George Thurston TRES INCIDENTES EN LA VIDA DE UN HOMBRE George Thurston era primer teniente y edecán en el estado mayor del coronel Brough, quien comandaba una brigada federal. El coronel Brough tenía esta jerarquía provisoria, como coronel de mayor antigüedad, pues el brigadier estaba gravemente herido y en uso de licencia hasta que se recuperara. Creo que el teniente Thurston provenía del regimiento del coronel Brough, y a ese mismo regimiento, junto con su coronel, habría sido devuelto, de haber vivido hasta la recuperación de nuestro comandante. El edecán cuyo puesto ahora ocupaba Thurston había muerto en una batalla, y la llegada de Thurston fue la única modificación en el equipo de nuestro estado mayor aparte el cambio de comandantes. Pero no lo queríamos: era poco sociable. De todas maneras eran otros quienes notaban esta característica más que yo. Así fuera en el campamento como durante la marcha, en las tiendas, en los barracones o en los vivacs, mis deberes como topógrafo me mantenían ocupado como un castor. Estaba todo el día sobre el caballo, y la mitad de la noche ante mi mesa de dibujo relacionando los datos de mis relevos. El mío era un trabajo peligroso; debía entrar lo más posible en las líneas enemigas, para que más valieran mis anotaciones y los mapas que resultaban de ellas. En este asunto las vidas humanas no contaban para nada ante la posibilidad de definir un camino o determinar un puente. A veces era necesario enviar escuadrones enteros de caballería contra poderosas avanzadas de infantes para que el breve lapso entre el avance y la retirada inevitable pudiera utilizarse para medir la profundidad de un vado o fijar el punto de intersección de dos caminos. En algunos oscuros rincones de Inglaterra y de Gales existe la costumbre inmemorial de «azotar los límites» de la parroquia. Un determinado día del año la población entera viaja en procesión desde un mojón al otro, a lo largo del límite. En los puntos más importantes se azota con verdadero entusiasmo a los muchachos para hacerles recordar ese lugar en años venideros, hasta que se convierten en autoridades en cuestión de límites. Nuestros frecuentes encuentros con las patrullas y exploradores confederados tenían este mismo valor educativo; fijaban en mi memoria una imagen vívida y aparentemente imperecedera del lugar, una imagen que hacía las veces de las más precisas anotaciones, las que por otra parte no era siempre prudente llevar consigo, entre los disparos de las carabinas, el choque de los sables y los caballos lanzados hacia todos lados. Estos fogosos encuentros eran observaciones teñidas de rojo. Una mañana, al salir con mi escolta para realizar una expedición más riesgosa aún de lo habitual, el teniente Thurston se me acercó a caballo y me preguntó sí tenía alguna objeción a que él me acompañara, ya que el comandante le había otorgado permiso para hacerlo. —Ninguna en absoluto —contesté un tanto hoscamente—; pero ¿a título de qué viene usted? No es topógrafo y el capitán Burling comanda mi escolta. —Iré como espectador —dijo. Se quitó la espada, sacó las pistolas de sus cananas y se las entregó al auxiliar, quien volvió nuevamente al campamento. Me di cuenta de la brutalidad de mi observación, pero al no encontrar una forma de disculpa, me quedé callado. Esa tarde nos encontramos con un regimiento enemigo y con una pieza de artillería que dominaba por lo menos una milla del camino por el que nos acercábamos. Mi escolta luchó desplegada a ambos lados de la ruta, pero Thurston permaneció en el medio de la misma; cada pocos segundos su posición era barrida por la metralla que desgarraba el aire al pasar. Él había dejado caer las riendas sobre el pescuezo de su caballo y estaba sentado, muy erguido sobre la montura, con los brazos cruzados. Pronto se encontró en el suelo, con su caballo hecho trizas. Desde el costado del camino, mi lápiz y mi cuaderno inertes, olvidados de mi deber, lo observé mientras se desembarazaba lentamente de los restos de su animal para ponerse de pie. En ese momento —el cañón había callado—, un tipo gigantesco se lanzó a caballo como una centella por el camino, con el sable desnudo. Thurston lo vio venir, se irguió cuan largo era y se cruzó de brazos una vez más. Era demasiado valiente como para retroceder ante una orden, y además mis bruscas palabras lo habían desarmado. Era sólo un espectador. Un momento más y habría sido partido en dos como un pescado, pero una bala bendita tumbó al atacante sobre el camino polvoriento, tan cerca de Thurston que el impulso lo hizo rodar hasta sus pies. Esa noche, mientras pasaba mis apuradas notas en limpio, encontré el tiempo suficiente para pensar mis disculpas, que tomaron, creo, la ruda y primitiva forma de una confesión reconociendo que había hablado como un idiota. Unas semanas más tarde parte de nuestro ejército hizo un asalto contra el flanco izquierdo del enemigo. El ataque, lanzado contra una posición desconocida, a través de un terreno poco familiar, fue conducido por nuestra brigada. Había tantos accidentes de terreno y la maleza era tan espesa que todos los oficiales y soldados de a caballo tuvieron que combatir a pie, incluso el comandante y su estado mayor. En la melée, Thurston quedó separado del resto y sólo lo encontramos, horriblemente herido, después de haber conquistado la última defensa enemiga. Estuvo algunos meses en el hospital de Nashville, Tennessee, pero finalmente se reunió con nosotros. Muy poco dijo sobre su accidente, excepto que se había confundido y extraviado, y desembocó ante las líneas enemigas, donde fue herido; pero nos enteramos de los detalles de boca de uno de sus heridores a quien habíamos capturado: «Apareció caminando frente a nosotros, mientras formábamos en línea, cuerpo a tierra», dijo este hombre. «Toda una compañía se puso de pie apuntándole al pecho con sus rifles y algunos casi lo rozaban. "¡Arroja el sable y ríndete, maldito yanqui! ", gritó uno de nuestros oficiales. El hombre dejó vagar sus ojos por la línea de fusiles, se cruzó de brazos empuñando todavía la espada, y contestó lentamente: No lo haré. Si todos hubiéramos disparado lo habríamos despedazado. Algunos no lo hicimos. Yo fui uno de ellos; nada podría haberme obligado a hacerlo.» Cuando se mira con tranquilidad a la muerte sin hacerle ninguna concesión, es natural que uno tenga una buena opinión de sí mismo. No sé si era este sentimiento el que en Thurston se expresaba con su actitud tan formal al cruzarse de brazos. Nuestro cabo, tartamudo incorregible, sugirió otra explicación un día en que estábamos comiendo y Thurston se encontraba ausente: «Es s-su ma-mane-ra de do-do-mi-nar una ten-den-cia conge-gé-nita a huir». —¿Qué? —exploté, poniéndome de pie indignado—. ¿Insinúa, cuando él no está, que Thurston es un cobarde? —Si-si fuera un-un co-o-barde, no-no trata-ta-ría de domi-mi-narla; y si es-es-tuvie-e-ra aquí no-no me a-a-ni-ma-ría a tra-tar el a-asun-to —fue la apaciguadora respuesta. Este hombre intrépido, George Thurston, murió una muerte innoble. La brigada había acampado, y el cuartel general estaba ubicado en un bosque frutal de árboles inmensos. En una de las ramas más altas de uno de ellos, un trepador temerario había atado los dos cabos de una larga cuerda haciendo una hamaca que no tenía menos de cien pies de largo. Lanzarse hacia abajo desde una altura de cincuenta pies, por el arco de un círculo que tiene aquel radio, elevarse hasta una altura igual, detenerse durante un instante sobrecogedor, y luego volar vertiginosamente hacia atrás... Nadie que no lo haya intentado puede concebir los terrores que tal deporte apareja a los novicios. Thurston salió un día de su tienda y pidió que lo instruyeran en el misterio de la propulsión de la hamaca, ese arte de elevarse y sentarse que todos los muchachos dominaban. En pocos minutos había aprendido y se hamacaba a una altura mayor que la que habían pretendido los más expertos. Nos estremecíamos al ver sus vuelos temibles. —De-deténgan-lo —dijo el cabo, saliendo lentamente del comedor donde había estado almorzando—. N-no sa-sabe que si su-supera la ram-ma en-en-rollará la-a hamm-aca. Tanta era la fuerza con que aquel hombre se lanzaba a través del aire, tanta la energía, que en cada extremo del arco, su cuerpo de pie sobre la hamaca quedaba casi horizontal. Si llegaba a pasar una sola vez sobre el nivel en que estaba sujeta la cuerda, estaría perdido; la cuerda se aflojaría y él habría de caer, recorriendo la misma distancia que había subido; en ese momento, la repentina tensión le arrancaría la cuerda de sus manos. Todos advertían el peligro, todos le gritaban que desistiera, y le hacían gestos cuando volaba cerca nuestro —difuso y con un zumbido corno de proyectil de cañón al surcar el espacio—, en el momento en que llegaba al nivel inferior de su horrible oscilación. Una mujer que estaba cerca de allí se desvaneció y se cayó al suelo sin que nadie lo notara. Los soldados de un regimiento que acampaba en las cercanías llegaron corriendo en grupo para ver, alborotados. Repentinamente, cuando Thurston estaba en su curva ascendente, los gritos callaron. Thurston y la hamaca se habían separado; es todo lo que se puede saber. Ambas manos se habían soltado de la cuerda a la vez. Al agotarse el impulso de la liviana hamaca ésta se replegó, y el empuje del hombre lo llevó, casi erguido, arriba y adelante, sin seguir ya su arco, en una curva hacia afuera. Sólo puede haber transcurrido un instante, pero parecieron siglos. Yo grité, o creí que gritaba: «¡Dios mío! ¿No dejará nunca de ascender?». Casi rozó la rama de un árbol. Recuerdo un sentimiento de alegría cuando pensé que podría aferrarse a ella y salvarse. Especulé con la posibilidad de que sostuviera su peso. Pasó sobre ella, y desde mi perspectiva se destacó contra el azul del cielo. No obstante los años que han pasado puedo evocar nítidamente la imagen de un hombre en el cielo, con su cabeza erguida, los pies juntos, las manos... No, las manos no puedo verlas. De pronto, con repentina y sorprendente rapidez, gira por completo y se lanza hacia abajo. El hombre se ha convertido en un mero bólido, casi todo piernas. Luego hay un sonido indescriptible, el sonido de un impacto que sacude la tierra, y estos hombres, familiarizados con la muerte bajo sus aspectos más espantosos, se descomponen. Muchos se marchan del lugar caminando a tropezones; otros se apoyan contra los árboles o se sientan sobre las raíces. La muerte ha aprovechado una ventaja injusta; ha golpeado con un arma poco común; ha ejecutado una estratagema nueva e inquietante. No sabíamos que tuviera recursos tan horribles, posibilidades tan abismales de terror. El cuerpo de Thurston yacía sobre sus espaldas. Una pierna, doblada debajo del tronco, estaba quebrada sobre la rodilla y el hueso se había hundido en la tierra. El abdomen había estallado; los intestinos sobresalían. Tenía el cuello roto. Los brazos estaban rígidamente cruzados sobre el pecho.