vigilancia aérea en los parques...
En ese instante, las campanillas de la puerta se ponen a sonar furiosas y una voz adolescente nos grita en medio del estruendo.
—¡Quieto todo el mundo! ¡Al que se mueva lo destripo!
Todos nos olvidamos al instante de lo que nos rondaba la cabeza. El ladrón empuña el revolver con resolución, y se cubre el rostro con una máscara curiosa. Una de esas caretas que tan populares se han hecho en los últimos meses, de color gris plateado, con dos grandes ojos negros sin pupila. Esa imagen que tanta gente ha acabado relacionando con los alienígenas. Ni siquiera nos da tiempo a pensar. Cuando el encargado intenta escabullirse en la trastienda, le pega un tiro en la espalda. El desdichado se queda tirado en el suelo con el pecho empapado en sangre.
—¡Le has matado! —comienza a gritar la cajera, a un paso del histerismo, llamando automáticamente la atención del ladrón.
—Porque se ha pasado de listo, el muy hijo de puta. ¡Y tú cállate, o te soplo otro tiro, loca de mierda! —le corta el muchacho, con los brazos tensos y el arma temblorosa entre las manos.
Durante unos segundos me quedo helado. No puedo creer que tenga tan mala suerte. La primera vez que se me ocurre entrar en el jodido local, y tiene que pasarme esto...
—Y tú —me increpa el chaval, con absoluto desprecio— ¿Qué coño miras, capullo? Suelta toda la tela que lleves encima, pero ya. ¿Me escuchas?
Afirmo despacio con la cabeza al tiempo que me aseguro de que el chico actúa sólo. Mientras cuelo la mano dentro del abrigo miro de reojo al presunto borracho, acurrucado en una esquina del local con los ojos vidriosos. Por suerte, el ladrón dispersa su atención entre todos los presentes y vuelve a amenazar a la cajera. No necesita intimidarla mucho para que las lágrimas le empapen las mejillas.
Justo en ese momento, pongo la mano sobre el mostrador y deposito mi cartera allí. Al lado de las botellas de cerveza. A menos de medio metro de mí, el chico me dedica una sonrisa cuajada de caries.
—Me cago en la leche, menos mal que alguien me hace caso a la primera. Aprende, so puta...
En cuanto se gira hacia la cajera, agarro una botella por el cuello y le ataco con un movimiento rápido. El cristal cruje, partiéndose al golpearle en la sien izquierda. Ni siquiera reacciona. El arma se le resbala de los dedos y cae sobre el mostrador mientras él se desploma como un fardo contra el suelo.
Durante unos segundos, todos me miran atónitos.
—¡Dios mío, nos ha salvado usted! —me dice la chica sollozando, con fajos de billetes arrugados entre las manos— Nos ha salvado usted.
La mujerona que está a mi lado, y que ha permanecido callada todo el rato, grita también en un idioma que no entiendo con una sonrisa de oreja a oreja en su cara pálida como la cal.
Sin embargo, yo no puedo sonreír. Sólo he visto problemas desde que el chaval entró por la puerta. Me guardo la cartera en el bolsillo, con la mirada fija en el revolver del ladrón. La mujer extranjera y el resto de clientes siguen cubriéndome de alabanzas, pero no les presto atención. En mi mente tan sólo hay sitio para dos imágenes: la pistola automática que llevo bajo el abrigo, y el rostro que ha puesto Sevka al volver a verme dentro de su apartamento. Seguro que el pobre diablo pensaba que a mí también me habían fumigado. Que ninguno de los míos escapó a la lluvia de bombas incendiarias.
¿Cómo puedo irme de la tienda sin más, cuando me han visto y pueden darle mi descripción a la policía? Si la sangre que le está saliendo por el oído es una buena pista, el chaval está muerto y esto es un homicidio.
¿Por qué, de todos los borrachos que podrían ir a éste local, tenía que tocarle el turno precisamente a mi casero?
Alargo la mano por el mostrador, y clavo los dedos en el plástico de la empuñadura del revolver.
Tomo aire.
No me apetece hacerlo, pero no puedo dejar testigos. Sin huellas, todo es más fácil. Mi supervivencia depende de ello.
—Pero bueno, si usted es...
Al borracho no le doy tiempo ni para acabar la frase. Un par de balazos en el pecho, y cae al suelo hecho un guiñapo.
La cajera es la siguiente. Le pongo el cañón en la frente, y aprieto el gatillo. La pared se pone perdida de sangre al instante.
La señora que me abrazaba y su hija me miran ahora mientras los restos de la cajera les resbalan por la cara. No creo que hayan pasado tan deprisa de la alegría al miedo en su vida.
Tampoco es que les dé demasiado tiempo para pensarlo.
Por último, cojo al ladrón por debajo de los hombros. Haciendo un esfuerzo pongo de pie el cadáver, lo sujeto contra una estantería y, tras ponerle el revolver en la mano, aprieto el gatillo por última vez. Con un poco de suerte creerán que el chaval estaba loco y se pegó un tiro a sí mismo.
Al acabar, la tienda parece sacada de una peli barata de terror. En la lejanía empieza a escucharse una sirena, anunciando a todo el mundo que un coche patrulla viene para acá. Salgo a toda velocidad y corro hacia la esquina más cercana, decidido a dar un pequeño rodeo antes de poner camino a casa.
Sólo por si acaso.
Dentro del bolsillo del abrigo, palpo la escarchada superficie de las botellas de cerveza.
Al contrario que el resto de habitantes del planeta, yo sí puedo dormir con las ventanas abiertas. Para mí, cada zumbido y cada luz misterioso en mitad de la noche es un presagio del retorno de mis hermanos. Los humanos miran al cielo y tienen miedo.
Yo miro al cielo y sólo anhelo la conquista de la tierra prometida.
Al doblar la esquina veo las luces encendidas de una pequeña tienda. No me apetece desviarme de mi camino, pero sé que no encontraré otro sitio donde conseguir una botella de bourbon. Así que dejo a un lado la urgencia que me empuja hacia la seguridad de mi casa, y aprieto el paso para recorrer la veintena de metros que me separan del local.
Nada más entrar, el tintineo de unas campanillas anuncia mi presencia y cuatro cabezas se vuelven para mirarme por unos segundos. La cajera, una chica de apenas veinte años, reanuda enseguida su tarea y sigue llenando una bolsa de papel con la compra de una mujer madura. Un tipo cuarentón con pinta de ser el encargado de la tienda, pelirrojo e incipientemente calvo, no le pierde ojo al hombre que se tambalea cerca de un estante repleto de bollería.
No quiero perder más tiempo. Recorro los estantes buscando mi marca favorita de bourbon, pero al llegar al final del muestrario descubro que soy incapaz de localizarla. Frustrado, repito el paseo con la esperanza de que la botella me haya pasado inadvertida. Tras la tercera comprobación me queda claro que debo cambiar de idea, y decido tomarme un par de cervezas. Escojo un par de botellas de Budweisser, y me pongo a la cola esperando a que me llegue el turno.
—Por favor, dése usted prisa en atenderme —apremia la mujer a la cajera—. Quiero llegar a mi casa antes de que sea noche cerrada. Me da miedo que uno de esos discos voladores me encuentre en la carretera y me secuestre.
La jovencita que va con ella, apenas una adolescente, se tapa la boca con una mano al reírse. Es evidente que le hace gracia ver a su madre asustada.
—Vinnie dice que te meten en mazorcas de maíz y te cambian el cerebro —añade, sin lograr borrarse la sonrisa del rostro.
—No debería reírse de lo que no sabe, jovencita —le reprende con severidad el encargado—. Ayer mismo escuché en la radio a ese hombre, Sevka, el que se escapó del pueblo invadido por los extraterrestres. Dijo que no se les puede distinguir de una persona normal.
—¡Por Dios, no me lo recuerde, caballero! Cuando pienso en todas esas pobres personas, me dan escalofríos. ¿Quién iba a imaginar lo que llevaban en los camiones? —se interrumpe un momento, y se abanica con la mano— Mi hermana vive en Alburquerque, y desde allí pudo ver el humo el día que quemaron el pueblo. Cuentan que les engañaron, que todos creían que era una fábrica de perfumes...
Sus últimas palabras se quedan prendidas en el silencio de la tienda, entre los parpadeos de las luces y el ronco sonido del refrigerador.
La dependienta mete un paquete de cereales en la bolsa de papel y le pone el bulto en las manos a la mujer.
—Yo no creo todo lo que cuentan, pero mi padre insiste en venir a recogerme cada noche. Él dice que nos quieren lavar el cerebro.
—Si hubiesen hecho caso a esa pobre gente de Nuevo México, esto no habría ocurrido —apostilla el encargado, encantado a todas luces de seguir hablando sobre el tema—. Esas cosas no se atreven con los comunistas, porque saben que allí disparan primero y preguntan después.
El borracho menea la cabeza para expresar su acuerdo, igual que la mujer asustada de las bolsas. Yo empiezo a impacientarme. Las palabras de todos y cada uno de ellos me devuelven al cotidiano desasosiego que se respira en el país. No hay hombre, mujer o niño que no se sepa de memoria las fechas y los nombres de cada pueblo, cada testigo, y cada persona involucrada en la invasión extraterrestre.
—Si el presidente no fuera tan miedoso, dejaría que el ejército se encargase de esas... Cosas. Cada vez que descubrieran un pueblo invadido el ejército debería lanzarles la bomba, como a los japoneses —a medida que habla el encargado se va exaltando más y más, sus ojos encendidos y las manos agarrotadas—. Si hubiesen hecho bien su trabajo, ahora no necesitaríamos los perímetros electrificados, ni las torres de vigilancia aérea en los parques...
En ese instante, las campanillas de la puerta se ponen a sonar furiosas y una voz adolescente nos grita en medio del estruendo.
—¡Quieto todo el mundo! ¡Al que se mueva lo destripo!
Todos nos olvidamos al instante de lo que nos rondaba la cabeza. El ladrón empuña el revolver con resolución, y se cubre el rostro con una máscara curiosa. Una de esas caretas que tan populares se han hecho en los últimos meses, de color gris plateado, con dos grandes ojos negros sin pupila. Esa imagen que tanta gente ha acabado relacionando con los alienígenas. Ni siquiera nos da tiempo a pensar. Cuando el encargado intenta escabullirse en la trastienda, le pega un tiro en la espalda. El desdichado se queda tirado en el suelo con el pecho empapado en sangre.
—¡Le has matado! —comienza a gritar la cajera, a un paso del histerismo, llamando automáticamente la atención del ladrón.
—Porque se ha pasado de listo, el muy hijo de puta. ¡Y tú cállate, o te soplo otro tiro, loca de mierda! —le corta el muchacho, con los brazos tensos y el arma temblorosa entre las manos.
Durante unos segundos me quedo helado. No puedo creer que tenga tan mala suerte. La primera vez que se me ocurre entrar en el jodido local, y tiene que pasarme esto...
—Y tú —me increpa el chaval, con absoluto desprecio— ¿Qué coño miras, capullo? Suelta toda la tela que lleves encima, pero ya. ¿Me escuchas?
Afirmo despacio con la cabeza al tiempo que me aseguro de que el chico actúa sólo. Mientras cuelo la mano dentro del abrigo miro de reojo al presunto borracho, acurrucado en una esquina del local con los ojos vidriosos. Por suerte, el ladrón dispersa su atención entre todos los presentes y vuelve a amenazar a la cajera. No necesita intimidarla mucho para que las lágrimas le empapen las mejillas.
Justo en ese momento, pongo la mano sobre el mostrador y deposito mi cartera allí. Al lado de las botellas de cerveza. A menos de medio metro de mí, el chico me dedica una sonrisa cuajada de caries.
—Me cago en la leche, menos mal que alguien me hace caso a la primera. Aprende, so puta...
En cuanto se gira hacia la cajera, agarro una botella por el cuello y le ataco con un movimiento rápido. El cristal cruje, partiéndose al golpearle en la sien izquierda. Ni siquiera reacciona. El arma se le resbala de los dedos y cae sobre el mostrador mientras él se desploma como un fardo contra el suelo.
Durante unos segundos, todos me miran atónitos.
—¡Dios mío, nos ha salvado usted! —me dice la chica sollozando, con fajos de billetes arrugados entre las manos— Nos ha salvado usted.
La mujerona que está a mi lado, y que ha permanecido callada todo el rato, grita también en un idioma que no entiendo con una sonrisa de oreja a oreja en su cara pálida como la cal.
Sin embargo, yo no puedo sonreír. Sólo he visto problemas desde que el chaval entró por la puerta. Me guardo la cartera en el bolsillo, con la mirada fija en el revolver del ladrón. La mujer extranjera y el resto de clientes siguen cubriéndome de alabanzas, pero no les presto atención. En mi mente tan sólo hay sitio para dos imágenes: la pistola automática que llevo bajo el abrigo, y el rostro que ha puesto Sevka al volver a verme dentro de su apartamento. Seguro que el pobre diablo pensaba que a mí también me habían fumigado. Que ninguno de los míos escapó a la lluvia de bombas incendiarias.
¿Cómo puedo irme de la tienda sin más, cuando me han visto y pueden darle mi descripción a la policía? Si la sangre que le está saliendo por el oído es una buena pista, el chaval está muerto y esto es un homicidio.
¿Por qué, de todos los borrachos que podrían ir a éste local, tenía que tocarle el turno precisamente a mi casero?
Alargo la mano por el mostrador, y clavo los dedos en el plástico de la empuñadura del revolver.
Tomo aire.
No me apetece hacerlo, pero no puedo dejar testigos. Sin huellas, todo es más fácil. Mi supervivencia depende de ello.
—Pero bueno, si usted es...
Al borracho no le doy tiempo ni para acabar la frase. Un par de balazos en el pecho, y cae al suelo hecho un guiñapo.
La cajera es la siguiente. Le pongo el cañón en la frente, y aprieto el gatillo. La pared se pone perdida de sangre al instante.
La señora que me abrazaba y su hija me miran ahora mientras los restos de la cajera les resbalan por la cara. No creo que hayan pasado tan deprisa de la alegría al miedo en su vida.
Tampoco es que les dé demasiado tiempo para pensarlo.
Por último, cojo al ladrón por debajo de los hombros. Haciendo un esfuerzo pongo de pie el cadáver, lo sujeto contra una estantería y, tras ponerle el revolver en la mano, aprieto el gatillo por última vez. Con un poco de suerte creerán que el chaval estaba loco y se pegó un tiro a sí mismo.
Al acabar, la tienda parece sacada de una peli barata de terror. En la lejanía empieza a escucharse una sirena, anunciando a todo el mundo que un coche patrulla viene para acá. Salgo a toda velocidad y corro hacia la esquina más cercana, decidido a dar un pequeño rodeo antes de poner camino a casa.
Sólo por si acaso.
Dentro del bolsillo del abrigo, palpo la escarchada superficie de las botellas de cerveza.
Al contrario que el resto de habitantes del planeta, yo sí puedo dormir con las ventanas abiertas. Para mí, cada zumbido y cada luz misterioso en mitad de la noche es un presagio del retorno de mis hermanos. Los humanos miran al cielo y tienen miedo.
Yo miro al cielo y sólo anhelo la conquista de la tierra prometida.