Reseña de Más allá de la culpa y la expiación (Tentativas de superación de una víctima de la violencia), Jean Améry, Valencia, Pre-textos, 2001, 193 p. Publicada originalmente en Iniciativa Socialista nº 62, otoño 2001.
Treinta y cinco años después de su publicación original el texto de Jean Améry (Más allá de la culpa y la expiación. Tentativas de superación de una víctima de la violencia), un ensayo personal sobre los campos de exterminio nazis, mantiene, desgraciadamente, toda la fuerza y desesperación de sus preguntas y afirmaciones. La publicación en castellano de esta importante obra, gracias una vez más a Editorial Pre-textos, ayuda a completar una biblioteca imprescindible para nuestras conciencias, la que hace referencia a la ignominia. Esos estantes en los cuales las obras de Varlam Shalamov, de Primo Levi, de Alexander Soljenitzhin, de Margaret Buber-Newman, de David Rousset, de Jorge Semprún, de Robert Antelme, conviven con los informes de Amnistía internacional, con el informe Sábato, o con el recientemente publicado testimonio sobre el genocidio camboyano de Loung Ung. Sobre esos libros colocamos una y otra vez recortes de prensa de noticias aterradoras, recordatorios que nos ayudan a no olvidar que, todos los días, en rincones cercanos de este planeta, y ya todos lo son, se siguen cometiendo bárbaras atrocidades, contando en demasiadas ocasiones con el ominoso silencio del resto del mundo.
Améry alza su voz de víctima y es inevitable que en su voz escuchemos el eco de quienes no pudieron llegar a tener voz, de aquellos que sólo son un número más en la estadística de la muerte y la tortura. Nada podemos alegar frente a su alegato. Se niega a aceptar cualquier forma de explicación, a admitir ninguna forma de atenuación. En ese sentido no es que discrepe con el enfoque de Hanna Arendt sobre la “trivialidad del mal” (Eichmann en Jerusalén) sino que niega, desde la perspectiva de las víctimas, la posibilidad misma de que ese sea el análisis que pueda y deba hacerse. Porque lo que afirma es que las víctimas son los sujetos más importantes de las inmensas tragedias de la Historia y que olvidarlo o ponerlo en segundo plano es, siempre, un grado de complicidad con los verdugos y con la sociedad que los produce. Siguiendo a Améry, la perspectiva legítima para pensar la barbarie del siglo veinte (y la de todos los tiempos) es desde el punto de vista de los judíos o gitanos víctimas del nazismo, desde la posición de los esclavos del Gulag, de los desaparecidos argentinos, de los habitantes de Hiroshima y Nagasaki, de los millones de víctimas de Mao o de Pol Pot. No creo que la perspectiva de Améry sea metafísica, más bien su indagación presupone una lógica sustantiva de los derechos humanos y, potencialmente, una lógica política de la acción necesaria frente a la lógica instrumental y funcional del poder y del dominio.
Para Améry las víctimas no pueden admitir nada que no sea la justicia. Y, frente a su ausencia, a los supervivientes, como él, sólo les queda el resentimiento. Nos dice que la sociedad que produce el crimen se convierte para ellos en una sociedad enferma. El aire está viciado por la respiración de los verdugos. No puede olvidarse que éstos actuaron en complicidad con la pasividad informe de muchos. Esa complicidad con los asesinos también ensucia los respiraderos sociales. Es preciso comprender que lo que nos cuenta Améry sobre la repugnancia íntima que sintió en los años sesenta ante el bienestar alemán no es un sentimiento irracional. Los que no somos víctimas debemos comprender el derecho al resentimiento de quienes no llegaron a ver reparada su cualidad de seres humanos. ¿Pedía tanto Améry? Pedía justicia y el reconocimiento de la culpa colectiva de quienes en la sociedad alemana crearon y sostuvieron el nazismo.
Una forma secundaria de justicia, no poética sino necesaria, sería la memoria. El dolor infinito de un ser humano individualizado, o la multitud de los dolores de las multitudes, exigirían algo imposible, una memoria infinita del dolor. Frente a ello sólo puede apostarse por la pequeña memoria de la lucha por la dignidad y contra la barbarie, la negativa a aceptar la reconciliación con el crimen, la certeza de que cuando alguien enarbola (real o simbólicamente) el retrato de Hitler o Stalin, tenemos que rebelarnos frente a los que, al hacerlo, reabren simbólicamente todo el dolor insatisfecho de las víctimas.
La elucidación sobre los campos de concentración nazis y estalinistas y, muy especialmente, la reflexión singular sobre los campos de exterminio, no da lugar a una ceremonia de reconciliación. Cuando miramos a esas experiencias límite no podemos hacerlo en busca de un bálsamo sino para encontrar un revulsivo contra el mal radical que sabemos ha anidado en el pasado y que puede volver a hacerlo en ciertos recovecos del desarrollo histórico.
Algunas de las páginas más doloridas y dolorosas de Améry abordan el problema de la identidad, de la pérdida de la patria, hasta del extrañamiento de la lengua. Antonio Muñoz Molina las ha evocado, con enorme sabiduría, en el magistral capítulo “Eres” de su reciente obra Sefarad.
La reflexión de Améry, ese convertirse en un extraño en su propia casa, en su propio país, que los suyos dejen de reconocerle, me ha recordado la tremenda metáfora de Jerzy Kosinski en El pájaro pintado. Cuenta Kosinski que una costumbre campesina que conoció en su infancia consistía en atrapar algún ave, pintarles las plumas y, después de hacerlo, soltarlas para que se reunieran con sus bandadas. Cuando estos pájaros, con sus notorios colores pintados, buscaban reunirse con los suyos, éstos no los reconocían, los veían como enemigos, y los atacaban hasta expulsarles de la bandada o matarlos a picotazos. Esa sensación de los extrañados, de los que pierden su identidad y hasta la lengua que creían suya, es otro de los centros del gran ensayo de Hans Mayer –nombre auténtico de Jean Améry-, austriaco que perdió su país y su lengua, internado hasta 1945 en el campo de Auschwitz.
Más allá de la culpa y la expiación no es un libro más. Es una lectura necesaria.
Edición digital de la Fundación Andreu Nin, septiembre 2003
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