Caza de ratas (bélico)

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aramlluna
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Caza de ratas (bélico)

Mensaje por aramlluna »

CAZA DE RATAS.



Han sido muchos los que me han preguntado por qué decidí ser soldado. Las explicaciones que hoy pueda dar pueden parecer poco lógicas y difíciles de entender. En pleno siglo XXI, la imagen que tenemos de la vida militar no es la misma que se tenía en los años ochenta de la centuria pasada. La juventud de ahora es muy distinta a la de entonces, con otras metas y otras maneras de satisfacer las ganas de aventura. Si bien el airsoft se inventó entre los setenta y los ochenta, en mi país no se conocía; al menos yo, no lo descubrí hasta muchísimos años más tarde. Me hice militar porque desde pequeño me gustaba ese mundillo: los uniformes, la camaradería, la emoción del combate, actitudes heroicas y ¿por qué no admitirlo? los tebeos de Hazañas Bélicas y las películas de guerra americanas. Trasladé lo de jugar a soldaditos de plástico y los madelmans a la vida real.

Me llamo Miguel Pancorbo y soy el tercero de cuatro hijos de una familia burguesa de clase media-alta. La buena situación económica hizo que mis progenitores me dieran prácticamente todos los caprichos que se me antojaron desde que era niño. Eso no está bien, pero no se lo critico; cada uno educa a sus hijos como buenamente sabe o puede. Cuando informé a la familia de que me iba a la mili voluntario, mis hermanos mayores me pusieron a parir. Veinteañeros, seudo-hippis de esos que les gusta vivir en comuna, practicar el amor libre, pero llevar la ropa a lavar a casa los fines de semana y saquear la nevera de mamá. El mayor no se acordaba ya que fue él quien disfrutaba de las batallas en Oriente Medio, en 1973, cuando los árabes estuvieron a punto de aniquilar al estado de Israel en la guerra del Yom Kipur y me narraba las noticias de los periódicos cuando yo apenas tenía nueve años recién cumplidos. Él fue quien, sin saberlo, me hizo admirar al צְבָא הַהֲגָנָה לְיִשְׂרָאֵל‎, (Tsva Hahagana LeYisrael ), las Fuerzas de defensa de Israel (quien me iba a decir que un día formaría parte de ella)
Mis padres no se lo tomaron tan mal; al fin y al cabo, estaría los dieciocho meses de servicio en la misma ciudad donde vivíamos y el cuartel estaba a apenas quinientos metros de casa. Así, con apenas dieciocho años, me alisté en la Caballería. ¡Carros de combate! ¡Genial!
Uniforme azul, pistola en el cinto y boina negra; uno de mis sueños se hacía realidad. Incluso nuestras formaciones en el patio de armas eran distintas a los de infantería, ingenieros y artillería; en lugar de “presente” cuando nos nombraban, gritábamos: “¡Está!”. “Pancorbo, mañana Cabo Cuartel” y yo gritaba: “¡Está de cabo Cuartel!”. Buenos recuerdos.
Pronto me di cuenta que la vida militar no era como en las películas: guardias, alguna que otra maniobra, cantina, cantina y cantina. Por eso, cuando ya era cabo primero y había destacado en varias cosas que ahora no vienen al caso, me ofrecieron ir a una auténtica guerra. La “invitación” creo que sigue siendo secreto de estado, por lo que mejor me reservo más detalles.

Por fin vestía el uniforme del ejército de Israel. Como indicativo de que no éramos verdaderos soldados del estado judío, en el hombro llevábamos una pegatina verde oscuro. A los pocos días se nos caían y las volvíamos a pegar hasta que nos cansamos de hacerlo; a partir de ese momento, ya nada nos distinguía del ejército regular.

En un principio, solo realizábamos misiones de patrullaje. El alto mando parecía reacio a dejarnos formar parte en acciones de guerra y nos mandaba a zonas donde, si bien había cierto riesgo de enfrentamientos, éstos eran poco probables. Nos mandaba un oficial de infantería, el capitán Benítez, un tipo larguirucho con bastante mala leche; un militar duro, pero justo. Si bien nunca rehuyó un combate, nunca nos puso en una situación de peligro innecesaria. Guardo gratos recuerdos de los meses que estuve a sus órdenes.
Cierto día se me acercó. Yo estaba limpiando mi arma de polvo y microscópicos granitos de arena de mi Galil, el fusil de asalto que nos habían proporcionado. Por cierto, lo prefiero al M-16 norteamericano que tiene mucha tendencia a encasquillarse; en ambientes de arena y polvo… Como decía, se acercó a mí y, sin más preámbulo, me dijo:

—Pancorbo. Nuestro enlace con el Alto mando nos ha remitido nuevas órdenes. Como “voluntarios” extranjeros, no podemos tener tropa en la unidad. Mínimo, suboficiales.
Yo miré a mi superior con perplejidad.
—¿Tengo que irme a casa? Soy suboficial, ¿no?
—En nuestro ejército, sí. Aquí no. Desde este momento, eres sargento. Enhorabuena. Ya se han enviado las órdenes a España.
Supongo que mi rostro se dibujó una sonrisa tipo bobalicona, porque la mueca del capitán no fue demasiado agradable.
—No pongas esa cara. Puede que te arrepientas de estar aquí. Mañana partimos para el Líbano.

Arrepentirme, lo que se dice arrepentirme, no lo hice. Pero sí que lo pasé bastante mal. La guerra del Líbano fue una guerra sucia -¿hay alguna guerra limpia, me pregunto ahora?- donde el enemigo no luchaba en un frente delimitado. La guerra de guerrillas obliga a cambiar las tácticas conocidas e improvisar sobre la marcha. El potencial militar del que disponía nuestro ejército era muy superior al del enemigo, que fraccionado en diferentes milicias, nunca era capaz de coordinarse para realizar un ataque efectivo. Pero nos causaban bajas y nunca podías descansar con seguridad, a menos que nos dieran permiso para cruzar la frontera y pasar unos días en algún Kibutz, donde siempre éramos bien recibidos ya que dábamos protección a cambio de un colchón y un par de comidas calientes al día. Nunca llegó a ser un tranquilo paraíso, ya que no en pocas ocasiones tuvimos que rechazar ataques de comandos árabes y, en un par de ocasiones, nos atacaron con cohetes.

Como decía, los combates callejeros desgastan la moral y el ánimo. Oyes un disparo, pero no sabes de donde proviene; te echas al suelo o buscas una cobertura, rezando a ese Dios en el que no crees para que el tirador que te dispara no sea un Davy Crockett del AK-47. Miras a tu alrededor en el vano intento de localizar el origen del fuego, para ver solo que tus compañeros están en la misma situación que tú, y que te miran a ti, que estás en vanguardia, para que des alguna orden que los saque del aprieto.
En estos casos, la llegada de un blindado solía solucionar el problema. Su sola presencia hacía que, por unos instantes, el enemigo buscara cobertura y dejara de disparar. Era entonces cuando el pelotón se ponía en marcha: corriendo todo lo que el pesado equipo nos dejaba, buscábamos una mejor cobertura para organizar los grupos que asaltarían las viviendas para neutralizar la amenaza, bajo la protección de las cuarenta y nueve toneladas del M-60.
Nosotros llamábamos a esas operaciones: “Caza de ratas”. Consistía en grupos de tres o cuatro hombres que tenían que ir limpiando los edificios de enemigos armados, despejando así el camino a las tropas que nos seguían a prudente distancia, prestas a responder si se producía un ataque importante. Lo ideal hubiera sido bombardear las edificaciones, pero el alto mando temía que las bajas civiles que eso causaría nos pusieran todavía más en contra a la opinión pública internacional.
El carro de combate se situaba en el centro de la calle con la torreta ligeramente orientada a uno de los lados de la calle, para que la ametralladora coaxial y el propio cañón de 105 milímetros diera cobertura a uno de los grupos, mientras que el jefe de carro apuntaba la 12´70 al otro lado, para cubrir a la segunda unidad. La más leve sospecha de movimiento tras una ventana, puerta, tejado o chimenea, originaba un infierno de proyectiles trazadores.
En una de estas “caza de ratas”, causé la primera baja de mi carrera. Se trataba de una vivienda de dos plantas, cuya puerta había desaparecido en combates anteriores, haciendo que la entrada pareciera la oscura boca de un monstruo, a la intensa luz del sol del exterior. Una de las razones para que usáramos gafas de sol, aparte de la lógica protección exterior, era para evitar que el contraste de la intensidad de la luz al entrar en un edificio a oscuras fuera menor y no nos cegara durante el crucial momento de entrar.
Yo era el segundo del grupo de cuatro. El compañero que me precedía se pegó al quicio de la puerta, extrajo una granada cegadora del bolsillo de la pernera derecha y la lanzó al interior. Todos apartamos la vista, ya que las granadas no distinguen entre amigos y enemigos y las de ese tipo producen un intenso destello que ciega al enemigo, a la vez que la potente detonación lo ensordece. Nada más estallar, hay que entrar enseguida, para evitar que el posible enemigo que esté en el interior, pueda reaccionar.
Nada más oír la explosión, salí de mi cobertura y corrí hacia el interior, con el arma preparada. Era una estancia sin muebles con una escalera que ascendía a la siguiente planta justo enfrente de la entrada y dos puertas abiertas, una a cada lado. Tenía que apuntar a una de las tres aberturas y creo que fue mi día de suerte. Apunté a la entrada derecha, mientras el compañero que había lanzado la granada entraba detrás de mí. Admito que, cuando vi que alguien asomaba frente a mí, no esperé a ver si iba armado o no. Podía ser un civil, pero si esperaba para asegurarme, no dispondría de otra oportunidad.

Es curioso lo que llega a pasar por la mente en momentos como ese. Ves que alguien se acerca, distingues unos pantalones claros, calzado deportivo de marca y sabes que si disparas en ese momento, darás seguro en el blanco. Pero ¿has quitado el seguro? ¿Tienes un proyectil en la recámara listo para ser disparado con solo apretar el gatillo? ¿Y si es un civil, un chaval más joven que tú mismo?

Apreté tres veces el gatillo, justo cuando los pantalones claros sobre zapatillas deportivas se convertían en un hombre con el rostro cubierto por una kufiyya blanca y negra, que solo dejaban ver sus ojos. Yo fui más rápido que él. Con cada disparo, mi arma se elevaba un poco; un disparo en el pecho, otro en el cuello y el tercero se perdió por encima de su cabeza, arrancando cal del techo de la otra habitación. Y no, no era un civil. Lo sé con seguridad por el AK-47 que soltó cuando los impactos lo lanzaron hacia el interior de la estancia. Por suerte para mí, no había nadie más en esa casa. No estoy seguro de haber sido capaz de reaccionar tras la impresión de ver a alguien abatido por mis disparos.

No tardé en aprender a corregir la elevación del fusil de asalto tras cada disparo. El truco está en no disparar a lo loco, sino esperar medio segundo entre disparo y disparo, lo justo para mantener el cañón donde lo quieres tener. A veces es necesario aprender a matar con eficiencia, o eficacia… Nunca he sabido la diferencia.
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lucia
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Re: Caza de ratas (bélico)

Mensaje por lucia »

No tengo ni idea de lo que es el airsoft ese que mencionas y se me ha hecho un tanto confuso lo del uniforme de caballería hasta que mencionaste que era el uniforme israelí el que llevabáis, y eso que también está confuso el cómo acabasteis allí. Por un rato, pensé que me fallaba la memoria (mi cole estaba cerca de lo que ahora es el cuartel de la Brigada Guadarrama y alguna vez estuvimos allí).

Eso sí, me ha gustado la forma de presentar la vida del militar y la acción. No se parece a esas crónicas de algún militar que mas parece un turista de ONG que militar.
Nuestra editorial: www.osapolar.es

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