El faro del Cabo Spear
Siempre fue un simple grabado hasta que las notas insistentes del piano del vecino de arriba se introdujeron entre sus trazos y le dieron vida. Era un regalo de un viejo amigo y llevaba ya varios años en mi casa cuando ocurrió el prodigio. Lo había colgado en el rincón menos iluminado y más fresco del salón por miedo a que la luz directa del sol pudiera hacer mella en los icebergs a la deriva que se divisaban en lontananza. Y allí permaneció conservando su naturaleza inerte, de tinta y papel, hasta que el nuevo vecino se instaló en el piso de arriba y se entregó a la tarea de deslizar los dedos, cada día con más soltura, sobre las teclas del piano…
El cabo Spear está ubicado a unos veinte kilómetros de San Juan, que es la capital de la isla de Terranova. Durante su estancia en la isla, mi amigo lo visitó en varias ocasiones en los largos paseos a pie que solía dar los fines de semana. Me contó que el acceso entrañaba cierta dificultad, pero que la sensación de libertad y sosiego que se respiraba al llegar arriba hacía que el esfuerzo mereciese la pena. El faro era una sencilla construcción de madera, con dos plantas cuadradas de desigual altura y una torreta cilíndrica no muy alta desde donde se emitían las indicaciones luminosas. Adosada a la parte delantera de esta, había una chimenea de ladrillos por la que ya no salía humo porque la vivienda estaba deshabitada. Los isleños que había conocido a último farero eran reacios a hablar de él. Renuencia que despertó la curiosidad de mi amigo y le llevó a gulusmear a través de las ventanas del faro. De vez en cuando, me escribía cartas narrándome cómo iban sus pesquisas; yo le respondía a vuelta de correo animándole a que siguiera indagando en aquel enigmático personaje. Cuando se le terminó la beca y regresó a España, apareció en mi casa trayendo en la mano lo que me dijo era un regalo. Nada más ver que se trataba de una lámina enrollada supe que era una reproducción del faro del Cabo Spear.
Fue una noche larga y emocionante en la que, con la lámina extendida sobre la mesa, fui conociendo todos los detalles que mi amigo no me había comentado en sus cartas. Descubrí, por ejemplo, que la casa estaba al borde de un impresionante acantilado; o que a lo lejos flotaban esos icebergs a la deriva que me hicieron colgar el cuadro en el rincón más umbrío del salón. Vi también que alrededor de la vivienda había una valla a medio construir y quise saber si se continuaba a espaldas del edifico del faro. Mi amigo respondió a todas mis preguntas con suma paciencia; e incluso aceptó hacerme de nuevo un exhaustivo inventario de todo lo que había visto por las ventanas. Mi curiosidad parecía no tener límite y nos vimos abocados a rellenar con elucubraciones —de dudosa verisimilitud, todo sea dicho— las preguntas que quedaban sin respuesta. Ya de madrugada, antes de irnos a la cama, hicimos una recapitulación. Caí, entonces, en la cuenta de que, si bien conocíamos muchos detalles, la mayoría de ellos eran irrelevantes. Y con el sabor agridulce de quien solo ha orillado un enigma nos fuimos a la cama.
A la mañana siguiente me apresuré a enmarcar el grabado para que mi amigo viera el resultado antes de marcharse. Lo colgué fuera del alcance de los rayos del sol y, mientras almorzábamos, volvimos a caer en la trampa... Sabíamos que por aquella época el farero era un hombre de mediana edad, de habla hispana y que llegó allí para hacerse cargo del faro del Cabo Spear. Desde el primer momento se recluyó en él como si fuese un ermitaño. Un anciano de San Juan, al que en medio de una melopea se le soltó la lengua, le contó a mi amigo que el farero tenía el pelo rubio, la tez demasiado blanca para ser hispano y que hablaba un inglés muy correcto. Una vez al mes bajaba al pueblo a comprar víveres y a recoger la correspondencia: pequeños paquetes de libros y cartas que recibía de España. En esas breves visitas al pueblo, alguna lugareña se hizo la encontradiza, pero él ni siquiera pareció verla. Lo único que de verdad parecía interesarle eran los libros. Por las ventanas del faro, mi amigo los había visto apilados por todas partes y dejando asomar, entre sus polvorientas hojas, lo que parecían profusas anotaciones escritas a mano. Para sorpresa de los isleños, aquel hombre solitario y amante de los libros había desaparecido un día dejando atrás a sus fieles compañeros. Quizá por esa mezcla de respeto cauteloso y de fobia instintiva que inspiran quienes son distintos, los lugareños no habían tocado las pertenencias del farero y continuaban estando tal como él las dejó. El único cambio introducido había sido la automatización de la linterna del faro para que pudiera seguir cumpliendo su misión de guiar los barcos.
Mi amigo se marchó esa misma tarde y, aunque yo seguía sintiendo curiosidad, no me quedó otro remedio que reanudar mi vida de siempre y dejar que el grabado continuara guardando su secreto. Debo aclarar que, cuando me trasladé a vivir a esta casa, el piso de arriba llevaba vacío varios años, y seguía estándolo los días en los que me visitó mi amigo. Pero unos meses después de su visita, estando yo una noche a punto de meterme en la cama, escuché las notas de un piano. Era una música balbuceante, como sí quien estuviera delante del teclado fuera un principiante. Supuse que sería Paula, la hija de mi vecina de abajo, que había comenzado a ir al conservatorio y le habían comprado un piano para que practicase en casa. De niña había escuchado tocarlo a mi padre y me resultó agradable que las notas de ese instrumento musical volviesen a formar parte de mi vida. Y continué suponiendo que eran los dedos infantiles de Paula los que pulsaban las teclas, hasta que una noche, cuando ya me hallaba en el duermevela, en el techo se produjo un repiqueteo rápido, similar al que produce una canica rebotando en el suelo; y de inmediato, el piano dejó de sonar. La coincidencia de ambos sucesos hizo que instintivamente me pusiera de costado para que la oreja izquierda quedase orientada hacia el techo. Pude así escuchar el susurro apagado de alguien que caminaba arriba arrastrando los pies y, a continuación, el chirrido de los muelles de una cama. Luego se hizo el silencio y yo me dormí.
Al día siguiente me encontré con la madre de Paula en la escalera y, para salir de dudas, le pregunté si su hija estaba aprendiendo a tocar el piano. Mi vecina se apresuró a aclararme que su hija no era la pianista. Noté en sus ojos esa chispa alegre con la que me suele dar a entender que hay algún chismorreo nuevo —ella no trabaja fuera de casa y siempre está al tanto de todo lo que sucede en el bloque— y, con un cierto aire de condescendencia, me preguntó si no me había dado cuenta de que el piso de arriba estaba de nuevo ocupado. Lo primero en llegar había sido justo el piano. Lo habían tenido que subir a pulso por las escaleras y, al escuchar jaleo en su rellano, ella se había asomado. Los operarios le explicaron que lo llevaban al séptimo G, que es el piso situado encima del mío. Como buena cotilla, mi vecina había estado acechando al nuevo inquilino desde entonces. No había logrado verlo aún, pero al menos sí había visto su nombre en el buzón y, a tenor de sus apellidos, el pianista era medio extranjero.
Cuando a la otra mañana pasé por el portal, no pude vencer la tentación de hacer una parada en los buzones. Y efectivamente, escrito a pluma y con una caligrafía primorosa que parecía de otra época, en la tarjeta del séptimo G rezaba “Fernando González Ward”. Ponerle nombre aumentó mi intriga y, cuando esa noche escuché de nuevo las notas del piano, traté de imaginarme cómo serían los dedos del pianista y, al notar sus titubeos, me sorprendí a mí misma diciéndole en voz alta: “¡Fernando, vamos progresando!”. Y como si él me hubiese oído, el chapurreo de notas musicales se fue convirtiendo paulatinamente en una melodía más armoniosa e interpretada con mayor soltura. Soy una persona muy racional y achaqué aquella mejora a una coincidencia fortuita. Pero lo cierto es que desde que supe su nombre y comencé a alentarlo cada noche, mi vecino de arriba progresó con gran rapidez y comenzó a interpretar piezas mucho más complejas. Pronto el sonido de su piano tuvo para mí el mismo efecto benéfico que si alguien me cantase una nana. O dicho con otras palabras, aun sin conocernos, entre nosotros se había establecido una fructífera simbiosis, que a él le había hecho mejorar como pianista y a mí dormir mucho mejor.
Un equilibrio que, sin embargo, estaba a punto de ser puesto a prueba. La primera noche en que noté aquel contratiempo era ya primavera: el tiempo se había templado y yo había guardado la ropa de invierno. Nada más empezar a sonar el piano, en mi dormitorio empezó a hacer un frío impropio de la época y eso me desveló. Además, en las siguientes noches la bajada de temperatura fue aumentando conforme lo hacía el virtuosismo de mi vecino. Me vi obligada a sacar nuevamente el edredón de plumas y a usar el pijama de invierno. Pero al despertarme cada mañana, la temperatura había vuelto a subir y yo me hallaba empapada en sudor. Por esa misma época, limpiándole un domingo el polvo al cuadro del faro, descubrí un hilillo de humo escapando de la chimenea de ladrillos. Me quedé atónita y, con ayuda de una lupa, escudriñé los trazos cortos y enmarañados con los que el artista había creado la levedad del humo. Nada parecía indicar que la tinta fuese más reciente y, sin embargo, yo estaba convencida de que cuando mi amigo me regaló la lámina de la chimenea no salía humo. Por más cábalas que me hice la única explicación lógica que se me ocurrió fue la de que la primera noche, obcecada con desentrañar el misterio, no me había fijado en aquel detalle.
A pesar de la incomodidad de tener que acurrucarme bajo el edredón de plumas, continué animándolo con un “¡Fernando, vamos progresando!” dicho cada noche con más entusiasmo. Cinco metros más arriba, Fernando siguió acrecentando su maestría hasta que la música adquirió una calidad que luego solo he vuelto a encontrar en las interpretaciones de los más grandes maestros. Fue así, de la mano de mi vecino pianista, que me aficioné a la música clásica y me convertí en la melómana compulsiva que soy actualmente. Mi anterior vida se me empezó a antojar desabrida y carente de todo interés. Y yo, que hasta entonces había sido una persona sociable y una lectora voraz, dejé de frecuentar a los amigos y arrinconé los libros. Me pasaba la mayor parte del día esperando que llegara la hora de meterme en la cama para que las notas del piano me mostrasen realidades mucho más fascinantes que la mía.
Mi vecino pianista acabó teniendo un amplio repertorio y pudo contarme con sus melodías historias de todo tipo. Pero su especialidad fueron siempre las de los amores desairados. Recuerdo que con el adagio de la sonata Claro de Luna de Beethoven me hizo sentir la ausencia con una violencia inusitada; y que con las notas melancólicas y serenas de la Fantasía para piano a cuatro manos de Schubert —nunca pude comprender como se las arreglaba para ejecutarla en solitario— logró que aceptase con plácida indolencia un supuesto abandono. Hubo también momentos de diversión, incluso de frivolidad, cuando interpretaba esa pieza temprana de Mozart recreando el movimiento juguetón de un cuchillo al untar de mantequilla una rebanada de pan. O noches muy placenteras de lluvia con el repiqueteo en los cristales de las notas de las Gymnopédies de Satie… Y en todos los casos, cinco metros más abajo, acurrucada bajo el edredón, las manos apresadas entre las rodillas, me encontraba yo preguntándome cómo había podido vivir hasta entonces sin aquella música.
Ninguna felicidad dura mucho y la que me proporcionaba el pianista del piso arriba no fue la excepción. Una noche el piano sonó con una tristeza que me sobrecogió: era la Marcha fúnebre de Chopin, pieza con la que de forma abrupta mi vecino dio por terminado el concierto de esa velada. A continuación escuché cómo bajaba la tapa del piano y el susurro que hacían sus zapatillas camino de la cama: sonidos que habitualmente no oía por hallarme ya dormida. Al otro día no hubo música ni tampoco descenso de la temperatura; tonta de mí, me pasé la noche en vela y sudando a la espera de que el pianista tuviera a bien acudir a nuestra cita, pero me dio plantón. Cuando esa tarde regresé del trabajo, la madre de Paula me estaba esperando en el portal para contarme que la víspera el vecino del séptimo G se había sentido indispuesto y había llamado al 112. Los de urgencias habían encontrado la puerta del piso abierta y a él desvanecido en el suelo. Intentaron reanimarlo pero había sido en balde. Recordé, entonces, el sonido lastimero de las cuerdas del piano mientras interpretaba la marcha de Chopin, y pensé que el instrumento parecía haberse valido de las manos del pianista para anunciar su propia muerte. Mi vecina, que además de cotilla tiene muy buen corazón, me propuso que esa noche las dos velásemos el cadáver. De momento no habían logrado localizar a ningún pariente suyo y los de la funeraria municipal no vendrían a recogerlo hasta la mañana siguiente. Regresaba cansada del trabajo y me encontraba, además, sobrecogida por la noticia, pero por supuesto acepté subir a acompañar a quien, en cierto modo, consideraba ya un amigo.
Su piso tenía una distribución idéntica al mío. Y justo en el rincón más resguardado del salón, se encontraba un piano vertical en apariencia idéntico a cualquiera de sus hermanos, si bien yo sabía que las notas que los macillos le arrancaban a sus cuerdas eran singulares. Sobre su caja había libros apilados de forma caótica y cubiertos de polvo; junto a ellos, numerosas partituras de música muy usadas pero impolutas. Eso me llevó a pensar que el inquilino del séptimo también había dejado de leer por culpa de la música. La voz de mi vecina reclamando mi presencia me sacó de mi ensimismamiento. Al fondo del pasillo se hallaba el dormitorio y, sobre la cama, inmóvil, el pianista: más anciano aún de lo que me había imaginado y con una tez extremadamente pálida, casi translúcida; el pelo, abundante y de un blanco majestuoso, le llegaba hasta los hombros. Se notaba que había sido un hombre atractivo, de rasgos bien proporcionados y no exentos de nobleza. La madre de Paula lo había envuelto en una colcha blanca que hacías las veces de sudario y solo le dejaba a la vista las manos que, de dedos largos y afilados como corresponde a un virtuoso del piano, reposaban entrecruzadas sobre su pecho. Pensé que quizá en la agilidad de esos dedos, ahora inmovilizados por el rigor de la muerte, era donde radicaba el secreto.
Al día siguiente fue el entierro, pero mis obligaciones laborales me impidieron acudir al cementerio. Después de dos noches en vela estaba agotada y en cuanto regresé esa tarde a casa me fui a la cama. Llevada por la fuerza de la costumbre, me puse el pijama de invierno y me acurruqué bajo el edredón de plumas. Saber que la pérdida era ya para siempre hizo que aquel silencio me crease una sensación de soledad insoportable; estaba, además, empapada en sudor y eso no me dejaba dormir. Eché hacia los pies de la cama el edredón y me quité el pijama. Y una vez estuve libre de esa incomodidad, intenté en balde conciliar el sueño. Largas noches de insomnio y de inexplicable tristeza fue la herencia que me dejó el pianista. Para colmo, en una de mis limpiezas dominicales, descubrí que en el grabado ya no salía humo de la chimenea, y que en la zona donde la valla protectora de la casa se interrumpía, justo al pie del acantilado, había ahora un bulto flotando en el agua helada. Miré la silueta de los icebergs en lontananza y experimenté un repentino escalofrío. La singular mutabilidad de aquel cuadro me perturbaba tanto que supuse que algo no funcionaba bien en mi cabeza, y hasta pedí hora en la consulta de un especialista. Cita a la que no acudí gracias a un nuevo cotilleo de mi vecina. Habían contactado con unos parientes del difunto que residían en el sur de Inglaterra. Pero los herederos no se querían complicar la vida y le habían encargado a una empresa que subastasen las pertenencias del pianista. Ni que decir tiene que acudí a la subasta y pujé por el piano hasta lograr que me fuese adjudicado.
Quedan ya muy atrás en el tiempo esos primeros anocheceres en los que regresaba a casa ansiosa de sentarme ante el teclado del piano. Al principio solo le arrancaba notas desacompasadas y balbuceantes. Noche tras noche fui adquiriendo mayor soltura, hasta que llegó el momento en el que vi cómo el cuchillo untaba la mantequilla sobre la rebanada de pan con el mismo compás con el que mis dedos pulsaban las teclas del piano. Y llegó también el día en el que estuve en condiciones de abordar obras de mayor calado: los martinetes se habían despertado y nuevamente golpeaban las cuerdas del piano con la antigua maestría. Quedó así en evidencia que era en ellos donde radicaba el enigma de aquel prodigioso instrumento. Por esa misma época, al levantar en una ocasión la vista hacia el grabado, descubrí que había otra vez una columna de humo saliendo de la chimenea; y al mirar hacia el pie del acantilado, vi que en el agua helada ya no flotaba ningún cuerpo. Y esa misma noche, en el momento en el que me disponía a tocar el piano, fui testigo de cómo una lucecilla trémula, puede que de candil o vela, iluminó una de las ventanas de la segunda planta de la vivienda del farero. Desde entonces, la he visto temblar noche tras noche y mi zozobra interior ha dado paso paulatinamente a mi sosiego actual.
Pero sé que tengo un asunto pendiente, una deuda con mi viejo amigo. Primero fue él quien me habló del Cabo Spear, quien se molestó en irme narrando con mucha paciencia todo lo que iba descubriendo. Luego, en aquella primera noche tras su regreso a España, entre los dos intentamos recomponer el puzle con toda la información que había conseguido. Pero nos faltaban demasiadas piezas y me vi obligada a colgar su regalo en la pared como si fuese un grabado igual a cualquier otro. Ahora soy yo quien en está en deuda con él; tengo que escribirle para hablarle del virtuosismo de este piano capaz de dar vida a lo inanimado. Pero sé que mi viejo amigo, racional y lógico como antes lo era yo, dudará de mis palabras. No va a creerme cuando le diga que, mientras ejecuto alguna de las partituras más difíciles escucho a mis espaldas una voz de aliento que me dice: “¡Ester, vamos progresando!”. Y me creerá todavía menos si le hablo de esas noches en las que él en su estudio de la segunda planta del faro, donde el fuego crepita en la chimenea, y yo en este salón, protegida del frío con el anorak de plumas y los mitones de lana, interpretamos a dúo la Fantasía para piano a cuatro manos en Fa menor, op. 103, de Franz Schubertt.