Dice la contraportada que ésta es "la gran obra maestra de la autora", yo pienso que
es su gran obra maestra, pero esta novela es una obra maestra también.
Eso sí, aviso a navegantes, si a uno no le interesa y mucho lo que sucedió en la India, sobre todo en Lucknow, que es el tema principal, y no está muy interesado en el tema de las luchas y las estrategias e intrigas de esas luchas, este libro le puede aburrir soberanamente a pesar de ser un gran libro.
Como bien dice el epílogo,"la revolución de los cipayos no fue ni un motín ni una revolución, sino los prolegómenos de la marcha de los indios hacia su independencia", cosa que sucedió "noventa años después del inicio de la sublevación contra los británicos".
En la ciudad de oro y plata escribió:—¿Cómo pueden explicar estas atrocidades?
En ese final del mes de marzo de 1858, William Russell, el muy respetado corresponsal de The Times de Londres, conocido por sus reportajes durante la guerra de Crimea, paladea su whisky en compañía de algunos oficiales con los que, dos semanas atrás, ha entrado en Lucknow.
—Esos actos se parecen más a manifestaciones de venganza y de miedo que a castigos justificados —insiste—. Parece que los ingleses han olvidado rápidamente todos sus principios en la India.
—¡Y vos, señor, parece que os olvidáis de Kanpur! —replica un oficial temblando de ira—. Jamás la barbarie había alcanzado semejantes cotas, las mutilaciones, la violación de nuestras mujeres indefensas...
—Discúlpeme, pero he estado en Kanpur y he llevado a cabo una minuciosa investigación. Nadie ha sido testigo nunca de que una inglesa haya sido mutilada o violada. Son rumores que han justificado, desgraciadamente, los más terribles excesos por parte de nuestros hombres. Se quedaron horrorizados por esos abominables relatos de los que no he encontrado ni la más mínima prueba, relatos propagados por gentes de Calcuta que se encontraban a centenares de millas de los lugares donde sucedieron los hechos. Incluso he constatado con relativa certeza que las inscripciones en los muros de la casa donde se produjo la masacre fueron hechas después de que Havelock hubiera sitiado Kanpur; hechas, por tanto, por ingleses. Esas llamadas a «vengar las violaciones y las mutilaciones» han vuelto locos a los soldados y les han impelido a masacrar a todos los «negros» que se han encontrado, fuesen mujeres o niños.
Murmullos hostiles acogen sus palabras, pero a Russell le traen sin cuidado, sabe bien que no puede convencer a unos soldados lanzados en plena acción. Su único objetivo es informar a la opinión pública de la metrópoli y refutar las descripciones atroces y calumniosas de la prensa inglesa de Calcuta, que exhorta a la población a reclamar todavía más sangre. Único testigo en el lugar, se siente obligado a alertar a las autoridades de Londres para tratar de frenar, en lo posible, la destrucción y la carnicería.
Para Lucknow, desgraciadamente, es demasiado tarde.
La ciudad, de medio millón de habitantes, está ahora desierta. La población, presa del pánico, se esconderá durante semanas en los bosques vecinos, prefiriendo morir de hambre a arriesgarse a correr la misma suerte que los habitantes de Delhi, de los que se informa que han sido torturados antes de ser ejecutados.
Pero si bien la mayoría de su población ha podido escapar de lo peor, Lucknow la rebelde va a ser destruida. Es necesario castigarla por su larga resistencia, convertirla en ejemplo de lo que supone oponerse al poder británico. La ciudad de oro y plata, el símbolo de la cultura indomusulmana más sofisticado, la ciudad de los mil palacios, jardines, templos y mezquitas, cada cual más bello y más rico, será sistemáticamente devastada, salvajemente saqueada.
William Russell, llegado unos días antes del asalto, había conseguido a duras penas transportar su voluminoso corpachón hasta la terraza del palacio de Dilkushah, desde el cual, estupefacto, había descubierto la ciudad. Y escribió, subyugado:
Ninguna ciudad del mundo, ni Roma, ni Atenas, ni Constantinopla, es comparable a esta asombrosa belleza. Una sucesión de palacios, alminares, cúpulas de azul y oro, columnatas, grandes fachadas de bellas perspectivas y tejados formando terrazas, emergiendo en un sereno océano de verdor que se extiende a lo largo de miles de millas a la redonda. En medio de ese verde luminoso se alzan aquí y allá las torres de esta ciudad mágica. Sus flechas de oro resplandecen al sol, sus capiteles y sus cúpulas brillan como constelaciones. ¿Estamos verdaderamente en Awadh? ¿Es ésta la capital de una raza semibárbara? ¿Es ésta la ciudad erigida por una dinastía corrupta, decadente y vil?
Dos semanas más tarde escribe, horrorizado:
Lucknow es ahora una ciudad muerta. Sus magníficos palacios no son más que miserables ruinas, sus fachadas y sus cúpulas están traspasadas por balas de cañón. Los tesoros de arte y los objetos preciosos que se habían acumulado durante siglos han sido pasto del pillaje y la destrucción por soldados sedientos de oro y «ebrios de rapiña». Destrozan todo aquello que es demasiado frágil o demasiado voluminoso para llevar. El suelo está cubierto de fragmentos de maravillas que los hombres se ensañan en despedazar.
Las escenas de destrucción y pillaje más terribles tienen lugar en los lujosos palacios de Kaisarbagh. Los soldados han descolgado las puertas de madera preciosa y han sacado a los patios baúles cargados de brocados, de alfombras de seda bordadas con perlas, de muselinas tan finas como telarañas que desgarran con frenesí. En cuanto a los chales de cachemira bordados de oro y plata, los hacen quemar para recuperar el metal. Iracundos, hacen añicos las exquisitas colecciones de jade, los espejos de Venecia y los candelabros de cristal y arrojan a grandes hogueras los delicados muebles con incrustaciones de marfil o de nácar, los instrumentos de música, los estuches de carey y miles de manuscritos antiguos iluminados ignorando su inestimable valor. En cambio, se disputarán todo aquello que es de metal o de piedras preciosas, vajillas de oro y plata y joyas abandonadas en su huida por las mujeres aterrorizadas. Para extraer los rubíes y las esmeraldas, reducen a pedazos las armas cinceladas con toda belleza, escudos damasquinados, sables y dagas antiguas, desgarran las sillas de los caballos y los elefantes reales con el fin de arrancar las perlas y las turquesas, destruyendo todas sus maravillas, testigos de una de las civilizaciones más refinadas del mundo.
Llegan incluso a arrancar las placas de oro fino que recubren la cúpula del palacio de Chattar Manzil. Centenares de kilos que acabarán en el mercado de Londres, donde su venta, consideradas como trofeos, alcanzará sumas insospechadas.
Las mezquitas y los templos son también profanados. En el interior de la espléndida mezquita anexa al Bara Imambara, los soldados británicos, totalmente borrachos, bailan la giga, y los sijs, saboreando su revancha sobre los odiados musulmanes, encienden fogatas.
Incluso las viviendas pobres, en las que no hay nada que robar, son saqueadas «¡Para que aprendan!». En efecto, como lo expresa con perspicacia el corresponsal de The Times: «Para esos soldados, lo peor es que la insurrección fue obra de una raza sometida, de hombres negros que se habían atrevido a derramar la sangre de sus amos».
Y el pueblo indio, ¿qué pensaba de la forma en la que actuaban los blancos?
Una noche, cuando su criado estaba a punto de poner la mesa, Russell le planteó esa pregunta.
Tras asegurarse de que su amo no se enfadaría, el hombre respondió:
—¿Veis esos monos, sahib? Parece que están jugando, pero el sahib no sabe a qué juegan ni lo que van a hacer después. Pues bien, el pueblo contempla a los ingleses como contempla a los monos: como sabe que sois fuertes y feroces no se atreven a reír. Pero os ven como criaturas llegadas para hacer daño, aunque no puedan comprender ni las acciones ni los motivos.
* * *
El saqueo de la capital durará más de un mes. Cuando, cargado de toneladas de botín, el ejército termina por retirarse, Lucknow es una ciudad fantasma en la que los buitres se alimentan de restos de cadáveres en los jardines saqueados y los palacios en ruina.
Poco a poco, sus aterrorizados habitantes regresarán, se desescombrarán las ruinas y se reconstruirá la ciudad.
Pero el esplendor de la ciudad de oro y plata y, sobre todo, su espíritu de frivolidad y de hedonismo, su generosidad, sus maneras delicadas y sutiles, todo lo que otorgaba a Lucknow la calidad de vida más exquisita con la que se pudiera soñar ha desaparecido para siempre.