Lo retomé hoy. La enfermedad/fiestas/demás, me mantuvieron alejada del libro.
madison escribió:Oh, que maravilla de fotos!
Yppe escribió:¡Qué bonitas las fotos antiguas de Kassa!
A mi es un libro que me maravillo, no dejes de leer la continuación si puedes, Melinoe, cambia mucho el contexto pero es muy bueno también
¡Me alegra que se emocionen al ver las fotos!
Voy a seguir poniendo según encuentre.
Yppe, también tengo
¡Tierra, tierra!. Compré ambos hace años en una librería que lamentablemente ya no existe. Planeo leerlos con pausa, pero sin mucho espacio entre uno y otro.
Hacia el final del primer capítulo me encantó algo que dice sobre la catedral de Kassa y los sentimientos que el lugar despertaba en él:
El conjunto catedralicio, de seiscientos años de antigüedad, se alzaba por encima de la ciudad como núcleo de toda la vida y todo el pensamiento que lo habían rodeado durante siglos y siglos; la catedral parecía mantener el equilibrio de la ciudad más allá del tiempo y del espacio, como símbolo de la Idea pura que emerge de la confusión y la monotonía cotidiana del centro urbano. A una altura de cincuenta y tres metros, en la torre catedralicia, el guardia municipal encargado de avisar de los incendios velaba por la paz de la ciudad; junto a la catedral estaba la torre de Orbán, de cincuenta metros, con sus campanas de tonos bajos y serios que propagaban las noticias de fiestas, peligros y muertes desde la época de Ráköczi. La catedral —cuya hermana gemela encontraría yo más tarde en la de Tours— se imponía sobre todos los demás edificios con sus tres naves y su techo de tejas multicolores que siempre brillaban al sol, con las proporciones un tanto pesadas de un gigante.
Cuando yo pasaba por delante del pórtico de la catedral, siempre sentía escalofríos. Dentro, en la penumbra, se celebraba misa o algún otro acto religioso o beato ante alguno de sus numerosos altares. «¿Qué sentimientos me invaden cuando paso por delante del pórtico de la catedral?»: ése era el título de la redacción que teníamos que hacer todos los años para la clase de lengua húngara, y yo respondía siempre que me invadían «sentimientos muy elevados». La catedral, esa idea grandiosa expresada en su plenitud, dominaba la ciudad. Era demasiado grande e imponente, demasiado enigmática, oscura y majestuosa; uno no podía acostumbrarse a ella ni aceptarla, pues vivía en su esplendoroso orgullo por encima de la ciudad. En una de sus criptas, en un sepulcro de mármol, se conservaban los restos del propio Ráköczi. La tumba estaba siempre rodeada de coronas y guirnaldas de flores, de banderas y estandartes viejos y rotos, algunos con una inscripción que rezaba: «Pro libertate.» Cuando yo leía aquella frase durante las visitas piadosas que realizábamos con la escuela, me estremecía invariablemente. Aquellas palabras tenían para mí un significado especial, se me antojaban elevadas como el verso de un poema que provoca sentimientos profundos en el lector. No sé exactamente en qué pensaría al leerlas, pero estoy seguro de que no pensaba ni en la «patria», ni en el «amor a la patria», como solía decirse en los discursos patrióticos, sino más bien en el sentido primitivo de la palabra, en la libertad. Cuando pasaba por delante del pórtico de la catedral, recordaba esa palabra como si fuese un lema oculto por el cual, quizá, valía la pena vivir.
El segundo capítulo está buenísimo. Me encantan las reflexiones sobre sus orígenes, sobre los fantasmas que lo habitan y lo que hay en él de sus antepasados. Yo misma he dedicado gran parte de mi tiempo a esas cuestiones. Aunque debo decir no estoy de acuerdo en el poquísimo peso que otorga factores exclusivamente individuales, propios de cada persona y relativamente independientes de la genética en la configuración de la personalidad.
Tengo que hablar de los muertos, así que debo bajar la voz. Algunos están completamente muertos para mí; otros sobreviven en mis gestos, en la forma de mi cráneo, en mi manera de fumar, de hacer el amor, de alimentarme: como y bebo ciertas cosas por encargo de ellos. Son numerosos. Uno pasa muchos años sintiéndose solo entre la gente hasta que un día se encuentra con sus muertos, nota su presencia discreta pero constante. No alborotan demasiado. Con la familia de mi madre tardé en aceptar la convivencia; un día empecé a oír sus voces al hablar, a ver sus gestos al saludar o al alzar una copa. La «personalidad», lo poco que tú mismo te añades, es una nimiedad en comparación con la herencia que los muertos te dejan. Personas que ni siquiera he llegado a conocer sobreviven en mí: se ponen nerviosas, escriben novelas, albergan deseos y luchan contra sus miedos en mí. Mi rostro es la copia exacta del de mi abuelo materno; las manos las he heredado de la familia de mi padre; mi temperamento es el de algún antepasado materno. En momentos determinados, cuando me molesta algo o tengo que tomar una decisión repentina, probablemente pienso, hablo y actúo igual que habría pensado, hablado y actuado mi bisabuelo materno en su molino de Moravia hace setenta años.
La galería de personajes que componen su familia es tan variopinta que disfrutas y te maravillas con lo que relata de cada uno de ellos por igual. Todos tienen una historia extraordinaria. Encontré bastante bello en su extrañeza el hecho de que la abuela tuviera que retirarse a una habitación para poder reír; que una acción tan espontánea y cotidiana requiera de tanta intimidad y secreto para llevarse a cabo me pareció hermoso y algo triste. También me fascinaron los tíos, nunca los olvidaré:
Uno de ellos se había suicidado por no poder ser músico, otro había abandonado las Humanidades para convertirse en carnicero, Ernő dejó la carrera militar para entregarse a su "secreto" en algún país extranjero, desconfiado y alejado de toda vigilancia. |
Lo de
Confesiones un burgués va en serio. Las clases sociales se atraviesan por cuánto análisis hace, por cuánto recuerdo tiene, por cuánto temor y manía guarda. Indudablemente, en su contexto era un factor que determinaba en gran parte la vida. Cuando habla del efecto de la clase social en el odio y resentimiento que silenciosamente se instauran en el matrimonio me recordó a
La mujer justa y ya veo de dónde vienen muchas cosas del libro.
Algunas cosas que señalé:
"La vida pasa en una especie de penumbra, entre palabras que quedan sin pronunciar, gestos abortados a medias, silencios y temores: así es la vida, en realidad."
"El camino que conduce desde el mundo exterior hasta nosotros mismos es largo y sinuoso y está lleno de pasos dados en direcciones contrapuestas cuyo significado e importancia sólo reconocemos con el tiempo."
"Los verdaderos regalos de la vida, las cosas que nos ayudan a formar y a mantener nuestra fe y nuestra buena voluntad son casi siempre inesperados y en apariencia poco importantes, como lo fue para mi madre aquel paseo por el bosque moravo hasta el molino de la familia."