Recuerdo un curso sobre retórica donde se nos hablaba del inmenso poder que podían llegar a conceder las palabras a quienes sabían manejarlas. Quizá por eso siempre las he venerado y rendido pleitesía, aun consciente de que su extraordinario poder no reside tanto en ellas mismas sino, tal y como decía mi profesor, en la destreza y habilidad de aquellos que las toman en arriendo. Pero la verdad es que ese poder, bien esgrimido, no tiene en principio límite, puede quitar y poner tronos, levantar imperios o asolar ciudades; causar irreparables daños o reconfortar cual sanadora tisana, disuadir o enardecer, demoler o curar, aborrecer o cautivar, hundir o encumbrar; las palabras pueden ser deletéreas como un funesto tósigo o apacibles como séricas caricias; pueden ser oscuras como el alma de los réprobos o centelleantes como inflamados luminares.
Y, pese a todo eso, lo cierto es que no son en sí mismas nada, meros trazos (o sonidos) desprovistos de materia, salvo si acaso tinta, inocuo acervo el suyo si no fuera porque en última instancia todo su poder estriba en la sugestión que provocan, ya sea para suscitar hostilidad, ya para infundir ánimo, ya para hacer que florezca el amor o el deseo. Son en ese aspecto el mayor exponente de lo que vendría a ser la magia, en cuanto a que únicamente poseen verdadera fuerza cuando su receptor cree de verdad en ellas.
Todo debate vendría a ser en ese sentido un ejercicio de esgrima con palabras