El libro de las misiones - Ortega y Gasset

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Josek
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El libro de las misiones - Ortega y Gasset

Mensaje por Josek »

Nosin, este es el que tengo, del 55, todavía llevaban una sobrecubierta fina de cartón. Me lo compré por 1,2 euros en un segunda mano. En cuanto pueda intentaré atacarle. El espectador creo que es más interesante pero, como ya comenté, la edición que tengo es de letra demasiado pequeña (para mí vista).

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Espasa-Calpe, Colección Austral 1940, 1942, 1944, 1945, 1950, 1955. 162 páginas.

El libro se compone de tres partes: Misión del bibliotecario, Misión de la universidad y Miseria y esplendor de la traducción. La primera se trata de una conferencia con la que Ortega y Gasset inauguró el Congreso Internacional de Bibliotecarios celebrado en Madrid en 1935, y que me ha parecido un soberano tostón.

La misión de la Universidad, sin embargo, es perfectamente aplicable a nuestra época. Aunque hemos mejorado mucho desde entonces, parece que no hay manera de encontrar un sistema que se dedique a formar a las personas y a estimular la investigación. Pero como apunta el pensador, la culpa -o las virtudes- no son tanto de las instituciones como del país que las alberga.

En la última parte se reflexiona sobre el eterno problema ¿traducir o no traducir? haciendo elegantemente de abogado del diablo. Como dice uno de los escritores de una tertulia imaginaria, a veces la traducción mejora el texto. Habrá traducciones malas, que destrocen el contenido, no cabe duda, pero no todas tiene por qué ser así.


Extracto de la tercera parte:

—¡ Frecuente y sustancial! Hay un falso utopismo que es la estricta inversión del que ahora tengo a la vista; un utopismo consistente en creer que lo que el hombre desea, proyecta y se propone es, sin más, posible. Por nada siento mayor repugnancia y veo en él la causa máxima de cuantas desdichas acontecen ahora en el planeta. En el humilde asunto que ahora nos ocupa podemos apreciar el sentido opuesto de ambos utopismos. El mal utopista, lo mismo que el bueno, consideran deseable corregir la realidad natural que confina a los hombres en el recinto de lenguas diversas impidiéndoles la comunicación. El mal utopista piensa que, puesto que es deseable, es posible, y de esto no hay más que un paso hasta creer que es fácil. En tal persuasión no dará muchas vueltas a la cuestión de cómo hay que traducir, sino que sin más comenzará la faena. He aquí por qué casi todas las traducciones hechas hasta ahora son malas. El buen utopista, en cambio, piensa que puesto que sería deseable libertar a los hombres de la distancia impuesta por las lenguas, no hay probabilidad de que se pueda conseguir; por tanto, que sólo cabe lograrlo en medida aproximada. Pero esta aproximación puede ser mayor o menor…, hasta el infinito, y ello abre ante nuestro esfuerzo una actuación sin límites en que siempre cabe mejora, superación, perfeccionamiento ; en suma: “progreso”. En quehaceres de esta índole consiste toda la existencia humana. Imaginen ustedes lo contrario: que se viesen condenados a no ocuparse sino en hacer lo que es posible, lo que de suyo puede lograrse. ¡Qué angustia! Sentirían ustedes su vida como vaciada de sí misma. Precisamente porque su actividad lograba lo que se proponía les parecería a ustedes no estar haciendo nada. La existencia del hombre tiene un carácter deportivo, de esfuerzo que se complace en sí mismo y no en su resultado. La historia universal nos hace ver la incesante e inagotable capacidad del hombre para inventar proyectos irrealizables. En el esfuerzo para realizarlos logra muchas cosas, crea innumerables realidades que la llamada naturaleza es incapaz de producir por sí misma. Lo único que no logra nunca el hombre es, precisamente, lo que se propone —sea dicho en su honor—. Esta nupcia de la realidad con el íncubo de lo imposible proporciona al universo los únicos aumentos de que es susceptible. Por eso importa mucho subrayar que todo —se entiende todo lo que merece la pena, todo lo que es de verdad humano— es difícil, muy difícil; tanto, que es imposible.

Como ustedes ven, no es una objeción contra el posible esplendor de la faena traductora declarar su imposibilidad. Al contrario, este carácter le presta la más sublime filiación y nos hace entrever que tiene sentido.

—Según esto —interrumpe un profesor de historia del arte— tendería usted a pensar, como yo, que la misión propia del hombre, lo que proporciona sentido a sus afanes, es llevar la contra a la naturaleza.

—Ando, en efecto, muy cerca de tal opinión, siempre que no se olvide —lo que para mí es fundamental— la anterior distinción entre los dos utopismos: el bueno y el malo. Digo esto, porque la característica esencial del buen utopista al oponerse radicalmente a la naturaleza es contar con ella y no hacerse ilusiones. El buen utopista se compromete consigo mismo a ser primero un inexorable realista. Sólo cuando está seguro de que ha visto bien, sin hacerse la menor ilusión en su más agria desnudez, la realidad, se revuelve contra ella garboso y se esfuerza en reformarla en el sentido de lo imposible, que es lo único que tiene sentido.

La actitud inversa, que es la tradicional, consiste en creer que lo deseable está ya ahí como un fruto espontáneo de la realidad. Esto nos ha cegado a limine para entender las cosas humanas. Todos, por ejemplo, deseamos que el hombre sea bueno, pero el Rousseau de ustedes que nos han hecho padecer a los demás creía que ese deseo estaba ya realizado desde luego, que el hombre era bueno de suyo o por naturaleza. Lo cual nos ha estropeado siglo y medio de historia europea que hubiera podido ser magnífica, y hemos necesitado infinitas angustias, enormes catástrofes —y las que todavía van a venir— para redescubrir la simple verdad, conocida por casi todos los siglos anteriores, según la cual el hombre, de suyo, no es sino una mala bestia.

O para volver definitivamente a nuestro tema; tan lejos está de quitar sentido a la ocupación de traducir subrayar su imposibilidad, que a nadie se le ocurre considerar absurdo el que hablemos unos con otros en nuestro materno idioma y, sin embargo, se trata también de un ejercicio utópico.


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nosin
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Mensaje por nosin »

Veo que te has dado mucha prisa, Josek :D Lo leeré con calma después de la cena. De todas formas, yo ahora mismo estoy comprometida con 2 libros, pero es muy interesante el avance que nos muestras :wink:
Josek
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Mensaje por Josek »

No era con intención de leerlo ahora pero, como el que no quiere la cosa, ya lo estoy empezando.
He intentado buscar alguna edición moderna de este libro por la red pero no he encontrado nada por ningún sitio, aunque me extraña bastante, es posible que no se haya vuelto a reeditar. Lo que si he encontrado es los artículos por separado.

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Josek
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Mensaje por Josek »

He leido la primera parte, Misión del bibliotecario. Hace un repaso general de la importancia de los libros en la historia y los inicios de su clasificación en las bibliotecas a raíz de la aparición de la imprenta, etc. llegando a conclusiones, algo obvias, como son la sobresaturación de publicaciones y la necesidad de selección de las mismas. Lo que sí me ha gustado mucho es la parte final titulada ¿Qúe es un libro?, donde, basandose en el Fedro de Platón (aunque no me gusta demasiado su estilo dialogado, este me lo apunto, solo he leido La república y El banquete), analiza el sentido de los libros y como debe afrontarse su lectura.


-¿Qué es un Libro?

Se habla mucho -y yo estoy ahora hablando un poco- sobre la misión del bibliotecario, sobre lo que éste hace o debe hacer con los libros.(1) Pero es curioso que al hablar de esto no se suele hablar nada sobre el libro mismo -sobre esa entidad cuyo manejo constituye la profesión del bibliotecario. Se da por supuesto que los que escuchan saben lo que es el libro y además de saberlo lo tienen presente en la ocasión. ¿No es esto utópico? Más aún: ¿tiene derecho el que escucha -en este caso vosotros a suponer que el que habla lo sabe y lo tiene presente? ¿No corremos el riesgo de que él mismo al pensar lo que nos habla lo dé por supuesto, por tanto, que no haya pensado jamás en ello de puro creer que ya desde siempre lo sabe, que es "cosa sabida" ?

En muchos órdenes intelectuales pasa esto de continuo: que en el "dar por supuesto y por sabido" lo esencial, lo sustantivo, procedemos al infinito. Es ello una de las mayores enfermedades del pensamiento, sobre todo del contemporáneo.

Pues todo lo pensado u oído acerca -por ejemplo- del libro en que no actúe con pleno vigor la hiperestésica conciencia de lo que es el libro -esa tremenda realidad humana que es el libro- carecerá de auténtico sentido, será cosa muerta, frases cuyo sujeto no entendemos y, por lo tanto, puro despropósito.

No pretendo que sea preciso siempre que se habla acerca del libro emplear una larga disertación sobre lo que éste es. Me es indiferente si hacen falta muchas o pocas palabras: reclamo sólo las bastantes -y al buen entendedor con media le basta.

Por este motivo -no porque lo ignoréis, sino porque en un Congreso como éste conviene partir de una conciencia agudísima en que conste lo que es el libro y la dignidad de vuestra reunión exige una como oficial seguridad de que consta- es por lo que me creo obligado a recordaros lo que sabéis mejor que yo: qué es un libro.

Hace veintitrés siglos que en el Fedro se esforzó Platón por dejarlo esclarecido; abre allí y tramita todo el proceso del libro. ¡Releed ese maravilloso diálogo donde se define el ala, se define el ángel, se define el alma, se define el libro!. Si integramos con algunos complementos el texto platónico, obtendremos lo siguiente:

Los libros son "decires escritos" -l óg ouž g e g r a ª ½ Le n o už , 2 7 5 , c.- y decir, claro está, no es sino una de las cosas que el hombre hace. Ahora bien, todo lo que se hace, se hace para algo y por algo; estos dos ingredientes definen el hacer y gracias a ellos existe en el universo pareja realidad. Enorme error es confundirla con lo que suele llamarse actividad: el átomo que vibra, la piedra que cae, la célula que prolifica actúan pero no "hacen". El pensar mismo y el mismo querer, en cuanto estrictas funciones psíquicas, son actividades, pero no son "hacer". Cuando movilizamos para algo y por algo nuestra actividad de pensar o la actividad de nuestros músculos entonces propiamente "hacemos" algo.

Decimos- "¿Dónde están las llaves?" "¡Llevad la izquierda!" "¡Amor mío!". En todos estos casos la finalidad de nuestro decir, su justificación se halla fuera de él, más allá de él. Decimos eso precisamente para que ciertas cosas acontezcan, para poder abrir un armario, para que se circule en una sola dirección, para que la mujer amada sepa de nuestro sentimiento o que éste goce de sí mismo en su exteriorización.

Mas cuando el geómetra enuncia un teorema de geometría que acaba de descubrir, no se propone con su decir nada allende de él; al contrario, lo que se propone es dejarlo dicho y nada más. El decir aquí tiene la finalidad, la justificación en sí mismo. Lo propio acontece con el soneto a la rosa. El poeta hace el soneto, que es un decir, precisamente por hacerlo, para que el soneto exista, para que su poético decir sea.

En esta segunda clase de decires aparece, pues, el decir sustantivado y rico de un valor que le es inmanente. ¿Por qué esta diferencia tan radical con los casos antedichos? Sin duda porque el geómetra cree haber dicho sobre el triángulo, no lo que a él le conviene para este o el otro fin, sino lo que hay que decir sobre él, como al poeta le parece haber dicho sobre la rosa lo que sobre ella debe ser dicho. En aquellos casos se usaba del decir como de un medio puesto al servicio de utilidades forasteras, mientras que aquí el decir es fin del propio decir, se satisface y justifica con su simple ejecución. Pero esto nos mueve, al mismo tiempo, a sospechar que el hacer vital, la función viviente que es decir culmina en aquel de sus modos consistente en decir lo que hay que decir sobre algo y que todos los demás son utilizaciones secundarias y subalternas de ella.

Sólo este decir reclama esencialmente su conservación y, por tanto, que quede escrito. No tiene sentido conservar nuestra frase cotidiana: "¿Dónde están las llaves?", que una urgencia transitoria motivó. Un poco más de sentido tiene fijar en un cartel público el imperativo municipal "Llevad la izquierda" y, en general, escribir las leyes para que consten a todos y produzcan sus sociales consecuencias. Pero esto no significa que lo dicho en la ley merezca por sí mismo y, simplemente en cuanto dicho, ser conservado.

El libro es, pues, el decir ejemplar que, por lo mismo, lleva en sí esencialmente el requerimiento de ser escrito, fijado, ya que al quedar escrito, fijado, es como si virtualmente una voz anónima lo estuviese diciendo siempre, al modo que los "molinos de oraciones" en el Tibet, encargan al viento de rezar perpetuamente. Este es el primer momento del libro como auténtica función viviente: que está, en potencia, diciendo siempre lo que hay que decir- t á d e o n t a e ír h xót o ž , 234, e.

Hay, por tanto, abuso sustancial de la forma de vida humana que es el libro siempre que alguien se pone a escribir uno sin tener previamente algo que decir de entre lo que hay que decir y que no haya sido escrito antes. Mientras el libro fue afán individual se conservó su auténtico sentido con relativa pureza. Mas apenas se convirtió en interés social y con ello resultó un negocio crematístico o de prestigio hacer libros, comenzó la fabricación del libro falso, de unos objetos impresos que se benefician de su externo parecido con el verdadero libro. La cosa no debe sorprendernos porque obedece a una ley constitutiva de lo social. En comparación con la vida personal, todo lo colectivo es, más o menos, inauténtico y fraudulento. Sólo la ignorancia pavorosa en que hoy se está de qué sea propiamente la "vida" colectiva, la sociedad, etc., impide la clara visión de ello.

Mas con lo indicado no basta para saber lo que es un libro. Obvio es sentir alguna curiosidad sobre qué le pasa a un decir cuando se le fija, esto es, se le deja escrito. Evidentemente se intenta con ello proporcionarle algo que por sí no tenía: la permanencia. El decir, como todo lo viviente, es fungible. Nacer es en él ya irse muriendo. El decir es tiempo y el tiempo es el gran suicida. Merced a la memoria puede el hombre salvar un poco a su decir, o al que ha escuchado, de la fulminante corrupción ajena a todo lo temporal. Antes del libro manuscrito no había, en efecto, otra forma en que pudiera conservarse y acumularse el saber pretérito -del pasado propio o ajeno- que la memoria. El cultivo de ella para este concreto fin llegó, por ejemplo, en la India a rendimientos casi prodigiosos. Mas la memoria es intransferible, queda adscrita a la persona. He aquí uno de los fundamentos más robustos para la autoridad de los ancianos: eran los que sabían más porque tenían más larga memoria, eran más "libros vivientes" que los jóvenes, libros, por decirlo así, con más páginas. Mas la invención de la escritura, creando el libro, desestancó el saber de la memoria y acabó con la autoridad de los viejos.

El libro, al objetivar la memoria, materializándola, la hace, en principio, ilimitada y pone los decires de los siglos a la disposición de todo el mundo.

Pero ¿es esto de verdad así? ¿Tiene el alfabeto tan mágico poder que logre, sin más, salvar lo viviente de su ingénito morir? ¿El decir que se escribe queda por ello vivo?- z w n t a , 275, d.- O lo que es igual, ¿sigue diciendo siempre lo que quiso decir?

Todo lo que el hombre hace lo hace en vista de las circunstancias. Muy especialmente cuando lo que hace es decir. Brota el decir siempre de una situación y se refiere a ella. Mas, por lo mismo, él no dice esta situación: la deja tácita, la supone. Lo cual significa que todo decir es incompleto, es fragmento de sí mismo y tiene en la escena vital donde nace la mayor porción de su propio sentido. Imagínense todos los supuestos tácitos sin los cuales el más simple enunciado matemático resulta ininteligible. Para entenderlo sería, por lo menos, necesario haber caído en la cuenta de que el que nos habla pretende hacer una cosa llamada ciencia o teoría. Ahora bien, la ciencia, la teoría no es sino una situación en que el hombre se encontró ante las cosas desde una fecha determinada y sólo en ciertos lugares del planeta. Esta situación dura, en lo esencial, desde hace muchos siglos, seguimos en ella y por eso entendemos el enunciado matemático. Pero ni ha sido siempre ni es seguro que perdure indefinidamente.

Esto nos coloca de pronto ante una paradoja, como tal, impertinente, pero que es ineludible, a saber: que el decir se compone, sobre todo, de silencios, de cosas que por sabidas se callan o que son por completo inefables y en las cuales, sin embargo, se apoya como en una tierra nutriz lo que efectivamente declaramos. Nuestras palabras son, en rigor, inseparables de la situación vital en que surgen. Sin ésta carecen de sentido preciso, esto es, de evidencia.

Ahora bien; la escritura, al fijar un decir, sólo puede conservar las palabras, pero no las intuiciones vivientes que integran su sentido. La situación vital donde brotaron se volatiliza inexorablemente: el tiempo, en su incesante galope, se la lleva sobre el anca. El libro, pues, al conservar sólo las palabras conserva sólo la ceniza del efectivo pensamiento. Para que éste reviva y perviva no basta con el libro. Es preciso que otro hombre reproduzca en su persona la situación vital a que aquel pensamiento respondía. Sólo entonces puede afirmarse que las frases del libro han sido entendidas y que el decir pretérito se ha salvado. Platón expresa esto diciendo que sólo entonces los pensamientos del libro son hijos legítimos- u íe íV g n h o ío uV , 278, a- porque sólo entonces quedan verdaderamente pensados y recobran su nativa evidencia. e n a r g e V . Pero esto no podrá hacerlo sino aquel que se encuentra siguiendo la misma pista que el autor, t y t a út ón îXn oV µe t i ón t i 276, d.- por tanto, que antes de leer el libro ha pensado por sí sobre el tema y conoce sus veredas.

Cuando no se hace esto, cuando se lee mucho y se piensa poco, el libro es un instrumento terriblemente eficaz para la falsificación de la vida humana: "confiando los hombres en lo escrito, creerán hacerse cargo de las ideas, siendo así que las toman por de fuera gracias a señales externas, y no desde dentro, por sí mismos... Atestados de presuntos conocimientos, que no han adquirido de verdad, se creerán aptos para juzgar de todo, cuando, en rigor no saben nada y, además, serán inaguantables, porque en vez de ser sabios, como se suponen, serán sólo cargamentos de frases", 275 a. C. Así Platón hace veintitrés siglos.

Ortega y Gasset



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Josek
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Mensaje por Josek »

A medida que iba leyendo me he dado cuenta que este libro ya lo había leido, lo que pasó fué que lo compré con la idea de que el que conocía era La rebelión de las masas, pero en realidad era este. De todas formas, como hacía unos cuantos años de distancia, ya lo tenía prácticamente olvidado, lo recordé por algunos párrafos de los que siempre se quedan alguno grabado en la memoria (por muy mala que sea).
Lo he disfrutado igualmente, Gasset, es un pensador formidable y un sensacional escritor, con una ironía y un sarcasmo notables que va alternando con sus razonamientos más sesudos.

Dóciles al juicio inveterado de que hablando nos entendemos, decimos y escuchamos tan de buena fe que acabamos por malentendernos mucho más que si mudos nos ocupásemos en adivinarnos... pensar es hablar consiguo mismo y, consecuentemente, malentenderse a sí mismo y correr el riesgo de hacerse un puro lio.

Ortega y Gasset


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nosin
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Mensaje por nosin »

Josek escribió: (...) pensar es hablar consiguo mismo y, consecuentemente, malentenderse a sí mismo y correr el riesgo de hacerse un puro lio.

Ortega y Gasset[/i]

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:grinno:


Has puesto arriba una cita muy extensa. La leeré con calma en estos días. Gracias, Josek :wink:
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