El Proyecto McGuffin

Espacio en el que encontrar los relatos de los foreros, y pistas para quien quiera publicar.

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SuperSantiEgo
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El Proyecto McGuffin

Mensaje por SuperSantiEgo »

Aquí os pongo el relato que quizá haya tenido más éxito de los míos. Se titula El Proyecto McGuffin, se me ocurrió la idea de mandarlo al Premio Cidade de Ourense de 1999 y gané un accésit. Lo digo no por chulearme, sino porque en las bases luego te piden que donde lo divulgues o publiques estás moralmente obligado a citar que has obtenido ese galardón. Y oye, me dieron 25000 cucas de entonces, 150 € de los de ahora, y nada me cuesta decirlo.

El relato es la segunda parte del Ciclo de Valden, pero si no se leen las tres del tirón casi mejor leer ésta por separado. La tercera es una novela corta, y el lío temporal que me monto es bastante más complejo que el que hago aquí.

Si lo queréis leer de forma más cómoda lo tengo subido a

http://www.box.net/public/8qychlzxdc

Para los que prefieran el .lit:

http://www.box.net/public/br4x2ev3k9
*
Un día no lo pude soportar más, y llamé McGuffin a mi sombra.
Quizá no sé muy bien por qué lo hice, pero era algo que me estaba rondando en la cabeza desde hacía algún tiempo. Un día por la noche la llamé McGuffin, y desde entonces siempre estuvo conmigo, en todo momento. Nunca no me deja de acompañar.
A veces salgo por la noche y creo que no va conmigo, pero siempre me sigue. Igual que yo se pone el sombrero y la gabardina, y salimos los dos a andar las calles en busca de las sombras de los demás, los demás que son como sombras y entre los que andamos como dos sombras más, como si no fuese yo menos sombra que él bajo las farolas que reflejan nuestra materia contra el cemento y la madera; camino entre las putas y entre los policías haciendo preguntas y buscando lo que hay que encontrar.
Una vez oí hablar de alguien que, como yo, tenía una sombra con nombre. No sé si fue él quien se lo dio o si fue ella misma quien se puso nombre, pero supongo que no importa. Se lo pregunté a McGuffin por si él lo sabía, pero sin más se encogió de hombros y siguió bebiendo whisky conmigo en nuestro despacho lleno de sombras, la sombra en el suelo donde aparece como un relámpago de oscuridad las letras invertidas de mi nombre, IP, ENALPS, de donde saqué la idea de darle nombre a mi sombra a ver si ella me ayudaba en el trabajo, en el que no me puede ayudar ni la marca del whisky, McKeihan, y pienso que si por lo menos mi apellido también fuese escocés podría imaginar que McGuffin es mi pariente, y que el bueno del destilador McKeihan era amigo de un antepasado nuestro. Pero no es así: sólo es mi sombra.
—¿Dónde deberíamos ir a buscar primero, McGuffin?
Naturalmente no contesta porque no tiene nada que decirme. Si supiese mejor que yo por dónde empezar seguro que me lo decía, pero como sólo es mi sombra no debe de saber más que yo. Si supiese más supongo que lo que haría sería callarse y buscar por su cuenta y cobrar luego el dinero de la viuda McNamara. Desde luego ese dinero vendría de miedo a los dos: más whisky y más de todo. La cosa es que a ver cómo encuentro al fulano que mató al señor McNamara. Digo yo que tampoco tuvo que ensañarse así y que con un sólo golpe de espada bien llegaba, pero hay gente que quiere hacer las cosas a lo grande y llamar la atención. Ven películas de esas de caballeros medievales y como ya no hay Cruzadas van y hacen esas estupideces.
—¿Verdad que sí, Mac?
—¡Y tanto!
Las sombras son de lo más amable que hay en el mundo: nunca te llevan la contraria por raro que sea lo que digas. Y nunca te toman a mal lo que les hagas.
—Hace calor esta mañana, ¿no crees, Mac?
—Mucho.
A él le importa poco que siga siendo de noche: dice que sí y echa otro trago de whisky como si estuviese oyendo la radio y cantase una tipa con una voz tan de ángel que piensa uno que no puede sino ser un ángel de verdad. Quiero decir un ángel terrenal, una de esas muchachas que se queda uno tonto al verlas, ya saben, un ángel hecho mujer. No hay mujer bonita con la voz fea, tan cierto como que no hay luz sin sombra y que la mía responde al nombre de McGuffin.
—McGuffin.
—¿Qué quieres ahora?
—Nada. Era para asegurarme de que seguías ahí.
—Los habrá tontos… pero como tú… ¿Dónde voy a estar si no? Trabajo aquí, por si no te acuerdas.
—¿Me das fuego? Me quedé sin cerillas antes de salir de casa. —McGuffin siempre tiene cerillas cuando a mí se me acaban. Enciende mi cigarrillo y luego el suyo, y como yo deja los zapatos sobre la mesa llena de papeles y de casos sin resolver—. Estaba buena la viuda, ¿eh?
—Hombre… no sé: alta, rubia, esbelta, un peinado que todavía la hace más guapa de lo que ya es si es eso posible, un gusto exquisito vistiendo… Si te gustan así…
—Pues sí.
—Pues a mí también.—El ventilador del techo casi no puede reciclar ni un poco el aire cargado del despacho a oscuras en el que permanecemos los dos intentando pensar cómo encarar el caso, bebemos el whisky a pequeños sorbos y miro por la ventana las luces de la gran ciudad mientras el compañero mira al techo y chasquea la lengua contra el paladar—. Digo yo que lo mejor será empezar entrevistando a la viuda McNamara.
—Pues entonces vamos. ¿O será muy tarde?
—Esa gente nunca se acuesta antes de las dos. Venga: conduzco yo.
—¿Llevo la pistola? No creo que haya peligro.
—Llévala. Yo ya tengo la mía donde siempre y con todas las balas. Ni el caso más pequeño puede ser lo que parece.
Cogimos el coche y llegamos a la dirección del bulevar de ricachos que nos dio la viuda. McGuffin y yo lo conocemos bien de otros casos por esta misma zona. No sé si es que el dinero vuelve loca a la gente o no, pero estos paisanos le dan gusto al gatillo entre ellos que es una maravilla, y a falta de armas de fuego bien que he visto casos de cuchillos, ceniceros e incluso lámparas de pie de acero. Si es cierto que el dinero vuelve loca a la gente, debo de ser uno de los tipos más cuerdos del mundo, como dice McGuffin.
—¿Pongo la radio?
—Ponla. —Mac pone la radio y oímos que hablan de la muerte del señor McNamara en un tono elegíaco que no querría yo ni para mi madre. Luego los tipos empiezan a hablar sobre el significado de la muerte y de las implicaciones en el impulso tanático de los procesos mentales más profundos—. Cambia de emisora, o te juro que te tiro del coche en marcha.
—Tranquilo, Sam: yo sólo encendí la radio, no sabía que la tenías ahí. ¿Quiénes serán esos impresentables?
—Eso: unos impresentables que creen que lo saben todo. A saber cómo se llamará el programa: Lo que nosotros sabemos y usted no, como si me lo oliese. Habría que matarlos a todos sin dejar a uno.
McGuffin suspira y enciende otro cigarrillo para echar el humo por la ventanilla, y seguimos oyendo música y sin hablar hasta llegar a la mansión McNamara. Yo me quedo en el coche, y él baja a llamar al timbre y que alguien responda y así pedir que nos abran la verja.
—Somos de Zain-McGuffin Inc. —dice McGuffin—. La señora McNamara nos ha contratado. Abran, por favor.
McGuffin no vuelve al coche sino que espera y se queda ahí de pie esperando a que alguien vaya a abrirnos, y cuando llega el jardinero regresa y se sienta otra vez a mi lado. Aparqué frente a los cuatro pedazo de coches de la familia y bajamos los dos.
—¿Quién hace las preguntas Sam?
—Hoy las voy a hacer yo. Tú haces de poli malo y yo de poli bueno, como siempre.
—De acuerdo.
McGuffin nunca me lleva la contraria, y además así es mejor: con su traje impecable de raya diplomática y ese sombrero tiene más pinta de gángster de la que yo tendré en la vida con esta traza de patán que no puede comprarse ni un mal traje de segunda mano. Caminamos juntos y veo a mi sombra, camino a su lado y los dos nos dirigimos hacia la puerta que ya está abierta y en la que nos espera un mayordomo que nos mira con cara de asco, no sé si más a mí o a McGuffin, que sonríe como siempre, como si fuese el dueño de todo, vestido como en las películas y con la misma chulería que si fuese Joe Dillinger, camina a mi lado y subimos los peldaños que nos llevan al mayordomo que nos deja pasar sin una palabra, bajo el aplique de luz ante el que McGuffin tiene que cerrar los ojos con un gesto de dolor, no todo iban a ser ventajas ser una sombra, y pasamos por el imponente corredor en el que dejamos nuestros sombreros y las gabardinas, con lo que queda todavía más claro que McGuffin es un señor y yo un vulgar desastrado.
En el salón está la viuda McNamara y su abogado, O’Rourke, del que sólo conozco su mala reputación como chantajista, jugador de ventaja y corredor ilegal de apuestas. Le cae bien a McGuffin, pero a mí como una patada en los dientes.
—Buenas noches, señora McNamara.
—Buenas noches —responde ella—. Usted era… el señor…
—McGuffin.
—Sí, eso es. Y su socio es…
—Zain. Sam Zain. Buscó mi teléfono en la guía. ¿Lo recuerda?
—Claro —dice como si pareciese nerviosa—. Zain, ¿cómo no? Por favor, siéntense. Ahora les servirán una copa. Charlie, querido, ¿puedes hacerlo tú?
Charlie es Charles O’Rourke, y parece que nos quiere asesinar cuando nos mira y tiene que levantarse y dejar de verle las piernas a la viuda, que sólo lleva una bata que la hace todavía más hermosa, maquillada como si fuesen las tres de la tarde y no de la madrugada, como si estuviese en el Astor y no en su casa. Cuando Charlie nos entrega la copa vuelve a su asiento, y vuelve a mirar también las piernas que hay debajo de la bata.
—¿No les parece un poco tarde para hacer visitas, caballeros?
La voz de O’Rourke no es mejor que su cara, y si una ya de por sí es rota la otra se la querría partir yo. Pero prefiero no hacerlo y respondo lo mejor que puedo.
—Podríamos decir nosotros lo mismo, ¿no cree?
El picapleitos no contesta y mira a McGuffin, que parece tan concentrado en las piernas de la viuda como en el whisky.
—No se preocupe, señor Zain —dice la señora McNamara como si todo esto la estuviera divirtiendo—. Como bien sabe usted, los de la alta sociedad rara vez consideramos tarde las tres de la mañana. Charlie suele venir a jugar algunas noches como ésta al bridge con unos amigos, y no se había enterado de nada de lo ocurrido: es un amigo personal mío, y llevaba algunos de los negocios de mi marido. Tuvo la gentileza de quedarse a hacerme compañía después de que se marchara la policía, y estaba tomando conmigo una copa. ¿Verdad, Charlie?
—Sí, Cas. Eso estábamos haciendo. Además, teníamos que arreglar unos cuantos puntos del testamento del señor McNamara.
—Ya —dije por no decir que es una capullada que no soporto eso de poner nombres ridículos a la gente. ¿Por qué teniendo un nombre tan precioso como Cassandra tiene que llamarla Cas ese anormal? Miro a Mac y él levanta las cejas como si dijese Seguro, Sam. Seguro que sí—. Usted no quería mucho a su marido. ¿Me equivoco?
Ella se encogió de hombros e hizo un mohín con los labios antes de levar a ellos la copa de whisky.
—Tenía mucho dinero —dijo sin ningún pudor—. Yo hacía lo que quería y él también, sin ser motivo de escándalo. Sinceramente, señor Zain, éramos un matrimonio muy convencional dado nuestro nivel: yo no tenía tanto dinero como Magnus pero soy más linajuda y joven de lo que él era. Tuvimos un par de hijos para asegurar la futura prosperidad de su apellido… y ya está. Eramos muy normales… para ser de este barrio.
—Por lo menos tiene las cosas claras —dijo McGuffin.
—No soy una ignorante, señor McGuffin, y le aseguro que para vivir en mi mundo hay que tener las cosas muy claras, como dice usted. Me apena profundamente que muriese mi marido, pero desde luego no voy a llorar por él.
—¿Puede imaginarse quién lo mató? —pregunté por fin.
—La mafia… Los rivales políticos… Una amante despechada de las tres o cuatro que tenía… El chofer que despidió el mes pasado…
—El mayordomo… —siseó McGuffin.
—No —dijo la señora McNamara con los ojos cerrados y una media sonrisa—. El pobre Rudolph no creo que pudiese con esa espada.
—¿Por qué estaba en la casa? —preguntó McGuffin.
—Se la regalaron a Magnus una vez que estuvimos de viaje por Europa. La puso en la biblioteca encima de la Enciclopedia Británica y sólo nos acordábamos de ella cuando íbamos a consultar algo.
—¿Lo hacía usted a menudo?
—Sí. Para los crucigramas.
—¿Y usted, señor O’Rourke? —pregunté de repente, pues sabía que así le daría un buen susto.
—¿Perdón? —dijo desorientado por perder la concentración, hasta entonces fija en el muslamen de la viuda—. No entiendo lo que quiere decirme.
—¿Consultaba usted mucho la Enciclopedia Británica para resolver crucigramas?
El desgraciado lo hizo bien: se quedó callado unos segundos, inhibió las ganas de tocarme la cara como yo había inhibido las mías de tocársela a él, y mientras fue pensando lo que tenía que decirme.
—Yo sólo venía a esta casa a tratar asuntos legales con el señor McNamara, y nunca íbamos a la biblioteca, sino a su despacho. Por la noche, alguna vez, Cassandra invita a sus amigos más íntimos a jugar al bridge, y siempre lo hacemos en esta habitación.
—¿Qué aspectos legales trataba con el señor McNamara?
—Eso sólo voy a contestárselo a la policía, y siempre que haya una autorización por escrito de la señora McNamara.
Poco después McGuffin y yo salíamos por la verja y el jardinero la cerraba. Volviendo a la ciudad detuve el coche y quedamos con las luces encendidas, apoyados en el capó y fumando un cigarrillo mientras meditábamos lo que nos habían dicho.
—¿Quién crees que fue, Sam?
—¿O’Rourke?
—No: ése es culpable de imbecilidad en primer grado, pero de nada más.
—Vayamos a ver al teniente O’Hara. Por lo menos que nos enseñe las fotos.
El teniente O’Hara me debe un par de favores a mí y otro par de favores a McGuffin. Considerando que los donuts también se los come a pares, parece ser que eso no le llegaba.
—No puedo, muchachos —decía sentado en su despacho, ridículamente pequeño y mal iluminado—. Eso es información que no puede salir de esta oficina, y lo sabéis. McGuffin, dile a tu socio que no puede ver las fotos.
—De acuerdo, que Sam no las vea. Pero yo sí puedo, ¿no?
Para ser una sombra, tiene demasiado sentido del humor. O’Hara se quedó callado un momento y se levantó de su silla.
—Vamos a hacer lo siguiente: se acaba mi turno y antes de ir a casa con la mujer voy a comerme un dónut en la cafetería de enfrente de la comisaría, y cuando termine no quiero ver luz en este despacho.
—Gracias, Patrick —dije yo—. Ahora sólo nos debes tres.
Se marchó refunfuñando y estuvimos mirando las fotos un buen rato, pasándonoslas uno al otro como buenos socios.
—Oye, Sam: ¿ha gastado uno de tus favores o uno de los míos?
—Eso no importa: para el próximo que nos haga sólo nos quedará uno a cada uno. Quien fuese el que lo hizo lo dejó guapo, ¿no?
—Hecho una penita, desde luego.
Miré a Mac y luego a las fotos, volví a mirarlo y dije:
—Vamos a esa cafetería de la que habló Patrick. Tengo que hacer unas llamadas.
McGuffin se sentó al lado del teniente y yo entré en la cabina del teléfono cuando una jovencita rubia la dejó libre. Esperé a que el socio empezase una conversación con el poli y a que pidiesen un par de donuts más para acompañar el café, metí la ficha y marqué el teléfono que figuraba en la tarjeta que me habían entregado.
—¿Señora McNamara? Soy Sam Zain: perdone si la he despertado. ¿Estaba desvelada? Bien, tenía que llamarla porque ya sé quién mató a su marido.
*
Ese día no lo pude soportar más, y llamé McGuffin a mi sombra.
Fue el mismo día que me visitó la señora McNamara, antes de que muriese su esposo horriblemente asesinado con una espada que le habían regalado, y que él nunca pudo sospechar que alguien la utilizaría para cortarlo a cachitos, a cuál más pequeño, como si fueran a aprovecharlo para un restaurante chino.
Cuando la vimos, pensamos que era imposible que pudiese existir tal belleza: entró cuando ya se había acostado el sol, apareció en la puerta del despacho cuando estábamos McGuffin y yo sentados cada uno en la butaca giratoria de su mesa, bebiendo callados por no volver cada uno a su casa.
—¿Es usted el señor Zain, investigador privado?
—Eso es lo que pone en la puerta —contestó McGuffin—, señorita…
—Señora. Señora McNamara. ¿Es usted el señor Zain?
—Soy yo —repliqué—. Éste es Richard McGuffin, mi socio.
—Disculpe —dijo sentándose en la silla que había entres las dos mesas. Buscó algo en el bolso y sacó un cigarrillo—. No lo vi cuando entré. Estaba usted entre las sombras y la luz está apagada. ¿Me da fuego?
Me levanté y encendí una cerilla delante de su rostro de porcelana y alabastro, di fuego al cilindro entre el carmín de sus labios ante la mirada atenta de McGuffin que nunca no me deja de acompañar. Me senté en la mesa, y cogí un cenicero en la mano para que ella lo usase.
—Usted dirá, señora McNamara.
—Creo que alguien quiere matar a mi marido.
—¿El señor McNamara?
—Es usted muy listo, señor Zain. Parece que no me equivoqué cuando elegí su nombre en la guía. Sí: mi marido es Magnus McNamara, y tengo razones para pensar que quieren matarlo.
—¿Cuáles? —preguntó McGuffin.
—Recibí unos anónimos.
—¿Usted?
—Sí. Me los mandaron a mí, pero amenazaban a mi esposo.
—¿Se lo ha dicho a él? —pregunté yo.
—Por supuesto. Pero se echó a reír y me prohibió que fuese a la policía. Por eso vine a ustedes. Quiero que encuentren al que está me los está mandando.
—¿Ha traído alguno de ellos para que lo podamos ver?
La señora McNamara apagó el cigarrillo en el cenicero y dijo que no con la cabeza:
—No. Se quedó con ellos, y creo que los ha quemado en la chimenea.
—¿Quién cree que quiere matar a su marido?
—¡Ja! Magnus es un hombre mi rico y poderoso, señor Zain.
—No hay nadie que no lo sepa, desde luego.
—No estoy al tanto de sus negocios, pero todo el mundo sabe que tiene relaciones con la política y con la mafia.
—Valga la redundancia —soltó McGuffin.
—Vine a ustedes y no a una agencia de prestigio porque seguro que se lo contarían.
—Muchas gracias —dije yo entonces con la misma ironía que mi sombra.
—Se lo suplico: no se lo tome a mal. Pensé que era lo mejor.
—Haremos lo que podamos, señora McNamara, pero si no tiene más que decirnos debe de ser difícil encontrar alguien en esta ciudad que quiera matar al mismo Magnus McNamara. De todos modos ya debe saber que tiene que darnos un anticipo para los gastos. Ya sabe: somos una agencia modesta y vivimos al día.
—Lo he ofendido, ¿verdad? Lo siento de veras. —Volvió a buscar algo en el bolso y sacó un papel—. No tenía mucho efectivo en casa, y le he hecho un cheque. Espero que haya bastante.
Lo cogí y miré la cifra a la pálida luz que venía de fuera del pasillo.
—Espere un momento: tengo que consultarlo con mi socio, que lleva los aspectos económicos del negocio. —Fui hasta la mesa de McGuffin y le pasé el cheque, que miró un momento con indiferencia para luego abrir los ojos y tragar saliva—. ¿Qué te parece, Mac?
—Ehhh… Llegará… para los primeros gastos.
La señora McNamara se levantó y me dio una tarjeta.
—Aquí tiene, señor Zain. Puede llamarme a cualquier hora, y si tiene algo que comunicarme que sea importante no dude en venir a mi casa. Mientras esto dure no pienso ir a ninguna parte.
—De acuerdo. Espero tener pronto buenas noticias, señora McNamara.
Cuando se fue, McGuffin se levantó con el cheque todavía en la mano, en camisa con sus elegantes tirantes rojos y sin corbata, y se quedó a mi lado mirando el hueco de la puerta, como yo.
—¡Jo!
—Me has quitado la palabra de la boca, compañero.
—¿Tú quién crees que le está mandando los anónimos, Sam?
—Un fulano con una mujer así debe de tener muchos enemigos. Lo de la política y la mafia no es nada en comparación con lo que tiene en casa.
—Es lo que yo siempre te digo —murmuró McGuffin—: no vale la pena morir por ninguna mujer, pero sí matar por ellas.
—Sí. Cualquier cosa está bien, Mac. No hay límites en lo que se puede hacer por conseguir a la mujer que amas.
—¿Qué hacemos ahora, Sam? ¿Vamos a donde siempre?
—Si. Lo que no se descubra en el bar de Joe no se descubre en ninguna otra parte. Hoy conduces tú.
Cuando llegamos al bar de Joe estaba tan concurrido como siempre, y como siempre tuvimos que hacer un buen esfuerzo para llegar hasta la barra. Entre las sombras y el humo unos negros tocaban jazz que daba gusto oírlos. Chuwie, el barman portorriqueño, fue quien nos atendió.
—Un par de McKeihan con hielo, por favor.
—Hombre, McGuffin, cuánto tiempo sin verte —dijo Chuwie, que debe tener el mostacho más relamido del mundo, aunque sea muy buen tipo—. ¿Dónde te habías metido, chaval?
—Haciendo los recados del jefe, como siempre.
Cuando nos sirvió los vasos me quedé mirándolo, y pregunté:
—¿Dónde está Joe, Chuwie?
—Ahora lo llamo, y pasará a saludaros. Hacía tiempo que no os veía.
—Dile que venga rápido: tenemos que hacerle unas preguntas.
—¿Está profesional la cosa? Malo, hermano; muy malo. La última vez que te pasó información se metió en un lío, y casi nos queman el local. Dijo que sería la última vez que os decía nada.
—Tú llámalo, Chuwie: si puede decirnos algo lo hará, y si no sólo tiene que cerrar la boca.
Unos minutos después llegó Joe, tan tripón y tranquilo como siempre, con la camisa remangada hasta los codos y un cigarrillo apagado entre los dientes, sudando como un caballo de carreras y con la calva reluciente.
—No sé nada y no he visto a nadie. Encantado de volveros a ver, muchachos, pero otra vez hablaremos, que hoy es martes y es el peor día de la semana.
—Debe ser que se van de casa para no tener que oír Lo que nosotros sabemos y usted no —dijo Chuwie.
—¿No tienes nada que hacer? —le espetó Joe—. ¿Es que se nos ha acabado la bebida o qué?
—Ya voy, patrón.
—¿Qué sabes de Magnus McNamara, Joe? —pregunté mientras encendía el cigarrillo de McGuffin.
Joe sonrió como sólo saben hacer los italianos, de esa manera en la que te perdonan la vida y sin saber realmente si te están sonriendo o no.
—Es el tipo más rico e influyente de la ciudad. Su mujer es una preciosidad y todos los años van al baile del gobernador. Encantado de haberte ayudado, Sam. Y ahora perdona, pero tengo mucho que hacer. Tomad otra copa y consideraos invitados por la casa.
—¿Quién quiere que McNamara abandone tan abruptamente el vicio de fumar, Joe?
Joe no contestó, pero volvió a sonreír.
—¿El mismo que te mataría si nos ayudases, Joe?
No sonrió, pero se me quedó mirando fijamente.
—Bien, Joe: tenemos que marcharnos ya, así que la segunda copa ya la tomaremos otro día que haya menos faena. Hasta luego. Venga, Mac: tenemos que hacer otra visita.
—Eres un hijo de mala madre —dijo Joe antes de que nos fuésemos. Pero por lo menos volvía a sonreír.
Fuera, en el callejón, donde McGuffin había aparcado el coche, encendimos otros dos cigarrillos y el socio se me quedó mirando atentamente, con su impecable traje, con el sombrero perfecto y la pulcra gabardina.
—¿Ya sabes quién fue el que mandó los anónimos, Sam?
—Todavía no estoy seguro, pero me voy haciendo una idea de quién pudo ser.
—¿No te lo dijo Joe?
—Ése es perro viejo incluso para mí. Cualquiera sabe lo que quiso decirme. Pero… me llamó hijo de mala madre. Y nunca antes lo había hecho: ni siquiera cuando estuvimos en la guerra de Tlön y le ganaba jugando al tute.
—¿Al qué?
—Un juego de cartas que me hizo más ameno el frente de Teruel. Allí le salvé el culo a Joe un par de veces. Ahora vamos a casa a dormir.
—¿No me vas a decir nada más?
—Será mejor que por ahora no te lo diga. Por lo menos no hasta estar bien seguro. Venga: sube y te dejo en tu casa.
Al día siguiente el señor McNamara apareció muerto en la biblioteca de su mansión casi hecho pedacitos por una espada a su lado, y en la chimenea aparecieron las cenizas de unas hojas e incluso unas pocas esquinas de los sobres en los que mandaron los anónimos. Por lo visto la señora McNamara estuvo en una fiesta toda la noche y el servicio recibió la noche libre antes de la cena: el chofer acompañó a la señora a la fiesta y estuvo hablando con los otros para no dormirse.
—¿Llamas tú o lo hago yo, Sam?
—Hazlo tú. Así coges práctica.
Con la tarjeta en la mano marcó el número y esperó un momento. Fue la misma viuda McNamara la que cogió el teléfono.
—¿Señora McNamara? La llama Richad McGuffin, de la Agencia Zain-McGuffin Inc. Hemos oído de la muerte de su esposo en la radio, y queríamos decirle que… —Ella debió contestarle algo, y un momento después Mac volvió a hablar—. De acuerdo. Por supuesto no habrá ningún problema. Supongo que mañana ya tendremos algo. Adiós, y reciba nuestro más sentido pésame.
—¿Qué te dijo? —pregunté después de que colgó.
—Quiere contratarnos para que encontremos al asesino. Acababa de hacer su declaración a la policía, y no cree que lo puedan encontrar. Nos va a mandar un cheque con cinco veces la cantidad del anterior, y el doble para cuando resolvamos el caso.
—Ya supuse que haría eso.
—¿Y ahora qué?
—Ahora sirve unos whiskys. Tengo que pensar. Luego iremos a hacer unas preguntas a la desolada viuda.
—Tarda uno una hora en verle las piernas.
—Eso si no vas muy despacio.
De camino a la mansión McNamara, oyendo la radio, al lado de mi sombra, pensé que por qué él es tan distinto a mí siendo como es mi sombra, una forma sin color, una silueta sin carácter, un ser sin nada más que la proyección de mí mismo bajo el sol que la diluye y aniquila, por lo que sólo de noche puedo oír claramente su voz y percibir su existencia, entre el resto de las sombras, entre la oscuridad con la que se funde en comunión íntima e indescriptible hasta que llega el día y me voy a dormir, y McGuffin desaparece por lo que yo sé y no vuelve hasta que vuelven las sombras entre las que mi labor se mueve, camino entre las sombras y habito entre las sombras en una eterna noche de oscuridad y luces brillantes de tungsteno y neón, luces que hieren a las sombras que se proyectan, multiplican infinitamente las sombras los infinitos focos multidireccionales de la ciudad dormida que guarda los sueños de los dormidos mientras los demás caminamos entre otros que son como sombras, de día sólo una pero de noche mil y una de mil y un puntos de vista, de mil y un focos de conciencia que me permiten llamar McGuffin a mi sombra, y conducir al volante mientras él oye la radio y volvemos de la entrevista con la viuda, camino de la comisaría de policía y de la solución del caso, cuando metí la ficha sin dejar de vigilar a McGuffin y al teniente Patrick.
—¿Señora McNamara? Soy Sam Zain: perdone si la he despertado. ¿Estaba desvelada? Bien, tenía que llamarla porque ya sé quien mató a su marido.
—¿Es eso cierto? ¿Ya lo sabe?
—Ya lo sé, Cassandra. Sólo quería consultar con usted si debo decírselo a la policía o no.
La viuda tardó un poco en contestar, pero en voz baja, temblándole la voz.
—Su obligación es decírselo, ¿no?
—Usted es mi cliente, señora McNamara, no la policía. Si no se lo digo, creo que nunca lo sabrán, y nunca sabrán que yo lo sé. La decisión es suya.
—Yo lo contraté para que encontrase al asesino de mi esposo, señor Zain.
—Ya lo he encontrado. Ahora lo sé yo, y usted lo sabe. Que lo sepan los chicos de azul o no es cosa suya.
—Ésa es una decisión muy difícil, señor Zain —dijo con un tono de maldad que debió acompañar con un rictus de los labios. Hizo una pausa y volvió a hablar antes de colgar sin despedirse—: Cuide usted de mis intereses según crea oportuno.
—Lo haré —dije antes de volver con el socio y el poli.
*
Un día antes de no poderlo soportar más y llamar McGuffin a mi sombra, sentado sólo en la oscuridad de mi despacho, estaba bebiendo mi whisky y oyendo la radio, el debate que esos grandes intelectuales radiofónicos mantenían sobre las propiedades del alma, sus potencias y su desdoblamiento, y mientras ellos despotricaban sobre lo divino y lo humano yo sentí dentro de mí el fuego que me consume, el calor que no proviene del licor en mi estómago sino de los recuerdos y de los recuerdos de las sensaciones que sigo sintiendo cuando la recuerdo sin poder olvidarla, ella, Ingrid, yo la maté antes de que ella me matase e incluso recibí la felicitación por matar a una espía, una enemiga de la patria, la que vino a buscarme para utilizarme en su intento de sabotaje. Vale la pena, sí, vale la pena matar por una mujer. Los maté a todos, los maté sin compasión: maté a los nazis y maté a los polis que sabían quién era ella. Vale la pena matar, pero no morir.
Sí, no puedo no seguir no recordándola, ella que me amó como yo la amé, sólo puedo decir que sigo amándola y que debo seguir haciéndolo entonces que sabía lo que debía hacer, vale la pena hacerlo aunque con eso uno sea un hijo de mala madre. Vale la pena pase lo que pase y sin importar el costo. Yo soy capaz de hacerlo, y lo hice.
Por eso, porque no lo pude soportar más, llamé McGuffin a mi sombra.
—¿Qué te cuentas, Mac?
—Hombre, Sam: cuánto tiempo. ¿Qué hay, socio?
—Vamos tirando.
—¿Que tal la vida?
—Puta, como siempre.
—¡Qué me vas a contar!
—A ver si se nos presenta un buen caso, chico. Estoy cansado de no hacer nada y de beber whisky como un imbécil.
—Dios te oiga, Sam. Dios te oiga.
—Eso digo yo.
—¿Qué oyes, Sam?
—La radio. Decían algo muy interesante. Esas discusiones filosóficas a veces sirven para algo. Dame fuego, amigo.
—Claro, Sam. Claro.
—Cielos, Mac: estás hecho un maniquí. Deberías hacer películas en el maldito Hollywood. Si pareces el Frank Sinatra.
—Cada uno es como es, viejo amigo.
—Di que sí, camarada. Di que sí.
Mac es un tío grande, tanto que casi me da lo mismo que vaya hecho un figurín y con el pelo lleno de gomina. Siempre se puede hablar con él y siempre está a tu lado. Nunca protesta y es el socio perfecto: sabe que yo sé más del negocio y que debe acatar mis órdenes, y por eso se marchó a casa después de hablar con Joe y de que los dos supiésemos lo que cada uno tenía que hacer.
—¿Señor McNamara?
—¿Sí? ¿Quién es?
—Usted no me conoce. Perdone si no me oye bien, pero estoy llamando desde el teléfono del bar de un amigo y hay mucha bulla. Ya sé que no son horas de llamar, pero acabo de hablar con su esposa, y está muy preocupada por los anónimos que recibió. Creo que deberíamos hablar.
—No es un procedimiento muy correcto, señor…
—Zain. Sam Zain, investigador privado. Si quiere puedo ir mañana por la mañana a su despacho, pero creo que la cosa es urgente.
El señor McNamara vaciló unos momentos, y luego contestó decidido:
—No quise asustar a mi esposa por eso de los anónimos, pero también yo estoy muy preocupado. Ahora mismo estoy esperando a mi abogado, así que, si viene usted pronto, podremos tratar el caso entre los tres.
—De acuerdo. Ahora voy.
Cuando llegué a la mansión McNamara no había nadie ni se veía más luz que la de la luna y la de ventana de la biblioteca, en la que se confundía la de una pobre lámpara y la del fuego inestable. Llamé al timbre y nadie acudió, miré a los alrededores pero por supuesto no pasaba ningún coche. Puse el silenciador y miré el caño del arma, el caño del que puede salir la muerte que vale la pena, la muerte que hace que valga la pena. Salté la verja y avancé sin miedo sabiendo lo que debía hacer, sabiendo sin duda posible que iba a valer la pena, iba a ser justo, iba a ser necesario hacerlo. Abrí la puerta y pasé adentro igual que un día después iba a cruzar la puerta en compañía de McGuffin que iría a mi lado, como siempre, avancé por los pasillos oscuros y me guié por el pálido y casi imperceptible destello del fuego bajo la puerta, me guié por mi cólera, el fuego inagotable que arde dentro de mí y por el que sé que va a valer la pena, no puedo evitar hacerlo, entre las sombras absolutas de mi corazón negro, oscuro, tan oscuro que no proyecta sombra alguna, y mientras avanzaba entre las sombras de mi interior ya hace tiempo destrozado imaginaba la conversación que iba a tener con el señor McNamara antes de hacer que abruptamente abandonase el deplorable vicio de respirar.
—Buenas, señor McNamara. ¿Sabe? Su mujer es muy hermosa.
—Ya, ya lo sé. Muy hermosa.
—La admiro desde hace tiempo. Ya sabe: va uno a cortarse el pelo o al dentista y ahí están esas revistas ilustradas.
—Es muy popular, sí. Ya sabe: fiestas benéficas, las carreras y cosas de ésas.
—También vengo a matarlo.
—¿A matarme? ¿Por qué?
—Porque usted tiene lo que no merece. Usted tiene lo que no es capaz de apreciar. No merece no ser asesinado. Vale la pena lo que voy a hacer, vale la pena hacer lo que tengo que hacer y vale la pena hacer lo que tengo que hacer a quien se lo tengo que hacer. Vale la pena: cualquier cosa. Cualquier cosa, salvo morir. Y eso es lo que va a hacer usted ahora. Si también vale la pena morir no va a poder decírmelo.
Y no pudo decírmelo porque lo encontré tendido como un archipiélago de carne sobre el océano de su propia sangre. Valía la pena hacerlo, a quien fuese le valió la pena hacerlo, y por eso me quedé mirando la carnicería sentado en una butaca forrada de duro cuero, los ojos en el fuego con el revólver impoluto entre mis manos, contemplando las cenizas de los anónimos, el revólver impoluto y el alma negra, tan negra que ya ni puede proyectar sombra pues niega toda luz que pueda haber para mí, la oscuridad que consigue que ya no haya sombra alguna, o blanco o negro pero nunca el más mínimo resto de gris. Todo bajo la atenta mirada del gran retrato que cubre una de las paredes de la biblioteca: Cassandra.
Valía la pena hacerlo. Valía la pena hacer lo que pensé hacer, sin importarme las consecuencias, sin importarme lo que fuese lo que Joe hubiese dicho. Pero mi plan ya estaba trazado. Valía la pena seguirlo.
—Lo haré —le dije a la viuda por teléfono antes de volver con el socio y el poli—. ¿Qué, muchachotes? ¿Estaban buenos los donuts y el café?
—¡Pues claro que sí! —protestó la camarera, ya entrada en años—. ¿Cuánto tiempo llevas comiendo donuts aquí, O’Hara?
—Veinte años como mínimo, preciosa. Desde que entré en el cuerpo. Sí, muchachos: los de Martha son los mejores donuts en toda la ciudad.
—Doy fe de ello —afirmó McGuffin—. Toma uno, Sam: están de miedo. Oye, has estado hablando mucho.
—Hice dos llamadas, en realidad. ¿Sabéis? Voy a tomar ese dónut, si me acompañáis los dos.
—Eso ni se pregunta —dijo O’Hara.
Unos minutos después, mientras discutíamos los encuentros de la última jornada, llegaron dos chicos de azul, que parecían bastante desorientados por tener que hacer su trabajo donde comían los bollos.
—Disculpe, teniente O’Hara, pero tenemos una orden de detención —dijo uno.
—¡Ella me dijo que no era una menor! —exclamó él. Y luego se echó a reír su chiste—. ¿Que pasa, nenés? ¿Es aquí cerca y queréis ayuda?
—No, señor —dijo el otro mirando a McGuffin—. ¿Es usted Richard McGuffin?
—Sí. Pero…
—Queda usted bajo arresto acusado del asesinato de Magnus McNamara. —Y como vio la cara de sorpresa del teniente le dijo—: Recibimos una denuncia anónima que nos dijo que fue el socio de Zain, y afirma que debe haber huellas dactilares suyas por toda la biblioteca donde se cometió el crimen. Acompáñenos sin resistencia, señor McGuffin. Lou: léele sus derechos.
Cuando Patrick y yo nos quedamos en la calle mirando cómo se lo levaban el pobre teniente no sabía qué pensar, y parecía desolado con el peso de haber comido un dónut en compañía de un asesino.
—Por todos los santos del Cielo, Sam: ¿viste la cara con la que te miró? ¡Condenación! Ése va a arder en la silla eléctrica.
—Seguro que sí.
Di un paso para marcharme, y Patrick me detuvo al cogerme por el brazo.
—Si vas a coger una buena de whisky yo voy contigo, muchacho. ¿Qué dices?
Volví a mirar la calle, la calle por la que los dos polis se llevaron a McGuffin camino de la comisaría donde acabábamos de ver las fotos del hombre que ninguno de los dos habíamos matado, y pensé en lo que debió haber sido, aquello por lo que valía la pena, cuando yo diría a Patrick que no iba a coger una de whisky sino que iba a ducharme y a ponerme guapo, iba a ponerme como un figurín con el pelo estirado hacia atrás, iba a buscar lo que valía la pena, ella, por la que valía la pena matar, por la que valía la pena cualquier cosa. Incluso llamar McGuffin a la propia sombra sólo para luego venderla, sólo para poder ir a casa y ponerse como un figurín, o si no esperar a que se fuera Patrick y que luego llegase la limosina de Cassandra, yo velé por sus intereses y lo sabía, sabía que para mí valía la pena, sabe que vale la pena matar por ella, sabe que alguien lo hizo porque siente el fuego que McNamara no era capaz de sentir por ella.
—¿Eh, muchacho? —dijo Patrick animándose—. ¿Qué dices? Vamos a coger una buena, y luego terminamos partiéndonos la cara con unos marineros, como debe ser. Si nos coge la patrulla enseño la placa y ya está. ¿Te hace?
Sonreí al bueno de Patrick y volví a mirar el camino por el que se llevaron al pobre McGuffin.
—Sí, Patrick. Vamos a pillar una buena. Qué diablos: los irlandeses sois buena gente.
Nos marchamos sin mirar atrás. Ni yo ni Patrick, que es muy buena gente. No todos son como él: algunos son jugadores de ventaja y chantajistas, pero no hay nada que no se pueda arreglar. Hoy podría hacerlo, pero Patrick es mi amigo, y necesita emborracharse tanto como yo, quizá para eliminar cualquier posible mal recuerdo que se le pueda relacionar con los donuts. Mañana por la noche será otro día, y mientras Patrick todavía tiene resaca y le pide a su mujer que baje un poco el volumen de la radio yo haré que haya un irlandés menos en el mundo, sofocaré su fuego con la fuerza del mío. Porque vale la pena matar. Vale la pena y él lo sabía, sabía que valía la pena y que McNamara no tenía derecho a no ser asesinado; ninguno de los dos pudimos dejar de pensar en hacerlo. Odio a los jugadores de ventaja, los odio y sé que vale la pena, sé que él no la merece y que no tiene derecho a no morir.
Le va a valer la pena. Ya lo creo. No podrá decírmelo, pero él va a saber que vale la pena morir por lo mismo que vale la pena matar. Quizá McGuffin lo sabía, pero no dijo una palabra, no dijo nada y se quedó callado como una sombra, de manera que nada podrá ser utilizado en su contra, sólo me miró y comprendió, comprendió que para mí vale la pena y quizás ahora comprenderá que también vale la pena morir. Mañana O’Rourke lo comprenderá y yo demostraré que es inagotable el fuego que arde dentro de mi pecho, voy a demostrarle que no tiene derecho a vivir y Cassandra sabrá que ella para mí vale la pena, pude sin más denunciar al picapleitos pero con todo traicioné a mi socio, a mi camarada, para demostrarle que vale la pena, vale la pena ser uno mismo el que mate y comprenda que vale la pena, vale la pena oscurecer el corazón y hacerlo de hierro, duro como una espada templada, forjada al más violento y apasionado de los fuegos.
—Cielos, Sam: esa mujer debió de sorberle bien los sesos para que hiciese algo así.
—Ya. ¿Pero quién puede criticarlo por eso?
—Bueno, muchacho —dijo Patrick cuando entramos en el primer bar—: qué tiempos éstos: ya no puede uno ni fiarse de su propia sombra.
—Y tú que lo digas, Patrick. Y tú que lo digas.
No, no puede uno. Pero todavía menos podría uno fiarse de aquello que es el proyecto que bajo la luz crea la sombra. Traicioné a una, maté a una y quizá así podría uno pensar que perdí mi alma. Pero es falso: en esta ciudad oscura, en este mundo lleno de tungsteno incandescente y de neón, cada uno tiene mil y una sombras.
Depende de cada punto de vista.[url][/url][url][/url][url][/url]
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lucia
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Mensaje por lucia »

Nunca no me deja de acompañar. ¿?
Se agradecerían algunas comas en algunos puntos para facilitar la lectura.
¿Qué hace un jardinero levantado a las tres de la madrugada? A esa hora no se puede trabajar en un jardín.

La entrada está muy bien, con la presentación de la sombra y el protagonista. Y tiene un par de puntitos irónicos muy bien colocados para que no decaiga la atención.

Qué rápido descubre al asesino ¿no?

Está bien el recurso ese de ir retrocediendo un día cada vez. Cuando empiezas a explicar lo que vale la pena, la redacción queda un poco confusa, pero la idea es muy buena, porque nos habla desde el personaje, justificando lo que dejas entrever que va a hacer.

Me ha gustado, especialmente el final, porque no me esperaba algo así.
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SuperSantiEgo
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Mensaje por SuperSantiEgo »

Jo-pe, pensé que no lo había leído nadie.

Nunca no me deja de acompañar: Manías de forzar el lenguaje. Cuanto más extraña sea la expresión más llama la atención y define lo extraño de la que está sucediendo. Podría haber puesto "Siempre me acompaña", pero no es lo mismo.

Qué rápido descubre al asesino ¿no? Ah, ¿pero lo ha descubierto? ¿Seguro?

¿Qué hace un jardinero levantado a las tres de la madrugada? En la casa de vosotros los pobres no sé, pero en las de nosotros los ricos... Coñas aparte supongo que en esos días de revuelo porque han matado al señor de la casa no hay horarios. Me imagino que me basé en películas como El Halcón Maltés y otras, que a cualquier hora en las casas de los millonetis está levantado el servicio para servir los güiskis.

La estructura del relato forma tres intervalos encajados de Cantor, y la lectura iría en este orden:

[ 4 [ 2 [ 1 ] 3 ] 5 ]

La continuación es más salvaje si cabe: son ochenta páginas y está escrito en forma de analepsis y prolepsis iteradas: flash backs y anticipaciones unos dentro de otros.
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lucia
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Mensaje por lucia »

Bueno, al final parece que sí lo ha descubierto ¿no? :roll:

Y si no lo leí antes, fue porque no tuve tiempo. Pero ahora que tengo un huequito estoy con el otro :P

Lo que no sé es si pedirte la continuación :shock:
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