CPXII - Consejos para Verde de la Oruga Roja -Meiko (1° Pop)
Publicado: 14 Abr 2017 11:33
CONSEJOS PARA VERDE DE LA ORUGA ROJA
San Francisco, 1967
No puedo soportarlo. Siento que está observándome, agazapado entre las sombras. Sé que me vigila desde algún lóbrego rincón, oculto, con sus ojos inevitablemente clavados en mi espalda.
Hace dos días, al despertar, vi un papel con rojas letras junto a la almohada. Decía: “Casillas tercera y cuarta: Coge el tren, olvida tu nombre”. El suave viaje nocturno había hecho que el tiempo se plegara sobre sí mismo cruzando veloz las horas. Y yo, absorto en la contemplación del infinito, me había olvidado de todo lo demás, hasta de Beth y de mí mismo, de la propia existencia. Una coincidencia, pensé mientras manoseaba mecánicamente la segunda nota, a la que no di más importancia. Aunque ahora sé que acertó de nuevo.
Y esta mañana encontré el tercer y último mensaje, y ya no sé qué puedo esperar. Debería buscarle, hablar con él, intentar razonar. Tal vez debería buscar algo para defenderme, por si acaso. Voy a la cocina y sólo hay un viejo cuchillo de untar mantequilla, algunos tenedores y muchas cucharillas. También terrones de azúcar. Fantástico, podré endulzarle la vida. Vuelvo deprisa a la habitación del espejo pensando qué debería hacer, mirando de reojo mis cuadros de verdes tonos y paisajes surrealistas amontonados junto a la pared.
Al pasar frente a la ventana veo a Beth en la entrada, esperando. Me oculto tras la pesada cortina azul y la veo palpitar, sentir, balancear levemente el pie derecho sentada en los escalones. Así permanece un tiempo, en su sueño perfecto de calma y calor, con la oblicua luz del ocaso brillando a través de su vestido. Sonríe a cada instante de forma inconsciente, con las pupilas dilatadas y los pensamientos volando muy por encima de ella.
Más de cien veces la habré observado a través del cristal, y todas ellas la he dibujado rápidamente, con deleite, con trazo firme, utilizando invariablemente distintos tonos de verde. Sólo verde. Y he pintado, sin dudarlo, sus labios jade, el cabello oscuro con reflejos aceitunados, su suave piel en glaucos tonos. Siempre que la miro siento que el tiempo se detiene, se deforma, se prolonga. Me gustan las horas en las que el día y la noche se confunden y borran sus fronteras. Me gusta cuando los límites de las cosas se difuminan y todo se mezcla en un único pero múltiple y cambiante crisol.
Beth espera a Tom, un estúpido y prepotente rasgador de guitarras que va a menudo a destrozar temas de Grateful Dead al parque Buena Vista. A veces viene a buscarla al atardecer con su largo pelo azabache, ondulado y salvaje, su piel morena, sus brazos torneados. Yo le miro tras mi cortina y me juzgo en el espejo. Me veo pálido, con el pelo lacio, flaco y desmadejado en comparación. Se la lleva prendida de su cuerpo, dejando tras ellos sólo el olor a hierba y mi voluntad rota en mil pedazos. Viéndolos juntos he conocido otros verdes: el de la esperanza profanada por el dolor… y el de la envidia.
Dichoso verano del amor. Asegúrate de llevar flores en el pelo. Yo sólo consigo arrastrar todas las hojas y el barro del mundo en mis botas.
Lo que me recuerda de nuevo la nota de ayer: “Casillas quinta y sexta: Vive a la inversa. La oveja surca el agua. El huevo se sienta en la tapia”. Y anoche fue a la inversa. Beth se quedó, cual corderito, llorando la ausencia de Tom, que se quedaría en su tapia con su cerebro de huevo. Y yo, en contra de lo habitual, salí estando ella en casa porque ya tenía entradas para ir a Winterland a ver tocar a Pink Floyd. Segunda casualidad.
Cuando Beth no está a mi lado y, sobretodo, cuando sale con Tom, yo me consuelo aderezando terrones de azúcar con gotas de imaginación psicoactiva. Jeff viene a verme a menudo en esas ocasiones. Compartimos el tránsito de las horas, su magia, mi ácido.
Solemos viajar juntos disfrutando de las caleidoscópicas y plásticas figuras, de las asombrosas tinturas que surgen alrededor, de las sinfonías corales que forman las texturas, transformándose, silbando, vibrando. He llegado a sentir que cruzo las puertas de la percepción, como en el libro que inspiró a The Doors. He estado fuera de mi cuerpo, me he visto a mí mismo, he visto la vida como un mero espectador. Y siempre quiero más. Me pregunto cómo será de largo el cordón de plata y hasta dónde me permitirá llegar. Sólo soy yo mismo cuando me fundo con el infinito.
A veces, entran otros chicos de la casa a la estancia. Caminan, susurran, encienden un mechero, aspiran, y cada pequeño ruido se funde ante mis ojos creando imágenes en amarillos, naranjas, añiles, índigos, explosiones irisadas que crecen y giran en espiral. Normalmente oigo sus voces lejanas, como amortiguadas por el peso de la consciencia, del universo entero. Y constantemente fingen que Jeff no está. Creo que no le soportan y no puedo culparlos porque es algo antisocial, un poco excéntrico. Debe ser el único tío de todo Haight-Ashbury que no es bienvenido a nuestra pintoresca casa azul en Waller Street, donde las puertas nunca se cierran.
Hace tres noches tuvimos una conversación:
-Sólo busco el camino de baldosas amarillas que me llevará a mi Ciudad Esmeralda, ¿sabes?
-Déjate de Oz, te pega mucho más la oruga que fuma hierba sobre setas alucinógenas. Cualquier día caerás a través del espejo a tu país de las maravillas –bromeó Jeff.
-Y tú bien podrías ser esa oruga –respondí riendo-. Puedo aunar ambas cosas. El amor es verde, sólo necesito que ella lo entienda.
-El amor es carmesí, como la pasión, el instinto, la acción. Escarlata, como la sangre y el corazón. Extiende su pátina teñida de grana, como el odio y el dolor. Todo lo que remueve el alma es del mismo color. Un día teñiré de rojo el mundo, los mares, los árboles y hasta las piedras.
-Eh, Jeff. Cuando tu mente está tan llena de rojo, de ira, ¿no necesitas a alguien a quien amar? –se lo dije cantando, imitando con sorna la voz de Grace Slick de Jefferson Airplane.
-Claro, Verde –me apodó, burlón-. Debería amar a la Liebre de Marzo, incluso si sólo tiene ojos para el Sombrero. Pero prefiero cortarle la cabeza.
Su rostro se deformó, se inundó de distintos tonos y matices y, sí, predominaba el bermellón. Se me antojó que cambiaba, que podía ser tiempo, y roca, y volcán, y arrasar con un guiño campos de fresas y dientes de león.
-Juguemos, seamos peones en un tablero ajedrez –propuso con voz grave-. Si llegas a la octava casilla me apartaré de ti. Podrás elegir pieza, recitar el Jabberwocky, perderme de vista, perder la cabeza. Pero si llego primero te descubriré mi realidad.
Sonrió cual gato de Cheshire, doblándose y fundiéndose a un tiempo. Su risa me taladraba los oídos, martilleaba con violencia, mi viaje se tornó pesadilla. Los objetos asumieron formas grotescas y mil pensamientos gritaban a la vez en mi mente. Todos los muebles tomaron proporciones demenciales, flotaban, me chillaban, todo me asustaba alrededor. Sólo podía pensar en qué momento había entrado ese demonio en mi cabeza y qué tenía que hacer para que saliera.
Me asusté y cerré los ojos, intenté bloquear los sonidos. Me centré en los destellos y las acuarelas fractales que bailaban en mi mente. Y al fin pude volver despacio hacia la casa, hacia la habitación de la cortina azul donde el tiempo y el espacio son siempre relativos, hacia mi cuerpo exhausto tendido en el sofá.
Y cuando abrí los ojos Jeff ya no estaba. Y no recordaba si se había enfadado, ni qué le había contestado, ni cuándo se había ido. Pero todos mis verdes dibujos tenían tonos encarnados, lágrimas de sangre, vetas coloradas. Y supe que había sido él. Al despertar a la mañana siguiente, vi el primer mensaje.
Me estremezco recordándolo y vuelvo a mirar a través del cristal a Beth con preocupación. Sé que Jeff está fuera, puedo sentirle. Ya ha oscurecido. Tom no ha venido y ella mira a la luna, con lágrimas brillando en sus mejillas. La luz de la luna tiene algo de hipnótico, de onírico, de comprensión y de misterio. Abro la ventana y la llamo. Ella camina despacio, oigo sus pasos, sus desgastadas botas. Repican primero en la escalera, el vestíbulo y, finalmente, ante mí en mi habitación.
-Beth, no te vayas, quédate aquí conmigo. Estoy preocupado, he recibido algunas notas como esta –le alcanzo la de hoy mientras cierro la ventana y la cortina.
“Casillas séptima y octava: En el bosque sólo vence un caballero. Más allá del verde, recuerda quién eres”.
-Muy inquietante –se burla-. ¿Qué tienen que ver conmigo tus desvaríos con el verde?
Beth es verde, sólo que no lo sabe. Vi su aura en mi primer viaje con ella y era un mosaico de verdosos tonos, como los helechos, como la hiedra, como los tallos de las flores con las que trenza su cabello.
-Además, esta letra se parece a la tuya –añade desdeñosa devolviéndome el papel.
-Bueno, yo no lo he escrito. Mira, en el libro hay un duelo en el bosque con el Caballero Rojo, y además Jeff…
La miro y las palabras mueren en mi garganta. Porque al mirarla descubro que ha dejado de escucharme. No le importa, cree que todo es de mi propia invención. Genial, así de patético me ve. Baja la mirada con cierta tristeza. Sé que piensa en él.
-No tienes que contarme historias. En cualquier caso, hoy me quedaré contigo. ¿Por qué crees que Tom no ha venido? Hace días que no sé nada de él.
No le digo que ojalá lo haya matado Jeff. Estoy seguro de que no tendré tanta suerte. Andará por ahí tan feliz mientras ella llora en el otoño del recuerdo, aferrándose a lo marchito, intentando prolongar un verano que ya sabemos que ha terminado.
-Probablemente nada. No le apetecerá venir, o estará con otra, o habrá vuelto a casa lejos de esta maldita ciudad, ¿no deberíamos volver nosotros Beth?
-No, él sigue aquí. Pero no quiero molestarle. ¿Sabes? Está grabando un disco, es un artista de la psicodelia.
-La psicodelia no es desafinar y hacer ruido sin ton ni son.
-Lo dices porque no le soportas. Pero empieza a tener actuaciones importantes.
-Sí, actuaciones importantísimas, estelares. Ya le vi en Monterey pasando las cerillas a Hendrix y esquivando su Fender Stratocaster.
-Eres cruel. Y no sé cómo puedes permitírtelo. A fin de cuentas, tú eres el único artista monocromo en la época de las explosiones cromáticas –señala con un ademán despectivo mis pinturas, mis mundos de ensueño.
No le digo nada de los celos que me abrasan, ni de las decenas de dibujos verdes que hay en el armario, ni de la rabia que siento cuando se va y sé que ni siquiera tengo derecho a echarla de menos. La abrazo, le aparto el pelo de la cara, le suplico con la mirada. Ella protesta un poco, tuerce la boca en mil mohines, me sonríe. Me besa… y me hago añicos. Me pregunto por qué siempre recojo las migas que deja Tom, por qué no me ama, por qué le quiere a él, a él que no es nada. Siento electricidad en mi cuerpo, siento cómo las extremidades tiemblan de puro deseo. Y todo desaparece, ya nadie observa. El Caballero Blanco vence, me escolta hasta la octava casilla: elijo a la reina verdemar, incluso si aún no es sólo mía. Fin de la partida. Puedo olvidar, volar alto en el cielo, perder la cabeza, perderme en su cuerpo. Y me pierdo. Pero cuando vuelvo a tocar tierra, empiezo a fingir que ella me ama y empiezo a desquiciarla por no ser cierto. Me muestro frío, le cuento cosas que jamás entenderá o que le resultan irritantes. Le hablo de forma críptica a propósito, me hago el interesante.
Ella no grita, no hace aspavientos. Se cubre y enciende un cigarrillo tendida a mi lado.
-¿Sabes Jim? Te lo digo como amiga, tienes que abrir la mente. Odias a Tom porque no le comprendes. Él es, en todos los sentidos, auténticamente lisérgico.
A veces merezco su desprecio, su venganza. Así que lisérgico. Hasta que fui a la universidad nunca había oído esa palabra. Ahora llena el planeta. Rock lisérgico, Tom lisérgico, ácido lisérgico. Eso es lo que necesito ahora. Cojo un terrón de azúcar y lo aderezo con algunas gotas. Me tumbo en el colchón y enciendo un cigarrillo mientras ella apaga el suyo, se gira, se dispone a dormir.
Abro la cortina azul, y los rayos de la luna acarician la estancia llenándola de su pálida luz, reflejándose en el espejo. La ciudad duerme, sólo peinan el aire jirones de cientos de ensoñaciones. Pienso cómo podré asumir y comprender que la amo pese a todo. Cierro los ojos y espero el surgimiento de los mil llamativos colores que bailarán hoy para mí en mi mente, que me abrirán las puertas del conocimiento, de la creación, de la vida. Resuena en mi mente Interstellar Overdrive, es absolutamente perfecto. Me transporta más y más lejos, me hace intuir secretos, me revela enigmas que ni siquiera había osado plantearme. Y, despacio, empiezan a surgir los juegos de luces, la verdad absoluta que se esconde tras ese telón arrogante al que todos llaman realidad. Recuerda quién eres. ¿Y quién soy? Cambio tan deprisa y tantas veces que no puedo saberlo. Sólo soy yo mismo cuando me fundo con el infinito.
Todo da vueltas, el firmamento gira cada vez más deprisa, empiezo a marearme. Pierdo la noción del tiempo y descubro con sorpresa que mi cuerpo cae. Siento náuseas, abro los ojos, e intento ahogar un grito de terror. Porque al abrirlos veo a mi lado el cuerpo ensangrentado de Beth, su perfecto verde aceitunado cubierto de rojo infierno. Y sé que ha sido Jeff. Busco con rabia en torno mío, siento el corazón seccionado en trozos diminutos. Y le veo. Está de pie, frente a mí. Me mira con malicia, se ríe abiertamente. Cambia, se transforma, parece un diablo creciendo y creando avernos apocalípticos para mí. Todo se deforma, me amenaza, me habla alrededor, y no puedo soportarlo. Sólo vence un caballero, pero yo sigo en pie. Cierro el puño y golpeo una y otra vez a Jeff con todas mis fuerzas. Y suenan vidrios rotos, sueños fraccionados, el cosmos entero se rompe y se desploma. Se tiñen de carmín el aire, los sonidos, el mundo.
Oigo voces, muchas voces que gritan, se superponen, me agarran con sus enflaquecidas manos. Taladran mi cabeza con su eco: “¡El espejo!”, “Lo ha roto”, “Está fatal, imagina cosas”, y, sobretodo “Tranquilo, cálmate Jim”.
¿Cómo puedo calmarme? ¡Soltadme, bestias repulsivas! Son deformes, sombrías, tenebrosas. Siento que todo da vueltas, que puedo caerme de la tierra en cualquier momento. El espejo… ¿Habré pasado finalmente a través del espejo? Una pastilla me hace crecer, y otra me hace más pequeño. Me siento muy pequeño. Pero no sé a dónde ir, no hay conejo blanco al que seguir. Tengo miedo de enloquecer. Tengo miedo porque estoy en otra habitación, bajo otra luna, con otro tiempo que no es el mío. Siento que lloro, que las piernas me pesan, que debo huir… ¿a dónde?
Suena la voz de Beth, se alza entre todas las demás, dice: “Tranquilo Jim, no pasa nada. Mira, ven conmigo, ¡dame la mano!”.
¡Beth! Me está llamando, no dejo de oír su voz. ¿Querrá estar al fin a mi lado, sólo a mi lado? Pero está muerta, ¿no es así? He visto su rostro ensangrentado. He visto a su asesino celebrando el trágico final, la victoria del fuego sobre la hiedra. No sé si estoy despierto o soñando, o si es Jeff el que me sueña y se deleita desquiciándome. ¿En qué realidad está ella ahora? Quiero elevarme, dominar la astronomía, buscarla por el universo entero. Subo los peldaños que llevan hasta la buhardilla. ¿Eran tres tramos de escalera? ¿Cuatro? Pierdo la cuenta, corro todo lo que puedo mientras la barandilla se funde bajo mis dedos. Me defiendo. Los monstruos intentan detenerme, me sujetan, me gritan. Ya no les escucho, les empujo, les muerdo. Abro la ventana del desván. La noche, meciendo suaves brisas, me seduce, me pide que me funda con ella. Todo está oscuro, y en esa penumbra veo muchas luces verdes que titilan y parpadean. Desde la ventana sube y sube caracoleando un deslumbrante camino amarillo hasta más allá de las estrellas. Sé que me llevará a Beth, a mi Ciudad Esmeralda. Me mareo, mi cuerpo tiembla, tengo vértigo. No sé si estoy derecho, o si estoy cabeza abajo en un país de maravilla. No distingo ya la casa, ni el cielo, ni el suelo. Me gusta cuando se borran los límites de las cosas y todo se confunde, cuando hay un único pero múltiple y caótico todo. Y empiezo a recorrer mi anhelado sendero.
San Francisco, 1967
No puedo soportarlo. Siento que está observándome, agazapado entre las sombras. Sé que me vigila desde algún lóbrego rincón, oculto, con sus ojos inevitablemente clavados en mi espalda.
Hace dos días, al despertar, vi un papel con rojas letras junto a la almohada. Decía: “Casillas tercera y cuarta: Coge el tren, olvida tu nombre”. El suave viaje nocturno había hecho que el tiempo se plegara sobre sí mismo cruzando veloz las horas. Y yo, absorto en la contemplación del infinito, me había olvidado de todo lo demás, hasta de Beth y de mí mismo, de la propia existencia. Una coincidencia, pensé mientras manoseaba mecánicamente la segunda nota, a la que no di más importancia. Aunque ahora sé que acertó de nuevo.
Y esta mañana encontré el tercer y último mensaje, y ya no sé qué puedo esperar. Debería buscarle, hablar con él, intentar razonar. Tal vez debería buscar algo para defenderme, por si acaso. Voy a la cocina y sólo hay un viejo cuchillo de untar mantequilla, algunos tenedores y muchas cucharillas. También terrones de azúcar. Fantástico, podré endulzarle la vida. Vuelvo deprisa a la habitación del espejo pensando qué debería hacer, mirando de reojo mis cuadros de verdes tonos y paisajes surrealistas amontonados junto a la pared.
Al pasar frente a la ventana veo a Beth en la entrada, esperando. Me oculto tras la pesada cortina azul y la veo palpitar, sentir, balancear levemente el pie derecho sentada en los escalones. Así permanece un tiempo, en su sueño perfecto de calma y calor, con la oblicua luz del ocaso brillando a través de su vestido. Sonríe a cada instante de forma inconsciente, con las pupilas dilatadas y los pensamientos volando muy por encima de ella.
Más de cien veces la habré observado a través del cristal, y todas ellas la he dibujado rápidamente, con deleite, con trazo firme, utilizando invariablemente distintos tonos de verde. Sólo verde. Y he pintado, sin dudarlo, sus labios jade, el cabello oscuro con reflejos aceitunados, su suave piel en glaucos tonos. Siempre que la miro siento que el tiempo se detiene, se deforma, se prolonga. Me gustan las horas en las que el día y la noche se confunden y borran sus fronteras. Me gusta cuando los límites de las cosas se difuminan y todo se mezcla en un único pero múltiple y cambiante crisol.
Beth espera a Tom, un estúpido y prepotente rasgador de guitarras que va a menudo a destrozar temas de Grateful Dead al parque Buena Vista. A veces viene a buscarla al atardecer con su largo pelo azabache, ondulado y salvaje, su piel morena, sus brazos torneados. Yo le miro tras mi cortina y me juzgo en el espejo. Me veo pálido, con el pelo lacio, flaco y desmadejado en comparación. Se la lleva prendida de su cuerpo, dejando tras ellos sólo el olor a hierba y mi voluntad rota en mil pedazos. Viéndolos juntos he conocido otros verdes: el de la esperanza profanada por el dolor… y el de la envidia.
Dichoso verano del amor. Asegúrate de llevar flores en el pelo. Yo sólo consigo arrastrar todas las hojas y el barro del mundo en mis botas.
Lo que me recuerda de nuevo la nota de ayer: “Casillas quinta y sexta: Vive a la inversa. La oveja surca el agua. El huevo se sienta en la tapia”. Y anoche fue a la inversa. Beth se quedó, cual corderito, llorando la ausencia de Tom, que se quedaría en su tapia con su cerebro de huevo. Y yo, en contra de lo habitual, salí estando ella en casa porque ya tenía entradas para ir a Winterland a ver tocar a Pink Floyd. Segunda casualidad.
Cuando Beth no está a mi lado y, sobretodo, cuando sale con Tom, yo me consuelo aderezando terrones de azúcar con gotas de imaginación psicoactiva. Jeff viene a verme a menudo en esas ocasiones. Compartimos el tránsito de las horas, su magia, mi ácido.
Solemos viajar juntos disfrutando de las caleidoscópicas y plásticas figuras, de las asombrosas tinturas que surgen alrededor, de las sinfonías corales que forman las texturas, transformándose, silbando, vibrando. He llegado a sentir que cruzo las puertas de la percepción, como en el libro que inspiró a The Doors. He estado fuera de mi cuerpo, me he visto a mí mismo, he visto la vida como un mero espectador. Y siempre quiero más. Me pregunto cómo será de largo el cordón de plata y hasta dónde me permitirá llegar. Sólo soy yo mismo cuando me fundo con el infinito.
A veces, entran otros chicos de la casa a la estancia. Caminan, susurran, encienden un mechero, aspiran, y cada pequeño ruido se funde ante mis ojos creando imágenes en amarillos, naranjas, añiles, índigos, explosiones irisadas que crecen y giran en espiral. Normalmente oigo sus voces lejanas, como amortiguadas por el peso de la consciencia, del universo entero. Y constantemente fingen que Jeff no está. Creo que no le soportan y no puedo culparlos porque es algo antisocial, un poco excéntrico. Debe ser el único tío de todo Haight-Ashbury que no es bienvenido a nuestra pintoresca casa azul en Waller Street, donde las puertas nunca se cierran.
Hace tres noches tuvimos una conversación:
-Sólo busco el camino de baldosas amarillas que me llevará a mi Ciudad Esmeralda, ¿sabes?
-Déjate de Oz, te pega mucho más la oruga que fuma hierba sobre setas alucinógenas. Cualquier día caerás a través del espejo a tu país de las maravillas –bromeó Jeff.
-Y tú bien podrías ser esa oruga –respondí riendo-. Puedo aunar ambas cosas. El amor es verde, sólo necesito que ella lo entienda.
-El amor es carmesí, como la pasión, el instinto, la acción. Escarlata, como la sangre y el corazón. Extiende su pátina teñida de grana, como el odio y el dolor. Todo lo que remueve el alma es del mismo color. Un día teñiré de rojo el mundo, los mares, los árboles y hasta las piedras.
-Eh, Jeff. Cuando tu mente está tan llena de rojo, de ira, ¿no necesitas a alguien a quien amar? –se lo dije cantando, imitando con sorna la voz de Grace Slick de Jefferson Airplane.
-Claro, Verde –me apodó, burlón-. Debería amar a la Liebre de Marzo, incluso si sólo tiene ojos para el Sombrero. Pero prefiero cortarle la cabeza.
Su rostro se deformó, se inundó de distintos tonos y matices y, sí, predominaba el bermellón. Se me antojó que cambiaba, que podía ser tiempo, y roca, y volcán, y arrasar con un guiño campos de fresas y dientes de león.
-Juguemos, seamos peones en un tablero ajedrez –propuso con voz grave-. Si llegas a la octava casilla me apartaré de ti. Podrás elegir pieza, recitar el Jabberwocky, perderme de vista, perder la cabeza. Pero si llego primero te descubriré mi realidad.
Sonrió cual gato de Cheshire, doblándose y fundiéndose a un tiempo. Su risa me taladraba los oídos, martilleaba con violencia, mi viaje se tornó pesadilla. Los objetos asumieron formas grotescas y mil pensamientos gritaban a la vez en mi mente. Todos los muebles tomaron proporciones demenciales, flotaban, me chillaban, todo me asustaba alrededor. Sólo podía pensar en qué momento había entrado ese demonio en mi cabeza y qué tenía que hacer para que saliera.
Me asusté y cerré los ojos, intenté bloquear los sonidos. Me centré en los destellos y las acuarelas fractales que bailaban en mi mente. Y al fin pude volver despacio hacia la casa, hacia la habitación de la cortina azul donde el tiempo y el espacio son siempre relativos, hacia mi cuerpo exhausto tendido en el sofá.
Y cuando abrí los ojos Jeff ya no estaba. Y no recordaba si se había enfadado, ni qué le había contestado, ni cuándo se había ido. Pero todos mis verdes dibujos tenían tonos encarnados, lágrimas de sangre, vetas coloradas. Y supe que había sido él. Al despertar a la mañana siguiente, vi el primer mensaje.
Me estremezco recordándolo y vuelvo a mirar a través del cristal a Beth con preocupación. Sé que Jeff está fuera, puedo sentirle. Ya ha oscurecido. Tom no ha venido y ella mira a la luna, con lágrimas brillando en sus mejillas. La luz de la luna tiene algo de hipnótico, de onírico, de comprensión y de misterio. Abro la ventana y la llamo. Ella camina despacio, oigo sus pasos, sus desgastadas botas. Repican primero en la escalera, el vestíbulo y, finalmente, ante mí en mi habitación.
-Beth, no te vayas, quédate aquí conmigo. Estoy preocupado, he recibido algunas notas como esta –le alcanzo la de hoy mientras cierro la ventana y la cortina.
“Casillas séptima y octava: En el bosque sólo vence un caballero. Más allá del verde, recuerda quién eres”.
-Muy inquietante –se burla-. ¿Qué tienen que ver conmigo tus desvaríos con el verde?
Beth es verde, sólo que no lo sabe. Vi su aura en mi primer viaje con ella y era un mosaico de verdosos tonos, como los helechos, como la hiedra, como los tallos de las flores con las que trenza su cabello.
-Además, esta letra se parece a la tuya –añade desdeñosa devolviéndome el papel.
-Bueno, yo no lo he escrito. Mira, en el libro hay un duelo en el bosque con el Caballero Rojo, y además Jeff…
La miro y las palabras mueren en mi garganta. Porque al mirarla descubro que ha dejado de escucharme. No le importa, cree que todo es de mi propia invención. Genial, así de patético me ve. Baja la mirada con cierta tristeza. Sé que piensa en él.
-No tienes que contarme historias. En cualquier caso, hoy me quedaré contigo. ¿Por qué crees que Tom no ha venido? Hace días que no sé nada de él.
No le digo que ojalá lo haya matado Jeff. Estoy seguro de que no tendré tanta suerte. Andará por ahí tan feliz mientras ella llora en el otoño del recuerdo, aferrándose a lo marchito, intentando prolongar un verano que ya sabemos que ha terminado.
-Probablemente nada. No le apetecerá venir, o estará con otra, o habrá vuelto a casa lejos de esta maldita ciudad, ¿no deberíamos volver nosotros Beth?
-No, él sigue aquí. Pero no quiero molestarle. ¿Sabes? Está grabando un disco, es un artista de la psicodelia.
-La psicodelia no es desafinar y hacer ruido sin ton ni son.
-Lo dices porque no le soportas. Pero empieza a tener actuaciones importantes.
-Sí, actuaciones importantísimas, estelares. Ya le vi en Monterey pasando las cerillas a Hendrix y esquivando su Fender Stratocaster.
-Eres cruel. Y no sé cómo puedes permitírtelo. A fin de cuentas, tú eres el único artista monocromo en la época de las explosiones cromáticas –señala con un ademán despectivo mis pinturas, mis mundos de ensueño.
No le digo nada de los celos que me abrasan, ni de las decenas de dibujos verdes que hay en el armario, ni de la rabia que siento cuando se va y sé que ni siquiera tengo derecho a echarla de menos. La abrazo, le aparto el pelo de la cara, le suplico con la mirada. Ella protesta un poco, tuerce la boca en mil mohines, me sonríe. Me besa… y me hago añicos. Me pregunto por qué siempre recojo las migas que deja Tom, por qué no me ama, por qué le quiere a él, a él que no es nada. Siento electricidad en mi cuerpo, siento cómo las extremidades tiemblan de puro deseo. Y todo desaparece, ya nadie observa. El Caballero Blanco vence, me escolta hasta la octava casilla: elijo a la reina verdemar, incluso si aún no es sólo mía. Fin de la partida. Puedo olvidar, volar alto en el cielo, perder la cabeza, perderme en su cuerpo. Y me pierdo. Pero cuando vuelvo a tocar tierra, empiezo a fingir que ella me ama y empiezo a desquiciarla por no ser cierto. Me muestro frío, le cuento cosas que jamás entenderá o que le resultan irritantes. Le hablo de forma críptica a propósito, me hago el interesante.
Ella no grita, no hace aspavientos. Se cubre y enciende un cigarrillo tendida a mi lado.
-¿Sabes Jim? Te lo digo como amiga, tienes que abrir la mente. Odias a Tom porque no le comprendes. Él es, en todos los sentidos, auténticamente lisérgico.
A veces merezco su desprecio, su venganza. Así que lisérgico. Hasta que fui a la universidad nunca había oído esa palabra. Ahora llena el planeta. Rock lisérgico, Tom lisérgico, ácido lisérgico. Eso es lo que necesito ahora. Cojo un terrón de azúcar y lo aderezo con algunas gotas. Me tumbo en el colchón y enciendo un cigarrillo mientras ella apaga el suyo, se gira, se dispone a dormir.
Abro la cortina azul, y los rayos de la luna acarician la estancia llenándola de su pálida luz, reflejándose en el espejo. La ciudad duerme, sólo peinan el aire jirones de cientos de ensoñaciones. Pienso cómo podré asumir y comprender que la amo pese a todo. Cierro los ojos y espero el surgimiento de los mil llamativos colores que bailarán hoy para mí en mi mente, que me abrirán las puertas del conocimiento, de la creación, de la vida. Resuena en mi mente Interstellar Overdrive, es absolutamente perfecto. Me transporta más y más lejos, me hace intuir secretos, me revela enigmas que ni siquiera había osado plantearme. Y, despacio, empiezan a surgir los juegos de luces, la verdad absoluta que se esconde tras ese telón arrogante al que todos llaman realidad. Recuerda quién eres. ¿Y quién soy? Cambio tan deprisa y tantas veces que no puedo saberlo. Sólo soy yo mismo cuando me fundo con el infinito.
Todo da vueltas, el firmamento gira cada vez más deprisa, empiezo a marearme. Pierdo la noción del tiempo y descubro con sorpresa que mi cuerpo cae. Siento náuseas, abro los ojos, e intento ahogar un grito de terror. Porque al abrirlos veo a mi lado el cuerpo ensangrentado de Beth, su perfecto verde aceitunado cubierto de rojo infierno. Y sé que ha sido Jeff. Busco con rabia en torno mío, siento el corazón seccionado en trozos diminutos. Y le veo. Está de pie, frente a mí. Me mira con malicia, se ríe abiertamente. Cambia, se transforma, parece un diablo creciendo y creando avernos apocalípticos para mí. Todo se deforma, me amenaza, me habla alrededor, y no puedo soportarlo. Sólo vence un caballero, pero yo sigo en pie. Cierro el puño y golpeo una y otra vez a Jeff con todas mis fuerzas. Y suenan vidrios rotos, sueños fraccionados, el cosmos entero se rompe y se desploma. Se tiñen de carmín el aire, los sonidos, el mundo.
Oigo voces, muchas voces que gritan, se superponen, me agarran con sus enflaquecidas manos. Taladran mi cabeza con su eco: “¡El espejo!”, “Lo ha roto”, “Está fatal, imagina cosas”, y, sobretodo “Tranquilo, cálmate Jim”.
¿Cómo puedo calmarme? ¡Soltadme, bestias repulsivas! Son deformes, sombrías, tenebrosas. Siento que todo da vueltas, que puedo caerme de la tierra en cualquier momento. El espejo… ¿Habré pasado finalmente a través del espejo? Una pastilla me hace crecer, y otra me hace más pequeño. Me siento muy pequeño. Pero no sé a dónde ir, no hay conejo blanco al que seguir. Tengo miedo de enloquecer. Tengo miedo porque estoy en otra habitación, bajo otra luna, con otro tiempo que no es el mío. Siento que lloro, que las piernas me pesan, que debo huir… ¿a dónde?
Suena la voz de Beth, se alza entre todas las demás, dice: “Tranquilo Jim, no pasa nada. Mira, ven conmigo, ¡dame la mano!”.
¡Beth! Me está llamando, no dejo de oír su voz. ¿Querrá estar al fin a mi lado, sólo a mi lado? Pero está muerta, ¿no es así? He visto su rostro ensangrentado. He visto a su asesino celebrando el trágico final, la victoria del fuego sobre la hiedra. No sé si estoy despierto o soñando, o si es Jeff el que me sueña y se deleita desquiciándome. ¿En qué realidad está ella ahora? Quiero elevarme, dominar la astronomía, buscarla por el universo entero. Subo los peldaños que llevan hasta la buhardilla. ¿Eran tres tramos de escalera? ¿Cuatro? Pierdo la cuenta, corro todo lo que puedo mientras la barandilla se funde bajo mis dedos. Me defiendo. Los monstruos intentan detenerme, me sujetan, me gritan. Ya no les escucho, les empujo, les muerdo. Abro la ventana del desván. La noche, meciendo suaves brisas, me seduce, me pide que me funda con ella. Todo está oscuro, y en esa penumbra veo muchas luces verdes que titilan y parpadean. Desde la ventana sube y sube caracoleando un deslumbrante camino amarillo hasta más allá de las estrellas. Sé que me llevará a Beth, a mi Ciudad Esmeralda. Me mareo, mi cuerpo tiembla, tengo vértigo. No sé si estoy derecho, o si estoy cabeza abajo en un país de maravilla. No distingo ya la casa, ni el cielo, ni el suelo. Me gusta cuando se borran los límites de las cosas y todo se confunde, cuando hay un único pero múltiple y caótico todo. Y empiezo a recorrer mi anhelado sendero.