Yukio Mishima

Pues eso, para hablar de un autor en general.

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Chiky
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Yukio Mishima

Mensaje por Chiky »

Yukio Mishima (三島由紀夫 Mishima Yukio); verdadero nombre :arrow: Kimitake Hiraoka (平岡公威)
(14 de enero de 1925, Tokio, Japón - 25 de noviembre de 1970, Tokio, Japón)

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Escritor y dramaturgo japonés. Generacionalmente es considerado parte de la “segunda generación“ de escritores de posguerra, junto con Kobo Abe.

Durante los años 60 escribió sus más importante novelas.

Dentro de estas obras, destaca su tetralogía El mar de la fertilidad, compuesta de las novelas Nieve de primavera, Caballos desbocados, El templo del alba y La corrupción de un ángel (esta última editada póstumamente), que, en su conjunto, constituyen una especie de testamento ideológico del autor, que se rebelaba contra una sociedad para él sumida en la decadencia moral y espiritual.
Fue nominado para el Premio Nobel de literatura en tres ocasiones, y pretendido por muchas publicaciones extranjeras. Sin embargo, en 1968 su primer mentor Yasunari Kawabata gano el premio y Mishima se dio cuenta de que las posibilidades de que fuera concedido a otro autor japonés en un futuro próximo eran escasas. Se cree también que Mishima quiso dejar el premio a Kawabata, de más edad, como muestra de respeto para el hombre que le había presentado a los círculos literarios de Tokio en la década de los 40.

La mañana del "incidente" del 25 de noviembre de 1970, Mishima llevaba la última parte de esta tetralogía a su editor. Después se dirigió junto con los miembros de su grupo a un cuartel del ejército que ocuparon, y tras un discurso a la tropa, él y su compañero Masakatsu Morita se suicidaron mediante seppuku. Mishima realizó su seppuku en el despacho del General Kanetoshi Mashita. Su kaishaku (asistente) trató 3 veces de decapitarlo sin éxito. Finalmente, fue Hiroyasu Koga quién realizó la decapitación. Posteriormente, Masakatsu Morita intentó realizar su propio seppuku. Aunque sus cortes fueron poco profundos para ser fatales, hizo una señal a Koga para que también le decapitase. Con su muerte desapareció uno de los críticos más lúcidos de la sociedad japonesa de posguerra, un artista superdotado y que marcó señaladamente un rumbo en la historia de la literatura japonesa contemporánea.

Obras
- Confesiones de una máscara (仮面の告白; Kamen no kokohaku), 1948
- Sed de amor (愛の渇き; Ai no Kawaki), 1950
- Los años verdes (青の時代; Ao no jidai), 1950
- La perla y otros cuentos, 1953
- El color prohibido (禁色; Kinjiki), 1954
- El rumor del oleaje (潮騒 Shiosai), 1956
- La mujer del abanico: seis piezas de teatro Noh moderno (近代能楽集; Kindai Nougaku Shuu), 1956
- El pabellón de oro (金閣寺; Kinkakuji), 1956
- La casa de Kyoko (鏡子の家 , 1959)
- Después del banquete (宴のあと; Utage no ato), 1960
- La escuela de la carne (肉体の学校, Nikutai no gakkō), 1963
- El marino que perdió la gracia del mar, (午後の曳航; Gogo no eiko), 1963
- Una vida en venta (Inochi Urimasu (命売ります), 1968)
- El mar de la fertilidad (tetralogía) (豊饒の海; Hojo no umi, 1964-1970 :arrow: - Música (音楽; Ongaku), 1972
- Lecciones espirituales para los jóvenes samurais, (葉隠入門; Hagakure Nyūmon)
- El sol y el acero (Taiyo to tetsu)
- La señora de Sade (Madame de Sade) (サド侯爵夫人)
- La ética del samurái en el Japón moderno (葉隠入門; Hagakure no nyumon)
- Lecciones espirituales para jóvenes samuráis (若きサムライのための精神講話; Wakaki Samurai no tame no seishin kouwa)
Vestidos de noche (夜会服)

Su carácter narcisista le llevó a participar en representaciones teatrales, espectáculos públicos y películas como Yokoku , (llamada en occidente "Patriotismo", o, en Japón, "El rito de amor y de muerte") corto en el que protagonizaba su propio seppuku.
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Chiky
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Mensaje por Chiky »

Para mí, sin lugar a dudas, uno de los mejores escritores de todos lo tiempos. Viva Mishima!!!!!
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marchello
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Mensaje por marchello »

¿ Y que les pareció "Confesiones de una mascara"?
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Chiky
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Mensaje por Chiky »

marchello escribió:¿ Y que les pareció "Confesiones de una mascara"?
yo lo tengo pendiente pero una compañera del trabajo se lo acaba de leer y le ha encantado. Mi próximo libro de Mishima va a ser "El rumor del oleaje". Lo tengo preparado en la mesilla :D :D
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julia
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Mensaje por julia »

Yo compre en una coleccion que saco Seix Barrall las Confesiones de una mascara, me gusto tanto, que luego compre enseguida El marino que perdio la gracia del mar, el titulo me parecio precioso, tan sugerente,.... No compre mas, porque era estudiante, y en ediciones baratas no encontre mas obras.
DE Kawabata me enamore de lo Bello y lo Triste, tanto que se lo regale a mi mejor amiga, ya no lo volvi a comprar, es que habia tantos autores para descubrir, que no daba tiempo,
ME da un poco de respeto volver a estos dos por si ya no me gustan tanto, y la verdad es que no recuerdo apenas las obras. Los tengo asociados y ahora te veo a ti Chiky que tambien los estas llevando casi a la vez y vienen las ganas de volver a leerlos. :D
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Chiky
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Mensaje por Chiky »

julia escribió:Yo compre en una coleccion que saco Seix Barrall las Confesiones de una mascara, me gusto tanto, que luego compre enseguida El marino que perdio la gracia del mar, el titulo me parecio precioso, tan sugerente,.... No compre mas, porque era estudiante, y en ediciones baratas no encontre mas obras.
DE Kawabata me enamore de lo Bello y lo Triste, tanto que se lo regale a mi mejor amiga, ya no lo volvi a comprar, es que habia tantos autores para descubrir, que no daba tiempo,
ME da un poco de respeto volver a estos dos por si ya no me gustan tanto, y la verdad es que no recuerdo apenas las obras. Los tengo asociados y ahora te veo a ti Chiky que tambien los estas llevando casi a la vez y vienen las ganas de volver a leerlos. :D
A mi El marino....me dejó tan impresionado que he comenzado ha interesarme por la vida de Mishima y solamente puedo decir que tela marinera!!! Un personaje de lo más fascinante y controvertido. Quiero leerme más titulos de él antes de meterme de lleno con la tetralogía.
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julia
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Mensaje por julia »

A mi me cogió en los últimos años de carrera, entre, la coleccion esta de Seix Barrall, la de la Biblioteca de Borges, y otra de Bruguera, los autores que te iban descubriendo en literatura del siglo XIX, en la de XX, y en Hispanoamericana, es que no dabas a basto.......fueron unos años muy intensos, de descubrir autores que te llevaban uno al otro, te encandilabas con uno y enseguida picoteabas otro........ al final, yo que soy tan dispersa, no me centre en ninguno......
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Chiky
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Mensaje por Chiky »

julia escribió:A mi me cogió en los últimos años de carrera, entre, la coleccion esta de Seix Barrall, la de la Biblioteca de Borges, y otra de Bruguera, los autores que te iban descubriendo en literatura del siglo XIX, en la de XX, y en Hispanoamericana, es que no dabas a basto.......fueron unos años muy intensos, de descubrir autores que te llevaban uno al otro, te encandilabas con uno y enseguida picoteabas otro........ al final, yo que soy tan dispersa, no me centre en ninguno......
Que bonito Julia!!! :wink: :wink: Mishima al poder. La próxima semana lo más seguro que empiece a leer El rumor del oleaje. Puede ser un buen libro para engancharte otra vez a este escritor :lol: :lol:
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eee
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Mensaje por eee »

Mishima, más que sus novelas a mí me gustó mucho este cuento:


El sacerdote y su amor

De acuerdo con La esencia de la Salvación, de Eshin, los Diez Placeres no son nada más que una gota de agua en el océano comparados con los goces de la Tierra Pura. El suelo es, allí, de esmeralda y los caminos que la cruzan, de cordones de oro. No hay fronteras y su superficie es plana. Cincuenta mil millones de salones y torres trabajadas en oro, plata, cristal y coral se levantan en cada uno de los Precintos sagrados. Hay maravillosos ropajes diseminados sobre enjoyadas margaritas. Dentro de los salones y sobre las torres una multitud de ángeles tocan eternamente música sagrada y entonan himnos de alabanza al Tathagata Buda. Existen grandes estanques de oro y esmeralda en los jardines para que los fieles realicen sus abluciones. Los estanques de oro están rodeados de arena de plata y los de esmeralda, de arena de cristal. Hay plantas de loto en las fuentes que brillan con mil fuegos cuando el viento acaricia la superficie del agua. Día y noche el aire se colma con el canto de las grullas, gansos, pavos reales, papagayos y Kalavinkas de dulce acento que tienen rostros de mujeres hermosas. Estos y otras miríadas de pájaros cien veces alhajados elevan sus melodiosos cantos en alabanza a Buda. (Aun cuando sus voces resuenen dulcemente, esta inmensa colección de aves debe resultar extremadamente ruidosa).

Las orillas de estanques y ríos están cubiertas de bosquecillos con preciosos árboles sagrados que poseen troncos de oro, ramas de plata y flores de coral. Su belleza se refleja en las aguas. El aire está colmado de cuerdas enjoyadas de las que cuelgan legiones de campanas preciosas que tañen por siempre la Ley Suprema de Buda, y extraños instrumentos musicales, que resuenan sin ser pulsados, se extienden en lontananza por el diáfano cielo.

Una mesa con siete joyas, sobre cuya resplandeciente superficie se encuentran siete recipientes colmados por los más exquisitos manjares, aparece frente a aquellos que sienten algún tipo de apetito. No es necesario llevarse a la boca estas viandas. Basta deleitarse con su aroma y colores. En tal forma, el estómago se satisface y el cuerpo se nutre mientras que el sujeto se mantiene espiritual y físicamente puro. Una vez terminada la merienda, los recipientes y la mesa desaparecen.

De la misma manera, el cuerpo se viste automáticamente sin necesidad de coser, lavar, teñir o zurcir.

Las lámparas tampoco son necesarias, pues el cielo está iluminado por una luz omnipresente. Además, la Tierra Pura goza de una temperatura moderada durante todo el año, haciendo innecesario refrescarse o abrigarse. Cien mil esencias tenues perfuman el aire y pétalos de loto caen en constante lluvia.

En el capítulo de "El Portal de Inspección" se nos enseña que, visto y considerando que los no iniciados no pueden adentrarse profundamente en la Tierra Pura, deben ocuparse en despertar sus poderes de "imaginación exterior" y, luego, en engrandecerlos continuamente. El poder de la imaginación permite escapar a las trabas de nuestra vida mundana y contemplar a Buda. Si estamos dotados de una rica y turbulenta fantasía, podremos concentrar nuestra atención en una sola flor de loto y, desde allí, expandirnos hacia infinitos horizontes.

A través de una observación microscópica y de cierta proyección astronómica, la flor de loto puede convertirse en los cimientos de una teoría del universo y en el agente por medio del cual nos será posible percibir la Verdad. En primer lugar, debemos saber que cada pétalo tiene ochenta y cuatro mil nervaduras, y que cada nervadura posee ochenta y cuatro mil luces. Más aún, la más pequeña de estas flores tiene un diámetro de doscientos cincuenta yojana. Presumiendo que el yoyana del cual hablan las Sagradas Escrituras corresponde a setenta y cinco millas cada uno, podemos llegar a la conclusión de que una flor de loto de un diámetro de diecinueve mil millas no es de las más grandes.

Pues bien, esa flor tiene ochenta y cuatro mil pétalos y dentro de cada uno hay un millón de joyas resplandecientes con mil luces diferentes. Sobre el cáliz bellamente adornado de la flor se levantan cuatro alhajados pilares, cada uno de los cuales es cien billones de veces más grande que el Monte Sumeru, que sobresale en el centro del universo budista. Grandes tapices cuelgan de sus pilares. Cada uno de ellos está adornado con cincuenta mil millones de joyas que emiten ochenta y cuatro mil luces por unidad. Cada luz está compuesta de ochenta y cuatro mil tonos diferentes de oro.

La concentración en tales imágenes es conocida como "Pensamiento del asiento de Loto en el que se sienta Buda", y el mundo que se vislumbra como fondo de nuestra historia es un mundo imaginado en esa escala.

El sacerdote del Templo de Shiga era un hombre de gran virtud. Sus cejas eran muy blancas y apenas podía con sus huesos. Recorría el templo de un lado a otro, apoyado en un bastón.

A los ojos de este sabio asceta el mundo sólo era un montón de basura. Había vivido retirado durante muchos años y el pequeño retoño de pino que había plantado con sus propias manos, al mudarse a su celda actual era ya un gran árbol cuyas ramas se agitaban al viento. Un monje que había logrado abandonar el Mundo Fluctuante desde tanto tiempo atrás, debía nutrir gran seguridad respecto a su futuro.

Sonreía, compasivo, frente a nobles poderosos, y reflexionaba acerca de la imposibilidad que demostraba aquella gente en advertir que los placeres no eran sino sueños vacíos. Cuando contemplaba a alguna mujer hermosa, su única reacción era experimentar piedad por los hombres que aún habitan el mundo de las desilusiones y se sacuden en las olas del deseo carnal.

Cuando un hombre no responde a las motivaciones que regulan el mundo material, ese mundo parece sumergirse en un completo reposo. Para los ojos del Gran Sacerdote, el mundo sólo ofrecía reposo, estaba reducido a un dibujo, al mapa de cierta tierra extranjera. Cuando se ha alcanzado el estado de ánimo en el cual las pasiones indignas del mundo han desaparecido, también se olvida el temor. Es por esta razón que el Sacerdote no podía explicarse la existencia del Infierno. Sabía, más allá de toda duda, que el mundo no ejercía ya ningún poder sobre él, pero como carecía por completo de soberbia no se detenía a pensar que ello se debía a su enorme virtud.

En cuanto a su cuerpo, podía decirse que ya no tenía casi carne. Al bañarse se regocijaba viendo cómo sus huesos salientes estaban precariamente cubiertos por carne marchita. Habiendo su cuerpo alcanzado ese estado, podía avenirse a él como si perteneciera a otra persona. Un cuerpo en tales condiciones parecía estar más calificado para ser nutrido por la Tierra Pura que por alimentos y bebidas terrestres.

Soñaba noche a noche con la Tierra Pura y, al despertar, sólo sabía que subsistir en este mundo significaba estar atado a una triste ensoñación evanescente.

Cuando llegaba la época de admirar las flores, gran cantidad de gente venía de la capital con el objeto de visitar la villa de Shiga. Esto no molestaba al sacerdote, ya que hacía tiempo que había superado el estado en el que los ruidos del mundo pueden irritar la mente.

Abandonó su celda, en un atardecer de primavera, y caminó hacia el lago. Era la hora en que las sombras del crepúsculo avanzan lentamente sobre la brillante luz de la tarde. Ni el más leve movimiento agitaba la superficie del agua. El sacerdote se detuvo en la orilla y comenzó a practicar el sagrado rito de la Contemplación del Agua.

En aquel momento, un carruaje tirado por bueyes, perteneciente a todas luces a una persona de alto rango, rodeó el lago y se detuvo cerca del sacerdote. Su dueña, una dama de la Corte del distrito Kyogoku de la Capital, poseía el alto título de Gran Concubina Imperial. Esta dama deseaba contemplar el paisaje de Shiga en la recién llegada primavera y, al regresar, había hecho detener el carruaje. Alzó la cortina para echar una última mirada al lago.

El Gran Sacerdote miró, casualmente, en esa dirección y, de inmediato se sintió abrumado por tanta belleza. Sus ojos se encontraron con los de la mujer y, como no hiciera nada por apartarlos, ella no trató de ocultarse.

Su liberalidad no era tanta como para permitir que los hombres la miraran con apasionamiento; pero reflexionó que los motivos de aquel austero y viejo asceta no podían ser los mismos que los de los hombres comunes.

La dama bajó la cortina tras algunos minutos. El carruaje echó a andar y, después de cruzar el Paso de Shiga, se encaminó lentamente por la ruta que conducía a la Capital. Cayó la noche. Hasta que el carruaje no fue más que un punto entre los árboles lejanos, el Gran Sacerdote permaneció como petrificado en el mismo lugar.

En un abrir y cerrar de ojos el mundo se había vengado del sacerdote con terrible saña. Todo cuanto había creído tan inexpugnable, caía en ruinas.

Volvió al templo, contempló la imagen de Buda e invocó su Sagrado Nombre. Pero las sombras opacas de los pensamientos impuros se cernían sobre él. Se dijo que la belleza de una mujer no era más que una aparición fugaz, un fenómeno temporario compuesto de carne perecedera. Sin embargo, aunque intentaba borrarla, la inefable belleza que había contemplado junto al lago, pesaba ahora sobre su corazón con la fuerza de algo llegado desde una infinita distancia. El Gran Sacerdote no era lo suficientemente joven, ni física ni espiritualmente, como para creer que ese nuevo sentimiento era sólo una trampa que su carne le jugaba. La carne de un hombre, y lo sabía bien, no se agita tan rápidamente. Antes bien, tenía la sensación de haber sido sumergido en algún veneno sutil y poderoso que había alterado su espíritu.

El Gran Sacerdote no había quebrantado nunca su voto de castidad. La lucha interior librada en su juventud contra el deseo lo había llevado a considerar a las mujeres sólo como meros seres materiales. La única carne era la que existía realmente en su imaginación. Considerándola más como una abstracción ideal que como un hecho físico, confiaba en su fortaleza espiritual para subyugarla. En ese sentido, el sacerdote había triunfado. Nadie que lo conociera podría ponerlo en duda.

Pero el rostro de mujer que había levantado la cortina del carruaje era demasiado armonioso y refulgente como para ser designado como un mero objeto de la carne. El sacerdote no supo qué nombre darle. Sólo pudo reflexionar en que, para que tan portentoso hecho se produjera, algo hasta aquel momento oculto y al acecho en su interior, se había revelado finalmente. Ese algo no era sino este mundo, que hasta entonces había permanecido en reposo, y que, súbitamente, emergía de la oscuridad y comenzaba a agitarse.

Era como si hubiera permanecido, de pie, junto al camino que lleva a la capital, con las manos firmemente apretadas sobre los oídos, y hubiera visto cruzar con gran estrépito dos grandes carros tirados por bueyes. Al destaparse los oídos, bruscamente, el estruendo lo envolvía.

Percibir el flujo y reflujo de fenómenos transitorios, sentir su fragor rugiente en los oídos, era entrar dentro del círculo de este mundo. Para un hombre como el Gran Sacerdote, que no había admitido concesiones en su contacto con el mundo exterior, significaba someterse nuevamente a un estado de dependencia.

Aun leyendo a los Sutras exhalaba grandes suspiros de angustia. Pensó, entonces, que la naturaleza servía para distraer su espíritu e intentó concentrarse en las montañas que, a través de la ventana de su celda, se destacaban en la distancia contra el cielo nocturno. Pero sus pensamientos, en vez de concentrarse en la belleza, se desvanecían como nubes y desaparecían.

Fijaba su mirada en la luna, pero sus pensamientos fluctuaban como antes, y cuando fue a inclinarse, nuevamente, frente a la Suprema Imagen, en un desesperado esfuerzo por recobrar la pureza de su mente, el rostro de Buda se transformó y se convirtió en las facciones de la dama del carruaje. Su universo había quedado aprisionado dentro de los límites de un estrecho círculo donde se enfrentaban el Gran Sacerdote y la Gran Concubina Imperial.

La Gran Concubina Imperial de Kyogoku olvidó rápidamente al viejo sacerdote que la observara con tanta atención en el lago de Shiga. Sin embargo, poco tiempo después llegó a sus oídos un rumor que le recordó el incidente. Uno de los habitantes del villorrio había sorprendido al Gran Sacerdote mirando cómo se perdía en la distancia el carruaje de la dama. Se lo había comentado a un caballero de la Corte que admiraba las flores de Shiga, agregando que, desde aquel día, el Sacerdote se comportaba como quien ha perdido la razón.

La Concubina Imperial fingió no creer en tales habladurías, pero la virtud del sacerdote era conocida en toda la capital y el suceso sirvió para alimentar la vanidad de la dama.

Estaba verdaderamente cansada del amor que recibía de los hombres de este mundo. La Concubina Imperial tenía clara conciencia de lo hermosa que era y se inclinaba hacia otras disciplinas, como la religión, que trataran a su belleza y a su alto rango como cosas desprovistas de valor. El mundo la aburría soberanamente y, por ende, creía también en la Tierra Pura. Era inevitable que el Budismo Jodo, que rechazaba toda la belleza y el brillo del mundo visible como si fuera corrupción y contaminación, tuviera un atractivo especial para quien, como la Concubina Imperial, estaba tan desilusionada de la elegante superficialidad de la vida cortesana. Elegancia que, por otra parte, parecía anunciar inequívocamente los Últimos Días de la Ley y su degeneración.

Entre aquellos que consideraban al amor como su principal preocupación, la Concubina Imperial ocupaba un alto puesto como la personificación misma del refinamiento. El hecho de que jamás hubiera brindado su amor a hombre alguno no hacía sino acrecentar su fama. Aun cuando cumplía sus deberes para con el Emperador con el más absoluto decoro, nadie creía, ni por un momento, que estuviera enamorada de él. La Gran Concubina Imperial soñaba con una pasión al borde de lo imposible.

El Gran Sacerdote del Templo de Shiga era famoso por su virtud y todos en la Capital sabían hasta qué punto este anciano prelado había hecho abandono del mundo. Tanto más sorprendente era, entonces, el rumor de que había sido prendado por los encantos de la Concubina Imperial, y que, por ella, había sacrificado la vida eterna. Rehusar los goces de la Tierra Pura que estaban casi al alcance de su mano, equivalía al mayor sacrificio y a la más importante ofrenda.

La Gran Concubina Imperial se mostraba totalmente indiferente a los encantos de los nobles y jóvenes libertinos que abundaban en la Corte. Los atributos físicos de los hombres ya no representaban nada para ella. Su única ambición era encontrar a alguien que pudiera ofrecerle un amor fuerte y profundo.

Una mujer con tales aspiraciones se convierte en una criatura aterradora. Si hubiera sido sólo una cortesana, la habrían conformado las riquezas y la frivolidad. La Gran Concubina poseía todo lo que la riqueza del mundo puede brindar. El hombre que aguardaba tendría que ofrecerle, pues, los bienes del universo del futuro.

Los comentarios sobre el enamoramiento del Gran Sacerdote inundaron la Corte, hasta que, finalmente, y en son de broma, la historia fue repetida hasta al mismo Emperador. Esta chismografía desagradaba a la Gran Concubina, que guardaba una actitud fría e indiferente. Comprendía perfectamente que existían dos motivos para que los cortesanos pudieran bromear libremente sobre un asunto cuyo comentario, normalmente, les estaría vedado. El primero, que, refiriéndose al amor del Gran Sacerdote, estaban halagando la belleza de la mujer que inspiraba aun a un eclesiástico de tan gran virtud, tamaña distracción y, en segundo término, todos sabían que el amor del anciano por la noble dama jamás podría ser retribuido.

La Gran Concubina Imperial reconstruyó mentalmente los rasgos del viejo sacerdote que había visto a través de la ventana del carruaje. No se parecía en absoluto a los rostros de ninguno de los hombres que la habían amado hasta entonces. Era extraño que el amor surgiera en el corazón de un hombre que no poseía ninguna condición como para ser amado. La dama recordó frases tales como "mi amor perdido y sin esperanzas" que eran usadas a menudo por los poetastros de Palacio cuando deseaban despertar eco en los corazones de sus indiferentes amadas. La situación del más desgraciado de aquellos elegantes resultaba envidiable frente a la del Gran Sacerdote. Sin embargo, a la Concubina Imperial los escarceos poéticos de tales jóvenes se le antojaron adornos mundanos, inspirados por la vanidad y totalmente desprovistos de sentimiento.

A esta altura, el lector comprenderá claramente que la Gran Concubina Imperial no era, como comúnmente se la creía, la personificación de la elegancia cortesana, sino una persona que encontraba en la evidencia de ser amada una verdadera razón de vivir. Pese a su alto rango era, antes que nada, una mujer, y todo el poder y la autoridad del mundo carecían de valor si no le brindaban tal evidencia. Los hombres que la rodeaban se entregaban a luchar sin fin para alcanzar el poder político. Ella soñaba con dominar el mundo por otros medios puramente femeninos.

Había conocido a muchas mujeres que habían tomado los hábitos que se habían retirado del mundo. Tales mujeres la hacían reír. Cualquiera sea la razón alegada por una mujer para abandonar el mundo, le es casi imposible desprenderse de sus posesiones. Sólo los hombres son verdaderamente capaces de abandonar cuanto poseen.

El viejo sacerdote del lago había dejado, en determinada etapa de su vida, el Mundo Fluctuante y sus placeres. Ante los ojos de la Concubina Imperial era más hombre que todos los nobles que poblaban la Corte. Y así como había abandonado una vez este Mundo Fluctuante, estaba dispuesto ahora, por ella, a renunciar también al mundo futuro.

La Concubina recordó la idea de la sagrada flor de loto que su profunda fe había impreso vívidamente en su mente. Pensó en el enorme loto con una anchura de doscientas cincuenta yojana. Aquella planta absurda se ajustaba más a sus gustos que las mezquinas flores flotantes de los estanques de la Capital. Por las noches, el susurro del viento entre los árboles del jardín le parecía insípido comparado con la música delicada que produce la brisa, en la Tierra Pura, cuando sacude a las plantas sagradas.

Al recordar los extraños instrumentos que colgaban del cielo y tañían sin ser tocados, el sonido del arpa de Palacio sólo se le antojaba una despreciable imitación.

El Sacerdote del Templo de Shiga luchaba. En sus combates juveniles contra la carne, lo había sostenido siempre la esperanza de alcanzar el mundo futuro. Pero, en cambio, esta lucha desesperada de su vejez se asociaba con un sentimiento de pérdida irreparable.

La imposibilidad de consumar su amor por la Gran Concubina Imperial se le aparecía tan clara como el sol en el cielo. Al mismo tiempo, tenía perfecta conciencia de la imposibilidad de avanzar hacia la Tierra Pura, mientras permaneciera esclavo de aquel amor. El Gran Sacerdote había vivido en un estado de incomparable libertad y ahora, en un abrir y cerrar de ojos, se encontraba sin futuro y en la más completa oscuridad. El coraje que lo había acompañado durante las luchas de su juventud había tenido, quizás, sus raíces en su propio orgullo y confianza, en saber que se estaba privando voluntariamente del placer que tenía al alcance de la mano.

El Gran Sacerdote sentía miedo nuevamente. Hasta que aquel noble carruaje se aproximara a la orilla del Lago Shiga, su convencimiento era que cuanto le esperaba ya no era sino la liberación del Nirvana. Ahora se encontraba, de pronto, frente a la oscuridad del mundo donde es imposible adivinar lo que nos acecha a cada paso.

En vano acudía a todas las formas de meditación religiosa. Ensayó la Contemplación del Crisantemo, la Contemplación del Aspecto Total y la Contemplación de las Partes; pero cada vez que intentaba concentrarse, el hermoso rostro de la Concubina aparecía ante sus ojos. Tampoco fue un remedio la Contemplación del Agua, pues invariablemente aparecían los bellos rasgos resplandecientes entre las ondas del lago.

Todo esto, sin duda, era sólo una consecuencia de su apasionamiento. Bien pronto, el sacerdote advirtió que la concentración le producía más mal que bien, y fue entonces cuando ensayó aliviar su espíritu por medio de la dispersión. Le asombraba constatar que la meditación lo hundía, paradójicamente, en una desilusión aún más profunda. A medida que su espíritu iba sucumbiendo bajo tal peso, el sacerdote decidió que antes de proseguir una lucha estéril, era mejor concentrar deliberadamente sus pensamientos en la figura de la Gran Concubina Imperial.

El Gran Sacerdote hallaba una nueva satisfacción al adornar su visión de la dama en las más variadas formas, como si se tratara de una imagen budista cubierta de diademas y baldaquines. Al hacerlo, el objeto de su amor se transformaba en un ser de creciente esplendor, distante e imposible. Esto le producía una alegría especial, seguramente porque de lo contrario, el ver a la Gran Concubina Imperial como a una mujer común y corriente era más peligroso. La revestía de todas las humanas fragilidades.

Mientras reflexionaba sobre este asunto, la verdad se hizo en su corazón. No veía en la Gran Concubina Imperial a una criatura de carne y hueso, ni tampoco a una visión. Era, en todo caso, un símbolo de la realidad, un símbolo de la esencia de las cosas. Resulta verdaderamente extraño perseguir esa esencia en la figura de una mujer. Y, sin embargo, existía un motivo. Aun al enamorarse, el sacerdote de Shiga no había perdido el hábito, adquirido tras largos años de contemplación, de esforzarse por alcanzar la esencia de las cosas a través de una constante abstracción. La Gran Concubina Imperial de Kyogoku, se había identificado con la visión del inmenso loto de doscientos cincuenta yojana. Reclinada en el agua y sostenida por todas las flores de loto, la Cortesana se volvía. tan grande como el Monte Sumeru.

Cuanto más convertía a su amor en un imposible, más profundamente traicionaba el sacerdote a Buda, pues la imposibilidad de su amor se encontraba aparejada con la imposibilidad de llegar a la iluminación. Y cuanto más advertía que su amor no podía tener esperanza, más crecía la fantasía que lo alimentaba y más se arraigaban sus pensamientos impuros. Mientras consideraba que su amor tenía alguna remota posibilidad, le había sido más fácil renunciar a él; pero ahora que la Gran Concubina se había convertido en una criatura fabulosa y totalmente inalcanzable, el amor del Gran Sacerdote se inmovilizaba como un gran lago de aguas calmas que cubría, inexorablemente, la superficie de la tierra.

Esperaba ver el rostro de su dama aún una vez más, pero temía que esa figura, que ahora se había vuelto una gigantesca flor de loto, se desvaneciera sin dejar rastros. Si aquello sucedía, el Gran Sacerdote se salvaría. Esta vez no dudaba de alcanzar la verdad. Y aquella mera perspectiva llenó al sacerdote de miedo y reverencia.

El melancólico amor del anciano había comenzado a crear curiosas estratagemas. Cuando, por fin, se decidió a visitar a la Gran Concubina, creyó en la ilusión de estar saliendo de una enfermedad que estaba marchitando su cuerpo. El caviloso sacerdote interpretó la alegría que acompañaba a su determinación como el alivio de haber escapado finalmente a las trabas de su amor.

Ninguno de los servidores de la Gran Concubina halló nada extraño en el hecho de que un anciano sacerdote permaneciera de pie en un rincón del jardín, apoyado en su bastón y mirando tristemente la Residencia. Era frecuente encontrar a ascetas y mendigos frente a las grandes casas de la Capital, aguardando limosnas.

Una de las cortesanas mencionó el hecho a su señora. La Gran Concubina miró, casualmente, a través del postigo que la separaba del jardín. Bajo las sombras del verde follaje, un anciano sacerdote macilento y de raídas vestiduras negras, inclinaba la cabeza. La dama lo observó por algún tiempo, y cuando hubo reconocido al sacerdote del lago de Shiga, su pálido rostro se volvió aún más demacrado.

Pasados algunos minutos de indecisión, impartió las órdenes necesarias para que la presencia del sacerdote en el jardín fuera ignorada.

Por primera vez el desasosiego hizo presa de ella. Había visto a mucha gente hacer abandono del mundo, pero ahora se encontraba por primera vez con alguien que renunciaba al mundo futuro. La visión resultaba siniestra y aterradora. Todos los placeres que había extraído su imaginación ante la idea del amor del sacerdote, desaparecieron en un segundo. Aunque aquel hombre hubiera renunciado al mundo futuro por ella, ahora comprendía que ese mundo jamás pasaría a sus propias manos.

La Gran Concubina Imperial contempló sus ropas elegantes y su hermoso cuerpo. Luego, miró hacia el jardín y observó al feo anciano andrajoso. El hecho de que pudiera existir alguna relación entre ambos tenia una extraña fascinación.

¡Qué diferente de la espléndida visión resultaba todo! El Gran Sacerdote parecía ahora una persona salida del Infierno mismo. Nada quedaba del hombre de virtuosa presencia que traía consigo el destello de la Tierra Pura. Su luz interior, que hacía evocar la gloria, se había desvanecido totalmente. Aun cuando se trataba del hombre del Lago de Shiga, era una persona completamente distinta.

Como la mayoría de los cortesanos, la Gran Concubina Imperial tendía a estar en guardia contra sus propias emociones, especialmente cuando se enfrentaba con algo que podía afectarla profundamente.

Al comprobar el amor del Gran Sacerdote, la invadió el descorazonamiento. La pasión consumada con la cual tanto había soñado durante años, adquiría una forma, preciso es reconocerlo, harto descolorida.

Cuando el sacerdote, apoyado en su bastón, llegó a la capital, casi había olvidado su fatiga. Penetró sigilosamente en las posesiones de la Gran Concubina Imperial en Kyogoku y observó desde el jardín. Tras aquellos postigos estaba la dama de sus pensamientos.

Al asumir su adoración una forma sin mácula, el mundo futuro comenzó a ejercer nuevamente su fascinación sobre el Gran Sacerdote. Nunca antes había vislumbrado la Tierra Pura con tanta intensidad. Su anhelo hacia ella se volvió casi sensual. Sólo debía pasar ahora por la formalidad de presentarse ante la Gran Concubina, declararle su amor y, de tal manera, librarse de una vez por todas de pensamientos impuros que lo ataban aún a este mundo. Faltaba ese único requisito para acercarse aún más a la Tierra Pura.

Le resultaba doloroso permanecer de pie, apoyado en el bastón. Los ardientes rayos del sol de mayo atravesaban las hojas y caían sobre su cabeza afeitada. Una y otra vez creyó perder el sentido. ¡Si tan sólo la dama advirtiera su propósito y lo invitara a saludarla para cumplir así con aquella formalidad! El Gran Sacerdote esperaba y, apoyado en su bastón, luchaba contra su creciente debilidad.

Finalmente llegó el crepúsculo. Nada sabía aún de la Gran Concubina, quien, por lógica, no podía conocer el pensamiento del sacerdote que, a través de ella, vislumbraba la Tierra Pura. Se limitaba a observarlo a través de los postigos. El sacerdote continuaba en el mismo sitio, inmóvil. La claridad nocturna iluminó el jardín.

La Gran Concubina Imperial se atemorizó. Presintió que cuanto veía en el jardín no era sino la encarnación de aquella "desilusión profundamente arraigada" de la que hablan los Sutras. Quedó abrumada ante la posibilidad de merecer las penas del Infierno.

Después de haber llevado a la perdición a un sacerdote de tan gran virtud, no era, seguramente, la Tierra Pura cuanto podía esperar, sino, en cambio, el Infierno mismo con todos los terrores que ella tan bien conocía. El amor supremo con el cual soñara se había derrumbado. Ser amada así, equivalía a una forma de condenación. Del mismo modo en que el Gran Sacerdote vislumbraba por su intermedio la Tierra Pura, la Gran Concubina contemplaba el horrible reino del Infierno a través del amor de aquel anciano.

Sin embargo, esta noble dama de Kyogoku era demasiado orgullosa como para sucumbir a sus temores sin luchar, y decidió poner en juego todos los recursos de su innata crueldad.

"El Gran Sacerdote -se dijo- tendrá que sucumbir, tarde o temprano, al mareo." Lo observó a través de los postigos esperando verlo en el suelo; pero, para su fastidio, la silenciosa figura continuaba inmóvil.

Cayó la noche y, a la luz de la luna, la figura del sacerdote se asemejaba a un montón de huesos blancos.

La dama, llena de temor, no podía conciliar el sueño. Dejó de mirar a través de los postigos y dio la espalda al jardín. Sin embargo, le parecía sentir constantemente la penetrante mirada del sacerdote.

Sabía que aquél no era un amor vulgar. Por temor a ser amada y, por ende, de terminar en el Infierno, la Gran Concubina Imperial rezaba con más fervor que nunca por la Tierra Pura. Una Tierra Pura propia e invulnerable que ansiaba conservar en su corazón. Era diferente a la del sacerdote y no tenía relación con su amor. No dudaba de que, si alguna vez la mencionaba ante el anciano, aquella interpretación personal se desintegraría inmediatamente.

El amor del sacerdote, se decía, no tenía nada que ver con ella. Era una aventura unilateral en la que sus sentimientos no tenían parte alguna. No había, pues, razón por la cual se la descalificara en su admisión en la Tierra Pura. Aun cuando el Gran Sacerdote perdiera el sentido y falleciera, ella se mantendría indemne. Sin embargo, a medida que avanzaba la noche y la temperatura se hacía más fría, su confianza comenzó a abandonarla.

El Sacerdote permanecía en el jardín. Cuando las nubes ocultaban la luna, se asemejaba a un extraño árbol viejo y nudoso.

La dama, consumida de angustia, insistía en que aquel anciano le era totalmente ajeno. Las palabras parecían explotar en su corazón. ¿Por qué, en nombre del Cielo, tenía que ocurrir esto?

En aquellos momentos, y por extraño que parezca, la Gran Concubina Imperial se había olvidado completamente de su belleza. Quizás fuera más correcto decir que se había visto obligada a hacerlo.

Finalmente, los tenues matices del amanecer irrumpieron en el cielo oscuro y la figura del sacerdote se destacó en la media luz. Todavía permanecía en pie. La Gran Concubina Imperial estaba derrotada.

Llamó a una doncella y le ordenó invitar al sacerdote a dejar el jardín y a arrodillarse junto al postigo.

El Gran Sacerdote se hallaba en la frontera del olvido, donde la carne se desintegra. Ya no sabía si esperaba a la Gran Concubina Imperial o al mundo futuro. Aun cuando distinguió la figura de la doncella aproximándose desde la residencia en la pálida luz del amanecer, ni siquiera comprendió que cuanto había esperado con tantas ansias, se hallaba finalmente al alcance de su mano.

La doncella trasmitió el mensaje de su señora. Al escucharlo, el sacerdote profirió un grito horrendo e inhumano. La doncella intentó guiarlo de la mano, pero él no se lo permitió y se dirigió hacia la casa con pasos increíblemente rápidos y seguros.

La oscuridad reinaba tras el postigo y resultaba imposible ver, desde afuera, a la Gran Concubina. El sacerdote cayó de rodillas y, cubriéndose el rostro con las manos, rompió a llorar. Estuvo allí por largo rato con el cuerpo sacudido por esporádicas convulsiones.

Entonces, en la semi penumbra del amanecer, una blanca mano emergió dulcemente del postigo. El sacerdote del Templo de Shiga la tomó entre las suyas y se la llev6 a la frente y a las mejillas.

La Gran Concubina Imperial de Kyogoku tocó unos dedos extrañamente fríos. Al mismo tiempo, sintió algo húmedo y tibio. Alguien mojaba sus manos con tristes lágrimas.

Cuando los pálidos reflejos de la luz matutina comenzaron a iluminarla a través del postigo, la ferviente fe de la dama le infundió una maravillosa inspiración. No dudó ni por un instante de que aquella mano extraña era la de Buda.

Entonces, la gran visión surgió nuevamente en el corazón de la Concubina. El suelo de esmeraldas de la Tierra Pura; los millones de torres de siete joyas; los ángeles y su música; los estanques dorados con arenas de plata; los lotos resplandecientes y la dulce voz de las Kalavinkas. Si aquella era la Tierra Pura que le tocaría en suerte -y en aquel momento no dudaba de que así sería-, ¿por qué no aceptar el amor del Gran Sacerdote?

Aguardó a que el hombre con las manos de Buda le rogara abrir el postigo que los separaba. Cuando se lo pidiera, ella levantaría tal barrera y su cuerpo incomparablemente hermoso aparecería frente a él como en su primer encuentro junto al lago. Ella lo invitaría a entrar.

La Gran Concubina Imperial esperó.

Pero el Gran Sacerdote del Templo de Shiga no dijo nada. No pidió nada. Después de cierto tiempo, las viejas manos aflojaron su presión y los blancos dedos de la dama quedaron solos en la penumbra del amanecer. El Sacerdote se alejó. Un frío mortal descendió sobre el corazón de la Gran Concubina Imperial.

Pocos días después llegó a la Corte el rumor de que el espíritu del Gran Sacerdote había alcanzado la liberación final en su celda de Shiga. Al enterarse de tal noticia, la dama de Kyogoku se dedicó a copiar en rollos y rollos, con la más hermosa escritura, el pensamiento de los Sutras.
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Chiky
Foroadicto
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Ubicación: En MeDiO dE nInGuNa PaRtE....

Mensaje por Chiky »

:shock: :shock: :shock: Lo acabo de imprimir, esta noche antes irme de dormir lo leeré :D Gracias!!!!
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Jorge Mario
Me estoy empezando a viciar
Mensajes: 254
Registrado: 15 Ene 2007 21:45
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Mensaje por Jorge Mario »

Se me había pasado, y no se porqué, comentar sobre este gran escritor del cuál me he leído, creo, todo lo que publicó.

Todos sus libros encierran algo especial, unos magia, que no sabría decir de que color, como Confesiones de una máscara y Música, otros una madurez impresionante, como la tretralogía El mar de la fertilidad, y otros que tienen todo lo anterior mas la mística característica de los japoneses, como El pabellón de oro.

Todos sus libros son especiales y no dejaría ninguno de ellos fuera de lo mejor de la literatura japonesa del siglo XX.
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lakensis_lossarnach
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Registrado: 03 Ene 2008 16:34

Mensaje por lakensis_lossarnach »

:shock: YO AMO A MISHIMA!!!!!! Es mi escritor favorito!!! leí Caballos Desbocados cuando tenía 18 (se imaginarán el impacto) y cambió mi vida de lectora. Es espectacular, sublime; lo releí hace poco y una vez más confirme su genio como escritor. Es menos lírico que Nieve de Primavera, pero sigue teniendo su encanto.

En realidad, he quedado sorprendida por la facilidad con la que uds parecen encontrar sus títulos... ¿Son de España? Yo soy chilena y aquí es una odisea hallar algo de él... Tengo Caballos Desbocados, NIeve de Primavera, Música, Confesiones de una Máscara, La Corrupción de un Ángel... Estoy buscando por todos lados el Templo del Pabellón de Oro, que leí en una biblioteca, pero hasta ahora nada...

Por favor, si alguien sabe dónde encontrar en internet TODOS los cuentos de La Peral, se lo agradecería hasta la eternidad (tengo los comunes: los 7 puentes, el muchacho que leía (o escribía, no recuerdo) poesía, la peral, etc.) Bueno, y también cualquier otro título de él...

Me encanta, encanta Mishima... No sé... sus personajes son delineados tan bien sicológicamente hablando... sus descripciones son riquísimas líricamente, y no atosigan como muchas otras de otros autores. Sus argumentos son increíbles y extremadamente complejos, con un sinfín de detalles en donde centrarse... Y además entrega una imagen tan certera e inaprehensile de la sociedad japonesa de entonces! Me encanta Japón, y me encanta que haya podido acceder más a él a través de uno de los mejores escritores que he leído. Así que repito con uds: ¡viva Mishima! :D
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Calvin
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Registrado: 08 Ene 2008 21:33

Mensaje por Calvin »

Mishima es, junto con Steinbeck (del que creo que no hay hilo oficial), mi escritor favorito. Un japonés "fascista" y un americano "comunista", no se puede pedir más variedad.

Me he leído (y tengo) casi todo lo que hay editado de Yukio en España, a excepción de una colección de cuentos y confesiones de una máscara (creo que también editaron hace poco la correspondencia que mantuvo con Kawata, pero éste me interesa un poco menos, así que no lo incluyo :P).

Mis libros favoritos son: El rumor del oleaje (no sé cuantas veces lo he regalado), y los dos primeros de la tetralogía del mar de la fertilidad (Nieve de primavera y caballos desbocados).

Cuando me vaya haciendo más al foro (que todavía soy novato), escribiré qué es lo que me gusta de este autor, colgaré algún vídeo suyo y pondré datos biográficos (que quizás nos ayuden a comprender su obra, ya que su vida era todavía más compleja).

Por cierto, no sé si lo sabéis, pero hay una película sobre la vida de Mishima dirigida por Paul Schrader.

Un saludo.
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azucena
Inquisidora oficial de primera
Mensajes: 13162
Registrado: 13 Mar 2006 13:25

Mensaje por azucena »

Hubo un tiempo que me obsesioné con Mishima, cayó por casualidad en mis manos "El pabellón de oro" y fue un no parar, tenía una relación amor/odio con este escritor. A fecha de hoy no sé qué es lo que me gustaba ni lo que me repelía. Cosas de la adolescencia, supongo. Incluso leí varias biografía y vi una película :?
Que recuerde leí "El marinero que perdió la gracia del mar", "El rumor del oleaje", "Lecciones para jóvenes samurais" o algo así que fue la novela que entregó antes de suicidarse... y no recuerdo cuales más :( Pero me quedo con la primera, con ese monje acomplejado y tullido que decide destruir lo que más admira :?
tigertale
Mensajes: 4
Registrado: 14 Feb 2008 15:26

Mensaje por tigertale »

Hablar de Mishima es intentar explicar lo imposible... un liricismo tan delicado y sublime, pero al mismo tiempo punzante y lleno de aristas. En cada lector amante de Mishima que escucho (o leo) necesariamente existe una infatuación casi morbosa con él.

Su belleza es demencial.

Creo que entiendo por qué se suicidó Kawabata. Recibir un premio Nobel sabiendo que quien lo merece aún vive. Y que la escritura de Mishima estaba más allá de las letras, incluso más allá de su propia vida. Su escritura había sido siempre la muerte.

Leer a Mishima... ¿no nos convierte a todos los que lo hacemos en cómplices?
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