La evanescencia de las cosas importantes (Relato breve)

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Iliria
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La evanescencia de las cosas importantes (Relato breve)

Mensaje por Iliria »

Recuerdo haber paseado bajo la lluvia de otoño. Las nubes se iban disipando, y el púrpura crepuscular recortaba las cúpulas y las moles de los edificios a lo largo del río. Atravesé los jardines de su cauce, cuyos árboles abarrotaban colonias de aves que a graznidos pugnaban por un espacio donde pasar la noche y, de algún modo, sorteé el tráfico que circulaba en sentido inverso al acostumbrado. Caminaba sin prisa por aceras frías y mojadas, sobre su caprichoso mosaico de hojas marchitas pegadas al suelo. Tengo la vaga reminiscencia de haberme cruzado con algún solitario transeúnte que, como yo, disfrutaba de un errático y calmo paseo. Las estrechas calles me resultaron extrañamente cotidianas, a pesar de no reconocer su fisonomía. Y entonces, atravesé el arco abierto en los restos de una muralla que yo no había visto nunca y que conducía a una plaza sin nombre.

Era asombroso que la pequeña plazoleta pudiese acoger tal cantidad de gente. Resultaba difícil bordear a la multitud allí congregada en un ambiente tan jubiloso. Por encima de todas aquellas cabezas destacaban los bailarines zancudos cuyas chillonas vestimentas, con la velocidad de sus giros imposibles, se fundían en un color absoluto. Debían danzar al son de una música de dolçaines y tabalets, pero ahora no soy capaz de recordarlo. En ese instante caí en la cuenta de que se celebraba la fiesta más importante de mi ciudad (¿cuál?), y aunque me senté a observar sobre un banco en una esquina de la plaza, dejé que regocijo de la multitud me fuese contagiando.
Compartimos la algarabía en aquel crepúsculo interminable. Compartimos, sí, puesto que en ese momento no estaba sola. Junto a mí percibía una calidez, familiar desde el mismo momento de mi concepción, una presencia tan acostumbrada que ninguna extrañeza me produjo sentirla a mi lado, como si hubiese salido de la nada. Mi gemela y yo compartíamos en gozoso silencio el simple hecho de estar allí sin motivo.
No recuerdo una sola palabra suya, pero miré hacia donde me indicaba. Sumergido en la fiesta, aunque algo apartado de la multitud, un joven alto y esbelto parecía destacar del resto. Sabíamos que era aquel chico albino de nuestra pandilla – sí, ¿no lo recuerdas? - , aquel que me gustaba tanto, a pesar de no haberlo visto nunca. Mi hermana me dijo algo que me hizo reír a carcajada limpia; volvíamos a ser quinceañeras en las fiestas del pueblo.

Y en ese instante, desperté.


No ha vuelto a sonar la radio desde entonces. Solo el monótono bip-bip de mi móvil con el que me levanto. Es extraño, pero en algún momento espero escuchar esos malditos programas de humor sin gracia que preceden a la programación musical de la emisora de turno. Podría sintonizarlos yo, claro, pero no sería lo mismo. Y aunque los pusiera, tampoco se dejaría sentir por la casa el canturreo desacompasado de siempre.
Dialogo en silencio con la taza humeante del desayuno. Con los ojos cerrados, trato de regresar a esa fiesta extraña, en esa ciudad que sin duda era la mía, pero ataviada con el desconcertante disfraz de lo onírico. Mi mente trata de atrapar los colores, las sensaciones, ese crepúsculo que se escapa de mi recuerdo, la sorpresa de volver a encontrar gente que nunca había conocido, o que jamás regresaría. Me resisto a creer en la magia de los sueños. De hecho, yo siempre he sido la gemela más racional. Me convenzo de que los sueños no son una premonición del futuro ni una señal de los muertos, pero sí un retorno al pasado.

Llevo seis meses sin querer ver ninguna foto, pero sin duda el sueño ha hecho que deseé seguir asida a los recuerdos y a la felicidad de tiempos pretéritos, aunque sea en la fiesta de una ciudad deformada por mis más íntimos anhelos. Los no olvidados, simplemente ignorados álbumes fotográficos siguen ahí. Debimos haber escaneado su contenido hace tiempo. Ahora supongo que ya no importa.
El año 1995 muestra sin sutileza lo dispares que éramos. Ella, con sus vaporosos vestidos floreados bajo una cazadora vaquera ceñida, el brillo de labios suave y nacarado, y esa dulzura que encandilaba. Si se sabía que éramos pelirrojas era por el cabello tan cuidado y femenino de mi hermana. Yo, con mi bomber negra, mis vaqueros desgastados y mis botas de punta redonda y metálica, y el tinte negro con mechas a veces verdes, a veces rojas. Mi apariencia era a menudo fuente de numerosas discusiones en casa. Y pasando más hojas, las acampadas, verbenas y excursiones de los veranos del último lustro del siglo XX.
Me detengo en una instantánea concreta. Una de las últimas que añadió mi hermana. No tiene nada de especial, ella posando con el chico con quien salía en la universidad. Nada, a excepción de un espontáneo, captado de refilón. Alto, esbelto, con unas facciones de una belleza espectacular resaltadas por una peculiaridad.

Era albino.


Son extraños los sueños vívidos. Algunos pueden dejar una impronta mediante imágenes banales. Tengo que admitir, no sin sentimiento de culpa, que la imagen del albino tuvo más peso al recordar el sueño que la compañía de mi hermana. Quizá porque ella era alguien en mi vida de una presencia incuestionable, y mi subconsciente así lo consideraba. Recuerdo haber oído algún comentario jocoso sobre la foto semejante a: Ya ves, el friki ese ahí, para luego ser olvidado sin más. Quizá el sueño venía en un momento en el que me encontraba – a mi orgullo le costaba admitirlo – necesitada de compañía y de afecto. Pasados los primeros meses de duelo, los amigos y escasa familia habían vuelto a sus quehaceres, y sus atenciones se habían ido espaciando. Pero, ¿por qué un chico al que ni siquiera conocía? El sueño no había sido recurrente, ni tampoco recordaba otros de especial mención. Era la atmósfera evocadora de ese momento concreto, mezcla de recuerdos y deseos, lo que durante todo este tiempo me había proporcionado un consuelo engañoso, pero no por eso menos reconfortante. Si bien los acontecimientos iban desflecándose y perdiendo cierta intensidad, su esencia se mantenía en la justa medida. No resultó difícil quitar el disfraz a aquellos rincones de mi ciudad y volver a recorrerlos de la forma más ordenada posible, y con el paso del tiempo se convirtieron en el hilván de una ruta habitual, en la que me sentía confortable.


Así pues, volví a deambular por la parte del antiguo cauce del Túria al atardecer, cuando la luz del día iba retirándose y las bandadas de estorninos regresaban a sus nidos en los árboles de la Alameda. La luz crepuscular parecía dotar de una magia especial a la cúpula azul índigo del Museo San Pío V, por encima de las frondosas arboledas del parque de Viveros y los jardines del río. Cruzaba el puente del Real en el momento en que el alumbrado público comenzaba a teñir de un sutil anaranjado el brillante pavimento, y el sentido del tráfico no presentaba nada anómalo, es más, su densidad era la que correspondía a una de las arterias que conducían al centro. Al otro lado del río dejaba atrás los altos edificios del inicio de la plaza de Tetuán para marchar en dirección a las Torres de Serrano. Tendría que esperar al siguiente otoño para volver a encontrar los tonos ocres caídos de los árboles para alfombrar el suelo. En lugar de eso, el pulido dibujo de las aceras me encaminaba, calle arriba (¿o abajo?) por una recta y amplia vía que nada tenía de laberíntico. Pasaba ante el conjunto clásico de la Delegación del Gobierno, aunque la antigua iglesia y el palacio rectangular de fachada siena y torres achatadas que ahora ocupaban las nuevas dependencias tampoco habían aparecido como tales en el sueño. Dicho edificio cortaba un par de metros más adelante la plaza del Poeta Llorente, dándole una curiosa forma triangular, y en este punto siempre me detenía. Sin duda, el sueño había deformado el muro del edificio y lo había dotado de un arco al que acceder a una plaza de mayores dimensiones que aquel apacible rincón, presidido por un cuidado jardincillo, velado por la estatua de José Ribera. De ahí, pasando por el Pont de Fusta hasta mi casa, en la calle Santa Amalia, no habría más de diez minutos.


Fue a comienzos del otoño siguiente cuando acudí a una librería especializada a por un libro para seguir trabajando en mi tesis. El establecimiento era pequeño, y se había formado una cola importante para pagar en caja.

— Atiende tú un momento – oí decir a uno de los cajeros.

Rebusqué en mi bolso para extraer el monedero, y el corazón me dio un vuelco al ver que quien iba a cobrarme era el albino. El mismo porte esbelto, y las facciones etéreas de una belleza irreal, esculpida entre nieve y hielo.

— ¿Me da el libro?
— ¿Q… qué?
— El libro. Tendrá que pagarlo, ¿no?

Conseguí entregárselo, y con movimientos hábiles a fuerza de repetidos metió el ticket de compra y el volumen en una bolsa. Sus ojos, del mismo tono violáceo del crepúsculo parecían clavarse en mí con visible enojo. Debió interpretar mi fascinación como una curiosidad morbosa.

— Señora, ¿quiere moverse? — me espetó —. Está haciendo cola.

Balbuceé algo con bastante torpeza y salí de la tienda casi dando traspiés. Debí ofrecer una imagen inquietante, o patética, pues varios transeúntes se quedaron mirando. No sé cuánto tiempo anduve por la calle, con una sensación de soledad y desamparo como hacía tiempo no había tenido. Parecía que el sueño con sus evocadoras sensaciones, la ruta y los días que pasé a su amparo se habían esfumado de repente. El mágico ritual que había sacralizado todo recuerdo había quedado mancillado, y de nuevo sentí la desnudez de una realidad fría y áspera, como el húmedo viento de otoño capaz de traspasar todo abrigo hasta roer los huesos.

Y allí, en mitad del frío, esperé sentada en un banco. Sabía lo que esperaba y el poco sentido que tenía hacerlo. Pero esperé. El crepúsculo violeta fue siendo devorado por una noche cada vez más cerrada. Y entonces, pasó junto a mí. El albino había echado el cierre y caminaba por la acera, cabizbajo, sin reparar en mi presencia. Me levanté a su paso, y sin embargo lo dejé marchar. Parecía lo más lógico, quedarme allí, observando cómo lentamente su figura se disipaba entre las negrura de las callejuelas.

Regresé al que antaño fuera mi hogar. Allí me recibió el tic-tac del reloj, el débil pulso de una casa cuya esencia también iba disipándose con el transcurso de los días, los meses, los años. Quizá más adelante sólo sería una estructura hueca de hormigón. Encima de la mesa había quedado el portátil. Me senté ante él, y comencé a escribir:

La evanescencia de las cosas importantes.
Si tienes un jardín y una biblioteca, tienes todo lo que necesitas - Cicerón :101:
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Iliria
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Re: La evanescencia de las cosas importantes (Relato breve)

Mensaje por Iliria »

Una chorradita a la que he estado dando cuerpo estos días :60:
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Mario Cavara
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Re: La evanescencia de las cosas importantes (Relato breve)

Mensaje por Mario Cavara »

Sencillamente magistral. Una sintaxis excelente donde los recursos literarios se suceden en un hilvanado de frases que genera pura música literaria para los oídos. Mis más sinceras felicitaciones, Iliria
1
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Tolomew Dewhust
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Re: La evanescencia de las cosas importantes (Relato breve)

Mensaje por Tolomew Dewhust »

Te he leído ahora mismito, con un colacaete bien cargado y caliente entre las manos y una mantita de pelo en lo alto, que creo que es como debe hacerse (no tengo a mano el móvil para hacerme una foto, si no...).

Como no podía ser de otra forma, ha resultado una lectura sumamente plácida, Iliria. Enhorabuena por el texto y gracias por colgarlo aquí.
Escribes high class.
Me gusta mucho el tono y el aroma que desprende. Y soy un incondicional de las parrafadas y de las oraciones muuuuy largas :P.
Ah, y la primera frase... Recuerdo haber paseado bajo la lluvia de otoño. Me gusta también mucho. Tiene pellizco. De hecho, la hubiera utilizado como título en lugar de "La evanescencia...", pero también como cierre :lista:, es decir, cuando dices: "Me senté ante él y comencé a escribir: Recuerdo haber paseado bajo la lluvia de otoño..." Yo me hubiera derretido. Hacer un relato circular... Esas cositas tienen un poquito de magia.
A personal question -respóndeme en inglés y así los demás no se enteran: ¿True story?
Hay seres inferiores para quienes la sonoridad de un adjetivo es más importante que la exactitud de un sistema... Yo soy uno de ellos.
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Iliria
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Re: La evanescencia de las cosas importantes (Relato breve)

Mensaje por Iliria »

Muchas gracias por vuestras lecturas y comentarios, Mario y Tolo. Me alegra que os haya gustado :60:

Tolo, thanks :60: True Story? Pues...
solo en unos detalles muy pequeñitos: my city and the dream inside a strange festival. And the death of a dearest last spring. Por lo demás, no twin sister and no albino man.
Me gusta la sugerencia de cambiar el título del relato y darle una estructura más circular de la que tiene. Creo que es muy acertado. Lo de evanescencia, bueno, tenía que mencionar mi grupo favorito :lengua:

Tengo que retocar alguna cosita que no me acaba; lo maduraré, así como el cambio del título y la frase final :batman:
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lucia
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Re: La evanescencia de las cosas importantes (Relato breve)

Mensaje por lucia »

Jolines, Tolo, cuando tienes la vena cotilla no hay quien te pare :lol:

Iliria, muy bueno. Estuve esperando que el albino estuviese relacionado con la muerte de la hermana de alguna manera, pero, desde luego, no de esa.
Nuestra editorial: www.osapolar.es

Si cedes una libertad por egoísmo, acabarás perdiéndolas todas.

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Iliria
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Re: La evanescencia de las cosas importantes (Relato breve)

Mensaje por Iliria »

Gracias, Lucía, me alegra que te haya gustado :60:
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Iliria
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Re: La evanescencia de las cosas importantes (Relato breve)

Mensaje por Iliria »

Tolo, he modificado el relato según los consejos que me diste, y creo que gana bastante :60: Gracias, porque es un relato escrito en un momento muy especial para mí, creo que de los que tengo es ya uno de mis favoritos :60: :60:

Queda así:

RECUERDO HABER PASEADO BAJO LA LLUVIA DE OTOÑO.


Las nubes se iban disipando, y el púrpura crepuscular recortaba las cúpulas y las moles de los edificios a lo largo del río. Atravesé los jardines de su cauce, cuyos árboles abarrotaban colonias de aves que a graznidos pugnaban por un espacio donde pasar la noche y, de algún modo, sorteé el tráfico que circulaba en sentido inverso al acostumbrado. Caminaba sin prisa por aceras frías y mojadas, sobre su caprichoso mosaico de hojas marchitas pegadas al suelo. Tengo la vaga reminiscencia de haberme cruzado con algún solitario transeúnte que, como yo, disfrutaba de un errático y calmo paseo. Las estrechas calles me resultaron extrañamente cotidianas, a pesar de no reconocer su fisonomía. Y entonces, atravesé el arco abierto en los restos de una muralla que yo no había visto nunca y que conducía a una plaza sin nombre.

Era asombroso que la pequeña plazoleta pudiese acoger tal cantidad de gente. Resultaba difícil bordear a la multitud allí congregada en un ambiente tan jubiloso. Por encima de todas aquellas cabezas destacaban los bailarines zancudos cuyas chillonas vestimentas, con la velocidad de sus giros imposibles, se fundían en un color absoluto. Debían danzar al son de una música de dolçaines y tabalets, pero ahora no soy capaz de recordarlo. En ese instante caí en la cuenta de que se celebraba la fiesta más importante de mi ciudad (¿cuál?), y aunque me senté a observar sobre un banco en una esquina de la plaza, dejé que regocijo de la multitud me fuese contagiando.

Compartimos la algarabía en aquel crepúsculo interminable. Compartimos, sí, puesto que en ese momento no estaba sola. Junto a mí percibía una calidez, familiar desde el mismo momento de mi concepción, una presencia tan acostumbrada que ninguna extrañeza me produjo sentirla a mi lado, como si hubiese salido de la nada. Mi gemela y yo compartíamos en gozoso silencio el simple hecho de estar allí sin motivo.

No recuerdo una sola palabra suya, pero miré hacia donde me indicaba. Sumergido en la fiesta, aunque algo apartado de la multitud, un joven alto y esbelto parecía destacar del resto. Sabíamos que era aquel chico albino de nuestra pandilla – sí, ¿no lo recuerdas? - , aquel que me gustaba tanto, a pesar de no haberlo visto nunca. Mi hermana me dijo algo que me hizo reír a carcajada limpia; volvíamos a ser quinceañeras en las fiestas del pueblo.

Y en ese instante, desperté.


No ha vuelto a sonar la radio desde entonces. Solo el monótono bip-bip de mi móvil con el que me levanto. Es extraño, pero en algún momento espero escuchar esos malditos programas de humor sin gracia que preceden a la programación musical de la emisora de turno. Podría sintonizarlos yo, claro, pero no sería lo mismo. Y aunque los pusiera, tampoco se dejaría sentir por la casa el canturreo desacompasado de siempre.

Dialogo en silencio con la taza humeante del desayuno. Con los ojos cerrados, trato de regresar a esa fiesta extraña, en esa ciudad que sin duda era la mía, pero ataviada con el desconcertante disfraz de lo onírico. Mi mente trata de atrapar los colores, las sensaciones, ese crepúsculo que se escapa de mi recuerdo, la sorpresa de volver a encontrar gente que nunca había conocido, o que jamás regresaría. Me resisto a creer en la magia de los sueños. De hecho, yo siempre he sido la gemela más racional. Me convenzo de que los sueños no son una premonición del futuro ni una señal de los muertos, pero sí un retorno al pasado.
Llevo seis meses sin querer ver ninguna foto, pero sin duda el sueño ha hecho que deseé seguir asida a los recuerdos y a la felicidad de tiempos pretéritos, aunque sea en la fiesta de una ciudad deformada por mis más íntimos anhelos. Los no olvidados, simplemente ignorados álbumes fotográficos siguen ahí. Debimos haber escaneado su contenido hace tiempo. Ahora supongo que ya no importa.

El año 1995 muestra sin sutileza lo dispares que éramos. Ella, con sus vaporosos vestidos floreados bajo una cazadora vaquera ceñida, el brillo de labios suave y nacarado, y esa dulzura que encandilaba. Si se sabía que éramos pelirrojas era por el cabello tan cuidado y femenino de mi hermana. Yo, con mi bomber negra, mis vaqueros desgastados y mis botas de punta redonda y metálica, y el tinte negro con mechas a veces verdes, a veces rojas. Mi apariencia era a menudo fuente de numerosas discusiones en casa. Y pasando más hojas, las acampadas, verbenas y excursiones de los veranos del último lustro del siglo XX.

Me detengo en una instantánea concreta. Una de las últimas que añadió mi hermana. No tiene nada de especial, ella posando con el chico con quien salía en la universidad. Nada, a excepción de un espontáneo, captado de refilón. Alto, esbelto, con unas facciones de una belleza espectacular resaltadas por un rasgo peculiar.
Era albino.


Son extraños los sueños vívidos. Algunos pueden dejar una impronta mediante imágenes banales. Tengo que admitir, no sin sentimiento de culpa, que la imagen del albino tuvo más peso al recordar el sueño que la compañía de mi hermana. Quizá porque ella era alguien en mi vida de una presencia incuestionable, y mi subconsciente así lo consideraba. Recuerdo haber oído algún comentario jocoso sobre la foto semejante a: Ya ves, el friki ese ahí, para luego ser olvidado sin más. Quizá el sueño venía en un momento en el que me encontraba – a mi orgullo le costaba admitirlo – necesitada de compañía y de afecto. Pasados los primeros meses de duelo, los amigos y escasa familia habían vuelto a sus quehaceres, y sus atenciones se habían ido espaciando. Pero, ¿por qué un chico al que ni siquiera conocía? El sueño no había sido recurrente, ni tampoco recordaba otros de especial mención. Era la atmósfera evocadora de ese momento concreto, mezcla de recuerdos y deseos, lo que durante todo este tiempo me había proporcionado un consuelo engañoso, pero no por eso menos reconfortante. Si bien los acontecimientos iban desflecándose y perdiendo cierta intensidad, su esencia se mantenía en la justa medida. No resultó difícil quitar el disfraz a aquellos rincones de mi ciudad y volver a recorrerlos de la forma más ordenada posible, y con el paso del tiempo se convirtieron en el hilván de una ruta habitual, en la que me sentía confortable.

Así pues, volví a deambular por la parte del antiguo cauce del Túria al atardecer, cuando la luz del día iba retirándose y las bandadas de estorninos regresaban a sus nidos en los árboles de la Alameda. La luz crepuscular parecía dotar de una magia especial a la cúpula azul índigo del Museo San Pío V, por encima de las frondosas arboledas del parque de Viveros y los jardines del río. Cruzaba el puente del Real en el momento en que el alumbrado público comenzaba a teñir de un sutil anaranjado el brillante pavimento, y el sentido del tráfico no presentaba nada anómalo, es más, su densidad era la que correspondía a una de las arterias que conducían al centro. Al otro lado del río dejaba atrás los altos edificios del inicio de la plaza de Tetuán para marchar en dirección a las Torres de Serrano. Tendría que esperar al siguiente otoño para volver a encontrar los tonos ocres caídos de los árboles para alfombrar el suelo. En lugar de eso, el pulido dibujo de las aceras me encaminaba, calle arriba (¿o abajo?) por una recta y amplia vía que nada tenía de laberíntico. Pasaba ante el conjunto clásico de la Delegación del Gobierno, aunque la antigua iglesia y el palacio rectangular de fachada siena y torres achatadas que ahora ocupaban las nuevas dependencias tampoco habían aparecido como tales en el sueño. Dicho edificio cortaba un par de metros más adelante la plaza del Poeta Llorente, dándole una curiosa forma triangular, y en este punto siempre me detenía. Sin duda, el sueño había deformado el muro del edificio y lo había dotado de un arco al que acceder a una plaza de mayores dimensiones que aquel apacible rincón, presidido por un cuidado jardincillo, velado por la estatua de José Ribera. De ahí, pasando por el Pont de Fusta hasta mi casa, en la calle Santa Amalia, no habría más de diez minutos.


Fue a comienzos del otoño siguiente cuando acudí a una librería especializada a por un libro para seguir trabajando en mi tesis. El establecimiento era pequeño, y se había formado una cola importante para pagar en caja.
— Atiende tú un momento – oí decir a uno de los cajeros.
Rebusqué en mi bolso para extraer el monedero, y el corazón me dio un vuelco al ver que quien iba a cobrarme era el albino. El mismo porte esbelto, y las facciones etéreas de una belleza irreal, esculpida entre nieve y hielo.
— ¿Me da el libro?
— ¿Q… qué?
— El libro. Tendrá que pagarlo, ¿no?
Conseguí entregárselo, y con movimientos hábiles a fuerza de repetidos metió el ticket de compra y el volumen en una bolsa. Sus ojos, del mismo tono violáceo del crepúsculo parecían clavarse en mí con visible enojo. Debió interpretar mi fascinación como una curiosidad morbosa.
— Señora, ¿quiere moverse? — me espetó —. Está haciendo cola.
Balbuceé algo con bastante torpeza y salí de la tienda casi dando traspiés. Debí ofrecer una imagen inquietante, o patética, pues varios transeúntes se quedaron mirando. No sé cuánto tiempo anduve por la calle, con una sensación de soledad y abandono como hacía tiempo no había tenido. Parecía que el sueño con sus evocadoras sensaciones, la ruta y los días que pasé a su amparo se habían esfumado de repente. El mágico ritual que había sacralizado todo recuerdo había quedado mancillado, y de nuevo sentí la desnudez de una realidad fría y áspera, como el húmedo viento de otoño capaz de traspasar todo abrigo hasta roer los huesos.
Y allí, en mitad del frío, esperé sentada en un banco. Sabía lo que esperaba y el poco sentido que tenía hacerlo. Pero esperé. El crepúsculo violeta fue siendo devorado por una noche cada vez más cerrada. Y entonces, pasó junto a mí. El albino había echado el cierre y caminaba por la acera, cabizbajo, sin reparar en mi presencia. Me levanté a su paso, y sin embargo lo dejé marchar. Parecía lo más lógico, quedarme allí, observando cómo lentamente su figura se disipaba entre las negrura de las callejuelas.

Regresé al que antaño fuera mi hogar. Allí me recibió el tic-tac del reloj, el débil pulso de una casa cuya esencia también iba disipándose con el transcurso de los días, los meses, los años. Quizá más adelante sólo sería una estructura hueca de hormigón. Encima de la mesa había quedado el portátil. Me senté ante él, y comencé a escribir:
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prófugo
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Re: La evanescencia de las cosas importantes (Relato breve)

Mensaje por prófugo »

¡Qué bien escribes, Ili !

Bueno, eso no es novedad :lol:

Me ha gustado mucho tu relato :-) Un fuerte abrazo :60:

Y cuidadín con los albinos :lengua:
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Iliria
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Re: La evanescencia de las cosas importantes (Relato breve)

Mensaje por Iliria »

Muchas gracias, profu :60:
prófugo escribió: Y cuidadín con los albinos :lengua:
El de este relato es un pelín... :mrgreen:
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Re: La evanescencia de las cosas importantes (Relato breve)

Mensaje por Berlín »

Planto banderita para leerte, ahora que ya acabé los dibujicos recopilatorienses. :cunao:
Si yo fuese febrero y ella luego el mes siguiente...
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Isma
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Re: La evanescencia de las cosas importantes (Relato breve)

Mensaje por Isma »

He encontrado un hueco para leerte.

Me gusta el destino que tiene la historia. El romper con una escena que solo existe en nuestra cabeza. A veces es la realidad quien lo rompe, y otras veces esta solo consigue apuntalar el sueño. Pero es una reflexión interesante en cualquiera de los casos.

Tu escritura es precisa, y cuando consigues añadir lo inesperado a la exactitud de tu orden salen textos fantásticos. Pero, mmm, aquí solo lo consigues fugazmente. La revisión de las fotografías lo toca: pero luego la sensación se desvanece cuando insistes sobre la ruta pormenorizada que te lleva por la ciudad real. Eso me frena en seco. La escena inicial también tiene un pero en la coherencia. Si la plaza es pequeña y está abarrotada, ¿cómo puede sentarse uno a observar en un banco, aunque sea en una esquina? Son detalles nimios y a la vez claves.

Por último, aligeraría el exceso inicial de adjetivos (a mí me pasa muchísimo) y quizás elegiría otras palabras para estas dos: desflecándose e hilván. Las dos me sacan un poco de la lectura, no sé si a alguien más le pasa.

C:\ modo revisor repelente /off
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Iliria
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Re: La evanescencia de las cosas importantes (Relato breve)

Mensaje por Iliria »

No te preocupes, Berlín, cuando puedas :60:

Isma, sí, reconozco que la ruta real pueda resultar un añadido innecesario (es una licencia que me concedí y que quizá alargué un poco :mrgreen: ) Hay varias cosas que no cuadran en la realidad, aunque en el sueño son de lo más lógicas (las dimensiones de la plaza, asimilar como alguien de toda la vida a una persona que nunca has visto, orientarte en calles que no conoces...)
También tiene para revisar algunos términos un tanto extraños.

Muchas gracias por tu lectura y por tu comentario :60:
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Nelly
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Re: La evanescencia de las cosas importantes (Relato breve)

Mensaje por Nelly »

Muy chulo. Me ha llamado la atención tanto tu avatar, como tu relato, como tu firma. Uno de los mejores momentos de la Dragonlance, cuando Raistlin contesta a Laurana: "Yo no sigo al semielfo, de momento Tanis y yo simplemente viajamos en la misma dirección..."
:meditando:

Me gusta mucho como describes, y como pasas de una escena a otra. Lo haces con mucha naturalidad, eso se encuentra en las novelas realistas que me suelen gustar, así que me has llamado la atención.

Sigue trabajando ^_^ Yo veo algo prometedor en tus líneas... :60:
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Ratpenat
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Re: La evanescencia de las cosas importantes (Relato breve)

Mensaje por Ratpenat »

Ha sido muy fácil imaginarme los sitios que describes. :lol:

Buen trabajo, Iliria.
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