un episodio familiar

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doctorkauffman
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un episodio familiar

Mensaje por doctorkauffman »

Hacía ya un año que Emilio Febles había perdido las riendas, o el control, como se prefiera, de su familia. Durante un tiempo indeterminado, probablemente desde el “sí quiero” de su boda, había tenido la firme convicción (que esgrimía entre sus amistades y compañeros de trabajo como orgulloso arquitecto ante la maqueta de su obra maestra) de que era él el amo y señor de la casa. Pobre Emilio, la realidad le estalló en pleno rostro provocándole un roto del que aún se recupera. Jamás, en la cuarentena y pico de años que soportaba (con buena planta, por cierto) se le ocurrió pensar lo desconectado que había estado no sólo de sus hijos (algo, por otro lado, relativamente normal en el devenir de las relaciones familiares a lo largo de la historia. Conflicto de caracteres lo llaman) sino también de su propia mujer. Lo curioso del caso es que el cataclismo se desencadenó con una pregunta tan simple como, en apariencia, inofensiva(y hay quien dice que no se debe juzgar por las apariencias); cuatro palabras que cualquier padre haría al ver la mirada dulcemente perdida de su hija.
-¿Qué te ocurre, hija?
Emilio pensó que su voz no debía haber sido emitida con la nitidez apropiada dentro de los cánones que rigen una conversación, pues su retoño permaneció sin responder envuelta en una especie de áurea hipnótico-catatónica de la que no terminaba de despertar. Apoyaba la barbilla en la palma de la mano al tiempo que desviaba sus ojos hacia algún punto indeterminado de la cocina, donde desayunaban. Acompañaba su pose con una sonrisa soñadora, voladora, angelical incluso, que a un padre consciente no le hubiera pasado inadvertida, haciendo por tanto del todo innecesaria aquella sencilla aunque fatídica pregunta. En vista del mutismo de la interrogada, Emilio decidió volver a plantearle la pregunta, aunque en una versión resumida.
-Hija-se limitó a decir, entendiendo con ello que se daría por enterada del resto de la cuestión.
Sin embargo, no fue su hija adolescente quien contestó sino su hijo pequeño, ávido siempre de protagonismo (niños, qué solícitos están siempre). Nueve años de consumo compulsivo de golosinas lo habían convertido en una especie de bola con sandalias.
-Es que está enamorada. Está enamorada, está enamorada...
Lo dijo en ese típico tono repelente que usan los infantes cuando delatan los secretos inconfesables de sus hermanos, en especial si éstos son mayores que ellos. Suelen acompañar estas delaciones con palmadas efusivas, aunque no fue éste el caso pues sus manos estaban en los menesteres de acaparar una abundante ración de mantequilla para su tostada(contribuyendo así a la futura obstrucción de sus arterias)
Se ve que bien poco le debía importar a su hija el chivatazo porque no le dedicó ni siquiera el típico reproche visual que procede en estas ocasiones. Continuó perdida en su ensoñación amorosa ajena a la reacción de su padre. Emilio miró a su esposa.
-¿Has oído eso, cariño?-preguntó emocionado- Nuestra hija enamorada.
Un marido consciente hubiera recelado de la total ausencia de sorpresa o entusiasmo por parte de su esposa ante un notición como aquél. De hecho, se limitó a emitir un ligero y cansino “jum” afirmativo. En vista del escaso éxito, Emilio buscó a Alfredo, el mayordomo, quien se enfrentaba con resignación a lo losa depositada por la familia en el fregadero la noche anterior.
-¿Has oído, Alfredo? La niña está enamorada.
-Creo sinceramente, señor, que no tiene usted la madurez que se requiere para ser suegro-decretó Alfredo con la barbilla alta y los ojos semicerrados mientras colocaba los platos en el lavavajillas. El delantal blanco sobre su uniforme negro modelaban en él una estampa algo grotesca, aunque en cierto modo también simpática.
Emilio bufó un par de carcajadas altisonantes un tanto forzadas.
-Por favor, Alfredo, siempre exagerando, ¿no ves que todavía es una niña que en su inocencia descubre su primer amor?
Ninguno de los presentes le felicitó por su repentina vena poética, más bien emitieron al unísono, aunque cada uno a su manera, una tos ciertamente sospechosa, como si con ello hubieran querido reprimir un golpe de risa que hubiera podido ofenderle, no por la forma de lo expuesto sino por su contenido. Emilio no detectó la señal luminosa incandescente y parpadeante que le advertía estar adentrándose en terrenos pantanosos. Regresó, aún con la sonrisa puesta, a aquellos dos luceros que eran los ojos de su hija.
-Y dime, ¿de quién se trata?, ¿quién es el afortunado?, ¿un compañero de clase tal vez, o de un curso superior?
Por fin su hija emergió de la ensoñación amorosa en la que había fijado su residencia para mirar a su padre. Emilio se sintió extrañamente turbado por su mirada. Era absurdo, puesto que se trataba de su propia hija. Fue entonces cuando, por primera vez, reconoció en ella a una mujer encerrada en el cuerpo de una adolescente. Sintió que algo se debía haber perdido por el camino, o, lo que era peor, quizás lo perdido había sido su propia hija. La nuez se le quedó atascada dificultándole el habitual trasiego de saliva en espera de lo que estuviera por decirle su retoño.
-Es mi profesor de educación física-dijo con la tierna naturalidad de las enamoradas.
El labio inferior de Emilio empezó a temblar nervioso.
-¿Qué?
Antes que volver a contestarle, prefirió explicarle los motivos por los que se había enamorado de ese profesor precisamente y no del de matemáticas o el de historia.
-Es tan guapo....-y volvió a posar la barbilla sobre la palma de su mano.
La bola con sandalias soltó una risita infantil, como no podía ser de otro modo, mientras su padre se recomponía de la información recibida. Irguió su espalda en toda su inmensidad tratando de buscar no sólo una posición cómoda para su columna sino también el consejo paterno-filial más apropiado que ofrecer en tan delicado caso.
-Bueno, hija, eso es algo normal en tu edad-dijo adoptando una pose de naturalidad poco ensayada al no estar habituado a tratar temas tan candentes y pedregosos como aquél-¿Qué alumna no se ha enamorado alguna vez de su profesor?-le cogió la mano con ternura-No te preocupes, ya pasará.
Con aquellas sus últimas palabras de sabio jefe de la tribu, Emilio había dado un salto atrás en el tiempo de al menos unos diez años en un intento desesperado por retener entre sus dedos la infancia de su niña. Sólo le había faltado decir esa frase tan manida, como efectiva, de “cuando seas mayor lo entenderás”. Satisfecho de cómo se había desenvuelto en la conversación, retornó al desayuno llevándose a la boca con gran entusiasmo el tazón con el resto de leche que había sobrevivido a la absorción de los cereales. Sin embargo, no contaba con que su hija no había dicho la última palabra, cualidad ésta bastante extendida entre los adolescentes.
-Pero es que yo quiero hacer el amor con él-anunció con la misma dulzura con que lo hubiera hecho Blancanieves.
Emilio quedó de tal modo paralizado que su organismo tuvo que expulsar por sí solo la leche recién ingerida evitando así una muerte casi segura por asfixia. Ojoplático, trataba de ordenar alguna frase coherente en su cerebro antes de abrir la boca. Mientras, la risitas del menor de la familia pululaban de nuevo a su alrededor.
-¿Qué has dicho?
Emilio había oído perfectamente a su hija, pero, aterrado, se aferraba con uñas y dientes a la que quizás ha sido la pregunta más usada por la humanidad (junto con “¿qué has hecho?” y seguida a poca distancia por “¿por qué lo has hecho”, abreviada por lo general en un simple “¿por qué?” ). En aquel salvavidas de tres palabras se agarró desesperado deseando no ahogarse en un presente que le inundaba repentinamente. Y en aquella su lucha por salir a flote quedó pasmado al ver que ninguno de los presentes salía en su ayuda. Miraba a su alrededor descubriendo que ante el deseo de su hija no se había asomado ni un atisbo de sorpresa entre sus congéneres. La vida seguía en torno suyo con la sabiduría que siempre le había caracterizado, saludándole con la mano como si quisiera advertirle de que espabilara, que se subiera ahora que el tren no había cogido aún mucha velocidad.
-Que es muy guapo-contestó ella-Vamos, que está buenísimo y me gustaría tirármelo-certificó con la misma ilusión que gastaría si viera un vestido monísimo a precio de escándalo en una boutique de pret a porter.
Mientras su retoño adolescente emprendía gustosa la colación, Emilio deambulaba en una nueva dimensión. Ya no se ahogaba en un mar de aterradores encuentros con la realidad; ahora se asfixiaba en un mundo, en una casa, su casa, en una cocina, su cocina que le negaba el aire. ¿Había oído bien? ¿Su niña querida, su flor de alelí, había dicho que quería tirarse a su profesor de gimnasia? (o de educación física como el lenguaje políticamente correcto parece exigir en estos tiempos de alumnos y alumnas) ¿había usado esas palabras?, ¿lo había dicho exactamente así?, ¿tirarse a ese jodido profesor de educación física? Sintió que no le llegaba el oxígeno a la cabeza y buscó auxilio en su esposa.
-¿Pero tú has oído lo que ha dicho la niña?
-¿Qué?-preguntó la cónyuge mientras intentaba arrastrar con la lengua un resto de naranja que se le había quedado entre los dientes como único testigo del zumo recién ingerido.
Emilio dudaba entre qué había sido más afrentoso, si el atrevimiento descarado, descocado, natural de su hija o la indiferencia de su esposa. Empezaba a tener la incómoda sensación de sentirse rodeado. Y encima esas risitas de ocho años insistían en recochinearse de la situación.
-¿Cómo que qué?, ¿cómo que qué?-y golpeó la mesa con su puño por si alguien no se había enterado de su desacuerdo. Un mundo infinitesimal, decimal-milimétrico de migas de pan y otros restos varios de tostadas y croissant vibró con la embestida.
-Ay, no seas exagerado-protestó su esposa con aire cansado-esas cosas son así hoy en día.
Emilio era incapaz de salir de esos barrotes siderúrgicos, herméticamente blindados y despresurizados que representaban su asombro. Aherrojado como estaba en su perplejidad, sólo le quedaba la opción del aullido.
-¡Pero si tiene sólo catorce años!-exclamó con la bravura que proporciona un argumento tan sólido como el presentado.
-¡Quince!-reivindicó con presteza y aire ofendido su hija, en una actitud propia de las adolescentes que se violentan cuando se les otorga menos edad de la que tienen, ignorantes aún de que en poco tiempo se ofenderán por precisamente lo contrario.
-Bueno, quince, ¿qué mas da?-siguió protestando el progenitor-sigues siendo muy pequeña.
-Te equivocas, soy muy mayor y sé bien lo que hago-explicó sin alteración alguna-Es mi cuerpo y hago con él lo que quiera-sentenció con tono de experimentada orientadora sexual televisiva.
Con cada nueva explicación de su hija, Emilio sentía que la temperatura de la cocina aumentaba peligrosamente, ¿o era la suya propia? Porque sus gotas de sudor eran más que palpables. Quizás es que estaba a punto de entrar en erupción, o al borde de un colapso. Se preguntaba cómo estaría su riego sanguíneo en esos momentos, pues, agotado el recurso de la edad filial (¡Dios Santo!¿habían pasado ya quince años?), era incapaz de presentar un nuevo argumento, algo lo suficientemente contundente como para rebatir la sentencia de su hija. Agazapado entre la maleza comprobó extenuado que ya sólo le quedaba una bala para abatir a la fiera que le acosaba. Una única opción; de hecho, la opción por la que debía haber empezado; debía apuntar su autoridad paterna con gran tino si quería salir airoso del combate.
-¡Ya está bien de tonterías!-bramó-Te prohíbo que te acuestes con tu profesor de gimnasia.
-Educación física, cariño-le corrigió su esposa.
-¡Como coño sea!¡te lo prohíbo!
Pronto comprobaría que había errado el tiro. ¿Cómo era posible que hubiera prescindido, ignorado, abandonado la norma de oro de las relaciones paternales; esa venerada, única, inmutable norma por la cual las hijas harán todo aquello que les prohíban sus padres, en especial si se trata de frecuentar pretendientes y demás pululantes del mundo amoroso-sexual, como era el caso? No es que hubiera errado el disparo; es que le había salido por la culata.
-Ay, papá no seas anticuado. Además, ¿qué te crees que soy? Yo tengo cuidado. Llevo preservativos.
Emilio emitió un largo sonido cacofónico que no se sabía bien si es que estaba tomando aire o si sufría un infarto.
-¿Y qué haces tú con preservativos?-gritó casi fuera de sí.
-Me los dio mamá-explicó con tono de “elemental, querido Watson”
Emilio miró a su esposa con un gran interrogante alarmante por cara. Quiso hablar, pedirle explicaciones sobre aquella fragante falta de información por la que ahora estaba quedando como el mayor de los estúpidos, pero ella se le adelantó aclarándole sus motivos.
-Para los que los usamos nosotros-dijo en tono de resignado lamento.
Emilio veía cómo las paredes de su mundo se resquebrajaban amenazándole con aplastarle. ¿Quién era toda esa gente? Le miraban pero él no los reconocía. ¿A cuenta de qué semejante complot? ¿dónde había quedado su mando férreo?¿había existido alguna vez?. Cientos eran las preguntas que le mortificaban en ese momento. Había quedado con la boca abierta, al tiempo que sus labios se contraían en pequeños espasmos reivindicativos, pero nada salía de su garganta salvo aire contaminado de perplejidad. Lo único que fue capaz de devolverlo a la realidad cruda y dura fue la risa reprimida con la que Alfredo, el mayordomo, escapaba de la cocina. No sólo el servicio de la casa había escuchado las resoluciones sexuales de su hija, sino que además le había quedado lo suficientemente claro que el señor de la casa no cumplía en el lecho conyugal. Su hombría en entredicho. El Colmo. Cual ave fénix, Emilio resurgió de sus cenizas, aún sin esparcir, para metamorfosearse en superpadre al rescate de sí mismo. Apretó la mandíbula con la determinación de hacerse oír a la única persona sobre la que esperaba tener todavía algo de autoridad.
-Ya está bien. Tú, a tu cuarto ahora mismo-ordenó a su hijo pequeño lanzándole un dedo bien afilado como amenaza.
-Pero si yo no he hecho nada-protestó el niño con esa voz quebrada cercana al llanto que esgrimen como única arma o recurso defensivo los de su edad.
-Que ya me tienes harto con tus risitas del demonio.
-De eso nada, él no se va a ninguna parte-intervino la madre en su defensa-No la cojas con él si no tiene la culpa de nada.
Esa voz, ese tono suave, cálido pero autoritario de una madre que nos convence sin recurrir al grito, que nos guía, protege, adula, mima sin más credenciales que una frase bien dicha en el momento adecuado, sin que sobren o falten palabras pues están las que son con el acento en su justo lugar, sin tener que hacerse repetir porque se ha hecho oír de tal modo que no hay nadie en este mundo que no la obedezca, que no la siga, impregnando con rotunda acústica el lugar en espera de su propio eco, llegó, pues, esa voz, a lo más profundo del raciocinio emiliano aclarándole, como lo hiciera un cubo de agua con lejía, o como si se lo dibujara en una pizarra, las diferencias de mando entre él y su mujer. Le quedó claro, clarito; no hubo dudas ni preguntas (y mucho menos ruegos), llegando a la conclusión (él solito) que en esa casa era ella quien mandaba. Con la misma presteza (quizás por eso de los genes) lo entendió su hijo pequeño, quien habiendo hecho el ademán de levantarse ante la seudo orden de su padre, quedó bien sujeto a la silla tras la contundente contraoferta de su madre. Al menos, y eso sí es de agradecer, continuó concentrado en su desayuno aparcando definitivamente su risita infantiloide e irritante.
Emilio quedó en silencio analítico. No había duda, los rostros de sus hijos expresaban, con respeto mudo, eso sí, la misma conclusión que él había alcanzado. No le quedaba otro remedio que el descargo, la liberación externa de su rabia ante el destrono reciente, y para eso nada mejor que volver su cabeza, y su ira, hacia su hijo mayor.
-¿Y tú qué?¿no dices nada?
Lo preguntó con desprecio, tras haberlo observado unos segundos pensando en las palabras más afiladas que sirvieran para su destripe. De todos modos, su pregunta quedó en pura retórica ya que ni los más optimistas habrían podido pensar que el mayor de sus hijos, el que más ejemplo se supone que ha de dar, el que abre el camino a los que le siguen, podía estar en condiciones de decir ni media. No era más que una presencia, un fantasma, un rostro pálido contrito, obligado a prestar su imagen testimonial en la cocina por aquello de que en casa todos desayunan, almuerzan y cenan juntos, sin excusas, sin peros que valgan, aunque se tenga una resaca asesina de mezcolanzas varias hija de una noche joven y sin freno, como era el caso. Con la cabeza baja, fijos los ojos en su tazón de leche, había permanecido ajeno al reciente debate educativo-sexual, con el único deseo de mitigar con el sueño el retumbar doloroso de sus neuronas.
-Claro-siguió el padre-tú te crees que porque hayas cumplido dieciocho años puedes hacer lo que te venga en gana, ¿no?. A saber a dónde irás y qué harás con esos amigos tuyos, y lo que te meterás dentro...
El primogénito fue incapaz de atinar con la duración del sermón y mucho menos con su naturaleza. Lo único que sintió fue un ligero meneo de brazo, como si con aquel movimiento agitado de su extremidad lo estuvieran alentando a hablar.
-Bueno, ¿te vas a quedar así todo el día?-siguió el padre-¿no me oyes?-insistió sacudiéndolo del brazo.
Por fin su hijo mayor empezó a emitir señales de vida. Esperanzado en que aquella voz dejara de machacarle la sesera, tomó aire con profunda resignación equipándose así del impulso necesario para elevar ligeramente la barbilla, lo justo para que sus ojos resquebrajados y desenfocados se pusieran en órbita con los de su padre.
-Dios, mira qué pinta-se lamentó Emilio.
En realidad no era nada que no quitaran diez horas de sueño, pero debido a la obligada ausencia de éste lo cierto es que asemejaba un cadáver, reciente aún, pero cadáver. Sólo Morfeo podía resucitarlo; a cambio, y muy a su pesar, la mañana le ofrecía el rictus iracundo de Emilio, exigiéndole nada menos que abriera esa boquita para que hablara. ¿Y qué se esperaba que debía decir en esas condiciones?
-¿Sigues sin decir nada?-la paciencia de Emilio llegaba a su límite, más reducida de lo habitual todavía por los hechos acaecidos minutos atrás-Podrías al menos disculparte por el mal rato que nos estás haciendo pasar, ¿no?
Una disculpa; el hijo mayor buscó con etílica celeridad la palabra disculpa en su cerebro. Luego de hallarla, hubo de procesarla y asimilarla, no sea que sus mermadas facultades le llevaran a decir cualquier estupidez en vez del arrepentimiento exigido. Ya enviaba la orden hacia sus cuerdas vocales; una nueva orden y su boca empezaba abrirse como la cúpula interestelar de una base rebelde en una galaxia muy lejana. Por desgracia, sus neuronas, agotadas, comenzaron a atrofiarse y, lo que es más peligroso, a confundir los objetivos. Entendieron que la boca se abría por una necesidad más perentoria que la de emitir simples vocablos torpemente entrelazados y activaron la orden de evacuación en el sistema digestivo, tan vilmente maltratado horas atrás.
-Venga-exigió Emilio ajeno al peligro que en esos momentos conllevaba la proximidad a su hijo-Estoy esperando.
Un vestigio de conciencia en su hijo hizo por luchar para evitar el desastre, pero con sus fuerzas adormecidas nada pudo contra aquel chorro a propulsión que buscó su salida natural. Emilio, obtuso, no lo vio venir y ni siquiera las arcadas de su hijo sirvieron como aviso. Fue como una explosión, una estruendosa sorpresa de bolo alimenticio en estado semisólidolíquido, cálido, tierno, jugoso, fétido que empapó cabeza y torso del estupefacto progenitor.
Aquella mañana aciaga quedaría indeleble por siempre en la memoria de Emilio. Muy a su pesar, había descubierto el despertar sexual de su hija, le habían aclarado su puesto en la cadena de mando familiar, el mayordomo había sabido de su poco entusiasmo en los deberes voluptuosos del matrimonio y, para mayor escarnio, había sido objeto de una agresión vomitiva pestilente involuntaria de su hijo mayor. Así estaba el patio, y desde aquel día no fue el mismo (al menos en casa porque en los negocios siguió siendo un lince). Y todo por una diminuta, inofensiva, aunque comprensible, pregunta: “¿qué te ocurre, hija?”. ¿Quién le mandaría a decir nada?, ¿por qué tuvo que romper el cascarón de su feliz ignorancia? No estaba preparado para ver la luz del día, y lo que para muchos podría representar una simple anécdota de la convivencia familiar, escenificó para él la visión de la realidad.
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icrave
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Mensaje por icrave »

Esta bien explicado y los personajes son fácilmente identificables. Ademas la historia es entretenida.

Como punto negativo, añadiría que me ha parecido demasiado extenso e incluso a veces excesivamente detallado.
Última edición por icrave el 11 Dic 2011 14:14, editado 1 vez en total.
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lucia
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Mensaje por lucia »

áurea ¿Aura?
En general, deberías hacer una relectura para corregir los fallitos que tienes un poco por todas partes. Parece anterior a la otra que comenté hace un rato, menos trabajada y madura.
Hacia el final tienes un par de comparaciones de las que te ponen la sonrisa en la boca, jeje. La conclusión es demasiado larga.
Nuestra editorial: www.osapolar.es

Si cedes una libertad por egoísmo, acabarás perdiéndolas todas.

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JANGEL
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Mensaje por JANGEL »

Muy divertido. Me has hecho sonreír en varias ocasiones. Pero coincido con los demás: quizás extiendes demasiado el texto en algunos puntos. Las descripciones en una escena como ésta, que ha de ser muy dinámica, deben servir sólo de apoyo.
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