La guerra más cruel - Arkadi Bábchenko
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La guerra más cruel - Arkadi Bábchenko
- ISBN: 9788481097627
- Paginas: 480
- Formato: 125 x 205 cm.
- Encuadernación: Tapa dura con sobrecubierta
«Siempre pensé que la guerra era en blanco y negro, pero es en color.» Esta reflexión esconde un sentimiento aterrador, sobre todo para alguien que a los dieciocho años es obligado por su gobierno a intervenir en una contienda cruel e inhumana, como todas las guerras. Muchos de aquellos soldados arrancados de su hogar para combatir en la guerra de Chechenia, unos críos todavía, jamás regresaron.
Arkadi Bábchenko volvió, pero convertido en una persona distinta. La necesidad de superar aquel horror sin caer en la locura le impulsó a dejar testimonio de lo sucedido en una serie de relatos duros, amargos, crueles. Con una sensibilidad literaria extraordinaria -que sectores de la crítica han calificado como lo mejor de la literatura rusa contemporánea-, Bábchenko reúne en este volumen una serie de relatos sobre su experiencia en la guerra de Chechenia. De ese trágico descenso a los infiernos surgió un escritor cuyo primer libro se sitúa ya en la tradición de Sin novedad en el frente de Erich Maria Remarque o Trampa 22 de Joseph Heller.
Última edición por Chiky el 05 Nov 2008 00:43, editado 1 vez en total.
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- Chiky
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Re: LA GUERRA MÁS CRUEL - Arkadi Bábchenko
Aquí os dejo unos fragmentos que están en la misma página de Galaxia Gutenberg. La verdad que este libro tiene una pinta buenísima.
Diez relatos sobre la guerra
La brigada de la montaña
Sólo quien ha combatido en las montañas puede hacerse una idea de lo jodidas que son. Todo lo que necesitas para vivir tienes que llevarlo a cuestas: si te hace falta comida, llenas tu mochila de rancho seco para cinco días y dejas todo lo que no sea imprescindible; si necesitas municiones, cartuchos y granadas, los repartes por todos tus bolsillos, los embutes en la mochila y en la cartuchera, y te los cuelgas del cinturón. Cuando caminas, te molestan horrores: te rozan las ingles y los riñones, y su peso te oprime el cuello... Cargas tu lanzagranadas AGS sobre el hombro derecho y, sobre el izquierdo, cargas el de tu compañero Andriuja Volozhanin, que no puede con él porque está herido. Sobre el pecho te cruzas dos correas con granadas, como hacía el marinero Zhelezniak en las películas sobre la revolución. Si te queda una mano libre, llevas en ella un «caracol», la caja para las correas. Además de todo esto, tienes que cargar con las cosas imprescindibles para la vida del pelotón: la tienda de campaña, las estacas, las hachas, la sierra, las palas... Y también con las que lo son para ti: el arma, el capote, la manta, el saco de dormir, la fiambrera, unos treinta paquetes de cigarrillos, una muda, peales, etcétera. Al final, resulta que llevas encima setenta kilos. Cuando das el primer paso y empiezas a subir la montaña, te das cuenta de que no vas a poder avanzar, ni aunque te fusilen. Pero das el segundo, y luego el tercero, y empiezas a trepar y a arrastrarte como puedes. De pronto resbalas, te caes, pero sigues trepando y agarrándote con los dientes y las entrañas a todo lo que alcanzas: arbustos, pequeñas ramas... Aturdido y sin pensar en nada, sigues avanzando, concentrándote sólo en el siguiente paso, en dar un paso más.
Cerca de ti se arrastra el pelotón antitanque. Ellos lo tienen aún peor: nuestros AGS pesan dieciocho kilos, mientras que sus cohetes dirigibles PTUR pesan cuarenta y dos. Mientras subimos, el gordo de Andriuja, a quien todo el mundo llama Culograsa por su constitución y su carácter alegre, gimotea:
-Jefe, ¿por qué no nos deshacemos de uno de los PTUR? ¡Aunque sólo sea de uno!
Y el jefe del pelotón, un teniente que cumple el servicio militar, le contesta con lágrimas en los ojos, debido al esfuerzo:
-Pero Andriuja, ¿de qué les servimos sin los PTUR?
Dime, ¿de qué? Nuestra infantería la está palmando allá arriba.
Sí, allá arriba nuestra infantería muere, y nosotros nos arrastramos hacia ellos. Aullamos por el esfuerzo y el dolor, pero seguimos avanzando...
Cuando llegamos, relevamos a los chavales de la brigada de asalto de Buinaksk. Vivían en la saklia de un pastor, una pequeña choza de barro. A nosotros, que habíamos estado en aquellos pisos tan elegantes de Grozni, con sus sillones de piel y espejos en los techos, aquel cobertizo nos pareció miserable: paredes de barro, suelo de tierra, una pequeña ventana que apenas daba luz...
Pero para ellos ésta era la primera vivienda de verdad, tras largas noches durmiendo en fosos y en nidos de ratas. Llevaban siete meses, día tras día, escalando montañas, echando a los chej1 de las cimas y durmiendo donde caían, y cuando se despertaban, tenían que seguir escalando... Se parecían ya a los chej: barbudos, sin asear, enfundados en mugrientos capotes, brutalizados y maldiciendo todo cuanto existía. Nos miraron con odio; nuestra llegada significaba el fin de su breve dicha, tenían que abandonar su «palacio» y partir de nuevo a las montañas. Les quedaba por delante una marcha de nueve horas y, después, el asalto de algún cerro de importancia estratégica. Sin embargo, hablaban de ello con alegría; nueve horas no era nada, normalmente la travesía duraba uno o dos días. Fue entonces cuando lo comprendimos: nuestro suplicio había sido un camino de rosas en comparación con lo que ellos habían llegado a sufrir.
Se marcharon. Les seguimos con la mirada y sentimos pavor: pronto tendríamos que ir tras ellos. Las alturas nos estaban esperando.
El río Algún
El primero de mayo, mi pelotón se trasladó a las afueras de Shatói. Nuestra misión era custodiar el puente que cruza el río Argún. Como no teníamos agua, la cogíamos de allí: era sulfurosa, tenía el color del cemento y apestaba a huevo podrido, pero nos la bebíamos, tranquilizándonos con la idea de que el azufre es bueno para los riñones. El río era para nosotros lo que un manantial para un beduino: en él nos aseábamos, bebíamos, y con su agua cocinábamos. En aquella región no había guerrilleros, así que nuestra vida discurría plácidamente. Por las mañanas bajábamos a la orilla como bañistas, con los torsos desnudos y con unas toallas floreadas al hombro. Nos lavábamos, capoteábamos como niños, nos echábamos sobre las piedras y nos bronceábamos, poniendo nuestras pálidas barrigas al sol brillante de invierno.
Un buen día bajaron cadáveres flotando. Río arriba dos Nivá conducidos por unos guerrilleros que estaban huyendo habían caído por un despeñadero. El agua había empujado sus cuerpos fuera de los vehículos y los había arrastrado hacia nosotros. El primero en aparecer fue el de un paracaidista ruso que habían apresado; en el agua turbia se podía ver con claridad su chaquetón de camuflaje. Lo sacamos de allí. Los superiores vinieron a recogerlo, lo cargaron en un camión y se lo llevaron.
Sin embargo, el río no tuvo fuerza suficiente para arrastrar todos los cadáveres, y algunos chej muertos seguían atrapados dentro de los vehículos. El tiempo era cálido y los cuerpos empezarían a pudrirse. Intentamos sacarlos de allí, porque iban a echar a perder nuestra agua, pero el desfiladero era tan profundo y empinado que desistimos.
A la mañana siguiente me desperté y fui a la cocina a beber de un barril que rellenaban cada día. Normalmente tardaba poco tiempo en vaciarse, pero aquel día estaba lleno. Cogí un poco de agua con un jarro, di un trago y entonces comprendí por qué nadie había bebido: sabía a cadáver. La escupí y solté el jarro. Arkasha, un francotirador que estaba sentado junto a mí observándome, se levantó, cogió el jarro, dio un trago y me ofreció:
Anda, ten, pero ¡qué te pasa!
Seguimos bebiendo aquella agua muerta y sulfurosa, pero nunca volvimos a decir que era buena para los riñones.
Los chej
Al volver de la «ficha», el puesto de vigilancia, Shishiguin me dio un codazo:
-Segundo piso, la primera ventana a la derecha, ¿lo ves?
-¡Sí! ¿Tú también lo has visto?
-Sí. -Me miró expectante-. Son chej.
Los habíamos localizado por el reflejo verde del dispositivo de visión nocturna con el que nos observaban. Nuestra ficha y la de ellos se encontraban en edificios lindantes, a unos cincuenta metros de distancia entre sí. La nuestra, en el tercer piso, y la de ellos, en el segundo. Sabíamos dónde estaban por el crujido que hacían los cristales rotos a sus pies cuando se movían. Sin embargo, ni ellos ni nosotros disparamos. Para aquel entonces ya conocíamos bien la táctica de los chej: nos vigilaban hasta el amanecer, después disparaban una o dos veces con un lanzagranadas, y se marchaban. No podíamos ahuyentarlos, porque el suntuoso piso con su enorme cama con colchón de plumas y cálidas mantas que habíamos elegido para pasar cómodamente la noche, sin importarnos un bledo la guerra y contraviniendo cualquier norma de seguridad, era una ratonera. En caso de combate, no había escapatoria: con que lanzaran una sola granada a nuestro ventanillo, estábamos perdidos. Por esa razón lo único que podíamos hacer era esperar a que dispararan, y si lo hacían, ver dónde: en la habitación en la que dormíamos cuatro, o en el balcón, donde siempre había alguien haciendo guardia. Las posibilidades en aquella ruleta rusa con un francotirador checheno como crupier eran de cuatro a uno: a quien le tocara el cuatro, era hombre muerto.
Sin embargo, no abrieron fuego. Shishiguin, que montaba guardia en la ficha al amanecer, nos dijo que ha bía oído dos silbidos cortos, y que después los chej habían bajado y se habían esfumado. Más tarde, cuando ya había amanecido, Shishiguin y yo nos dirigimos hacia aquel lugar, movidos por una curiosidad irreprimible. Allí, sobre una gruesa capa de polvo que cubría todo el piso, se podían ver claramente dos tipos de huellas: las de unas botas militares y las de unas zapatillas. El francotirador, que era el de las botas, había estado junto a la ventana vigilándonos, mientras que elde las zapatillas le había estado cubriendo. No nos dispararon, porque la «mosca» -el lanzagranadas- no les respondió, cosa que a veces ocurre. Los chej la habían colocado, habían apuntado hacia nosotros, habían apretado el disparador y no les funcionó, por lo que la habían dejado tirada en la cocina. Aquel lanzagranadas ruso defectuoso, montado por alguno de nuestros chapuceros operarios, nos había salvado la vida. Además de la mosca, en la cocina había una estufa. Como no teníamos, decidimos llevárnosla a casa, como trofeo. Cuando estábamos saliendo del edificio, oímos un silbido de los chej: habían pillado a dos rusos idiotas y demasiado curiosos, y nos querían dar caza. Salimos zumbando como liebres hacia nuestro piso, recorriendo en pocos saltos una distancia de cincuenta metros. Pero no soltamos la estufa. Cuando entramos en nuestro edificio, empezamos a reírnos histéricamente, como dos locos, y no pudimos parar hasta pasada media hora. En aquel momento sentí que no había en el mundo nadie tan cercano a mí, ni al que comprendiera mejor, que mi compañero Shishiguin.
Los chej. Segunda Parte
Me acababa de sacar las botas cuando oí un disparo. De un salto, cogí el fusil y corrí en calcetines hacia la puerta de la habitación, pidiendo a Dios que no me acribillaran a tiros. El corazón me palpitaba con furia y me pitaban los oídos. Me acerqué a la puerta, me arrimé a la pared y esperé. Nada, silencio. De repente, oí la voz de Shishiguin:
-¡Eh, tíos, que venga alguien!
Muy nervioso y dando saltos con un pie, intenté ponerme las botas, pero éstas, como adrede, se resistían a deslizarse.
-¡Ya voy, Vania, ya voy!
Pasaron sólo tres segundos que se me hicieron eternos. Por fin logré calzarme. Antes de abrir la puerta, llené los pulmones de aire varias veces, como cuando vas a saltar a un río de agua helada. Después la abrí con una fuerte patada y entré rodando en la habitación contigua. No había ni un alma.
-¡Vania! ¿Dónde estás?
-¡Aquí, estoy aquí! -Pálido, Shishiguin salía del lavabo a toda prisa, abrochándose los pantalones, jadeando-: ¡Los chej, debajo de nosotros! Son los de antes. ¡Estaba cagando cuando oí su silbido!
-¡La madre que te parió! ¡Haberles tirado una granada!
Me enfurecí, ahora teníamos que bajar hacia donde estaban ellos. Un sudor frío me recorrió el cuerpo.
Diez relatos sobre la guerra
La brigada de la montaña
Sólo quien ha combatido en las montañas puede hacerse una idea de lo jodidas que son. Todo lo que necesitas para vivir tienes que llevarlo a cuestas: si te hace falta comida, llenas tu mochila de rancho seco para cinco días y dejas todo lo que no sea imprescindible; si necesitas municiones, cartuchos y granadas, los repartes por todos tus bolsillos, los embutes en la mochila y en la cartuchera, y te los cuelgas del cinturón. Cuando caminas, te molestan horrores: te rozan las ingles y los riñones, y su peso te oprime el cuello... Cargas tu lanzagranadas AGS sobre el hombro derecho y, sobre el izquierdo, cargas el de tu compañero Andriuja Volozhanin, que no puede con él porque está herido. Sobre el pecho te cruzas dos correas con granadas, como hacía el marinero Zhelezniak en las películas sobre la revolución. Si te queda una mano libre, llevas en ella un «caracol», la caja para las correas. Además de todo esto, tienes que cargar con las cosas imprescindibles para la vida del pelotón: la tienda de campaña, las estacas, las hachas, la sierra, las palas... Y también con las que lo son para ti: el arma, el capote, la manta, el saco de dormir, la fiambrera, unos treinta paquetes de cigarrillos, una muda, peales, etcétera. Al final, resulta que llevas encima setenta kilos. Cuando das el primer paso y empiezas a subir la montaña, te das cuenta de que no vas a poder avanzar, ni aunque te fusilen. Pero das el segundo, y luego el tercero, y empiezas a trepar y a arrastrarte como puedes. De pronto resbalas, te caes, pero sigues trepando y agarrándote con los dientes y las entrañas a todo lo que alcanzas: arbustos, pequeñas ramas... Aturdido y sin pensar en nada, sigues avanzando, concentrándote sólo en el siguiente paso, en dar un paso más.
Cerca de ti se arrastra el pelotón antitanque. Ellos lo tienen aún peor: nuestros AGS pesan dieciocho kilos, mientras que sus cohetes dirigibles PTUR pesan cuarenta y dos. Mientras subimos, el gordo de Andriuja, a quien todo el mundo llama Culograsa por su constitución y su carácter alegre, gimotea:
-Jefe, ¿por qué no nos deshacemos de uno de los PTUR? ¡Aunque sólo sea de uno!
Y el jefe del pelotón, un teniente que cumple el servicio militar, le contesta con lágrimas en los ojos, debido al esfuerzo:
-Pero Andriuja, ¿de qué les servimos sin los PTUR?
Dime, ¿de qué? Nuestra infantería la está palmando allá arriba.
Sí, allá arriba nuestra infantería muere, y nosotros nos arrastramos hacia ellos. Aullamos por el esfuerzo y el dolor, pero seguimos avanzando...
Cuando llegamos, relevamos a los chavales de la brigada de asalto de Buinaksk. Vivían en la saklia de un pastor, una pequeña choza de barro. A nosotros, que habíamos estado en aquellos pisos tan elegantes de Grozni, con sus sillones de piel y espejos en los techos, aquel cobertizo nos pareció miserable: paredes de barro, suelo de tierra, una pequeña ventana que apenas daba luz...
Pero para ellos ésta era la primera vivienda de verdad, tras largas noches durmiendo en fosos y en nidos de ratas. Llevaban siete meses, día tras día, escalando montañas, echando a los chej1 de las cimas y durmiendo donde caían, y cuando se despertaban, tenían que seguir escalando... Se parecían ya a los chej: barbudos, sin asear, enfundados en mugrientos capotes, brutalizados y maldiciendo todo cuanto existía. Nos miraron con odio; nuestra llegada significaba el fin de su breve dicha, tenían que abandonar su «palacio» y partir de nuevo a las montañas. Les quedaba por delante una marcha de nueve horas y, después, el asalto de algún cerro de importancia estratégica. Sin embargo, hablaban de ello con alegría; nueve horas no era nada, normalmente la travesía duraba uno o dos días. Fue entonces cuando lo comprendimos: nuestro suplicio había sido un camino de rosas en comparación con lo que ellos habían llegado a sufrir.
Se marcharon. Les seguimos con la mirada y sentimos pavor: pronto tendríamos que ir tras ellos. Las alturas nos estaban esperando.
El río Algún
El primero de mayo, mi pelotón se trasladó a las afueras de Shatói. Nuestra misión era custodiar el puente que cruza el río Argún. Como no teníamos agua, la cogíamos de allí: era sulfurosa, tenía el color del cemento y apestaba a huevo podrido, pero nos la bebíamos, tranquilizándonos con la idea de que el azufre es bueno para los riñones. El río era para nosotros lo que un manantial para un beduino: en él nos aseábamos, bebíamos, y con su agua cocinábamos. En aquella región no había guerrilleros, así que nuestra vida discurría plácidamente. Por las mañanas bajábamos a la orilla como bañistas, con los torsos desnudos y con unas toallas floreadas al hombro. Nos lavábamos, capoteábamos como niños, nos echábamos sobre las piedras y nos bronceábamos, poniendo nuestras pálidas barrigas al sol brillante de invierno.
Un buen día bajaron cadáveres flotando. Río arriba dos Nivá conducidos por unos guerrilleros que estaban huyendo habían caído por un despeñadero. El agua había empujado sus cuerpos fuera de los vehículos y los había arrastrado hacia nosotros. El primero en aparecer fue el de un paracaidista ruso que habían apresado; en el agua turbia se podía ver con claridad su chaquetón de camuflaje. Lo sacamos de allí. Los superiores vinieron a recogerlo, lo cargaron en un camión y se lo llevaron.
Sin embargo, el río no tuvo fuerza suficiente para arrastrar todos los cadáveres, y algunos chej muertos seguían atrapados dentro de los vehículos. El tiempo era cálido y los cuerpos empezarían a pudrirse. Intentamos sacarlos de allí, porque iban a echar a perder nuestra agua, pero el desfiladero era tan profundo y empinado que desistimos.
A la mañana siguiente me desperté y fui a la cocina a beber de un barril que rellenaban cada día. Normalmente tardaba poco tiempo en vaciarse, pero aquel día estaba lleno. Cogí un poco de agua con un jarro, di un trago y entonces comprendí por qué nadie había bebido: sabía a cadáver. La escupí y solté el jarro. Arkasha, un francotirador que estaba sentado junto a mí observándome, se levantó, cogió el jarro, dio un trago y me ofreció:
Anda, ten, pero ¡qué te pasa!
Seguimos bebiendo aquella agua muerta y sulfurosa, pero nunca volvimos a decir que era buena para los riñones.
Los chej
Al volver de la «ficha», el puesto de vigilancia, Shishiguin me dio un codazo:
-Segundo piso, la primera ventana a la derecha, ¿lo ves?
-¡Sí! ¿Tú también lo has visto?
-Sí. -Me miró expectante-. Son chej.
Los habíamos localizado por el reflejo verde del dispositivo de visión nocturna con el que nos observaban. Nuestra ficha y la de ellos se encontraban en edificios lindantes, a unos cincuenta metros de distancia entre sí. La nuestra, en el tercer piso, y la de ellos, en el segundo. Sabíamos dónde estaban por el crujido que hacían los cristales rotos a sus pies cuando se movían. Sin embargo, ni ellos ni nosotros disparamos. Para aquel entonces ya conocíamos bien la táctica de los chej: nos vigilaban hasta el amanecer, después disparaban una o dos veces con un lanzagranadas, y se marchaban. No podíamos ahuyentarlos, porque el suntuoso piso con su enorme cama con colchón de plumas y cálidas mantas que habíamos elegido para pasar cómodamente la noche, sin importarnos un bledo la guerra y contraviniendo cualquier norma de seguridad, era una ratonera. En caso de combate, no había escapatoria: con que lanzaran una sola granada a nuestro ventanillo, estábamos perdidos. Por esa razón lo único que podíamos hacer era esperar a que dispararan, y si lo hacían, ver dónde: en la habitación en la que dormíamos cuatro, o en el balcón, donde siempre había alguien haciendo guardia. Las posibilidades en aquella ruleta rusa con un francotirador checheno como crupier eran de cuatro a uno: a quien le tocara el cuatro, era hombre muerto.
Sin embargo, no abrieron fuego. Shishiguin, que montaba guardia en la ficha al amanecer, nos dijo que ha bía oído dos silbidos cortos, y que después los chej habían bajado y se habían esfumado. Más tarde, cuando ya había amanecido, Shishiguin y yo nos dirigimos hacia aquel lugar, movidos por una curiosidad irreprimible. Allí, sobre una gruesa capa de polvo que cubría todo el piso, se podían ver claramente dos tipos de huellas: las de unas botas militares y las de unas zapatillas. El francotirador, que era el de las botas, había estado junto a la ventana vigilándonos, mientras que elde las zapatillas le había estado cubriendo. No nos dispararon, porque la «mosca» -el lanzagranadas- no les respondió, cosa que a veces ocurre. Los chej la habían colocado, habían apuntado hacia nosotros, habían apretado el disparador y no les funcionó, por lo que la habían dejado tirada en la cocina. Aquel lanzagranadas ruso defectuoso, montado por alguno de nuestros chapuceros operarios, nos había salvado la vida. Además de la mosca, en la cocina había una estufa. Como no teníamos, decidimos llevárnosla a casa, como trofeo. Cuando estábamos saliendo del edificio, oímos un silbido de los chej: habían pillado a dos rusos idiotas y demasiado curiosos, y nos querían dar caza. Salimos zumbando como liebres hacia nuestro piso, recorriendo en pocos saltos una distancia de cincuenta metros. Pero no soltamos la estufa. Cuando entramos en nuestro edificio, empezamos a reírnos histéricamente, como dos locos, y no pudimos parar hasta pasada media hora. En aquel momento sentí que no había en el mundo nadie tan cercano a mí, ni al que comprendiera mejor, que mi compañero Shishiguin.
Los chej. Segunda Parte
Me acababa de sacar las botas cuando oí un disparo. De un salto, cogí el fusil y corrí en calcetines hacia la puerta de la habitación, pidiendo a Dios que no me acribillaran a tiros. El corazón me palpitaba con furia y me pitaban los oídos. Me acerqué a la puerta, me arrimé a la pared y esperé. Nada, silencio. De repente, oí la voz de Shishiguin:
-¡Eh, tíos, que venga alguien!
Muy nervioso y dando saltos con un pie, intenté ponerme las botas, pero éstas, como adrede, se resistían a deslizarse.
-¡Ya voy, Vania, ya voy!
Pasaron sólo tres segundos que se me hicieron eternos. Por fin logré calzarme. Antes de abrir la puerta, llené los pulmones de aire varias veces, como cuando vas a saltar a un río de agua helada. Después la abrí con una fuerte patada y entré rodando en la habitación contigua. No había ni un alma.
-¡Vania! ¿Dónde estás?
-¡Aquí, estoy aquí! -Pálido, Shishiguin salía del lavabo a toda prisa, abrochándose los pantalones, jadeando-: ¡Los chej, debajo de nosotros! Son los de antes. ¡Estaba cagando cuando oí su silbido!
-¡La madre que te parió! ¡Haberles tirado una granada!
Me enfurecí, ahora teníamos que bajar hacia donde estaban ellos. Un sudor frío me recorrió el cuerpo.
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- Babel
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Re: La guerra más cruel - Arkadi Bábchenko
Los de Galaxia Gutemberg están sacando unos libros muy interesantes últimamente.
Chiky, qué avatar tan chulo. |
- Chiky
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Re: La guerra más cruel - Arkadi Bábchenko
Babel escribió:Los de Galaxia Gutemberg están sacando unos libros muy interesantes últimamente.
Chiky, qué avatar tan chulo.
Creo que últimamente están hacertando bastante. Lo del avatar, un poco macabro no?
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Re: La guerra más cruel - Arkadi Bábchenko
No había visto que este libro tenía hilo, pero le tengo unas ganas...
De hecho no creo que pueda evitar comprarlo en lugar de esperar a al biblioteca
De hecho no creo que pueda evitar comprarlo en lugar de esperar a al biblioteca
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Re: La guerra más cruel - Arkadi Bábchenko
Al final ha caído, ya lo tengo en casa, aunque ahora no es el momento de empezarlo con mi lista de pendientes.
Sobre lo que habláis de Galaxia Gutenberg, a mí me van a arruinar, ayer me encapriché de El Bosque del Odio de Romain Gary (http://www.galaxiagutenberg.com/Conteni ... digo=56555) y hace no mucho vi en una revista del Círculo otro que quiero leer, El falsificador de Pasaportes de Cioma Schonhaus (http://www.galaxiagutenberg.com/Conteni ... digo=56908).
Es posible que el día del libro no pueda evitarlo y uno de los dos caiga en mis manos, así, sin querer....
Sobre lo que habláis de Galaxia Gutenberg, a mí me van a arruinar, ayer me encapriché de El Bosque del Odio de Romain Gary (http://www.galaxiagutenberg.com/Conteni ... digo=56555) y hace no mucho vi en una revista del Círculo otro que quiero leer, El falsificador de Pasaportes de Cioma Schonhaus (http://www.galaxiagutenberg.com/Conteni ... digo=56908).
Es posible que el día del libro no pueda evitarlo y uno de los dos caiga en mis manos, así, sin querer....
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Re: La guerra más cruel - Arkadi Bábchenko
Me lo empecé ayer y me está gustando muchísimo, sobre todo porque es algo tan sencillo como pequeñas historias de Arkadi Babchenko, y sin embargo consiguen ser muy atractivas, por lo que cuenta, por cómo lo cuenta, por sus descripciones...
He leído el primer bloque "Diez relatos sobre la guerra", y son impresionantes algunas de las cosas que cuenta y cómo lo hace.
Por ejemplo, la relación de los soldados con los animales
Momentos crudísimos como
Pero lo mejor de esta parte, ver cómo con todas esas cosas, cada uno tenía su refugio, y Arkadi lo tenía
Ayer tuve muy poco tiempo, pero hoy empiezo con "Pista de aterrizaje", y espero poder parar, porque no sé cómo he esperado tanto para empezar este libro
He leído el primer bloque "Diez relatos sobre la guerra", y son impresionantes algunas de las cosas que cuenta y cómo lo hace.
Por ejemplo, la relación de los soldados con los animales
cómo les da hasta pena sacrificar a una vaca, a pesar de que sea alimento, el soldado que dispara, se siente tan mal tras hacerlo... o lo mismo con un perrito al que tienen que matar porque no tienen comida, y como al día siguiente llegan las provisiones, después de comerse a la mascota, a la que tanto cariño habían cogido en tan poco tiempo, y a pesar de estar en una guerra! |
el agua con sabor a cadáver, o la historia de Yakovlev, que desertó y acabó de todos manos en manos de los chej, que lo abren en canal, estrangulan con sus intestinos y escriben con su sngre "Alá es grande", cosas tan ciertas como duras. |
en ese piso de Grozni, donde jugaba al juego de la paz, imaginando una vida más bonita, tal vez para no volverse loco. |
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- Chiky
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Re: La guerra más cruel - Arkadi Bábchenko
Este libro lo tengo pendiente. A ver cuendo me decido y lo empiezo a leer. Tiene una pinta buenísima
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Re: La guerra más cruel - Arkadi Bábchenko
Chiky, una vez leído, la pinta que tenía al empezar se queda en nada, porque es genial, yo lo acabo de terminar y es uno de los libros que he leído últimamente que más me han marcado, y al que no puedo encontrar una sola pega...
Tiene partes que te dicen y enseñan mucho con muy poco, como cuando, en las primeras páginas,
A pesar de la dureza, hay momentos de amistad, aunque Arkadi aquí es muy contradictorio, a veces dice que no se pueden hacer amigos en esta situación, que son otra cosa, y otras asegura que son amigos, y cada cosa que les pasa, le duelen, cuando en realidad la muerte de otro signifique tu supervivencia.
Lo veo sobre todo cuando Arkadi se enfada porque
Y luego durísimos los episodios de la dedovschina, que a veces lo vemos en los telediarios y demás, y a mí me parece increíble, que en esta época pasen estas cosas, cómo lo describe Arkadi es tan gráfico...
Igual de duro un sueño de Arkadi,
También el kontráktnik borracho
Y me pareció muy emotivo, aunque sería poco más de un párrafo,
Luego los capítulos finales son totalmente diferentes, me han gustado mucho como reflexión, porque primero te cuenta
Vamos, que me ha fascinado tanto, que no tocaría nada del libro...
Tiene partes que te dicen y enseñan mucho con muy poco, como cuando, en las primeras páginas,
un soldado duda de que algo pueda suceder, y otro le responde "Sí es posible, en Rusia todo es posible", dice mucho en muy pocas palabras, es un ejemplo de cómo es el resto del libro. |
Lo veo sobre todo cuando Arkadi se enfada porque
Kisel y Vovka se quedan y a él le mandan al frente, al final es al revés, y Arkadi pide ir con ellos, a pesar de que sabe que allí será más fácil encontrarse con la muerte. |
Igual de duro un sueño de Arkadi,
cuando ve a su madre, y dice que está vivo, y la madre dice que no, que "ya" le han matado, ese ya implica que todo el mundo estaba esperando acabar muerto, más que sobrevivir... |
que mata por accidente a un compañero que estaba a punto de volver a su casa, que asco, cuántas veces habrá sucedido eso? No morir en pleno combate, sino por una "chorrada". |
cuando reciben una carta de unos niños de un cole de Moscú, y uno de los soldados se enternece tanto, y cómo Arkadi dice que cuando vuelva a casa (es de Moscú), pasará por la escuela a agradecerles la carta, y en ese momento, confiesa que él tuvo la intención realmente de ir. |
los casos reales de héores (como Sasha) y de indeseables (como Limonchenko y Kriuchkov) y luego hay un capítulo en el que te explica muy claramente la situación del ejército ruso, y hace una crítica muy interesante, así como el último, donde nos hace ver algo, en lo que tal vez no caemos los que no vivimos o luchamos en una guerra, que es la "no vuelta" del soldado... |
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- Chiky
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Re: La guerra más cruel - Arkadi Bábchenko
Anonadado me dejas con tu opinión Gracias por tus comentario Tatiasha. No tardaré mucho tiempo en hacerme con él.
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Re: La guerra más cruel - Arkadi Bábchenko
Nieves!! ¡Qué alegría verte por este hilo tan chulo!Nieves escribió:¡Lo tengo Lo que no sé es cuándo me pondré con él
Espero que lo disfrutes tanto como yo!!! Con que sea la mitad, te encantará!!!
Y si no, ya sabes, las editoriales, que publican cualquier cosa... El público, que no es público, sino masa...
Vamos, que espero que le hagas hueco pronto
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Re: La guerra más cruel - Arkadi Bábchenko
Yo también lo tengo
Nieves
Lo que no tengo es tiempo, tiempo ¿donde está mi tiempo?
Nieves
Lo que no tengo es tiempo, tiempo ¿donde está mi tiempo?
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Re: La guerra más cruel - Arkadi Bábchenko
¿Qué está pasando aquí?Caroline escribió:Yo también lo tengo
Nieves
Lo que no tengo es tiempo, tiempo ¿donde está mi tiempo?
¡Qué bien!
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Re: La guerra más cruel - Arkadi Bábchenko
Las hadas que dan alegrías cuando menos te lo esperas, eso es lo que pasa, son ángeles divinosTatiasha escribió:
¿Qué está pasando aquí?
¡Qué bien!
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