POR DELFINA MUSCHIETTI La terrible escena final de Sylvia Plath (la cabeza en el horno, la bandeja de desayuno lista para sus dos pequeños hijos a la espera de la niñera) ha borrado durante mucho tiempo el placer de leer su fina escritura y la imagen que ella obsesivamente trató de dejar para la posteridad: la de una gran escritora. Pues bien, aquí tenemos al fin traducido este libro de cartas que exhibe en forma evidente ese logro que ella previó con exactitud: “Estoy escribiendo los mejores poemas de mi vida. Llevarán mi nombre a la fama”, escribe en octubre de 1962, ya en el final, cuando su vida afectiva se derrumbaba.
Más allá de todas las implicancias biográficas y los análisis psicológicos o psicoanalíticos a las que estas cartas puedan prestarse de buen grado, se ofrecen como una lectura absolutamente maravillosa. A medias entre el libro de memorias, el diario y la novela biográfica, las cartas de Sylvia Plath a su casa (Letters Home) desde el exilio (dondequiera que éste estuviera) son en su mayoría cartas a su madre –de ahí el título en castellano–, quien como una especie de interlocutor privilegiado y ausente observa el registro minucioso y obsesivo de su hija en el intento por sobrevivir y llegar a ser la gran poeta en la que finalmente se convirtió.
Uno podría pensar que tanto los diarios como las cartas de este tipo de escritores grandiosos y obsesivos (Kafka, Virginia Woolf, Katherine Mansfield) son la forma bella y productiva de esos horribles reality shows que hoy pueblan la televisión local siguiendo la moda del primer mundo (el registro detallado de una paupérrima y mezquina mediocridad). En cambio, aquí la escritura se mueve como esa cámara que se empeña en registrar minuciosamente cada “falta” al destino de ser un gran escritor/a, la culpa, la pena y la asfixia de no poder escribir, mientras nosotros, paradójicamente, recibimos testimonios en cada línea de esa gran escritura y podemos gozar de ella, deseando con fervor leerla en su idioma original. Este efecto logran las buenas traducciones (en este caso, la de Ana María Moix): nos traen la respiración y la belleza de una escritura como una pátina de ausencia que nos hace desear el original mientras gozamos leyendo la versión traducida. Encontramos en estas páginas el magnífico ritmo poético de Sylvia Plath cada vez que se extiende en minuciosas y exquisitas descripciones de paisajes y ambientes (Massachusetts, Cambridge, Nueva York, Londres, Devon, Marsella o París), en la aguda observación de personas y estilos, en el humor mordaz e hipercrítico, en su autoexigencia aniquiladora.
Las cartas de Plath, así como sus diarios y poemas, también podrían considerarse como un precioso manual de autoayuda que ninguna mujer debiera obviar. Un manual que describe minuciosamente (esta minucia se alza como uno de los procedimientos manieristas de este libro) los obstáculos que una mujer escritora del siglo XX ha debido seguir para luchar y sobrevivir a pesar del aplastante medio masculino: un marido hiperexigente y luego abandónico en su rol de marido–padre y la desgarradora sensación de que no se puede cumplir con todo al mismo tiempo y con el mismo nivel de exigencia. Por un lado, el rol de “excelentesostén–de”, “optimista”, “amante esposa”, madre, hija; por el otro, el de una escritora dedicada full time a su trabajo de escribir. Una exigencia desmesurada obviamente prescrita por la mirada del otro/otra: padre, madre, marido, hijos, la sociedad.
Como bien ha observado John Berger en sus Modos de ver, la mujer crece en nuestra cultura con el deber de autoexaminarse en el espejo para responder adecuadamente a la mirada del otro. Esto es, un aniquilador discurso disciplinario metaforizado en un bisturí que abre y abre heridas en un cuerpo exhausto frente a la imposible tarea asignada, y que se empeña en cumplir en toda la línea y en su máxima expresión. Sylvia Plath, como nadie en el siglo XX, ha sabido llevar ese supuesto plano íntimo, familiar y privado a un plano político y cultural donde las figuras “familiares” se pierden en tanto biográficas para alcanzar la dimensión de verdaderas líneas de fuerza sociales. Como quería Foucault, tan sólo un diagrama de fuerzas en lucha, una retícula de micropoder exhibida y desmantelada.
Pero otras riquezas nos esperan además en este libro, que se puede leer al mismo tiempo como un libro de misterio o de enigma, a través de sus numerosos silencios o supuestos. ¿Qué dirían, por ejemplo, las cartas de la puntillosa profesora Aurelia Plath, la madre, en respuesta a las de Sylvia Plath? ¿Cómo sería el discurso de esa interlocutora, ausente para el lector? Tenemos pequeñas señales, pistas mínimas que a los largo de 370 páginas nos dejan entrever algo de esa figura que aparece entrevista como realmente temible para los ojos de la que firma las Cartas a mi madre. Ese sesgo doble que recorre toda la escritura de Sylvia Plath (ser “vertical” u “horizontal”, “puritana” o “diabólica”, “virginal–inocente” o “fea–con pelos”, etc.) aparece aquí implacable en esos vislumbres que surgen en medio del ferviente amor declarado sin cesar hacia la madre y sus cartas. Ante un aborto, lo que surge como obsesión es “la decepción” que “te he causado”; o cuando sucede la separación de Ted Hughes, “como puedes suponer, tampoco tengo valor para verte”; o las irritadas palabras “no quiero ningún subsidio mensual y mucho menos de ti”, o “¡No me digas que el mundo necesita cosas alegres!” o “Por cierto, deja de intentar convencerme para que escriba sobre gente decente y valerosa; ¡lee el Ladies Home Journal, si tanto te interesa!”.
Mínimas acotaciones que se levantan como grietas en una fachada o rajaduras en un jarrón de preciosa porcelana por donde un espeso vapor parece destilarse hacia afuera. El mismo desfasaje se percibe en el contraste de los comentarios “ordenadores” (de edición) de la Sra. Plath, como aquel en el que nos anticipa que el período de Cambridge fue el más placentero y pletórico para su hija, mientras ésta declara páginas más adelante sobre el mismo período: “Fue el año más esclavizante y duro de nuestras vidas”. Torsión y desfasaje que se pueden leer en los párrafos eliminados con el autoritario criterio de que “no serían de interés para el lector”. O el desesperado intento por corregir el efecto de las últimas cartas y proteger así la figura de Ted Hughes con esta “advertencia”: “Son cartas desesperadas. Pero debo pedir al lector que recuerden las circunstancias en que fueron escritas y que también tengan en cuenta que sólo representan una cara de una situación extremadamente compleja”.
Por fortuna, y a pesar de todo, el talento de Sylvia Plath pudo sobrevivir con la misma fuerza con la que escribió su última carta, ocho días antes de morir, para llegar indemne hasta nosotros en este libro extraordinario.
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