Wikipedia escribió:Edmond Jabès (El Cairo, 1912–París, 1991) fue un escritor judío conocido por haberse convertido en una de las figuras literarias más famosas en lengua francesa después de la Segunda Guerra Mundial.
Hijo de una familia judía italiana, nació en Egipto, donde recibió una educación colonial francesa clásica. Comenzó publicando en francés a una temprana edad, se le hizo Caballero de la Legión de Honor en 1952 por sus logros literarios. Cuando Egipto expulsó a su población judía, en 1956, Jabès voló a París, que ya había visitado por primera vez en la década de 1930. Allí, retomó su vieja amistad con Max Jacob y los surrealistas, aunque nunca fue formalmente miembro de ese grupo. Se convirtió en ciudadano francés en 1967, el mismo año en el cual se le concedió el honor de ser uno de los cuatro escritores franceses (junto con Sartre, Albert Camus y Levi-Strauss) que presentaron sus trabajos en la Exposición Mundial de Montreal. Por otro lado, se le otorgó el Premio de la Crítica en 1972 y una designación como oficial en la Legión de Honor en 1986.
Una de sus obras más importantes es El Libro de las Preguntas, la cual le consagró como un escritor reconocido. Jabès es bien recordado por sus libros de poesía, a menudo publicados en ciclos multivolumen. En ellos se pueden observar numerosas referencias al misticismo judío y la kabbalah.
* Jabès, Edmond (2008). El pequeño libro de la subversión fuera de sospecha. colección: La Dicha de Enmudecer. Madrid: Editorial Trotta. ISBN 978-84-8164-961- Del desierto al libro. Entrevista con Marcel Cohen. colección: Minima Trotta. Madrid: Editorial Trotta. ISBN 978-84-8164-415-9.
* Jabès, Edmond (2005). El Umbral La Arena.. colección: Poesía. Castellón: Ellago Ediciones. ISBN 978-84-95881-59-5.
Angustia de un solo final - Edmond Jàbes
Ser todavía, allí donde ya no nos queda más que ese «todavía» por vivir.
Las palabras de la amistad preceden siempre a la amistad, como si ésta, para manifestarse, esperara a ser anunciada.
I.
No podemos tener una imagen de nosotros mismos.
¿La tenemos de los demás?
Probablemente, pero no sabemos nunca, por desgracia, si es la correcta.
Ver de la misma manera que decimos «Hasta más ver» a un extranjero al que miramos marcharse.
Lo que pasa alumbra el paso.
Lo que permanece, lo anula.
Abre mi nombre.
Abre el libro.
La felicidad que sentimos al amar no está forzosamente unida a un amor feliz.
Es necesidad de amor.
En el espejo de mi cuarto de baño vi aparecer un rostro que hubiera podido ser el mío, pero cuyos rasgos me parecía descubrir por primera vez.
Rostro de otro y, sin embargo, tan familiar.
Juntando mis recuerdos, encontraba a través de él al hombre con el que me confunden, pero del que soy el único en saber que, desde siempre, fue para mí un extranjero.
De repente el rostro desapareció y el espejo, perdida razón de ser, ya no reflejó sino el trozo de pared, liso y blanco, que se encontraba enfrente.
Página de cristal y página de piedra, dialogando entre sí, solitarias y cómplices.
El libro no tiene origen.
Joven es el mundo respecto a la eternidad, y muy viejo respecto al instante.
¿Acaso preguntamos a una isla quién es?
El mar la adula y la aturde.
Un día la engullirá.
Fijada a nada. Fijada al agua.
«¿Cómo ves la libertad? —preguntó el discípulo a su maestro.
«Tal vez como dos alas temerarias que, en el cielo, luchan desesperadamente contra el viento», contestó el maestro.
Y añadió: «Sin embargo, habrá que ver si, como tú también habrás supuesto, esas alas son efectivamente las de una frágil ave de paso».
«Y si no fueran las alas de la frágil ave? —siguió el discípulo.
«Más acertada -dijo entonces el maestro- sería la comparación.
«La imagen de la libertad sería el viento».
Cada verdad obra en pos de su verdad.
Modesta contribución a la Verdad universal.
Nuestra fe en ella la sostiene.
... todas esas pequeñas verdades que vienen a minar la idea que podríamos tener de una verdad única.
—Son hormigas —pensaba yo— cavando, imperturbables, sus agujeros.
De una tuerca de movimiento no hagas una tuerca de cierre.
La verdad no existe para permitir, quizá, que nuestras verdades existan», decía él.
Y añadía: «Una vez que el sol se ha puesto, en el vacío espacio celeste centellean, para nuestros ojos alzados, miríadas de estrellas.
Oh soledad de cada una de ellas.»
Vagamos en la muerte, alumbrados por nuestras verdades insistentes.
Inmutable y justa es la ley. Menos segura de sí misma, la justicia.
Imposible de abarcar es, tal vez, la Verdad.
Esforzarse por expresarla es, a menudo, equivocar el rumbo.
Desleal, a pesar suyo, es la primera palabra.
¿La verdad como vía y no como voz?
Yo creo. Yo trazo.
Luz. Luz.
«La verdad es una palabra impronunciable», decía él.
No le pongas trabas al libre vuelo de la idea. Serías el primero en lamentar la inconsecuencia de tu gesto.
El alma se desata.
El gorrión ignora al perro pero se cuida del gato.
El ojo clavado en el reloj, temblorosa espera. Cada desplazamiento de la aguja te sobresalta, porque te vuelve a cuestionar.
Así de caprichoso es el futuro. Siempre nos sorprenderá.
¿Esperar qué, sino la muerte? Y la tememos.
Esperar, tal vez, el olvido de la muerte.
Dios no está en la respuesta. Como el diamante en sus reflejos, Él está en la pregunta espejeante.
Cada latido del corazón es una respuesta puntual de la muerte a la pregunta angustiada del corazón y una respuesta evasiva de la vida a la enigmática pregunta de la muerte.
El cuerpo no tiene proyectos, ni futuro, pues éstos son sueños y deseos del instante que lo moldea.
Construye lo que se desmorona. Instruye lo que se erige.
Si ayer yo no estaba, ¿por qué preocuparme por saber si estaré mañana?
¿Y cómo acreditar hoy mi presencia entre vosotros si no soy capaz de aportar ninguna prueba de ello?
Él decía: «Hay que desconfiar de las ideas que han tomado varios caminos. Para recuperarlas, ya no se sabe cuál de ellos seguir.
«La idea no viene a nosotros. Nosotros vamos a ella, de la misma manera que volvemos a la fuente que nos dio de beber.»
El mundo es pequeño, tan pequeño que el mundo se lo traga de un bocado.
Versión de Maryse Privat
Edmond Jabés - El pequeño libro de la subversión fuera de sospecha (fragmento)
En el principio era el Todo y el Todo era el verbo sagrado y el verbo sagrado era el infinito silencio que ningún ruido, ningún sonido, ningún soplo había turbado.
Una vez concebido por el hombre, el Todo se abismó en la Nada y la Nada era el vocablo y el vocablo era el libro y el libro era la confusión. De esa confusión, ¿conoceremos alguna vez el alcance?
El acto de escribir ignora toda distancia. Elevar lo efímero -lo profano- al rango de lo perdurable -lo sagrado-, ¿no es ésta la ambición de todo escritor?
Así, la escritura, de una obra a otra, no sería más que el esfuerzo de los vocablos por agotar el decir -el instante- para refugiarse en lo indecible que no es lo que no puede ser dicho sino, al contrario, lo que ha sido tan íntimamente, tan totalmente dicho que no dice más que esa intimidad, esa totalidad indecible.
Lo profano y lo sagrado no serían, entonces, más que el preludio y el término de un mismo compromiso: el que consiste, para el escritor, en vivir la escritura hasta el umbral del silencio donde ésta lo abandonará; silencio insostenible desde donde el universo sorprendido emerge para perderse, a su vez, en el vocablo que lo asume.
Si admitiésemos que lo que nos inquieta, lo que nos altera, lo que nos pone febrilmente en cuestión es, en principio, profano, podríamos deducir que, de alguna manera, lo sagrado, en su persistencia desdeñosa, sería, por una parte, lo que nos paraliza, una especie de muerte perpetrada en el alma y, por otra parte, el decepcionante resultado del lenguaje, el último vocablo petrificado.
Asimismo, sería en su relación con lo profano y a través de él que lo sagrado se experimenta, no ya como sagrado sino como sacralización de lo profano ebrio de exceso; como prolongación indefinida del momento y no como eternidad ajena al instante; porque la muerte es cosa del tiempo.
¿No es, justamente, a través de la intervención de la palabra, incapaz de apropiarse del decir, como la eternidad toma conciencia de su incompatibilidad con el lenguaje?
Al Dios invisible le hacía falta un Nombre impronunciable.
Escribir -ser escrito- sería entonces, sin que nos diésemos cuenta obligatoriamente, pasar de lo visible -la imagen, la figura, la representación cuya duración es la de una aproximación- a la no-visibilidad, a la no-representación, contra las cuales lucha, estoico, el objeto; de lo audible, cuya duración es la de una escucha, al silencio en que, dócilmente, acaban ahogándose nuestras palabras; del pensamiento soberano a la soberanía de lo impensado, remordimiento y supremo tormento del verbo.
Escribir sólo consistiría, entonces, en facilitar ese intercambio de claves entre palabras. Es lo que yo llamaría la relación instintiva con el texto», decía él, de nuevo.
«Es obvio -había anotado- que la palabra azur evoca la palabra cielo pero no la revela. La palabra vacío, en cambio, podría revelarla. »Si escribo: Antes de ser negro, azul fue el vacío de mi alma, cubro, con esta única frase, toda la extensión del cielo.»