Museo de la soledad (Carlos Castán)

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Tom Sawyer
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Museo de la soledad (Carlos Castán)

Mensaje por Tom Sawyer »

La soledad puede ser casi un vicio, una predisposición genética con la que nacemos, y a buen seguro morimos. El aislamiento se convierte en un refugio que la realidad no puede mancillar con sus enormes pezuñas de dinosaurio devorador de anhelos. Por eso si un bibliotecario ansía una mujer de eterna seda negra cono las que lucen su inasible presencia en la barra del Tropicana, seducción en estado puro encarnada en gráciles ademanes de ángel y de fiera, descubrimos que el glamour es un vestido alquilado por horas que acaba por desprenderse ante la irremediable vulgaridad de la vida.
Sólo la soledad resiste la erosión de lo cotidiano. Sueños o realidades inventadas, como la de dos hermanos, apenas adolescentes, que se quieren de veras, con la estrecha complicidad de las correrías compartidas en la libertad del verano, y que están obligados a competir por un amor que no soportaría la camaradería. Pero ella no acudió a la cita estival. Historias sin esperanza, vidas que transitan en una atmósfera envolvente, seres escuetos, despojados del orno y boato del presente, que deambulan como náufragos ávidos de libertad. Huérfanos de vida a los que la realidad castiga sin misericordia por la osadía de sus sueños, porque, para ellos, todo lo bueno que podía suceder, ya sucedió.”


“Museo de la soledad”, un libro de 12 relatos cortos profundamente melancólico, una mirada sobre seres cotidianos, normales, grises, desterrados, una mirada alrededor para hurgar en la soledad, en el amor no correspondido o equivocado o doloroso, en la lluvia que cae y las mujeres de largas piernas que salen de un taxi, o mujeres que miran a través de la ventana esa lluvia y descubren, siempre, la misma figura y esa figura les atrae e inician un encuentro y conocen a quien está bajo la lluvia y el hechizo se rompe con el tiempo y la barrera cruzada de la ensoñación... Historias contadas con admirable y cercana y emotiva sencillez. Un libro para degustar en una tarde lluviosa, con música lánguida y suave.
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merxe
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Mensaje por merxe »

Me acabas de dar una idea para regalarselo a un amigo.

(De paso ya me lo leo yo... :roll: )
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Tom Sawyer
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Mensaje por Tom Sawyer »

Pues espero que os guste a los dos. Te dejo con uno de los capítulos...

El invierno unas veces arrastra periódicos por el suelo y otras llueve sin cesar sobre ellos diluyendo la tinta que acaba por los desagües o pegada a la suela de los zapatos mojados de los transeúntes. A Eladio no le gusta la palabra transeúnte porque le recuerda al jabón con olor a vieja de los centros de acogida, a patatas caldosas y psicólogos subnormales. Muchas veces, llevado por policías locales o por sus propios pasos que huían del frío casi sin consultarle, ha tenido que dormir en ese tipo de antros. Ha tenido que compartir su tabaco con tipos que le insultaban y esperar, en una jungla de ronquidos y calcetines sucios, a que amaneciera por fin y poder salir a la calle, humillado, con la raya bien hecha y un par de magdalenas en la mano.
El invierno esta vez trabaja con un frío que sale del centro de sus huesos y lo llena todo, crece hacia el aire de ramas desnudas y cristales empañados, y hace de la noche un estanque de metal que hiela lo que roza. Ser solitario, piensa, es habitar más que nadie la memoria y el deseo y, en cambio, haber desaparecido hace tiempo de los recuerdos y las ganas de los demás; mucho más que la soledad física, lo que duele es ese estar ausente de todas las conciencias, no vivir en cerebro ajeno, no aparecer tu nombre escrito en las agendas. Estar simplemente aquí, y en ninguna parte más, merendando los boquerones con tomate que le sobraron ayer al bar de peor muerte, en esta hora en que se esfuman los últimos rastros de luz de la tarde y nota cómo la fiebre empieza a subirle desde las rodillas y, atravesando un hígado hinchado y roto, se le agarra a la garganta y a los ojos, se asoma al mundo por él y en su lugar se agota.
Hoy lleva un día tonto, es demasiada la infancia que le regresa; por cualquier detalle, por cualquier bobada, se le aparece en forma de rebanada de pan con vino y azúcar, o de bolsa de agua caliente para subir a dormir con su hermano a la habitación del piso de arriba, donde se contaban miles de historias y secretos, todo lo que harían en esta vida, mientras escuchaban el viento entre los árboles y ladridos lejanos esperando que la madre subiera para hacerles en la frente la señal de la cruz y apagara las luces y les mandase callar. A veces Eladio la agarraba de las faldas, no te vayas todavía, y ella se zafaba de un tirón y les enviaba un beso desde la puerta.
Eladio no se conforma con el vino que le quieren servir, protesta débilmente, pero le recuerdan que si da problemas se acabó merendar allí otro día, ya no habrá más tomate ni sardinas que valgan. Arrastrando los pies sale a la calle, más puta que nunca esta noche, y se sube todo lo que puede el cuello de su chaquetón de pana. Una regla de oro es no mirar en las noches de enero las ventanas iluminadas de los edificios, no ponerse a imaginar ahí dentro películas ni canciones, soperas de porcelana calientes, mantitas de cuadros y nietos en las rodillas. Hay que mirar al frente o hacia el suelo, qué es eso de ponerse a soltar la lagrimita a estas alturas, y con dos cojones pensar en el momento que se vive, miles andarán peor por todo el mundo, gente sin ojos, con pus en los muñones, locos tullidos a la vuelta de cualquier esquina.
Casa Mateo no está mal para las últimas copitas antes de dormir si, como por suerte es el caso, quedan unas cuantas monedas en el bolsillo y es temprano todavía. A veces incluso ha encontrado allí quien le invitase, es cuestión de caer simpático a los grupos de jóvenes que dan gritos en torno al futbolín y sueñan a voces con los días que tienen por delante, las mujeres que vendrán y la música y el futuro y la Biblia en verso.
Un par de aspirinas y todo el coñac posible sería lo mejor, porque luego la noche es larga y los fantasmas se mueven en ella como pez en el agua. Tan pronto le trepan por las piernas arañas de colores como saltan las ratas de armarios que abre en sueños; infamias y pecados lejanos que regresan, muertos echándole en cara su vida en la basura, la carcajada de un dios que va a pisotearlo, y así hasta que amanece al temblor de un nuevo día, cuando el guardia jurado le da flojo en el trasero con su porra, y le dice que ya es hora de marcharse a otra parte con todo ese jaleo de mantas y cartones. Hay noches mejores y peores, pero todas arrastran cadenas infinitas y en todas ruge un viento que le azota en la cara como una sábana negra; de todas sale herido y, al desperezarse, cree sacudirse rastros de la muerte.
Mientras le sirven el último vaso trata de llegar a un acuerdo con ese hatajo de sombras, invoca en voz alta su derecho a la calma, farfulla cosas raras, pactos imposibles, combina a partes iguales amenazas y súplicas. Alguien intenta tranquilizarle y enseguida cede, busca una silla junto a la estufa y decide sentarse hasta que cierren el garito, dentro de un rato. Y es que a veces la cabeza se le va, y no porque él lo quiera, bien sabe Dios que nunca le ha gustado llamar la atención, es esta vida tan perra que lleva, tantos años ya, tantos zapatos gastados en las calles más oscuras y bajo las lluvias más sucias, batallas perdidas, amores imaginados, ¿y quién no habla solo hoy día, quién no ha querido morirse alguna vez, sobre todo si tiene tanta fiebre y se le llenan de agua los calcetines y en su vaso ya no queda casi nada y ni una triste alma en la ciudad sabe su nombre y está cansado y el frío del mundo le nace en el centro de los huesos? Es sólo esta vida tan arrastrada que lleva.
Debió haber agarrado más fuerte aquella falda tierna y sucia de aceite, no dejarla marchar.
Camino del escondite donde guarda sus enseres de dormir, vuelven a visitarle imágenes y olores de su niñez en el pueblo, una procesión del Corpus bajo la tormenta, una lista de reyes, muchachas en enaguas junto al río, pájaros abatidos a pedradas. Cuando tiene todo listo para sumergirse en el túnel de una nueva noche, ya sabe que el frío no va a dejarle descansar tan fácilmente, hubieran hecho falta unos cuantos tragos más, o jarabe o algo así, o una manta más recia y que por lo menos estuviera del todo seca, no como estas que tiene, que huelen a la vez a lluvia y sopa y al sudor de las pesadillas que le esperan. Coloca como mejor puede cartones y periódicos, y se arropa hasta la orejas encogiendo las piernas todo lo que puede. Como un niño, teme el miedo que todavía no siente, los monstruos y temblores que sabe que vendrán porque anidan ahí, justamente en el alma de sus noches, en la oscuridad de los pliegues de sus sesos.
Y, nada más cerrar los ojos, el desfile inconexo del pasado avisa que no va a cesar. El frío inhumano que le nace en las entrañas le devuelve a otro día de enero, sería el año cuarenta más o menos, cuando de niño acompañó a su padre a la capital de la provincia para intentar vender una caballería en la feria de ganado. Eran más de treinta kilómetros de camino y aquella vez el frío sí que lo paralizó del todo, empezó a ponerse morado y su padre cayó en la cuenta de que podía morirse allí, congelado a la orilla de una senda de monte. Entonces hizo un fuego a toda prisa, Eladio no ha olvidado cómo su padre fue recogiendo pequeñas ramas por los alrededores, cómo las agrupó cuidadosamente y en pocos segundos obró el milagro: ahí estaba aquella llama, crepitando delante de él mientras su padre le masajeaba con fuerza. No ha olvidado aquel calor, la sensación de que por dentro la circulación de la sangre se reanuda, los dedos de nuevo reconocen las cosas, el pasmo se deshiela. Y de tal manera lo recuerda que, tantos años más tarde, en esta noche gélida de Madrid, tan lejos de ese monte y ese día, juraría sentir aquel mismo fuego cerca de él, el mismo calor de antaño bajo la protección de ese hombre rudo que lo amaba a su modo, desde lo alto de esa torre de silencio, y junto al cual era cosa de risa temer nada, ni noches ni fieras, ni bandidos ni tormentas. Eladio notaba ahora ese fuego a su lado y los ojos se le humedecieron de agradecimiento.
Hasta que sus mantas no estaban ya ardiendo no se dio cuenta de nada, ni percibió el olor a gasoil ni los oyó llegar, su piel recibió a gritos ese dolor desconocido, el chillido insoportable de cada centímetro de sí mismo. Se puso en pie como pudo, pero volvió a caer. Desde el suelo vio a media docena de chavales con el pelo al cero y botas de soldado, algunos huían ya mientras, a voces, apremiaban al resto; otros, los más decididos, se demoraban en los últimos insultos y escupitajos, alentaban el fuego con las mismas canciones que el maestro de su pueblo le había hecho aprenderse a Eladio de memoria para cuando salían a izar bandera al patio del colegio.
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Srta. Hepburn
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Mensaje por Srta. Hepburn »

Me lo apunto, Tom. Muchisimas gracias
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Alvy Singer
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Mensaje por Alvy Singer »

Ayer puse esta misma respuesta pero no debí de enviarla bien...
Decía en resumen que Carlos Castán es un autor injustamente (como tantos otros) poco conocido -y reconocido- aunque es cierto que ha publicado poco-. Leí "Museo de la soledad" y me gustó mucho, pero creo que está descatalogado porque no lo encontré en ninguna librería, tuve que recurrir a la biblioteca pública (suerte que lo tenían). También leí "Frío de vivir", otro libro de relatos anterior que si bien no me gustó tanto como "Museo..." aún se puede encontrar en librerías. El relato que más me gustó está publicado en internet:
http://www.tijeretazos.net/Azul/Castan/Castan001.htm
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