Os traigo otro relato más relacionado con A través del espejo y El viaje del hombre que no quería viajar. Se puede leer de manera independiente, claro, pero carece del sentido que tiene si se han leído antes las dos novelas.
Siete estrellas de papel
Suena Ruby, my dear, interpretada por Roy Hargrove. La aguja del gramófono araña el vinilo, que gira con ritmo pausado. La casa huele a cerrado, como si llevara una semana vacía. Las paredes están sucias y desgastadas, llenas de agujeros, con la pintura descascarillada. Las ventanas, cubiertas por tablones. Del techo cuelga el cable pelado de una bombilla, pero ésta, si alguna vez existió, no está donde debería. La iluminación es tenue: proviene de la escasa luz que se cuela a través de los huecos que ceden los maderos. En el centro del salón hay una mesa de cristal con dos tazas de café. Calientes, humeantes. También dos sillones. En ellos, con aire serio y concentrado, guardan silencio dos hombres. Uno es joven, con dificultad sobrepasará la veintena. Tiene el pelo rapado, los ojos negros, las cejas finas, las líneas del rostro muy marcadas. Tostado por el sol, con una cicatriz en forma de rayo en la mejilla. Parece un militar. Lleva vaqueros y una camiseta negra, rasa. El segundo hombre es menudo, flaco, de rasgos orientales. Pelo moreno, fino, ojos marrones y dientes amarillentos. Camisa blanca, pantalones cortos de color azul. Tiene un cigarrillo en la mano, aunque no se lo lleva a la boca: la ceniza se acumula en la punta. Rondará los cuarenta.
—¿Qué vamos a hacer? —pregunta el más joven.
El asiático da una calada al cigarro, flemático, desganado. Mira al suelo con ojos fijos, como si en la sucesión de losas de granito se hallara la respuesta.
—Sólo nos queda esperar. Hicimos todo los que se nos pidió.
—Ya, pero no encontramos a la anciana de los gatos y, por lo tanto, no pudimos hablar con ella ni recibir su mensaje. No estaba donde nos dijeron. Eso, a todas luces, es un cambio en la línea establecida por el Destino y, se mire como se mire, un jodido contratiempo.
La mirada del asiático busca los ojos del muchacho con aspecto de militar, quien logra sostenerla a duras penas.
—Olvídate de eso, Donalbain. El Destino es sólo un cuento, una patraña. Nuestra batalla es mucho más importante y va más allá de todo eso.
El muchacho asiente. El disco avanza: ahora suena Gloomy sunday, de Brandford Marsalis. De los cafés ya no asciende el humillo blanco.
—Nuestra batalla… —repite el chico, en apenas un susurro.
Un asentimiento.
—Sí, nuestra batalla. El fin de la mentira. Despertar, por fin.
—Ver el mundo tal y como es. También yo me sé la retahíla, Siward.
Regresan los rostros serios, los labios sellados, las palabras acalladas. El asiático da breves caladas al cigarro de vez en cuando. Sólo les queda esperar una nueva llamada del Viajero de las Estrellas. En la última misión algo salió mal. Debían encontrarse con Cloto, la anciana de los gatos, en una estación de metro abandonada. Pero cuando llegaron allí, no hallaron otra cosa que polvo y silencio. Ni rastro de la anciana ni del mensaje que debía transmitirles. Tampoco saben nada del Viajero de las Estrellas, desaparecido desde hace más de un año. Sigue dejando mensajes y repartiendo órdenes, pero siempre desde la distancia. Desde allí donde esté, paradero que desconocen. Desde que se unieron a su cruzada, hace más de cinco años, sólo lo han visto dos veces. Han logrado algunas victorias y han visto cosas increíbles, cosas que les han ayudado a conservar la fe y seguir adelante, incluso cuando lo más fácil hubiera sido claudicar y regresar al mundo que rechazan, sea real o imaginario. Onírico o tangible.
—Volverá a ponerse en contacto con nosotros, ya lo verás —asegura el de mayor edad.
—Ya.
Hay un teléfono rojo en el suelo, cerca del gramófono. Ya no suena música. El vinilo ha terminado. La aguja está en alto, amenazante, pero lejos de la superficie del disco, que también ha dejado de girar. El silencio ahora es denso, puro. Si se diera una dentellada al aire, podría masticarse. Donalbain bebe café. Como está frío, decide tomárselo de un trago. Luego se levanta y pasea por la habitación, nervioso. Intenta ver algo por los resquicios dejados por las maderas que cubren las ventanas, pero apenas alcanza a intuir un trozo de cielo, nublado y gris.
Llaman a la puerta. Los dos hombres cruzan miradas tensas. No esperan a nadie. Tampoco han dado aviso de estar ocupando ese piso. Sus ojos formulan una pregunta silenciosa, ¿quién puede estar golpeando la puerta en esos momentos?
—Coge el arma —solicita el asiático.
Donalbain asiente, se acerca a su sillón y extrae una pistola que guardaba bajo el cojín. Encañonando hacia adelante, el muchacho avanza: Siward lo sigue. Se dirigen hacia la entrada, despacio, con sigilo. El más joven echa un vistazo por la mirilla: al otro lado surge la figura de una anciana. Tiene el pelo canoso, recogido en una coleta. Blusa azul, falda verde y rostro apergaminado. Entre los brazos lleva un gato negro. El felino duerme.
—Es ella, joder.
—¿Ella?
—La vieja de los gatos —anuncia Donalbain.
—Abre la maldita puerta entonces.
El muchacho cumple con la orden y corre el pestillo. Luego, sin mediar palabra, abre y deja pasar a la anciana, que los evalúa con detenimiento.
––Puedes guardar la pistola, conmigo no te hará falta —asegura después.
—Lo siento, no la esperábamos y, ya sabe, uno no puede fiarse nunca de quien llama sin avisar a su puerta. Este mundo se ha vuelto muy cabrón.
Una negación con la cabeza.
—Ya lo era antes. Desde que el tiempo es tiempo y la carne, carne. El problema es que, ahora, algunos habéis decidido saltar al otro lado, cruzar el espejo. Mirar las podridas entrañas de la realidad.
Guían a la anciana al salón, le ofrecen asiento. También un café, pero ella lo rechaza. Los dos hombres quedan de pie, aguardando instrucciones.
—Sé que esperáis un mensaje del Viajero, pero, para vuestra decepción, no tengo ninguno. Hace seis meses que no tengo noticias de él. Parece que se ha evaporado, una vez más.
Los dos hombres se miran, indecisos.
—Entonces, ¿por qué nos mandó reunirnos con usted? ––pregunta el asiático.
—Eso. Ah, también querríamos saber por qué no estaba en la estación, tal y como estaba establecido…
Cloto acaricia al animal, que ronronea muy bajo, satisfecho.
—La estación es un lugar de paso, donde los viajeros que han aceptado su final toman su último tren. Me limito a esperarlos y entregarles su regalo. Tengo uno distinto para cada uno. Individualizado. También el vuestro estará a punto cuando os llegue el momento.
Las palabras quedan suspendidas, con ganas de ser interpretadas. Pero ni uno ni otro lo hacen. Prefieren ignorarlas, temerosos de lo que puedan significar. Buscan la verdad, pero la verdad, en la mayoría de los casos, es mejor ir tomándola a pequeños sorbos. Afrontarla de golpe es demasiado incluso para el corazón más intrépido.
—No lo entiendo —dice Siward.
—¿Qué no entiendes?
—El motivo de la reunión. Nos arriesgamos mucho para entrar y salir de la estación y, total, en vano. No sirvió de nada: usted no estaba allí.
—Si no estaba era porque no debía estar ahí en ese momento. Mi destino era otro. Igual que, ahora, es estar en esta habitación con vosotros. Las cosas siempre tienen un motivo.
—Eso siempre me lo decía mi madre cuando me echaban de un trabajo: si no te quieren es porque no era el adecuado. Patrañas —dice el más joven.
—Tal vez, pero ¿en eso consiste todo esto, no? En creer más allá de lo que ven los ojos. Confiar en el mensaje del Viajero de las Estrellas, quien ha estado aquí y allá, en éste y otros mundos. El único que ha desentrañado la red tejida en torno a la realidad y sabe moverse por ella, leerla, desafiando así el poder del Creador.
—Sí, pero…
—El pero no existe. Si hay peros, nuestra fuerza se debilita. Debemos aceptar lo que se nos ha dicho, lo que nos depara el futuro.
—Soy el primero en defender con uñas y dientes las palabras del Viajero. He luchado en su favor desde hace más de un lustro. La duda, sin embargo, está ahí y lo estará siempre, hasta que no exista una prueba irrefutable.
—Una prueba que tal vez no exista ni llegue a existir.
—Ya, por eso nunca he seguido una religión —interviene Donalbain—. Las considero una tontería. Todo ese rollo de la vida tras la muerte. De que hay que ser buenos y vivir conforme a unas reglas morales. Menuda sarta de gilipolleces. Por eso los mejores se mueren de un ataque al corazón o de cáncer y la gentuza como, por ejemplo, los dictadores genocidas, viven hasta los noventa años. Mi abuela, que era más buena que la lluvia en época de sequía, murió de repente, atropellada por un conductor borracho que se dio a la fuga.
La anciana de los gatos asiente.
—Tienes buena parte de razón. En primer lugar, por comparar al Viajero de las Estrellas con la cabeza visible de cualquier religión. Hay similitudes, sin duda. En segundo, por exponer sin morderte la lengua las incongruencias de cualquier religión. Eso, además, sin entrar a valorar textos sagrados ni historia. En esa tesitura, ni el más osado sería capaz de salir airoso en su defensa de cualquier doctrina. Pero éste no es nuestro caso. Nuestro Mesías, por llamarlo de alguna manera, existe. Es de carne y hueso. Hemos estado con él, hablado con él, lo hemos tocado. Creerle o no sí es una cuestión de fe, a pesar de los indicios.
Otro silencio. El asiático mira su reloj de pulsera. Donalbain suspira, cruza las manos a la espalda.
—Todavía no sabemos el motivo de nuestra reunión —suelta el hombre en la cuarentena, hastiado de tanta palabrería.
—Cierto. Vosotros no lo sabéis, pero yo cumplo con mi cometido. Con la misión que se me encomendó. Por eso he venido a buscaos. La estación, como os he dicho, está destinada a quienes han aceptado su destino. No es vuestro caso. Osados, preferís seguir luchando y, por esta razón, me toca intervenir, moverme. El Viajero os envió a verme, pero ni siquiera él lo sabe todo. Desconoce algunas reglas. A mí no se me puede buscar. Se me acepta. Pero ¿buscarme? Eso no tiene sentido. Sin embargo, os necesita. Eso me dijo, al menos. Yo, claro, he decidido ayudarle, a pesar de que sea una temeridad y con ello me arriesgue a romper el equilibrio. Pero una empieza a hacerse vieja y a estar aburrida. No me viene mal un poco de acción de vez en cuando. Eso, traducido a vuestro caso concreto, significa que, cuando salga de esta habitación, ambos moriréis. Es el destino que os corresponde.
—¿Perdón? —pregunto el joven, perplejo.
La anciana vuelve a asentir.
—Ésa es mi tarea. Soy el Barquero de Almas. Junto con el Viajero y la niña, yo decido quién es digno de pasar al otro lado. Elijo a los candidatos a cruzar el espejo. Tranquilos: para ser exactos, no os espera la muerte, sino el despertar. Veréis el mundo real, tal y como es. Sin engaños. Tal vez no os guste o tal vez sí, pero ya no podéis decidir. Quisisteis formar parte de esta guerra y, ahora, por fin, lo haréis.
La mujer se levanta, acaricia al gato, deja sobre la mesa dos origamis: un sol de doce puntas y una serpiente. Luego sonríe y abandona la habitación ante la atónita mirada de los dos hombres, quienes la observan marchar con desconcierto, incapaces de reaccionar. Una vez la figura de la anciana se ha desvanecido, ambos caen desplomados al suelo, sin vida.
Despiertan en una tierra yerma, junto a un pozo. En el cielo brillan siete estrellas. Solo siete. Muy grandes, blancas, de contornos arrugados, como si fueran de papel. El más joven mira a un lado y encuentra a su compañero, quien se incorpora despacio mientras se acaricia las sienes. A continuación mira al frente y halla una imagen insólita: dos pies izquierdos, cercenados a la altura del tobillo, se agitan, nerviosos.
—Bienvenidos al mundo real —dice alguien en alguna parte.
Los dos hombres elevan la vista y, entonces, lo ven. Barbudo, desgreñado, con el torso desnudo. Es el Viajero de las Estrellas.
FIN.
Siete estrellas de papel (relato)
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Siete estrellas de papel (relato)
Última edición por Medianoche el 07 Sep 2014 18:54, editado 1 vez en total.
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Re: Siete estrellas de papel (relato)
Desde luego, el final es muy apropiado para el universo que creaste.
¿Y no debería ser quienes en vez de quien?
¿Y no debería ser quienes en vez de quien?
Luego sonríe y abandona la habitación ante la atónita mirada de los dos hombres, quien la observan marchar con desconcierto,
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Re: Siete estrellas de papel (relato)
Lo es. Corregido. Siempre se escapan cosas. Muchas gracias.lucia escribió:Desde luego, el final es muy apropiado para el universo que creaste.
¿Y no debería ser quienes en vez de quien?Luego sonríe y abandona la habitación ante la atónita mirada de los dos hombres, quien la observan marchar con desconcierto,
Junto a la segunda novela y algunos relatos sueltos, he intentado crear un universo particular, especial. Voy a regresar a él de vez en cuando, cuajándolo, dotándolo de sentido
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