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Si quiero compartirlo con vosotros, tengo la obligación por las bases del concurso de colocar esa coletilla, pero podéis destriparlo igualmente... 
GENERACIONES
El principal objetivo de la educación
es criar personas capaces de hacer cosas nuevas,
y no solamente repetir
lo que otras generaciones hicieron.
Jean Piaget
Una vez me enamoré de un personaje de novela. No pienso desvelar su nombre por esa fantasía ególatra en la que piensas que si nadie más lee ese libro, el protagonista solo vive para ti. Le sacaba de sus páginas y reescribía su historia, que tampoco era la mía, creando una ficción a la que era adicta.
Fue una época difícil, cuando las hormonas ya han cambiado tu cuerpo pero aún te sientes niña, con sentimientos de apatía y todo un mundo de desengaños por descubrir. Yo era esa mujer que ni tú ni yo elegimos, después de todo. Recuerdo que intentabas hacer de mí una equilibrista de tacones de aguja sobre un mundo tejido con telarañas; tú me dabas clases de cocina y el abuelo de matemáticas, él me contaba la guerra civil en sus carnes mientras tú me recalcabas que había que ser una mujer de provecho y llevar pulcramente el orden del hogar.
Yo, por aquel entonces, vivía inmersa en mi novela particular. Nuestra casa desaparecía en mi mente y ya no estaba junto a las vías del tren, sino que era un precioso ático del centro con una gran terraza llena de macetas en flor. Es curioso cómo, incluso en la fantasía, el amor no se concibe igual en la necesidad que en la abundancia; por eso mis encuentros de novela, en la ducha, nunca eran interrumpidos por la urgencia de un cuarto de baño para cinco. Para ser más explícita te diré que los temblores de mi cama siempre eran pre-orgasmo y nunca pre-Talgo de las diez. Tú me solías echar en cara que ya tenía edad para curarme del veneno de los sueños y yo, como respuesta, me escapaba por las tardes para fumarme los imposibles y devorar con ansia cada atardecer enamoradizo.
Un día, al lavar mi ropa, descubriste una mantis religiosa disecada en uno de mis bolsillos. Nunca olvidaré el zapatazo que recibí al decirte que aquello era un hada muerta que había recogido de la basura y que pensaba resucitar con mi frasco de polvo de luna llena. Si no cambias, nunca te echarás un novio decente, me repetías, y esa frase se clavaba en mis dudas como una sanguijuela, sacando toda mi confusión con forma de llanto. Aquel día dejé de ser ilusa para empezar a ser rebelde.
Seguía soñando con Leonardo (al final se me ha escapado su nombre) y aún no había conocido a ningún hombre que se le asemejara. Incluso, llegué a plantearme que me atraían las mujeres y fantaseaba con la idea de presentarme ante ti con una novia de la mano.
Con el tiempo, fui conociendo amantes que más que personajes de libro parecían sacados de un cómic, algunos incluso de una película de Tarantino o de Almodóvar. Estudiaba en la universidad, como siempre quiso el abuelo, pero muchas noches de biblioteca acababan, para tu ignorancia, en experiencias de sexo y alcohol.
Acabé mis estudios y encontré trabajo, mal pagado pero de lo mío, y toda la familia se sintió orgullosa. Yo, sin embargo, me sentía vacía, sin argumento real para mis días, repitiendo una espiral de rutina que me engullía como un agujero negro hacia la tristeza.
Y entonces, le conocí. No se llamaba Leonardo, pero tampoco quiero recordar su nombre. No se parecía a ninguno de los protagonistas de las novelas que había devorado. Apareció con una sonrisa y un abrazo que me sedujeron y enredaron como los hilos de Ariadna. Se convirtió en mi mundo y pensé que la fantasía que tenía desde niña podía hacerse real. Sólo me importaba él y cada vez que alguna grieta se abría en nuestro cuento, me dejaba una nota que repetía la misma cabecera: “Lo siento, Eva”. Siempre me escribía promesas y futuros de magia y, hambrienta de finales felices, de ello me alimentaba.
Tú hubieras esperado que me casara con él, te parecía un buen chico para esa joven impertinente en la que me había convertido frente a tus ojos, pero no fue así. Poco a poco fui descubriendo que, incluso en las novelas, las personas tenemos nuestros claroscuros, como en Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Comenzaron los celos y los reproches, el móvil controlado y las amistades anuladas y, con cada verso bajo la almohada, se iba tejiendo el libro de un maltrato camuflado de poesía. Sentía clavarse la espada afilada de un ninja de las palabras, silenciosa e hiriente.
Un día descubrí que estaba embarazada y no me preguntes por qué pero supe al instante que se trataba de una niña. Recordé entonces el hada muerta que resucitaba, ¿te acuerdas?, y supe que ese cadáver era yo, guardada en un bolsillo, asfixiada por una relación dañina y la falta de ilusión. Te volví a decepcionar cuando decidí separarme, no comprendías nada.
Qué diferente era a la mujer que tú habías imaginado, a la sumisa callada que el padre de mi hija hubiera querido, a la intrépida aventurera que veían mis viejos amigos, a la guerrillera que el abuelo había intentado plantar en mí. Ya no sabía realmente quién era, estaba manchada de tantas vidas ajenas que la mía estaba difuminada; fui esculpida por tantas manos que la piedra que era se terminó por romper en mil pedacitos, creando una constelación aún por descubrir.
En el trabajo me cambiaron de puesto porque consideraron que ya no estaba cualificada para llevar la coordinación del departamento. Según mis jefes, lo hacían por mi bien, porque al incorporarme de una baja maternal, con una niña pequeña y una separación complicada con juicios pendientes por acoso, mis energías no iban a estar centradas en mis tareas. Qué equivocados estaban, porque tú bien sabes que siempre me he dejado la piel en mi trabajo y estaba dispuesta a seguir luchando por ello. Además, tenía a una hija a la que mantener, así que no me podía permitir el lujo de poner en riesgo la base de nuestro sustento. Me reprochabas que apenas tenía tiempo para ir a verte, qué mal me hacías sentir. Te explicaba una y otra vez mis horarios, de jornada partida, las idas y venidas a la guardería, las tareas del hogar, las noches en vela, el trabajo pendiente para casa… “Aprendiz de mucho, maestro de nada”, me respondías a menudo, echándome en cara que la ropa no estaba bien planchada, que a la niña le daba poco el sol o que necesitaba ir a la peluquería con urgencia.
Lo que más me dolía que me dijeras, era que te daba pena mi ex-pareja porque había chocado con una mujer que era incapaz de aguantar las dificultades del día a día. Según tu opinión, mi carácter fuerte había hecho que él se comportara de manera dura conmigo porque tenía que intentar mantenerme a raya. Yo le provocaba, como te provocaba a ti.
Recuerdo que el abuelo se metió un día en nuestras continuas discusiones y me hizo un gesto para que no te replicara. Me apartó hacia el salón y cogiéndome del brazo me dijo: “¿haces lo que te hace feliz?, porque eso es lo único importante, y tú tienes cojones de sobra para llevar tu vida como creas conveniente…”
Lloré durante horas, al principio lágrimas saladas que escocían al brotar, quizás curando viejas heridas, luego otras gotas dulces que lavaban la cara, como una tormenta antes del arco iris. Ese mismo día, releí la novela de Leonardo, “La reina de las nieves” se llamaba. Maldije a todos los que no me quisieron libre, incluida tú. Entendí que mis acantilados aún eran golpeados con furia por las olas de los que creen que solo hay un camino en la vida y entendí que, ante esa tormenta, la única salida consistía en caminar erguida, contra el viento y la marea, hasta alcanzar la meta propuesta.
Fue el principio de todo y jamás volví a discutir contigo, mis silencios pesaban demasiado para ti. Volviste a ver cómo me zambullia en los libros y en mis arrebatos de espontaneidad infantil. Le enseñé a mi hija a recoger polvo del luna llena por si necesitaba hacer revivir a las hadas y, sobre todo, le expliqué que la imaginación es un bichito que se cuela en la sangre y se queda latente esperando una risa o un resfriado para manifestarse. Nos viste crecer felices, haciendo equilibrios de colores con esta vida que a veces se torna gris.
Te confieso todo esto porque hoy me has dicho que tienes miedo de la muerte. Dices que una niebla blanca acude a tu cabeza y te roba las recetas de cocina y el horario de las pastillas. Te tiembla el labio cuando me lo cuentas. También me has dicho, con una sonrisa, que la vida es un cuento y que cada uno tiene que encargarse de escribirlo a su manera. Hay que ver cuánto has aprendido, abuela. Yo sé que, probablemente, nunca te interesaste por leer mis poemas, te bastaba que los demás te contaran el argumento según sus propias interpretaciones. Pero hoy tengo miedo a no tener que esconderte mis relatos y a que, desde la niebla blanca, me pongas folios sin escribir para que los llene con mis lágrimas.
. Durísimo de principio a fin, pero es sobrehumano el valor de la protagonista. Me he enamorado de este trocito 
) al siguiente corto