CV2-Pudor selectivo - Juanfran
Publicado: 11 Jul 2014 09:45
Pudor selectivo
Seguiré procurando pedir en ventanilla un asiento de esos que van enfrentados. Me aseguro de que me vendan uno de espaldas al sentido de la marcha. Da igual que a los ferroviarios les sorprenda algo así. No me importa lo que piensen los demás.
Sé que sentada no veré más que al señor que tenga en frente, pero qué bonito resulta tener la sensación de estar mirando hacia mi ciudad todo el rato.
Los paisajes se suceden por las grandes ventanas del tren. Se interrumpen con la llegada de un túnel. Después, otra vez la luz. Fuera ya, grandes avenidas desbordan mi vista, y, de nuevo, vuelve la oscuridad al pasar a ese sitio.
En el recodo de una elevada planta de oficinas del centro de la ciudad, ahí estamos, intentando comenzar a trabajar, codo con codo, él y yo.
Me dijo que se llama Miguel.
Mi segundo día en la oficina. Mi cómodo sillón de ruedas. Mi ordenador de pantalla plana. Mi paquete de folios a estrenar. Mis nuevos lapiceros y bolígrafos. Y a mi lado él, Miguel. Me mira. No duda en hacerlo una y otra vez cuando tiene ocasión. Aprovecha cualquier giro de cabeza. Cualquier ruido que provenga del lado en el que me hallo. Si me echo hacia delante, si me echo hacia atrás; cualquier movimiento que haga es objeto de su mirada. Lo hizo ayer toda la jornada. Lo lleva haciendo hoy lo que llevamos de esta.
– Blanca, ¿te vas a venir a tomar algo al salir?
– Si, Miguel. Ya te dije ayer que iría.
Es viernes, y como en toda oficina, los empleados vamos al bar de en frente a echar la cerveza. A partir de hoy, qué remedio, me conocerán ya todos en el trabajo; a parte de mi jefe, Miguel y alguno más que ya me conoce. Sin embargo, no es eso lo que me pone nerviosa, es más, es lo que menos me inquieta.
La incertidumbre la causa Sebas. Hoy va a venir. Le he dado las señas del sitio, espero que sepa llegar. Es un cabezota. Dice que en el Hospital Provincial no van a saber hacerle la rehabilitación. “Es sólo un metacarpiano” le digo, pero no me hace caso. No ha salido de Ávila en la vida, y lo suficiente que he venido a trabajar aquí, para que le surja la necesidad imperiosa de que lo vea un especialista en Madrid. ¿Será por mí? Sabe que nos encontraríamos esta misma tarde en la estación.
Un local alargado manzana adentro. Un sitio al final de la barra reservado para los de la oficina. Un calvo regentando el negocio. Dos vasos servidos a medio de beber cuando llegamos, y, entonces, lo veo aparecer desde el fondo por la cristalera de entrada que parece estar hecha adrede para encuentros. Recorro a toda prisa el bar sorteando y tropezando con clientes y taburetes. Quiero tocarlo. Quiero preguntarle si ha llegado bien, cómo lleva la mano, qué le ha dicho el fisio, pero mi cuerpo va más rápido.
– ¡Sebaaaassss! – exclamo.
– ¡Blancaaaa!
Nos fundimos en un violento abrazo. Le paso los brazos por encima de los hombros. Me aparta en un instintivo movimiento el pelo que se pega a mi cara. No le da tiempo hacerlo con todo. Le busco nerviosa con mi boca su boca. La encuentro. Una lengua traviesa se encuentra con la suya. Lo beso con todas mis fuerzas, como si se me fuera a escapar, como si no quedara fin de semana.
Un recuerdo de viernes. Una angustia de lunes. Sebas hundido en el andén de Ávila. Una oficina aún novedosa. Miguel que pregunta:
– ¿Sois novios?
– Bueno, “novios” es una palabra demasiado fuerte.
Seguiré procurando pedir en ventanilla un asiento de esos que van enfrentados. Me aseguro de que me vendan uno de espaldas al sentido de la marcha. Da igual que a los ferroviarios les sorprenda algo así. No me importa lo que piensen los demás.
Sé que sentada no veré más que al señor que tenga en frente, pero qué bonito resulta tener la sensación de estar mirando hacia mi ciudad todo el rato.
Los paisajes se suceden por las grandes ventanas del tren. Se interrumpen con la llegada de un túnel. Después, otra vez la luz. Fuera ya, grandes avenidas desbordan mi vista, y, de nuevo, vuelve la oscuridad al pasar a ese sitio.
En el recodo de una elevada planta de oficinas del centro de la ciudad, ahí estamos, intentando comenzar a trabajar, codo con codo, él y yo.
Me dijo que se llama Miguel.
Mi segundo día en la oficina. Mi cómodo sillón de ruedas. Mi ordenador de pantalla plana. Mi paquete de folios a estrenar. Mis nuevos lapiceros y bolígrafos. Y a mi lado él, Miguel. Me mira. No duda en hacerlo una y otra vez cuando tiene ocasión. Aprovecha cualquier giro de cabeza. Cualquier ruido que provenga del lado en el que me hallo. Si me echo hacia delante, si me echo hacia atrás; cualquier movimiento que haga es objeto de su mirada. Lo hizo ayer toda la jornada. Lo lleva haciendo hoy lo que llevamos de esta.
– Blanca, ¿te vas a venir a tomar algo al salir?
– Si, Miguel. Ya te dije ayer que iría.
Es viernes, y como en toda oficina, los empleados vamos al bar de en frente a echar la cerveza. A partir de hoy, qué remedio, me conocerán ya todos en el trabajo; a parte de mi jefe, Miguel y alguno más que ya me conoce. Sin embargo, no es eso lo que me pone nerviosa, es más, es lo que menos me inquieta.
La incertidumbre la causa Sebas. Hoy va a venir. Le he dado las señas del sitio, espero que sepa llegar. Es un cabezota. Dice que en el Hospital Provincial no van a saber hacerle la rehabilitación. “Es sólo un metacarpiano” le digo, pero no me hace caso. No ha salido de Ávila en la vida, y lo suficiente que he venido a trabajar aquí, para que le surja la necesidad imperiosa de que lo vea un especialista en Madrid. ¿Será por mí? Sabe que nos encontraríamos esta misma tarde en la estación.
Un local alargado manzana adentro. Un sitio al final de la barra reservado para los de la oficina. Un calvo regentando el negocio. Dos vasos servidos a medio de beber cuando llegamos, y, entonces, lo veo aparecer desde el fondo por la cristalera de entrada que parece estar hecha adrede para encuentros. Recorro a toda prisa el bar sorteando y tropezando con clientes y taburetes. Quiero tocarlo. Quiero preguntarle si ha llegado bien, cómo lleva la mano, qué le ha dicho el fisio, pero mi cuerpo va más rápido.
– ¡Sebaaaassss! – exclamo.
– ¡Blancaaaa!
Nos fundimos en un violento abrazo. Le paso los brazos por encima de los hombros. Me aparta en un instintivo movimiento el pelo que se pega a mi cara. No le da tiempo hacerlo con todo. Le busco nerviosa con mi boca su boca. La encuentro. Una lengua traviesa se encuentra con la suya. Lo beso con todas mis fuerzas, como si se me fuera a escapar, como si no quedara fin de semana.
Un recuerdo de viernes. Una angustia de lunes. Sebas hundido en el andén de Ávila. Una oficina aún novedosa. Miguel que pregunta:
– ¿Sois novios?
– Bueno, “novios” es una palabra demasiado fuerte.
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