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Esta novela tiene mucho de surrealista y poco de humor, surrealista es hasta más no poder. Porque si no, ¿qué se puede decir de una persona que sólo es cabeza y que, por lo tanto se alimenta de versos y cosas necesarias para el intelecto? Este es uno de los personajes, circunstanciales, eso es verdad, de la obra. Sin embargo, un personaje no tan circunstancial tiene un párpado cosido, dejando el ojo siempre abierto, por evitar un tic. El personaje principal está a punto de morir por tener dos corazones funcionando a la vez, uno de ellos tatuado sin el nombre de la amada y al que hay que tatuarle un nombre encima para que deje de palpitar y así salvar a la persona. Y tantas y tantas cosas igual de surrealistas o más que estas.
Me ha gustado esta novela de Álvaro de Laiglesia (con sus peros), director de La Codorniz treinta años y del que se decía que era el mejor alumno de Mihura. Sin embargo en esta caso me ha recordado más al humor absurdo de Jardiel Poncela, que al de su maestro.
El protagonista, Hugo, es un señorito que se muere de aburrimiento (literalmente) hasta que conoce a Palmira, de la que se enamora y con la que se lleva un pequeño desengaño. A partir de ahí las situaciones superrealistas se suceden sin ninguna pausa, en un intento primero, de olvidar a su amada y luego de encontrar a otra mujer de la que enamorarse. Hasta llegar a un final que está acorde con el tono de toda la obra.
El problema que tiene esta novela es el afán sin medida del autor por ser ocurrente en cada párrafo, en cada frase; y lo consigue, pero agota. Te cansas de tanto surrealismo y frases ingeniosas. Por eso yo aconsejo no leerse más de dos o tres capítulos seguidos para poder disfrutarlo.