El artista de la obra divina (Ciencia ficción)

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NicolásO
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El artista de la obra divina (Ciencia ficción)

Mensaje por NicolásO »

PRÓLOGO
–El amor y el odio, a eso se resume todo. La vida misma. Y nosotros que la creíamos tan compleja. ¿No es el egoísmo amor hacia uno mismo? ¿Acaso no es la envidia una forma de odio? ¿No es la justicia un acto de amor? ¿O la venganza un acto de odio? –Se inclinó hacia el espejo y comenzó a pintarse los labios de color negro. Pétalos lilas alfombraban el piso en torno a la silla en la que se encontraba sentado, inundando el ambiente con un aroma suave y agradable que se entremezclaba con la dulce fragancia que emanaba él con cada movimiento–. ¿Qué es el odio, sino la ausencia del amor?

–Amor… –dijo su reflejo en el espejo, dándole vueltas a la palabra–. ¿Existe realmente el amor?

–Claro que sí –respondió él–. Por amor nacemos. Es lo único que existe hasta que conocemos el sufrimiento, a partir de ahí la vida se vuelve una obra con dos actores. Amor y odio. Cuando nos contaminamos ya no hay marcha atrás, debemos elegir a cuál interpretaremos.

–Sabes, veo hacia atrás y pienso en todas las decisiones que tomamos –confesó su reflejo–, y lo único que sé con certeza es que nuestros actos fueron siempre fieles a lo que sentimos, sin importar las consecuencias. Dime, ¿es eso amor u odio?

–Amor, claramente. –Zafiro Poeta tomó un peine y, cuidadosamente, se peinó el pelo azabache desde la frente hacia atrás. Controló que no le quedara ningún cabello rebelde fuera de lugar–. La persona más importante somos nosotros, con ella compartiremos nuestras alegrías y penas el resto de nuestras vidas. Es a quien nos debemos, nunca lo olvides.

– ¿Aunque nuestros actos dañen a alguien más?

Al escucharlo, Zafiro lo miró con un atisbo de tristeza.

–Ese es el gran dilema de la vida. Amar u odiar, nosotros decidimos. Paremos donde nos paremos, terminaremos abandonando a uno y abrazando al otro. –Empezó a delinearse los ojos, también en negro–. Al final del camino sólo quedamos con nosotros mismos, así que más vale que lo que elijas sea algo con lo que puedas convivir, algo que puedas cargar hasta la muerte. Esa es la única verdad.

Después de decir aquello, vio a su reflejo asentir y desvanecerse en el fondo del espejo, como polvo arrastrado por el viento. Sobre el vidrio volvía a estar su cara. Volvía a estar él.

«La vida me sigue poniendo a prueba –pensó–. Las cosas que hice y que voy a hacer podrían carcomer el juicio de cualquiera con la misma facilidad que el óxido corroe el metal. Pero no a mí. Yo soy fuerte.»

Zafiro Poeta se embellecía allí, solitario, escondido en una habitación dentro de un complejo subterráneo en algún lugar. Se encontraba sentado frente a un espejo con un pequeño escritorio ocre de por medio. A su lado, un holograma se proyectaba a un metro desde el suelo, mostrando lo que parecía ser un mapa. Bajo la luz blanca que iluminaba el lugar se retocaba y acentuaba las puntas respingadas de su bigote. Lo hacía con una delicadeza casi maniática. Llevaba la oscura barba prolijamente corta, salpicada de canas, y una pequeña chiva en el mentón. Encerrado allí abajo, él se preparaba.

Zafiro era un nanotecnólogo nacido en Liefa, capital del planeta Arqueón. Tenía cuarenta y nueve años, era alto, de piel trigueña y ojos grises como la ceniza. Se pasó gran parte de su vida estudiando, viajando e investigando por toda la galaxia, desde el calor de Pamantina hasta el frío de Nistrón; en el bullicio de las megalópolis o en el silencio de tierras salvajes. Un verdadero trotamundos. Fue ese estilo de vida lo que condicionó su cuerpo, el cual no contaba con mucha musculatura; era delgado, aunque tenía cierto porte. Sin embargo, lo que le faltaba en físico le sobraba en inteligencia.

Poseedor de una mente superior, ágil y brillante, empezó a destacarse rápidamente de entre los demás. Se recibió a los diecinueve como Licenciado en Nanotecnología en la Universidad de Ciencias Bioquímicas de Liefa. A la edad de veinte ya era conocido en el ámbito de la ciencia y llamado a ser la futura revelación del siglo por sus pares y superiores. Pese a la lluvia de halagos y a la vida de “estrella” que se estaba forjando, Zafiro Poeta era mesurado, no por humildad, claro está; sino porque sus objetivos estaban en otro lado, muy lejos de allí.

Al año siguiente, sus logros y descubrimientos seguían sorprendiendo incluso a los más experimentados. La ciencia veía en él el nacimiento de una nueva estrella que guiaría a la humanidad hacia una nueva etapa. La prosperidad por fin iba a llegar. Pero un 4 de septiembre de 1483 Después de la Rebelión, aconteció lo inesperado. El joven nanotecnólogo había desaparecido, repentina y misteriosamente. Se lo buscó exhaustivamente durante unos años, pero sin éxito.

–Se lo ha tragado un agujero negro en uno de sus viajes –se oía decir, pero esas conclusiones carecían de fundamentos. El suceso fue de tal relevancia que sólo diez años después fue declarado oficialmente fallecido, cuando ya poco podían hacer. Así, en el auge de su carrera, cuando parecía no tener techo, Zafiro Poeta los había abandonado. Una despedida prematura que hizo lamentar a una galaxia entera.

Pero él no murió.

Una vez tuvo todas las piezas del rompecabezas a disposición, era momento de ensamblarlas.

Había elegido su escondite con suma cautela debajo de una cordillera. Allí había vivido los últimos veintinueve años sin ningún contacto con el exterior, y allí podría vivir veintinueve año más si quisiera, sin que la alimentación o el temor a ser rastreado y encontrado fueran temas de preocupación. Las instalaciones las había pensado él mismo, y como cada creación suya, eso significaba perfección. Todo lo que realizaba lo hacía meticulosamente y con una autoexigencia extrema. Sus trabajos se hacían bien hasta el detalle o no se hacían, no había término medio.

A pesar de tener una mente maestra, y ser virtuoso como pocos, no lo hizo todo sólo. Su inteligencia superior entendía que ese no era momento de ser orgulloso. Contó con ayuda de xenobiólogos, físicos, biotecnólogos, especialistas en genética y expertos en la red, especialmente seleccionados; además de un famoso arquitecto livriano, a quien contactó en el más profundo de los secretos, y al cual asesinó cuando no lo necesitó más.

–Zafiro…–le había dicho el arquitecto, sorprendido, cuando vio el cuchillo en sus manos.

Él no perdió el tiempo y de un tajo certero le cortó el cuello a la altura de la nuez. El metal había mordido carne y tráquea y se había empapado de sangre. El cuerpo cayó inerte y seco al suelo. En el fondo no deseaba hacerlo, habría preferido que viva, pero no confiaba en nadie más que él mismo para guardar aquel secreto. En realidad no confiaba en nadie más para hacer cualquier cosa que se le ocurriese. Mientras menos personas lo supieran, mayores serían las probabilidades de tener éxito.

La habitación estaba silenciosa. Hizo una pausa para observarse detenidamente en el espejo. Sabía que faltaba poco, así que aprovechó cada segundo para contemplarse hasta el último poro de su cara. Quería grabarse a fuego en su memoria. Estaba orgulloso del hombre en el que se había convertido, de lo que había dejado atrás para conseguir su sueño. Pero sobre todas las cosas, estaba orgulloso de haber sido siempre fiel a sí mismo.

–Te juzgarán, ¿lo sabes? –le preguntó al espejo.

El reflejo lo miraba en silencio con rostro inexpresivo, como un soldado que esperara órdenes de su superior.

–Apestarás peor que cien perros muertos de tanta mierda que te tirarán. –Tenía una mano en el codo y la otra sosteniendo su mandíbula en gesto analista–. Mil obstáculos te pondrán, y aun así seguirán siendo pocos. Si fallas, la galaxia entera escupirá al mencionar tu nombre: y aún si triunfas, nadie se acordará de ti, no tendrás fama. ¿Lo sabes?

Hubo nuevamente silencio, pero esta vez vio una chispa relampaguear en sus pupilas color ceniza, una provocada por un fuego interno que no le era ajeno. Conocía esa mirada. Supo que la criatura volvía a agitarse en su interior, estaba despertando. Zafiro Poeta sonrió y asintió. Le agradaba lo que veía.

Un pequeño círculo en la parte frontal del escritorio cedió ante la presión de su pulgar, y un orificio se abrió en la superficie, dando paso al ascenso de un aro de plata con forma de medialuna que él tomó y se colocó en su oreja izquierda, pegado sobre el lóbulo carnoso. El aro lunar era uno de sus objetos más preciados, se lo había entregado su madre. Era una reliquia de su familia que había pasado de madres a hijas de generaciones en generaciones, cuando aún vivían en su hogar. Era la primera vez que lo portaba un hijo varón, pero a él poco le importaba. Era todo lo que le quedaba de su familia, y en él había volcado demasiados recuerdos, emociones y anhelos como para detenerse a pensar en costumbres absurdas y sin sentido. Todavía podía sentir las palabras de su madre, débiles y esforzadas, revolotear por su cabeza, otorgándole el mismo vigor que la primera vez. Los bellos de sus brazos se erizaron al rememorar.

«El miedo es fuerte –le decía tendida en aquella cama, con rostro sonriente y amable mientras le acariciaba la mejilla con una mano esquelética, todo venas, arterias y manchas de vejez. La habitación apestaba a muerte–. El amor lo es aún más, pero tú tienes algo mejor, hijo. Úsalo.» La frase se repetía en su cabeza desde hace años, y la última palabra le resonaba dentro del cráneo como un eco difícil de extinguir. Esa voz, ese dulce y maternal sonido, era lo único que penetraba la corteza rígida y gruesa que se había formado alrededor de su corazón, uno que había aprendido a ser frío y duro hace muchos años, uno que no veía más allá que a él y su causa.

Se deslizó un par de anillos en los largos dedos de sus manos y se levantó para colgarse un collar plateado en el cuello. De una patada tiró a un lado el pequeño escritorio que le estorbaba y se aproximó al espejo. Pecho inflado, espalda recta y cabeza en alto, la imagen de aquel hombre hubiera generado admiración para quien hubiese podido verlo en aquel momento. Se lo abrochó con ambas manos por la nuca y luego levantó el mentón para observarse el dije que portaba. En la cadena colgaba la forma inconfundible de un niño, argentado y reluciente. Cerró los ojos, lo tomó y le dio un beso largo y sentido, para posteriormente dar media vuelta y salir de la habitación.

Los ecos de sus pasos resonaban en el largo pasillo cilíndrico mientras caminaba con paso señorial. Su imagen oscura se reflejaba a ambos lados en las paredes blancas del túnel, tan relucientes que parecían espejos. Llevaba un chaleco gastado de tela gris oscura bastante particular: por delante lucía como un chaleco normal, con botones negros como el petróleo, pero por detrás se extendía y caía al piso, con un buen tramo de la prenda arrastrando por el suelo. Lo portaba sobre una camisa gris clara con las mangas arremangadas hasta el codo. En sus muñecas y antebrazos tenía tatuados varios signos extraños. Debajo, una calza del mismo color de la camisa le ajustaba las delgadas piernas, dejando desnudos sus tobillos, mientras que unos finos y elegantes zapatos negros le cubrían sus pies de cuatro dedos. Sin dudas, estar encerrado veintinueve años bajo tierra lo hizo adoptar una moda bastante extraña, pero no por eso tosca. Zafiro Poeta tenía muy presente el sentido de la elegancia. Además, esa noche iba a ser la más importante de su vida y quería tener una apariencia acorde.

Mientras andaba, portaba un semblante serio, había aprendido a no dejarse llevar por las emociones, que siempre lo estropeaban todo. Curioso era aquello, porque si había llegado hasta allí en su vida, había sido principalmente gracias a una de ellas, la más poderosa de todas.

Al final del corredor, al otro lado de una puerta metálica, se encontraba aquello por lo que había estado trabajando tantos años y por lo que había resignado muchísimas cosas. Su gloria y su desgracia, su leche materna, el aire que respiraba, el único destino que conocía.

Ingresó a una sala dodecagonal, amplia y albina, y se encendió la luz. El lugar estaba casi vacío, con una quietud y un silencio sepulcral. En cada pared se divisaban vidrios a media altura, y a través de él se apreciaban cabinas desde las cuales se podían observar las pruebas que se hicieran en el centro del salón. En todas ellas se veían cuerpos de científicos desplomados sobre los controles, con sus batas blancas manchadas de un color rojo oscuro, casi negro. Doce peones que Zafiro había utilizado para su causa y de los que se había desecho cuando cumplieron su labor. El físico había sido el más difícil de todos debido a su tamaño.

En el centro de la sala se alzaba una figura alta e imponente, demasiado parecida a una estatua, cubierta por completo por un manto negro y grueso que se desparramaba por el piso como si fuera la cera derretida de una enorme vela negra. A su lado se encontraba una estructura tubular de vidrio dispuesta verticalmente, de unos dos metros de alto y ensanchada en el centro. Estaba conectado al suelo y al techo por los extremos angostos. Se accedía a él mediante una pequeña escalerita que daba a una puerta vidriada. En el interior flotaba un casco metálico conectado a un entramado de cables que se adherían a la parte superior de la estructura. Toda ella brillaba con un celeste pálido y fantasmagórico.

Ambas figuras se situaban en un desnivel circular que estaba unos centímetros por encima del normal, al cual se llegaba mediante unos pocos escalones. Zafiro caminó hacia allí y se paró delante, examinando la figura cubierta de negro. Los latidos de su corazón resonaban un poco más fuertes que antes y una oleada de ansiedad y excitación lo recorrió desde la cintura hasta el pecho, antes de desaparecer en segundos. En el fondo de su ser algo se agitaba, hambriento. No era la primera vez que sentía aquella sensación, ni tampoco sería la última.

Posó la palma de su mano sobre la áspera tela y cerró los ojos. Carne, mente y alma se conectaron, una vez más. Sentía cómo un deseo crecía y crecía en su interior, como si una fuerza desconocida de repente lo dotara de vida. Un apetito voraz alimentado por sueños y sueños alimentados por un apetito voraz, un círculo vicioso que siempre quería más y más. Advirtió cómo sus músculos se tensaban y fortalecían lentamente, cómo su pecho se hinchaba, cómo en su mente todo se aclaraba y enfocaba. Notaba que él mismo se engrandecía. Se sentía más fuerte.

«Úsalo –decía la voz de su madre dentro de su cabeza–. Úsalo, úsalo.» Se llenó la mano con los pliegues de la manta y jaló fuerte, dejándolo al descubierto.

Sus labios negros sonrieron cuando lo vio.

La armadura blanca estaba reluciente, la habían pulido tanto que casi podía verse reflejado en ella. El material, hecho de un polímero muy particular, no presentaba rasguño ni marca alguna, obviamente, era de excelentísima calidad.

La cabeza era sencillamente magnífica, atrajo su mirada con la misma facilidad con que una luz atrae insectos en la noche. Era ligeramente ovalada, nívea y de una superficie lisa tan perfecta a la vista, que no resistió pasar su mano sobre ella y gozar del tacto. Tenía el rostro completamente blanco, virgen. La cabeza contaba con tres astas, una grande superior y dos laterales, que se arqueaban y estiraban hacia atrás, resguardando una estela de luz de la misma forma que las costillas protegen pulmones y corazón.

Fue ahí cuando se perdió. No supo si fueron segundos o minutos, pero no pudo despegar la mirada de aquella luz blanca que nacía de la parte trasera de la cabeza. Cautivante e irresistible, era mejor de lo que la había imaginado. Danzaba como el fuego y brillaba como la luz. Magnífica y seductora.
Sacó un dispositivo de un bolsillo y probó hacerlo caminar, sólo para maravillarse ante semejante espectáculo. El androide tenía más elegancia en su andar que una celebridad del mundo de la moda. Sus pasos eran amplios, firmes y serenos.

«Tiene tranco de soberano» pensó. Sus ojos grises lo observaban con admiración.

Al moverse, las articulaciones emitían sonidos casi imperceptibles, similares a suspiros. Sintió satisfacción al escucharlos, había sido uno de sus deseos más vehementes. Mientras se desplazaba por la sala, iba dejando una estela de luz blanca a la altura de su cabeza que se difuminaba a los segundos; era corta y breve, pero maravillosa. Un rastro hechizante, casi mágico. Verificó el sistema lumínico que venía incorporado a su cabeza cuando éste adoptaba sus distintos estados. Los colores parecían tener vida propia, profundos e intensos.

Se fascinó al escuchar la voz artificial.

Sólo faltaba una cosa para que la obra estuviera completa: su toque personal. Situó al androide nuevamente en el centro de la sala, fue hacia una de las cabinas y sacó de un compartimento una gran capa roja, cuidadosamente doblada. Se ubicó a sus espaldas y subió una pequeña escalera de tres escalones que le permitía ganar altura. Desde allí se la colocó por los hombros, luego dio un rodeo hasta quedar de frente a su creación y retrocedió unos pasos para admirarla una última vez antes de transferirle su conciencia.

Allí se alzaba, de pie e inmutable frente a él. Alto y esbelto, todo de blanco salvo sectores negros debajo de su armadura, allí donde se encontraba el tejido de las articulaciones. La belleza de sus largas piernas y anchos hombres se apreciaba a simple vista, pero era la cabeza con su estela quien se robaba la escena. La capa roja le caía por la espalda, acariciando el suelo.

Su androide estaba terminado y era la perfección absoluta. Majestuoso. El resultado de años de trabajo e investigación. Los ojos se le humedecieron y se sintió orgulloso de sí mismo por un momento.

«Aquí comienza todo. Justo aquí.» Una sensación extraña lo embargó en ese momento. Ver algo que se había imaginado tantas veces durante tanto tiempo era raro. Sin dudas las ideas y los sueños tienen su encanto, pero cuando la realidad toca la puerta, conmueve fuerte. Cerró su mano en torno al dije de niño que colgaba de su cadena y agachó su cabeza. Las palabras le acudieron espontáneas desde el fondo del corazón.

–Por los que se fueron –empezó. Su voz no era un susurro, pero tampoco gritaba–. Por los que están. Por los que vendrán. Lo bueno muere y lo malo sobrevive porque lo justo no existe, a lo justo hay que crearlo. –Irguiéndose frente a él se encontraba el androide, con su rostro pálido e inalterable, escuchando cada palabra; mientras que en su interior, la bestia se agitaba como un perro enjaulado–. El mundo que quiero no existe, al mundo que quiero hay que crearlo.

«Úsalo –decía la voz de su madre–. Úsalo, úsalo.»

–El cambio será mío –continuó. Sus palabras ahora resonaban en toda la sala, imponentes–. Será mío o no será.

«Úsalo –repetía su madre–. Úsalo, úsalo.»

–Porque el miedo y el amor son fuertes. –Tenía las palmas hacia arriba, casi como una plegaria–. Pero yo tengo algo mejor. –El androide parecía iluminarse y engrandecerse, mientras que la bestia escarbaba en su pecho, rabiosa por lograr escapar–. ¡Y lo voy a usar! ¡Lo voy a usar!

Finalmente, después de años, su creación estaba culminada. Su campeón estaba listo para realizar la obra más formidable que el universo haya presenciado jamás. Lo había nombrado Dios.

El reloj de la evolución, para bien o para mal, había empezado a moverse una vez más.
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lucia
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Re: El artista de la obra divina (Ciencia ficción)

Mensaje por lucia »

Pues no me ha quedado claro qué tenía que usar. ¿El intelecto? Porque se supone que el androide con el que piensa convertirse en dios es creación suya, ¿no?
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NicolásO
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Re: El artista de la obra divina (Ciencia ficción)

Mensaje por NicolásO »

lucia escribió: 13 Jun 2019 20:56 Pues no me ha quedado claro qué tenía que usar. ¿El intelecto? Porque se supone que el androide con el que piensa convertirse en dios es creación suya, ¿no?
Es la idea, es una novela larga y quiero que esa, entre otras cosas sean dudas que el lector vaya a ir descubriendo o tratando de descifrar a medida que avanza la historia. Es una novela río.
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