WILKIE COLLINS Dos destinos Traducción de Elena Martín Enebral PRELUDIO EL INVITADO ESCRIBE RELATANDO LA CENA Han transcurrido muchos años desde que mi esposa y yo dejamos Estados Unidos para visitar Inglaterra por primera vez. Viajábamos, por supuesto, con cartas de presentación. Una de ellas la había escrito el hermano de mi esposa y nos encomendaba a un caballero inglés que ocupaba un lugar destacado en su lista de viejos y apreciados amigos. Al despedirnos, mi cuñado nos dijo: —Conoceréis al señor George Germaine en una etapa muy interesante de su vida. Según las últimas noticias, se acaba de casar. No sé nada de su esposa ni tampoco de las circunstancias en que mi amigo la conoció. Pero de algo tengo la certeza: por la amistad que nos une, casado o soltero, George Germaine os dispensará, a ti y a tu esposa, un agradable recibimiento en Inglaterra. El día después de nuestra llegada a Londres dejamos la carta de presentación en casa del señor Germaine. A la mañana siguiente fuimos a ver en la metrópoli inglesa un monumento de gran interés para los americanos: la torre de Londres. A los ciudadanos de Estados Unidos les resulta de suma utilidad esta reliquia de tiempos pasados, pues exalta su estima patriótica por las instituciones republicanas. De regreso al hotel, la tarjeta de los señores Germaine nos indicó que ya nos habían devuelto la visita. Esa misma tarde, recibimos una invitación para cenar con la pareja recién casada. Iba adjunta a una pequeña nota de la señora Germaine dirigida a mi esposa, en la que nos advertía que no esperáramos unirnos a un gran grupo. "Es la primera cena que ofrecemos tras regresar de nuestro viaje de bodas", escribía, "y sólo conocerán a unos pocos viejos amigos de mi marido." En América y (según tengo entendido) en el continente europeo también, cuando uno es invitado a cenar a una determinada hora se le hace al anfitrión el honor de llegar a su casa puntualmente. Tan sólo en Inglaterra prevalece la incomprensible y descortés costumbre de dejar que éste y la cena aguarden durante media hora o más, sin ninguna razón ni otra excusa mejor que la disculpa puramente formal contenida en las palabras: "Perdón por llegar tarde." Aunque llegamos a casa de los señores Germaine a la hora señalada, tuvimos motivos para congratularnos por la ignorante puntualidad que nos había conducido hasta el salón media hora antes que el resto de invitados. En primer lugar, fue tanta la cordialidad y tan poca la ceremonia con que nos dieron la bienvenida que casi nos imaginamos de vuelta en nuestro país. En segundo lugar, el marido y la esposa nos interesaron desde el momento en que los vimos. La dama, en particular, no era una mujer lo que se dice bella, pero nos fascinó. Había un encanto natural en su rostro y su porte, una gracia simple en todos sus movimientos, una ligera y deliciosa melodía en su voz, que a unos americanos como nosotros nos resultaron sencillamente irresistibles. Y además era evidente (y tan grato) que al menos allí había un matrimonio feliz. Eran dos personas que compartían sus más preciados anhelos, deseos e intereses; parecían, me arriesgaría a decir, haber nacido para ser marido y mujer. Cuando el elegante retraso de media hora hubo expirado, nosotros conversábamos con tanta familiaridad y confianza como si los cuatro fuéramos viejos amigos. Dieron las ocho y apareció el primer invitado inglés. He olvidado el nombre del caballero, por lo que, con su permiso, lo distinguiré utilizando una letra del alfabeto. Permítanme llamarlo señor A. Al entrar el señor A solo en la estancia, nuestros anfitriones se sobresaltaron y parecieron sorprendidos. Por lo visto esperaban que le acompañara otra persona. El señor Germaine preguntó a su amigo con curiosidad: —¿Dónde está su esposa? El señor A respondió por la dama ausente ofreciendo una correcta y escueta disculpa, que expresó con estas palabras: —Tiene un fuerte resfriado. Lo siente de veras. Me ha pedido que presente sus excusas. Acababa de transmitir el mensaje cuando apareció otro caballero sin acompañante. Retomando las letras del alfabeto, permítanme llamarlo señor B. Una vez más, observé el sobresalto de nuestros anfitriones al verlo entrar solo en la estancia. Y, para mi asombro, oí al señor Germaine formular la misma pregunta al nuevo invitado: —¿Dónde está su esposa? La respuesta del señor B fue, con escasas variaciones, una repetición de la correcta y escueta disculpa del señor A. —Lo lamento mucho. La señora B tiene un fuerte dolor de cabeza. Es propensa a estos dolores. Me ha pedido que presente sus excusas. Los señores Germaine cruzaron una mirada. El rostro del marido expresaba claramente la sospecha que había suscitado en él la segunda disculpa. La esposa permanecía firme y serena. Hubo un instante de silencio. Los señores A y B se retiraron juntos, con expresión culpable, a un rincón. Mientras, mi esposa y yo contemplamos los cuadros. La señora Germaine fue la primera en liberarnos de aquel intolerable silencio. Al parecer, todavía faltaban dos invitados para completar el grupo. —¿Empezamos ya a cenar, George? —le preguntó a su esposo—. ¿O aguardamos a los señores C? —Esperemos cinco minutos —respondió él secamente, con la mirada puesta en los señores A y B, que mostrándose culpables seguían recluidos en su rincón. Se abrió la puerta del salón. Todos sabíamos que se aguardaba a una tercera dama, y miramos hacia la puerta con tácita anticipación. En silencio, abrigábamos la esperanza inconfesable de que pudiera aparecer la señora C. ¿Nos deleitaría y tranquilizaría, a la vez, con su presencia aquella mujer admirable aunque desconocida? Me estremezco al escribirlo. El señor C entró en la estancia, pero solo. Al recibir al nuevo invitado, el señor Germaine cambió repentinamente su pregunta. —¿Está enferma su esposa? —dijo. El señor C era un hombre de cierta edad y, a juzgar por las apariencias, había vivido en la época en que las viejas normas de cortesía todavía estaban en vigor. Descubrió a sus dos iguales en el rincón, sin la compañía de sus esposas, y excusó a su mujer con el aire de un hombre que se siente francamente avergonzado: —La señora C lo lamenta mucho. Tiene un resfriado muy fuerte. Siente mucho no poder acompañarme. Ante esta tercera disculpa, el señor Germaine no pudo contenerse y expresó su indignación. —Dos fuertes resfriados y un fuerte dolor de cabeza —dijo en tono irónico aunque educado—. Caballeros, no sé si sus esposas están de acuerdo cuando se encuentran bien, pero cuando están enfermas ¡su unanimidad es prodigiosa! Tras aquel comentario incisivo fue anunciada la cena. Tuve el honor de conducir a la señora Germaine al comedor. Su percepción del insulto implícito que le habían dedicado las esposas de los amigos de su marido se reflejó únicamente en un temblor, muy leve, de la mano con la que se apoyó en mi brazo. El interés que sentía por ella se multiplicó. Tan sólo una mujer acostumbrada a sufrir y que hubiera tenido que doblegarse y aprender a dominarse podría haber soportado, como ella, el martirio moral que se le había infligido, desde el principio hasta el final de la velada. ¿Exagero al escribir sobre mi anfitriona en estos términos? Véanse las circunstancias a las que nos enfrentábamos dos extraños como mi esposa y yo. Aquella era la primera cena que los señores Germaine ofrecían después de su boda. Tres de los amigos del señor Germaine, todos hombres casados, habían sido invitados junto a sus esposas para conocer a la mujer del señor Germaine, y (evidentemente) habían aceptado la invitación sin reservas. Resultaba imposible decir qué detalles habrían surgido entre el momento de entregar la invitación y el de celebrar la cena. Lo único que podía discernirse claramente era que, en aquel intervalo, las tres esposas habían coincidido en dejar que sus maridos las representaran en la mesa de la señora Germaine; y lo que es más sorprendente, los esposos habían aprobado la conducta tremendamente descortés de sus esposas y habían consentido en dar las excusas más triviales e insultantes para justificar su ausencia. ¿Podría haberse ultrajado de forma más cruel a una mujer en el inicio de su vida de casada, ante su esposo y en presencia de dos extraños de otro país? ¿Es "martirio" una palabra demasiado dura para describir lo que una persona sensible debió sufrir al verse sometida a un trato como aquél? No lo creo. Así pues, ocupamos nuestros lugares en la mesa. No me pidan que describa aquella velada, ¡la reunión más deplorable de los mortales, la fiesta más aburrida y monótona del género humano! Ya es bastante lamentable recordarla. Mi esposa y yo hicimos todo lo que pudimos para que la conversación fluyera con la mayor naturalidad y sencillez. Puede decirse que realmente nos esforzamos. Sin embargo, el éxito que obtuvimos no fue demasiado alentador. Por mucho que intentásemos ignorarlos, los tres lugares vacíos de las tres mujeres ausentes hablaban tristemente por sí mismos. Por mucho que intentásemos resistirnos, todos llegábamos a la única y penosa conclusión que aquellos lugares vacíos insistían en imponernos. Era evidente que algún terrible rumor acerca de aquella desdichada mujer, que presidía la mesa, había salido a la luz de forma inesperada y había acabado, de un solo golpe, con el lugar que ocupaba en la estima de los amigos de su marido. Ante las excusas dadas en el salón y los sitios vacíos en la mesa, ¿qué podían hacer los invitados más afables, con la mejor intención, para ayudar al marido y a la esposa en ese duro trance? Podían dar las buenas noches en cuanto hallaran la ocasión y demostrar su compasión dejando a solas al matrimonio. Permítanme, al menos, hacer constar en honor a los tres caballeros, referidos en estas páginas como A, B y C, que se sentían tan avergonzados de sí mismos y de sus esposas que fueron los primeros del grupo que abandonaron la casa. Unos pocos minutos después nos levantamos para seguir su ejemplo. La señora Germaine nos rogó que postergásemos nuestra partida. —Aguarden unos minutos —susurró dirigiendo una mirada a su esposo—. Tengo que decirles algo antes de que se marchen. Se apartó y, tomando del brazo al señor Germaine, le llevó al otro lado de la sala. Los dos mantuvieron un breve diálogo en voz baja. El marido terminó la discusión acercándose la mano de su esposa a los labios. —Como tú quieras, cariño —le dijo—. Lo dejo enteramente a tu juicio. Se sentó apenado, absorto en sus pensamientos. La señora Germaine abrió un armario en el extremo más alejado de la habitación y regresó a nuestro lado con un pequeño cartapacio en la mano. —No tengo palabras para expresar mi agradecimiento por su amabilidad —dijo con gran sencillez y dignidad a la vez—. Me han tratado, en circunstancias muy difíciles, con la ternura y comprensión que habrían demostrado a un viejo amigo. La única forma de devolverles todo lo que les debo es ofreciéndoles mi entera confianza y dejando que juzguen por sí mismos si merezco el trato que he recibido esta noche. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Calló, tratando de dominarse. Los dos le pedimos que no continuase. Su marido unió su petición a la nuestra. Ella nos dio las gracias, pero insistió. Como la mayoría de personas que controlan sus emociones, podía mostrarse decidida cuando consideraba que la ocasión lo requería. —Aún tengo que decir unas pocas palabras —prosiguió dirigiéndose a mi esposa—. Es usted la única mujer casada que ha asistido a nuestra humilde cena. La ausencia manifiesta de las otras esposas se explica por sí misma. No me corresponde juzgar si han hecho lo correcto o no rechazando sentarse a nuestra mesa. Mi querido esposo, que conoce toda mi vida tan bien como yo, expresó el deseo de que invitáramos a esas damas. Supuso equivocadamente que sus amigos adoptarían el afecto que siente por mí; pero ni él ni yo sospechábamos que las desgracias de mi vida pasada les serían reveladas por alguna persona de su entorno, cuya perfidia aún debemos descubrir. Lo mínimo que puedo hacer, en reconocimiento a su amabilidad, es ponerles en la misma situación que ahora ocupan las otras damas respecto a mí. Las circunstancias en las que me he convertido en la esposa del señor Germaine son, en algunos aspectos, muy singulares. Quedan relatadas, sin omisión ni reserva, en una breve narración que mi esposo escribió al casarnos para satisfacer a uno de sus familiares ausentes, cuya buena opinión no deseaba dañar. El manuscrito está en este cartapacio. Después de lo que ha sucedido, les pido a los dos que lo lean, como un favor personal hacia mí. Cuando lo sepan todo, podrán decidir si soy o no una persona recta con la que puede tratarse una mujer honesta. Alargó la mano y con una sonrisa dulce y triste nos dio las buenas noches. Mi esposa, con su carácter impulsivo, olvidó las formalidades propias de la ocasión y la besó al salir. Ante aquel sencillo acto de simpatía y hermandad, la pobre perdió la entereza con la que se había mantenido durante toda la velada y rompió a llorar. Sentí tanta ternura y compasión por ella como mi esposa. Pero (por desgracia) no pude gozar también del privilegio de besarla. Al bajar las escaleras hallé la oportunidad de decirle unas palabras alentadoras a su marido cuando nos acompañaba a la puerta. —Antes de abrir esto —afirmé señalando el cartapacio, que sostenía bajo el brazo—, hay algo de lo que estoy seguro. Si no estuviera casado, créame, le envidiaría por la esposa que tiene. El, a su vez, señaló el cartapacio. —Lea lo que he escrito —dijo— y comprenderá lo mucho que me han hecho sufrir esta noche mis falsos amigos. A la mañana siguiente, mi esposa y yo abrimos el cartapacio y leímos la extraña historia del matrimonio de George Germaine. GEORGE GERMAINE CUENTA SU HISTORIA DE AMOR CAPÍTULO I GREENWATER BROAD Vuelve atrás, memoria, por el oscuro laberinto del pasado, por alegrías y pesares entrelazados durante veinte años. Volved, días de mi niñez, junto a las sinuosas y verdes orillas del pequeño lago. Ven a mí una vez más, amor de infancia, con la inocente belleza de tus diez primeros años de vida. Vivamos de nuevo, cariño mío, como en nuestro paraíso original, antes que el pecado y el dolor alzaran sus espadas de fuego y nos arrojaran al mundo. Era el mes de marzo. Las últimas aves salvajes de la temporada nadaban en las aguas del lago que, en Suffolk, llamamos Greenwater Broad. Serpenteando por doquier, las orillas cubiertas de hierba y los árboles encorvados teñían el lago con esos reflejos de un verde suave que le dan nombre1. En un fondeadero, en el extremo sur, se guardaban los botes. Mi precioso bote de pesca tenía un pequeño puerto natural para él solo. En otro fondeadero, en el extremo norte, se hallaba la gran trampa (o "señuelo"), que se utilizaba para atrapar a las aves salvajes que se reunían cada invierno, a millares, en Greenwater Broad. Mi pequeña Mary y yo salimos, cogidos de la mano, a ver caer en el señuelo a los últimos pájaros de la temporada. La parte exterior de aquella extraña trampa para pájaros emergía de las aguas del lago en una serie de arcos circulares, compuestos por ramas elásticas dobladas en la forma necesaria y cubiertas por pliegues de una fina malla, que constituía la techumbre. Los arcos y la malla disminuían de tamaño poco a poco, siguiendo el secreto serpentear del fondeadero, tierra adentro, hasta su fin. Detrás, construida alrededor de los arcos en el lado de tierra, se extendía una empalizada, que era lo bastante grande para que un hombre arrodillado se ocultara sin ser visto por los pájaros del lago. En distintos tramos de la empalizada se abría un agujero de un tamaño mínimo para que pasara un perro de aguas o un terrier. Y ahí empezaba y acababa el mecanismo, simple aunque suficiente, del señuelo. En aquellos días, yo tenía trece años y Mary diez. Caminábamos hacia el lago con el padre de Mary como guía y compañero. Aquel buen hombre trabajaba como administrador en la finca de mi padre. Pero además era un hábil maestro en el arte de atraer patos con señuelo. El perro que le ayudaba (en Suffolk no empleamos patos domesticados como señuelo) era un pequeño terrier negro, también un hábil maestro, a su manera, y un ser que poseía, en igual proporción, dos envidiables virtudes: un excelente buen humor y un extraordinario sentido común. El perro siguió al administrador y nosotros seguimos al perro. Al llegar a la empalizada que rodeaba al señuelo, el perro se sentó para esperar hasta que se le necesitara. Imitando al administrador, nos agachamos tras el señuelo, asomándonos por el agujero más prominente, que proporcionaba una vista completa del lago. Era un día sin viento; ni una sola onda agitaba la superficie del agua; las nubes, suaves y grises, cubrían el cielo y no dejaban ver el sol. Nos asomamos con cautela por el agujero de la empalizada. Allí estaban los patos salvajes, que, congregados a corta distancia del señuelo, se atusaban plácidamente las plumas en la tranquila superficie del lago. El administrador miró al perro y le hizo una señal. El perro miró al administrador y, avanzando sigilosamente, pasó por el agujero para mostrarse en la estrecha franja de tierra que descendía desde el lado exterior de la empalizada al lago. Un pato primero, luego otro, después media docena más, descubrieron al perro. Aquel nuevo elemento, que se revelaba en el solitario paisaje, se convirtió, al instante, en objeto de la ávida curiosidad de los patos. Los más cercanos empezaron a aproximarse lentamente al extraño animal de cuatro patas, que permanecía clavado en la orilla. En dúos y tríos, el grupo principal de aves acuáticas fue siguiendo gradualmente al pelotón avanzado. Acercándose cada vez más al perro, los precavidos patos se detuvieron de pronto, y, suspendidos en el agua, contemplaron a una distancia prudencial el prodigio en tierra. El administrador, arrodillado tras la empalizada, susurró: —¡Trim! Al oír su nombre, el terrier dio media vuelta y, escapando por el agujero, se puso fuera de la vista de los patos. Inmóviles en el agua, las aves salvajes esperaban intrigadas. Un minuto después, el perro había ido trotando hasta salir por el siguiente agujero de la empalizada, practicado allí donde el lago más se adentraba en el fondeadero. La segunda aparición del perro produjo, de inmediato, un segundo arranque de curiosidad entre los patos. Todos a una, se volvieron a aproximar para ver al perro más de cerca, y luego, considerando de nuevo una distancia prudencial, se detuvieron por segunda vez bajo el arco exterior del señuelo. El perro volvió a esfumarse y los desconcertados patos aguardaron. Tras un intervalo de tiempo, tuvo lugar la tercera aparición de Trim por un tercer agujero de la empalizada, que aún se adentraba más en la tierra del fondeadero. Por tercera vez, la irresistible curiosidad obligó a los patos a avanzar aún más bajo los funestos arcos del señuelo. El juego prosiguió una cuarta y quinta vez, hasta que el perro hubo atraído a las aves acuáticas, paso a paso, a las cavidades internas del señuelo. Hubo una última aparición de Trim, un último avance y una última pausa cautelosa de los patos. El administrador tiró de las cuerdas; la pesada malla cayó en vertical al agua y cerró el señuelo. Los patos, a docenas, habían sido atrapados por su propia curiosidad, con tan sólo un perro menudo como cebo. Pocas horas después, ya eran todos patos muertos que iban de camino al mercado de Londres. Cuando el último acto de la curiosa comedia del señuelo llegó a su fin, la pequeña Mary apoyó la mano sobre mi hombro y, poniéndose de puntillas, me susurró al oído: —George, ven a casa conmigo. Tengo algo que enseñarte que vale más la pena que los patos. —¿Qué es? —Es una sorpresa. No te lo puedo decir. —¿Me das un beso? La encantadora niña me pasó sus delgados brazos tostados por el cuello y respondió: —Todos los que quieras, George. Sus palabras eran inocentes; mis intenciones también. El afable administrador apartó la vista de sus patos y nos descubrió enfrascados en nuestro festejo infantil, uno en los brazos del otro. Movió su enorme dedo índice en señal de reprobación, con una sonrisa un poco triste y dubitativa. —¡Señorito George, señorito George! —dijo—. Cuando su padre vuelva a casa, ¿cree que aprobará que su hijo y heredero ande besando a la hija de su administrador? —Cuando mi padre vuelva a casa —respondí con gran dignidad—, le diré la verdad. Le diré que me voy a casar con su hija. El administrador soltó una carcajada y volvió a mirar a sus patos. —Bueno, bueno —oímos que decía para sus adentros—. Son sólo niños. Pobrecitos, no hay motivo para separarlos todavía. A Mary y a mí nos disgustaba sobremanera que nos llamaran niños. En realidad, uno de nosotros era una señorita de diez años, y el otro un caballero de trece. Indignados, dejamos al buen administrador y nos fuimos juntos, cogidos de la mano, a la casa. CAPÍTULO II DOS JÓVENES CORAZONES —El chico está creciendo muy rápido —le dijo el médico a mi madre— y se está volviendo demasiado listo para su edad. Señora, sáquelo de la escuela seis meses, deje que corra en casa al aire libre; y si le encuentra con un libro entre las manos, quíteselo sin más. Eso es lo que le receto. Aquellas palabras determinaron mi destino en la vida. Obedeciendo el consejo del médico, me transformé en un chico ocioso, sin hermanos, hermanas, ni compañeros de mi edad, con los que recorrer las tierras de nuestra solitaria casa de campo. Mary era, como yo, hija única y tampoco tenía compañeros de juego. Así pues, nos reuníamos en nuestros paseos por las orillas desiertas del lago. Empezamos siendo compañeros inseparables, pero nuestra relación fraguó y llegamos realmente a enamorarnos. Al finalizar nuestro festejo preliminar, nos propusimos (antes de que yo regresara a la escuela) alcanzar la plena madurez convirtiéndonos en marido y mujer. No escribo con ligereza. Aunque pueda parecerle absurdo a una persona "sensata", nosotros, dos niños, estábamos enamorados como nadie antes lo había estado. No hallábamos más placer que el de estar en compañía del otro. No nos agradaba la noche porque nos separaba. Cada uno por su parte, pedimos a nuestros padres que nos dejaran dormir en la misma habitación. Yo me enfadé con mi madre y Mary se sintió decepcionada con su padre, pues se rieron de nosotros preguntando qué sería lo próximo que querríamos. Si miro hacia adelante, desde aquellos días hasta mi época adulta, puedo evocar claramente los momentos de gran felicidad que me han correspondido. Pero de esa época no recuerdo ningún deleite comparable al placer exquisito y permanente que llenaba mi joven ser cuando paseaba con Mary por el bosque, cuando pescaba en mi bote con Mary en el lago, cuando me reunía con Mary, tras la cruel separación de la noche, y nos lanzábamos el uno en brazos del otro como si hubiéramos estado separados durante meses. ¿Cuál sería la fuerza que nos atraía con tal intensidad a una edad en la que el interés sexual yacía dormido en ella y en mí? Ninguno de los dos sabíamos ni deseábamos saber. Obedecíamos al impulso de amarnos, como un pájaro obedece al impulso de volar. No debe suponerse que poseyéramos un don o ventaja natural que nos distinguiera, en algún aspecto notable, de otros niños de nuestra edad. No poseíamos nada semejante. En la escuela se me consideraba inteligente; pero, como yo, había miles de muchachos, en miles de escuelas, que eran los primeros de la clase y ganaban premios. Sinceramente, no tenía nada de particular, excepto que era, como se suele decir, "alto para mi edad". Por su parte, Mary no presentaba ningún atractivo espectacular. Era una niña delicada, de ojos gris claro y tez pálida, que siempre se mostraba muy reservada, tímida y silenciosa, menos cuando estaba a solas conmigo. Su belleza, en aquella época temprana, residía en una pureza ingenua y una expresión tierna, y en sus cabellos de un precioso color cobrizo, que adquirían unas curiosas y bellas tonalidades según la luz. En apariencia, éramos dos niños corrientes, pero misteriosamente existía una relación de afinidad entre su alma y la mía que no sólo desafiaba nuestros jóvenes esfuerzos por descubrirla, sino que era demasiado profunda para que la estudiaran mentes mucho más veteranas y sabias que las nuestras. Es lógico preguntarse si nuestros mayores hicieron algo para impedir aquella unión precoz mientras seguía siendo un inocente vínculo afectivo entre un niño y una niña. Mi padre no hizo nada, por la simple razón de que estaba fuera de casa. Era un hombre de talante inquieto y especulativo. Como había heredado sus propiedades cargadas de deudas, su gran ambición era aumentar, por sus propios medios, la reducida renta de la que disponía, abrir un establecimiento en Londres y escalar posiciones en la política por la vía del Parlamento. Un viejo amigo, que había emigrado a América, le había propuesto una especulación con tierras en uno de los estados del oeste, que podría darles una fortuna. Mi padre, con su imaginación excéntrica, se sintió atraído por la idea. Como consecuencia, ya llevaba más de un año lejos de nosotros en los Estados Unidos; y todo lo que sabíamos de él (por lo que ilustraban sus cartas) era que pronto volvería a nuestro lado en la envidiable situación de ser uno de los hombres más ricos de Inglaterra. En cuanto a mi pobre madre —la mujer más dulce y bondadosa—, todo lo que deseaba era verme feliz. El curioso idilio entre los dos niños la divertía e interesaba. Bromeaba con el padre de Mary acerca de una futura unión entre ambas familias, sin pensar seriamente en el futuro, ni tan siquiera predecir lo que podría suceder cuando mi padre regresara. "Mejor (o peor), mañana será otro día", había sido el lema de mi madre durante toda su vida. Y coincidía con el administrador en su tolerante filosofía, que ya se ha mencionado en estas páginas: "Son sólo niños. Pobrecitos, no hay motivo para separarlos aún." Sin embargo, había un miembro de la familia que se tomaba el asunto con prevención y seriedad. El hermano de mi padre nos visitó en nuestra solitaria residencia, descubrió lo que sucedía entre Mary y yo, y evidentemente, al principio se rio de nosotros. Pero posteriores averiguaciones le hicieron cambiar de opinión. Tenía la convicción de que mi madre estaba actuando como una insensata, que el administrador (un servidor leal como ninguno) iba consolidando astutamente sus intereses por medio de su hija; y que yo era un idiota, que había desarrollado sus reservas innatas de imbecilidad con extraordinaria precocidad. Influido por estas fuertes impresiones, habló con mi madre y se ofreció a llevarme con él de vuelta a Londres y tenerme allí hasta que entrara en razón, relacionándome con sus hijos y recibiendo una cuidadosa supervisión bajo su propio techo. Mi madre no se decidió a aceptar la propuesta, pues tenía la ventaja, frente a mi tío, de entender mi temperamento. Mientras ella seguía dudando y mi tío seguía esperando impaciente su resolución, les resolví el problema escapándome. Dejé una carta para justificar mi ausencia, en la que afirmaba que nada de este mundo me separaría de Mary, y prometía regresar y pedir perdón a mi madre en cuanto mi tío se marchara de la casa. Se llevó a cabo una exhaustiva búsqueda, pero no lograron hallar ni rastro del lugar en que me había refugiado. Mi tío, que partió a Londres, profetizó que viviría para ser la vergüenza de la familia, y anunció que transmitiría a mi padre, en el siguiente correo a América, la opinión que tenía de mí. El secreto del escondite que ideé para evitar ser descubierto se explica rápidamente. Me oculté, sin que el administrador lo supiera, en el cuarto de su madre. ¿Acaso ella lo sabía? Debo aclarar que sí. Y, aún es más, se vanagloriaba de ello. Cabe señalar que ella no lo consideraba un acto de hostilidad hacia mis familiares, sino simplemente una obligación con su conciencia. Pero, por todos los santos, ¿qué clase de anciana era aquélla? Es mejor dejar que aparezca y hable por sí misma: la extravagante y misteriosa abuela de la apacible Mary, la sibila de los tiempos modernos, conocida, en toda esa región de Suffolk, como Dame Dermody. Al escribir, vuelvo a verla sentada en el salón de la preciosa casita de su hijo, junto a la ventana, para que la luz cayera sobre sus hombros mientras tejía o leía. Dame Dermody era una anciana menuda y flaca, aunque fuerte, de fieros ojos negros, coronados por unas pobladas cejas blancas, una frente alta y arrugada, y un espeso cabello blanco recogido cuidadosamente bajo su anticuada "cofia". Se rumoreaba (y era cierto) que había nacido y se había educado como una dama, y que deliberadamente había desperdiciado su porvenir casándose con un hombre de condición social muy inferior. A pesar de lo que su familia pudiera pensar de su matrimonio, ella nunca se arrepintió. Creía que la memoria de su marido era sagrada y que su espíritu la protegía, pues velaba por ella, despierta o dormida, día y noche. Poseedora de esta fe, no estaba influenciada, lo más mínimo, por esas ideas vulgares y materialistas, de origen moderno, que asocian la presencia de seres espirituales a toscos trucos de ilusionismo y pantomimas de mono, que se escenifican sobre mesas y sillas. Las supersticiones, más elevadas, de Dame Dermody formaban parte integrante de sus convicciones religiosas —convicciones que, mucho tiempo atrás, hallaron fiel reflejo en las doctrinas místicas de Emmanuel Swedenborg—. Los únicos libros que ella leía eran los del profeta sueco. Mezclaba las enseñanzas de Swedenborg sobre ángeles y espíritus separados, sobre el amor al prójimo y la pureza de la vida, con fantasías desbordantes y creencias afines salidas de su propia cosecha. Y predicaba las doctrinas religiosas y visionarias obtenidas de ese modo, no sólo en la casa del administrador, sino también en expediciones proselitistas a los hogares de sus humildes vecinos de toda la región. Bajo el techo de su hijo, tras la muerte de su esposa, reinaba con un poder supremo, enorgulleciéndose, por igual, de la gran atención que prestaba a las obligaciones domésticas que del privilegio de comunicarse con ángeles y espíritus. Mantenía largas conversaciones con el espíritu de su difunto esposo ante cualquiera que estuviese presente —conversaciones que hacían enmudecer de horror a los inocentes espectadores—. Desde su visión mística, la unión amorosa entre Mary y yo era demasiado sagrada y hermosa para ser puesta a prueba por la sociedad con sus normas vulgares y prosaicas. Nos escribió unas breves fórmulas a modo de ruego y alabanza que habíamos de utilizar, cada día, al encontrarnos y separarnos. Y, con solemnidad, advirtió a su hijo que debía considerarnos dos criaturas consagradas que, sin saberlo, recorrían un camino celestial, cuyo principio estaba en la tierra, pero cuyo fulgurante final se hallaba entre los ángeles, en un estadio superior del ser. Imagínese mi aparición ante semejante mujer, explicándole, con lágrimas de desesperación en los ojos, que prefería morir a dejar que mi tío me separara de Mary, y ya no resulta tan sorprendente la hospitalidad que me ofreció Dame Dermody en el santuario de su cuarto. Cuando llegó el momento propicio para abandonar mi escondite, cometí un grave error. Al despedirme de la anciana, dándole las gracias, le dije (con el sentido del honor propio de un muchacho): —No diré nada, Dame. Mi madre no sabrá que me ocultó en su cuarto. La sibila apoyó su mano vieja y descarnada sobre mi hombro y me obligó, con rudeza, a sentarme en la silla de la que me acababa de levantar. —Jovencito! —dijo atravesándome con su fiera mirada—. ¿Te atreves a suponer que alguna vez he hecho algo de lo que esté avergonzada? ¿Crees que me avergüenzo ahora de lo que he hecho? Espera. Tu madre también podría malinterpretarme. Voy a escribirle. Se puso sus enormes anteojos redondos con monturas de carey y se sentó a escribir una carta. Cada vez que le fallaban las ideas, cada vez que no encontraba la expresión, miraba por encima del hombro, como si algún ser invisible estuviera detrás observando lo que escribía. Consultaba al espíritu de su esposo, tal y como consultaría a un hombre vivo, sonreía para sí con dulzura y seguía escribiendo. —¡Aquí está! —dijo entregándome la carta acabada, con un gesto de indulgencia imperial—. Su voluntad y la mía quedan aquí expresadas. Ve, jovencito. Te perdono. Dale mi carta a tu madre. Siempre hablaba de ese modo, con esa misma dignidad ceremoniosa y calculada en la actitud y el lenguaje. Le di la carta a mi madre. La leímos y ambos nos maravillamos. Dame Dermody, aconsejada por el espíritu siempre presente de su marido, escribía así: Señora: Me he tomado lo que tal vez considere una gran libertad. He ayudado a su hijo George a desafiar la autoridad de su tío. He respaldado a su hijo George en su decisión de ser fiel, en la vida y en la eternidad, a mi nieta, Mary Dermody. Debo, por usted y por mí misma, explicarle el motivo por el que he actuado de esta forma. Tengo la creencia de que el verdadero amor se determina y se consagra en el cielo. Las almas que están destinadas a unirse en ese mundo mejor siguen la orden divina de descubrirse y establecer su unión en este mundo. Los únicos matrimonios felices son aquellos en que las dos almas han logrado encontrarse en esta vida. Cuando las almas gemelas se encuentran por primera vez, ya no hay fuerza humana que logre separarlas. Tarde o temprano, por ley divina, han de volver a coincidir y convertirse otra vez en almas unidas. Las astucias del mundo quizás les obliguen a llevar formas de vida muy distintas, quizás les engañen o hagan que ellos mismos se engañen contrayendo un enlace terrenal y falible. No importa. Llegará, sin duda, el momento en que ese enlace revele su naturaleza, y las dos almas separadas se encuentren de nuevo para quedar unidas en este mundo y en el otro. Unidas, fíjese, desafiando todas las leyes y nociones humanas sobre el bien y el mal. Tal es mi creencia. Lo he demostrado con mi propia vida. Soltera, casada y viuda, la he mantenido y me ha sido favorable. Nací perteneciendo a la misma condición social que usted. Recibí las habituales enseñanzas materiales que conforman el concepto mundano de educación. Gracias a Dios, cuando aún era joven, mi alma encontró su igual. Conocí el amor y la unión verdaderos antes de llegar a los veinte años. Me casé con un hombre de la clase social en la que Cristo elegió a sus apóstoles: un trabajador. No hay palabras que puedan expresar mi felicidad mientras vivimos unidos en este mundo. Su muerte no nos ha separado. El me ayuda a escribir esta carta. Cuando me llegue la hora, le veré entre los ángeles, esperándome a orillas del luminoso río. Comprenderá ahora mi opinión sobre el vínculo que une a las jóvenes almas de nuestros pequeños, en el brillante inicio de sus vidas. Créame, lo que el hermano de su esposo le ha propuesto es un sacrilegio y una profanación. Le confieso abiertamente que contemplo como un acto virtuoso lo que he hecho para detener a su pariente en este asunto. No puede esperar que considere un serio obstáculo, para una unión que el cielo ha predestinado, el hecho de que su hijo sea el heredero del señor y que mi nieta sea sólo la hija del administrador. Rechace, se lo ruego, los prejuicios sociales, pues son indignos y anticristianos. ¿No somos todos iguales ante Dios? ¿No somos todos (incluso en este mundo) iguales ante la muerte y las enfermedades? Piense que no sólo la felicidad de su hijo, sino también su propia paz interior, dependen de que haga caso a mis palabras. Se lo advierto, no puede impedir la unión señalada de estas dos tiernas almas que, con los años, se convertirán en marido y mujer. Sepárelos ahora y será responsable de los sacrificios, las humillaciones y las desgracias por los que su George y mi Mary tal vez estén condenados a pasar, en su vida futura, hasta que vuelvan a reunirse. Ahora me siento aliviada. Ya lo he dicho todo. Si he hablado con demasiada libertad o la he ofendido inadvertidamente de algún modo, le pido perdón. Señora, reciba los mejores deseos de su fiel servidora, Helen Dermody Así finalizaba la carta. Para mí es algo más que una mera curiosidad como composición epistolar. Veo en ella la profecía —cumplida asombrosamente años después— de los acontecimientos que se darían en la vida de Mary y en la mía, y que quedan relatados en las próximas páginas. Mi madre decidió no responder a la carta. Como muchos de sus vecinos más pobres, sentía cierto temor por Dame Dermody; además, se solía mostrar reacia a las discusiones que versaban sobre los misterios de la vida espiritual. Fui reprendido, amonestado y perdonado; y ahí acabó el asunto. Durante algunas alegres semanas, Mary y yo recobramos, sin obstáculos ni interrupciones, nuestra vieja e íntima complicidad. Pero el final se acercaba cuando menos lo esperábamos. Mi madre se sorprendió, una mañana, al recibir una carta de mi padre en la que le comunicaba que había tenido que zarpar repentinamente a Inglaterra, y, aunque ya había llegado a Londres, estaba allí detenido por negocios que no admitían dilación. Debíamos aguardarle en casa, pues se presentaría, cualquier día, en cuanto estuviera libre. Aquella noticia llenó a mi madre de dudas y presentimientos sobre la estabilidad de la gran especulación de su marido en América. Su súbita marcha de los Estados Unidos y el misterioso retraso en Londres eran malos augurios, a su parecer, de una desgracia por venir. Estoy hablando de aquella época oscura en que el ferrocarril y el telégrafo eran sólo visiones en las mentes de inventores. Una comunicación rápida con mi padre (aunque hubiese aceptado confiar en nosotros) resultaba imposible. No teníamos otra opción que esperar y desear lo mejor. Los días pasaban tediosos y las breves cartas de mi padre seguían diciendo que lo demoraban sus negocios. Y llegó la mañana en que Mary y yo fuimos con Dermody, el administrador, a ver caer en el señuelo a las últimas aves salvajes de la temporada; mientras la casa seguía aguardando, en vano, a dar la bienvenida a su señor. CAPÍTULO III SWEDENBORG Y LA SIBILA El relato puede reanudarse en el punto en que se detuvo en el primer capítulo. Mary y yo (como tal vez se recuerde) habíamos dejado al administrador solo en el señuelo y nos dirigíamos juntos a la casa de Dermody. Al acercarnos a la verja del jardín, vi a un criado de la casa esperando. Traía un mensaje de mi madre para mí. —La señora desea que vaya a casa, señorito George, en cuanto pueda. Ha llegado una carta con la diligencia. El señor va a tomar una silla de posta desde Londres y es probable que se presente durante el día de hoy. El rostro atento de Mary se entristeció al oír aquellas palabras. —¿De veras tienes que irte, George, antes de ver lo que tengo para ti en casa? —me susurró. Recordaba la "sorpresa" que Mary me había prometido, cuyo secreto sólo me sería revelado al llegar a la casa. ¿Cómo podía decepcionarla? Ante tal perspectiva, mi pobrecita amada parecía estar a punto de echarse a llorar. Mandé al criado con un mensaje de aceptación. Comunicaba con cariño a mi madre que estaría de vuelta en casa dentro de media hora. Y entramos en la casa. Dame Dermody estaba sentada a la luz de la ventana, como era habitual, con uno de los libros místicos de Emmanuel Swedenborg abierto sobre el regazo. Levantó la mano solemnemente al vernos aparecer para que ocupáramos en silencio nuestra esquina acostumbrada. Era un acto de máxima traición doméstica interrumpir a la sibila cuando se encontraba con sus libros. Nos deslizamos sigilosamente a nuestro lugar. Mary esperó hasta que vio a su abuela inclinar su cabeza, cana y fruncir atentamente sus pobladas cejas, concentrándose en la lectura. En ese preciso instante, la discreta niña se levantó de puntillas, desapareció, sin hacer ruido, en dirección a su cuarto y volvió a mi lado trayendo algo envuelto cuidadosamente en su mejor pañuelo de batista. —¿Es eso la sorpresa? —susurré. Mary me respondió: —¿Adivinas qué es? —¿Algo para mí? —Sí. Intenta adivinarlo. ¿Qué es? Lo intenté tres veces, pero no acerté ninguna. Mary decidió ayudarme dándome una pista. —Di las letras del abecedario hasta que te pare —me indicó. Y empecé: —A, B... — y ahí me detuvo. —Es un nombre de cosa —dijo— y empieza por la B. Probé con: "Bellota", "bizcocho", "brújula", pero me falló la inventiva. Mary suspiró y negó con la cabeza. —No te esmeras demasiado —dijo—. Bueno, tienes tres años más que yo. Después de lo que me he esforzado por complacerte, quizás seas demasiado grande para que te guste mi regalo cuando lo veas. Inténtalo de nuevo. —No, no puedo. —¡Tienes que hacerlo! —Me rindo. Mary no aceptó la rendición y me ayudó ofreciéndome otra pista. —¿Qué dijiste una vez que te gustaría tener en tu bote? —me preguntó. —¿Fue hace mucho tiempo? —dije sin saber qué responder. —Sí, hace mucho mucho tiempo. Antes del invierno. Cuando caían las hojas en otoño y una tarde me llevaste a pescar. George, —¡Lo has olvidado! Muy cierto, para todos los hombres de todas las edades, siempre es él quien olvida y ella quien recuerda. Eramos sólo dos niños y ya conformábamos un tipo de hombre y mujer. A Mary se le agotó la paciencia. Olvidó la presencia terrible de su abuela y, dando un salto, sacó del pañuelo el objeto oculto. —¿Y ahora? —gritó con energía—. ¿Sabes lo que es? Por fin me acordé. Lo que había deseado tener en mi bote, todos esos meses atrás, era una bandera nueva. Y allí estaba, una bandera que la propia Mary había confeccionado para mí en secreto. El fondo era de seda verde y tenía una paloma bordada en blanco, que llevaba en el pico el típico ramo de olivo cosido con hilo de oro. La labor era temblorosa e insegura, propia de unas manos infantiles. Pero ¡con cuánta devoción mi pequeña había recordado mi deseo! ¡Con cuánta paciencia había manejado la aguja siguiendo las líneas del dibujo! ¡Con cuánta dedicación había trabajado en los tristes días de invierno! ¡Y todo por mí! ¿Qué palabras podrían expresar el orgullo, la gratitud, la felicidad que sentí? Yo también olvidé la presencia de la sibila, inclinada sobre el libro. Cogí en brazos a mi pequeña artesana y la besé hasta la saciedad. —¡Mary! —exclamé con la intensa emoción del momento— mi padre llega hoy. Hablaré con él por la noche, ¡y me casaré contigo mañana! —¡Jovencito! —dijo la imponente voz desde el otro extremo de la habitación—. Ven aquí. Dame Dermody había cerrado su libro místico y, a través de aquellos espectrales ojos negros, nos miraba en el rincón. Me acerqué a ella; Mary siguió tímidamente mis pasos. La sibila me tomó de la mano con una suave ternura que me resultó del todo nueva. —¿Tiene ese juguete algún valor para ti? —me preguntó mirando la bandera—. Pues ¡escóndelo! —profirió antes de que pudiera contestar—. ¡Escóndelo o quizás te lo quiten! —¿Por qué debería esconderlo? —pregunté—. Quiero izarlo en el palo de mi bote. —¡Nunca lo izarás! Con aquella respuesta me cogió la bandera y me la guardó impaciente en el bolsillo superior de la chaqueta. —¡No la arrugues, abuela! —dijo Mary con voz lastimera. Yo repetí la pregunta: —¿Por qué nunca la izaré en el palo de mi bote? Dame Dermody apoyó la mano en el volumen cerrado de Swedenborg, que seguía sobre su regazo. —He abierto este libro tres veces desde esta mañana —dijo—. Tres veces, las palabras del profeta me han avisado de que una desgracia está a punto de suceder. Niños, esa desgracia está punto de sucederos. Si miro hacia allí —dijo señalando un lugar de la habitación por el que se filtraba oblicuo un rayo de sol—, veo a mi marido en una luz celestial. Inclina la cabeza apenado y os apunta con su mano certera. George y Mary, ¡estáis consagrados el uno al otro! Sed siempre dignos de esa consagración; sed siempre dignos de vosotros mismos! —calló; titubeó. Nos miró con la ternura de alguien que sabe entristecido que se acerca la despedida. ¡Arrodillaos! —dijo en un tono bajo de respeto y dolor—. Puede que sea la última vez que os bendigo y rezo por vosotros en esta casa. ¡Arrodillaos! Juntos nos arrodillamos a sus pies. Podía sentir el corazón de Mary palpitando mientras se apretaba cada vez más contra mí. Podía también sentir los latidos del mío, más y más deprisa, con un temor que era un misterio para mí. —¡Que Dios bendiga y proteja a George y Mary, ahora y en lo venidero! ¡Que Dios favorezca, en el futuro, la unión que con su sabiduría ha dispuesto! Amén. Que así sea. Amén. Tras pronunciar estas últimas palabras, la puerta de la casita se abrió con fuerza. Mi padre, seguido del administrador, entró en la sala. Dame Dermody se levantó lentamente y le dirigió una severa mirada escrutadora. —La desgracia ha sucedido —dijo para sí—. Mira con los ojos y hablará con la voz de este hombre. Mi padre rompió el silencio dirigiéndose al administrador. —Ya lo ve Dermody —dijo—, mi hijo está en su casa cuando debería estar en la mía. Se volvió y me miró. Yo rodeaba a la pequeña Mary con el brazo, mientras esperaba paciente la oportunidad de hablar. —George —dijo con la sonrisa forzada que solía utilizar cuando estaba enfadado e intentaba disimular—, te estás poniendo en evidencia. Deja a esa niña y ven conmigo. Ahora o nunca; era el momento de declararme. A juzgar por las apariencias, todavía era un muchacho. A juzgar por mis sentimientos, me había convertido instantáneamente en un hombre. —Papá —le dije—, me alegro de verte de nuevo en casa. Ésta es Mary Dermody. Estoy enamorado de ella y ella lo está de mí. Deseo casarme con ella en cuanto mi madre y tú lo creáis conveniente. Mi padre soltó una carcajada. Antes de que pudiera volver a hablarle, cambió de humor. Se había dado cuenta de que Dermody, también, pretendía mostrarse divertido. De pronto, se enfureció como un loco. —Me habían hablado de esta detestable farsa —dijo—, pero hasta ahora no lo creía. ¿Quién le ha sorbido los sesos al chico? ¿Quién le ha animado para que ande abrazando a esa niña? Si ha sido usted, Dermody, será la peor faena que ha hecho en su vida. —Se volvió hacia mí, de nuevo, antes de que el administrador pudiera defenderse. —¿Me oyes? Suelta a la niña de Dermody y ven conmigo a casa. —Sí, papá —respondí—. Pero, con tu permiso, debo regresar junto a Mary después de estar contigo. Pese a lo enfadado que estaba se quedó absolutamente perplejo por mi atrevimiento. —Estúpido jovenzuelo, ¡tu insolencia es inconcebible! —profirió—. Te diré algo: ¡No volverás a pisar el umbral de esta casa! Te han enseñado a desobedecerme; te han metido en la cabeza cosas que ningún chico de tu edad debería saber. Y aún diré más: cosas que nadie decente te hubiera dejado saber. —Perdone, señor —intervino Dermody, con gran respeto y firmeza a la vez—. Hay muchos reproches que un amo enojado tiene el privilegio de decirle al hombre que le sirve. Pero ha abusado de ese privilegio. Me ha humillado en presencia de mi madre y de mi hija. En ese punto, mi padre le interrumpió. —Puede ahorrarse el resto —dijo—. Usted y yo hemos dejado de ser amo y servidor. Cuando mi hijo empezó a rondar por la casa y a tontear con su niña, su deber era cerrarle la puerta. No ha cumplido con ese deber. Y ya no confío en usted. Le queda un mes, Dermody. Deja de estar a mi servicio. El administrador se enfrentó a mi padre con seguridad. Ya no era el hombre amable, complaciente y humilde que yo recordaba. —Permítame que me niegue a continuar durante un mes —respondió—. No tendrá oportunidad de repetir lo que me acaba de decir. Esta noche daré cuenta y mañana dejaré de estar a su servicio. —Por una vez, estamos de acuerdo —replicó mi padre—. Cuanto antes se marche, mejor. Atravesó la estancia y me puso la mano en el hombro. —Escúchame —dijo haciendo un último esfuerzo por dominarse—. No quiero discutir contigo delante de un servidor despedido. Este disparate ha de llegar a su fin. Deja que esta gente haga las maletas para irse, y vuelve a casa conmigo. El peso de su mano apretándome el hombro parecía extinguir mi espíritu de resistencia. Cedí hasta el punto de intentar ablandarle con súplicas. —¡Papá, papá! —grité—. ¡No me separes de Mary! Mira lo preciosa y buena que es. Me ha hecho una bandera para el bote. Déjame venir a verla de vez en cuando. No puedo vivir sin ella. No logré decir nada más. Mi pobrecita Mary se echó a llorar. Sus lágrimas y mis súplicas resultaban igual de inútiles ante mi padre. —Escoge —dijo— entre salir por propia voluntad u obligarme a sacarte por la fuerza. Sea como sea, te voy a separar de la niña de Dermody. —Ni usted ni nadie puede separarlos —intervino una voz desde detrás—. Olvídese de esa idea antes de que sea demasiado tarde. Mi padre volvió la cabeza rápidamente y descubrió a Dame Dermody mirándole, completamente iluminada por la luz de la ventana. Al principio de la discusión, había retrocedido a un rincón tras la chimenea. Allí había permanecido, esperando la ocasión de hablar, hasta que la última amenaza de mi padre la sacó del lugar en que se había refugiado. Se miraron un instante el uno al otro. Mi padre no se dignó a responder y continuó con lo que tenía que decirme. —Contaré lentamente hasta tres —prosiguió—. Antes de que llegue al final, más vale que hagas lo que te digo o sufrirás la deshonra de ser llevado por la fuerza. —Llévele a donde quiera —dijo Dame Dermody—, pero acabará casándose con mi nieta. —¿Y dónde acabaré yo, si se puede saber? —preguntó mi padre, que esta vez se sintió provocado. La respuesta inmediata fue sobrecogedora: —Acabará arruinado y muerto. Mi padre dio la espalda a la profetisa con una sonrisa despreciativa. —¡Uno! —empezó a contar. Entonces apreté los dientes y rodeé con ambos brazos a Mary. En aquel momento, mi padre supo que había heredado parte de su genio. —¡Dos! —continuó tras una breve pausa. Mary, acercando sus labios temblorosos, me susurró al oído: —Suéltame, George. No puedo soportarlo. ¡Mira qué enfadado está! Sé que te hará daño. Mi padre levantó el dedo índice en señal de advertencia antes de llegar a tres. —¡Basta! —gritó Dame Dermody. Mi padre volvió la cabeza, de nuevo, con sardónico asombro. —Perdone, señora, ¿hay algo que quiera decirme? —preguntó. —¡Escúcheme! —replicó la sibila—. Está usted hablando a la ligera. ¿Le he hablado yo de ese modo? Se lo advierto: abandone su infame voluntad y sométase a una mucho más poderosa. Estos niños son almas gemelas. Están unidos, el uno al otro, en esta vida y en la eternidad. Aunque interponga mares y montañas entre ellos, seguirán juntos, se comunicarán por visiones, se verán en sueños. Átelos con lazos terrenales; case a su hijo, el día de mañana, con otra mujer y a mi nieta con otro hombre. ¡De nada servirá! Se lo aseguro. Tal vez los condene al sufrimiento, tal vez los arrastre al pecado; pero el día de su unión en la tierra seguirá estando predestinado en el cielo. Y llegará, ¡ya lo creo! Ríndase ahora que aún está a tiempo. Está usted condenado. Veo la sombra de la adversidad, el sello de la muerte, en su rostro. Vayase y deje que estos seres consagrados recorran juntos los oscuros senderos del mundo, con la fuerza de su inocencia y la luz de su amor. Vayase. ¡Y que Dios le perdone! Muy a su pesar, mi padre se vio afectado por el irresistible poder de convicción que ejercían aquellas palabras. La madre del administrador le había impresionado como lo hubiera hecho una actriz de tragedia sobre un escenario. Le había borrado la respuesta burlona de los labios, pero no había logrado doblegar su férrea voluntad. El rostro de mi padre tenía una expresión más severa que nunca cuando se volvió, una vez más, hacia mí. —Es tu última oportunidad, George —dijo, y llegó al final: ¡Tres! No me moví ni le respondí. —¿Es esto lo que quieres? —dijo sujetándome por el brazo. Me agarré a Mary y le susurré: —¡No te dejaré! Ella no pareció oírme. Temblaba, entre mis brazos, de la cabeza a los pies. Un grito de terror ahogado brotó de sus labios. Al instante, Dermody se adelantó. Antes de que mi padre pudiera arrancarme de ella, me había dicho al oído: —Puede dármela, señorito George —y había liberado a su pequeña de mi abrazo. Ella alargó tiernamente sus frágiles manitas hacia mí, al tiempo que Dermody la rodeaba. —Adiós, George —dijo débilmente. La vi hundiendo la cabeza en el regazo de su padre, mientras me sentía arrastrado hasta la puerta. Invadido por la impotencia, la rabia y la tristeza, luché con todas las fuerzas que me quedaban, contra las manos crueles que me sujetaban. Y grité: —¡Te quiero, Mary! ¡Volveré a ti! Nunca me casaré con nadie más que contigo! Paso a paso, mi padre me fue empujando hacia fuera. Lo último que vi de ella fue su cabeza, todavía apoyada en el pecho de Dermody. Su abuela, que estaba cerca, extendía sus arrugadas manos hacia mi padre y clamaba su terrible profecía, dominada por un histérico frenesí al ver la separación consumada. —¡Vayase! ¡Le espera la ruina y la muerte! Su voz aún resonaba en mis oídos cuando la puerta de la casita se abrió y se volvió a cerrar. Todo había acabado. Mi pequeño mundo de amor y alegría juveniles desapareció como la imagen de un sueño. El páramo desierto que representaba el mundo de mi padre, se abría ante mí sin rastro de amor ni alegría. Que Dios me perdone, pero ¡cuánto le odié en aquel momento! CAPÍTULO IV SE BAJA EL TELÓN Durante el resto del día y toda la noche, permanecí prisionero en mi habitación, vigilado por un hombre en cuya lealtad podía confiar mi padre. A la mañana siguiente intenté escapar, pero me descubrieron antes de que pudiera huir de casa. Encerrado de nuevo en mi habitación, me las ingenié para escribirle una carta a Mary y deslizaría en la mano servicial de la criada que me asistía. ¡Fue inútil! No logré burlar la vigilancia de mi guardián. Sospecharon de la mujer, la siguieron y le arrebataron la carta. Mi padre la rompió con sus propias manos. Más tarde, se le permitió a mi madre verme. La pobre no estaba en situación de interceder por mí, ni de servir a mis intereses de modo alguno. Mi padre la había dejado totalmente abatida al anunciarle que su esposa y su hijo le acompañarían de regreso a América. —Tu padre va arrojar hasta el último penique que tiene en esa odiosa especulación —me dijo—. Ha reunido dinero en Londres; ha alquilado la casa a un rico comerciante durante siete años; ha vendido la vajilla de plata y las joyas que heredé de su madre. La tierra que posee en América lo engulle todo. No tenemos casa, George, ni más alternativa que irnos con él. Una hora después, la silla de posta aguardaba en la puerta. Mi padre me condujo al carruaje. Me liberé de él con tal desesperación que ni tan siquiera su determinación pudo impedirlo. Corrí, volé por el sendero que llevaba a la casa de Dermody. La puerta estaba abierta; el salón estaba vacío. Fui a la cocina, a las habitaciones de arriba. No quedaba ni un alma. El administrador había abandonado el lugar, seguido de su madre y su hija. Ningún amigo ni vecino rondaba cerca con un mensaje; ninguna carta me esperaba; ningún indicio podía revelarme en qué dirección habían partido. Tras las insultantes palabras que Dermody había recibido de su señor, su orgullo se ocupó de no dejar huella alguna sobre su paradero, pues mi padre podría considerar que dejaba pistas adrede con el fin de reunimos a Mary y a mí. Yo no poseía otro recuerdo para evocar a mi amada que la bandera que había bordado con sus propias manos. Los muebles aún seguían en la casita. Me senté en nuestro rincón acostumbrado, junto a la silla de Mary, volví a mirar la preciosa bandera verde y me eché a llorar. Una leve caricia me hizo despertar. Mi padre había renunciado, cediendo a mi madre la responsabilidad de llevarme de vuelta al carruaje. —George, aquí no encontraremos a Mary —me dijo con dulzura—. Quizás sepamos de ella en Londres. Ven conmigo. Me levanté y le di la mano en silencio. Al pasar por la puerta, algo en la parte inferior del quicio blanco me llamó la atención. Me incliné y descubrí unos trazos a lápiz. Los miré más de cerca y me di cuenta de que ¡era la letra de Mary! Los caracteres infantiles expresaban sus últimas palabras de despedida: "Adiós, George. No olvides a Mary." Me arrodillé y besé aquellas palabras. Me sentí reconfortado, como si la mano de Mary me hubiera acariciado en su adiós. Seguí tranquilo a mi madre hasta el carruaje. En plena noche, llegamos a Londres. Mi madre, con la mayor bondad y compasión, hizo todo lo que pudo (en su situación) para consolarme. Escribió secretamente a los abogados de su familia, facilitándoles una descripción de Dermody, su madre y su hija, y solicitando que realizaran averiguaciones en las oficinas de diligencias de Londres. También les remitió a dos parientes de Dermody, que vivían en la ciudad y que podrían conocer sus movimientos después de haber abandonado el servicio de mi padre. Con aquello, mi madre ya había hecho todo lo que estaba en su poder, pues ni ella ni yo disponíamos del dinero suficiente para poner anuncios en los periódicos. Una semana después zarpamos hacia Estados Unidos. En ese periodo de tiempo, me comuniqué dos veces con los abogados y, en ambas ocasiones, se me informó de que las investigaciones no habían dado fruto. En este punto, la primera parte de mi historia de amor llega a su fin. Durante diez largos años no volví a ver a mi pequeña Mary, ni tan siquiera supe si había vivido hasta convertirse en mujer. Pero seguía conservando la bandera verde, con la paloma bordada. Por lo demás, las aguas del olvido habían cubierto los felices días pasados en Greenwater Broad. CAPÍTULO V MI HISTORIA He dejado la narración siendo un muchacho de trece años. Ahora ya soy un hombre de veintitrés. La historia de mi vida, en el lapso transcurrido entre ambas edades, puede explicarse brevemente. Empezando por mi padre, debo mencionar que el final de su carrera llegó tal como Dame Dermody había profetizado. Llevábamos menos de un año en América, cuando sobrevino su muerte, después del hundimiento total de su negocio de especulación de tierras. Fue un desastre absoluto. A no ser por la pequeña renta que mi madre poseía (establecida al casarse), los dos nos hubiéramos quedado indefensos a merced del mundo. Habíamos hecho buenos amigos entre la amable y hospitalaria gente de los Estados Unidos, de los que francamente lamentamos despedirnos. Pero había motivos que nos impulsaban a regresar a nuestro país tras la muerte de mi padre; y, por consiguiente, regresamos. Mi madre tenía, además de su cuñado (ya mencionado en páginas anteriores de este relato), otro pariente —un primo llamado Germaine—, en quien confiaba plenamente para que, llegado el momento, me ayudara a encaminarme a una profesión. Recuerdo un rumor familiar, según el cual el tal señor Germaine había pretendido, sin éxito, la mano de mi madre en los días en que ambos eran jóvenes. Seguía siendo soltero y la muerte, sin descendencia, de su hermano mayor, le dejó en posesión de una atractiva fortuna. Disponer de tal riqueza no le hizo cambiar de hábitos; era un hombre viejo y solitario, que vivía apartado de sus otros familiares cuando mi madre y yo regresamos a Inglaterra. Por lo tanto, si conseguía agradar al señor Germaine, podía considerar mi porvenir (al menos, hasta cierto punto) asegurado. Aquella fue una de las consideraciones que nos indujeron a abandonar América. Pero otra, que me interesaba especialmente, me arrastraba de vuelta a las solitarias orillas de Greenwater Broad. La única esperanza que tenía de dar con una pista de Mary era preguntando a los aldeanos de mi antigua región. El buen administrador se había ganado la estima y el respeto sinceros en su pequeño círculo. Y parecía al menos posible que algunos de sus muchos amigos de Suffolk hubieran hallado rastros de él durante los años que habían transcurrido desde que me marché de Inglaterra. En mis sueños con Mary —y soñaba con ella sin cesar—, el lago y sus frondosas orillas formaban un paisaje recurrente en la visión imaginaria de mi compañera perdida. Contemplaba las orillas del lago con una superstición natural, como la vuelta a la única vida que me ofrecía una promesa de felicidad: mi vida junto a Mary. Al llegar a Londres partí solo hacia Suffolk, a petición de mi madre. A su edad, como es comprensible, no se mostraba dispuesta a visitar los lugares familiares, ocupados ahora por unos desconocidos a quienes se les había alquilado nuestra casa. ¡Qué dolor sentí (siendo aún tan joven) al ver, una vez más, las verdes aguas del lago! Atardecía. El primer objeto que atrajo mi atención fue el bote pintado de colores vistosos que una vez fue mío y en el que Mary y yo solíamos navegar juntos. Las gentes que poseían nuestra casa estaban navegando en aquel momento. El sonido de sus risas me llegaba flotando alegremente sobre las tranquilas aguas. Tenían una bandera izada en el pequeño tope, donde la brisa nunca hizo ondear la de Mary. Aparté la mirada del bote, pues verlo me resultaba doloroso. Avancé unos pasos hasta alcanzar un promontorio sobre la costa, y ante mí se revelaron los arcos marrones del señuelo, en la orilla opuesta. Allí estaba la empalizada tras la cual nos habíamos arrodillado para ver atrapar a los patos; también estaba el agujero por el que Trim, el terrier, se había dejado ver con el fin de despertar la absurda curiosidad de las aves salvajes; y, entre los claros del bosque, se vislumbraba el sinuoso sendero por el que Mary y yo nos habíamos dirigido a la casa de Dermody el día en que nos separaron las crueles manos de mi padre. ¡Con cuánto acierto se había negado mi madre a contemplar, de nuevo, esos viejos lugares tan queridos! Di media vuelta y, de espaldas al lago, pude meditar más sosegadamente en la oscura soledad del bosque. Tras caminar una hora por las serpenteantes orillas, llegué a la casa que una vez fue el hogar de Mary. Abrió la puerta una mujer que no conocía. Me pidió educadamente que pasara al salón. Pero ya había sufrido suficiente y la interrogué desde la puerta. Acabé pronto. Aquella mujer era una forastera en Suffolk; ni ella ni su marido habían oído mencionar el nombre de Dermody. Proseguí mis averiguaciones con los campesinos, yendo de casa en casa. Anocheció, salió la luna y las luces empezaron a desaparecer en las ventanas con celosías, pero yo continué mi penoso peregrinaje. Allí donde iba, la respuesta a mis preguntas siempre era la misma: nadie sabía nada de Dermody. De hecho, todo el mundo me preguntaba si acaso traía yo noticias de él. Todavía hoy sufro al recordar la tremenda, absoluta derrota que siguió a cada uno de mis esfuerzos durante aquella tarde aciaga. Pasé la noche en una de las casas y regresé a Londres al día siguiente, destrozado y decepcionado, sin importarme qué hacer ni a dónde ir. Sin embargo, aún no estábamos del todo separados. Veía a Mary —tal como Dame Dermody había pronosticado— en sueños. Unas veces se me acercaba sosteniendo la bandera verde y repetía sus palabras de despedida: "¡No olvides a Mary!". Otras, me llevaba a nuestra esquina en el salón de la casita, que tan bien recordaba, y desplegaba el papel en el que su abuela nos había escrito las plegarias. Volvíamos a rezar y a entonar himnos juntos, y los viejos tiempos regresaban. En una ocasión se me apareció con lágrimas en los ojos y me dijo: "Debemos esperar. Aún no nos ha llegado el momento." En otras dos ocasiones la vi mirándome turbada, como si estuviera inquieta, y me dijo: "George, sé paciente y conserva tu inocencia. Hazlo por mí." Nos instalamos en Londres y un tutor privado se encargó de mi educación. Antes de que lleváramos algún tiempo en nuestra nueva residencia se produjo un cambio inesperado en nuestras expectativas. Mi madre, con gran asombro, recibió una oferta de matrimonio (en una carta) por parte del señor Germaine. "Le ruego que no se sorprenda por mi propuesta" (escribía el maduro caballero). "No habrá olvidado que le tuve un gran afecto en los tiempos en que ambos éramos jóvenes y humildes. Pero ya no es posible recuperar los sentimientos unidos a esa época. A mi edad, todo lo que le pido es que sea la compañera de mis últimos años de vida, y que me permita tener un interés semejante al de un padre, favoreciendo el futuro bienestar de su hijo. Querida, tenga en consideración mi demanda y hágame saber si ocupará la butaca vacía junto a la solitaria chimenea de un hombre viejo." Mi madre (casi con tanta confusión, pobrecilla, como si volviera a ser una jovencita) depositó toda la responsabilidad de la decisión en los hombros de su hijo. No me costó demasiado llegar a una conclusión. Si ella accedía, aceptaría la mano de un hombre de honor y valía, que a lo largo de toda su vida la había amado con devoción, y recuperaría la comodidad, el lujo y la prosperidad y posición sociales de los que le había privado el imprudente modo de vida de mi padre. A esto cabe añadir que el señor Germaine me agradaba y yo a él. En tales circunstancias, ¿por qué debería rechazarle mi madre? Ella misma no supo responder afirmativamente a esta pregunta cuando se la formulé. Y como consecuencia lógica, se convirtió, en su debido momento, en la señora Germaine. Tan sólo he de añadir que mi madre, al final de su vida, celebró haber seguido el consejo de su hijo (al menos, en este caso). Pasaron los años, y Mary y yo seguíamos separados, excepto en sueños. Pasó el tiempo, y el momento crítico que se da en la vida de cualquier hombre llegó a la mía. Alcancé la edad en que la pasión más poderosa de todas se adueña de los sentidos y ejerce por igual su dominio sobre el cuerpo y la mente. Hasta aquel entonces había soportado pasivamente la ruina de mis más tempranas y queridas esperanzas. Había sido paciente e inocente por Mary. Pero la paciencia me abandonó y la inocencia pasó a figurar entre las cosas perdidas en el pasado. Es cierto que dedicaba los días a las tareas que establecía mi tutor, pero en las noches me entregaba, en secreto, a una lujuria desenfrenada, que (en mi presente estado de ánimo) contemplo con repugnancia y pesar. Profané el recuerdo de Mary en compañía de mujeres que habían alcanzado los más bajos niveles de abyección. Y me decía, impío de mí: "Ya he abrigado bastantes ilusiones y la he aguardado suficiente. Lo que ahora debo hacer es disfrutar de mi juventud y olvidarla." Desde el momento en que caí en tal degradación, pensaba a veces en Mary con arrepentimiento —al amanecer, cuando los sentimientos penitentes suelen acudir—, pero dejé, por completo, de verla en sueños. En aquel momento estábamos, en el sentido más pleno de la palabra, separados. El alma pura de Mary no podía estar en comunión con la mía; me había abandonado. Ni que decir tiene que no logré ocultar el secreto de mi depravación a mi madre. Pero verla afligida fue lo primero que me impulsó a moderarme. Logré, al menos, refrenarme hasta cierto punto, pues me esforcé por regresar a una vida más virtuosa. El señor Germaine, aunque se sentía decepcionado, era un hombre muy justo y no me dio por perdido. Me aconsejó, para poder reformarme, que escogiera una profesión y me consagrara, de lleno y como nunca lo había hecho antes, a los estudios. Me reconcilié conmigo mismo gracias a este buen amigo y segundo padre, no sólo siguiendo su consejo, sino también adoptando el oficio al que él mismo se había dedicado antes de heredar su fortuna: la medicina. El señor Germaine había sido médico; así pues, yo también decidí serlo. A pesar de haber entrado en una nueva etapa de mi vida a una edad más temprana de lo habitual, puedo decir por mí mismo que trabajé muy duro. Me gané y supe mantener el interés de los profesores que me instruían. Por otra parte, no puedo negar que mi reforma, moralmente hablando, distaba mucho de ser completa. Trabajaba, pero todo lo hacía con egoísmo, amargura y desapego. En cuestiones religiosas y morales adopté la visión materialista de un compañero de estudios, un hombre derrotado que me doblaba la edad. No creía en nada más que en lo que podía ver, gustar o percibir, y perdí toda fe en la humanidad. Con la excepción de mi madre, no sentía el menor respeto por las mujeres. Mis recuerdos de Mary se fueron deteriorando hasta no ser más que un lazo roto de unión con el pasado. Conservaba la bandera verde por hábito, pero ya no la llevaba conmigo; permanecía intacta guardada en un cajón del escritorio. De vez en cuando me asaltaba la sana duda de plantearme si aquella vida no me era del todo indigna, pero pronto desaparecía de mi pensamiento. A fuerza de despreciar a los demás, era lógico que llevara mis conclusiones hasta el extremo más amargo y, en consecuencia, me despreciara a mí mismo. Alcancé la mayoría de edad. Tenía veintiún años y ya no guardaba ni un solo vestigio de las ilusiones de mi niñez. Ni mi madre ni el señor Germaine podían quejarse verdaderamente de mi conducta, pero ambos se sentían muy intranquilos. Angustiado, mi padrastro reflexionó y tomó una determinación. Decidió que la única posibilidad de que recobrara la alegría y el buen carácter era probando el estímulo de vivir con nuevas gentes en nuevos lugares. En la época a la que me refiero, el gobierno había decretado enviar una misión diplomática especial a uno de los príncipes indígenas que mandaba en una provincia remota de nuestro Imperio Británico. Dado el estado de sublevación de la provincia en aquel tiempo, la misión, a su llegada a la India, debía ser acompañada hasta la corte del príncipe por una escolta, compuesta por servidores militares y civiles de la corona. El oficial médico nombrado en Inglaterra para la expedición era un viejo amigo del señor Germaine y necesitaba un ayudante en cuyas aptitudes pudiera confiar. Mi padrastro se mostró interesado y me ofrecieron el cargo. Lo acepté sin pensármelo dos veces. El único orgullo que me quedaba era el de la triste indiferencia. Siempre y cuando pudiera ejercer mi profesión, no me importaba el lugar. Mucho tiempo nos costó convencer a mi madre para que simplemente, contemplara la posibilidad que se me ofrecía. Cuando al fin cedió, se rindió muy reticente. Confieso que me despedí de ella con lágrimas en los ojos; eran las primeras que derramaba desde hacía muchos años. La historia de aquella expedición forma parte de la historia de la India británica y no tiene cabida en esta narración. En cuanto a mi experiencia, debo mencionar que, en una semana escasa tras la llegada de la expedición a su destino, me resultó imposible cumplir con mis obligaciones profesionales. Estábamos acampados en el exterior de la ciudad y nos vimos atacados, al abrigo de la oscuridad, por fanáticos indígenas. Fueron derrotados en el intento, sin gran dificultad y con pérdidas insignificantes en nuestro bando. Yo me encontré entre los heridos, al haber sido alcanzado por una lanza o una jabalina, mientras pasaba de una tienda a otra. Si la herida hubiera sido causada por un arma europea no habría tenido graves consecuencias. Pero la punta de la lanza india estaba envenenada. Escapé al peligro mortal del tétanos; sin embargo, por cierta peculiaridad de la acción del veneno en mi constitución (que soy incapaz de explicar), la herida no lograba cicatrizar de ningún modo. Me dieron de baja por invalidez y me enviaron a Calcuta, donde tendría a mi al alcance la mejor asistencia médica. Aparentemente la herida cicatrizó, pero pronto volvió a abrirse. Aquello sucedió dos veces y los médicos coincidieron en que la mejor medida que se podía tomar era enviarme a casa. Confiaban en el efecto reparador del viaje por mar y, si eso fallaba, en la influencia curativa de mi tierra natal, pues dictaminaron que jamás podría sanar en el clima indio. Dos días antes de que zarpara el barco recibí una carta de mi madre con inesperadas noticias. Mi vida futura, si realmente existía, había tomado un nuevo curso. El señor Germaine había muerto súbitamente de una dolencia cardíaca. En el testamento, con fecha de la época en que partí de Inglaterra, legaba una renta vitalicia a mi madre y me dejaba la mayor parte de su propiedad, con la única condición de que adoptara su nombre. La acepté, por supuesto, y me convertí en George Germaine. Tres meses después, mi madre y yo nos reuníamos. A pesar de sentir aún ciertas molestias en la herida podía decirse que mi situación era envidiable, habiendo accedido a la posición de caballero acomodado y siendo dueño de una casa en Londres y una finca en Perthshire. Sin embargo, a la edad de veintitrés años, me sentía el hombre más desgraciado del mundo. ¿Y Mary? En los diez años que habían transcurrido, ¿qué había sido de ella? He finalizado mi historia. En las páginas siguientes, se relata la suya. CAPÍTULO VI SU HISTORIA Lo que a continuación explico sobre Mary proviene de información que obtuve en una fecha de mi vida posterior en muchos años a cualquier otra a la que hasta ahora me haya referido. Es conveniente recordar este detalle. Dermody, el administrador, contaba con familiares en Londres, de los que a veces hablaba, y en Escocia, a los que nunca se refirió. Mi padre tenía fuertes prejuicios contra la nación escocesa. Dermody conocía bien a su señor y era consciente de que tales prejuicios podían extenderse a él si hablaba de sus parientes escoceses. Como hombre discreto que era, nunca los mencionó. Tras abandonar el servicio de mi padre, había viajado, por tierra y por mar, a Glasgow, que era la ciudad en donde residían sus amigos. Con su carácter y experiencia, Dermody era un hombre entre un millón para cualquier señor que tuviera la suerte de descubrirlo. Sus amigos se movieron y, en seis semanas, estaba empleado como responsable de la hacienda de un caballero en la costa este de Escocia, e instalado cómodamente con su madre y su hija en una nueva casa. Las palabras insultantes que mi padre le había dirigido habían quedado grabadas en la memoria de Dermody. Escribió en secreto a sus parientes de Londres contándoles que había encontrado un nuevo trabajo que le satisfacía y que tenía sus motivos para, de momento, no facilitar su dirección. De esta forma, sorteó las preguntas que los abogados de mi madre (sin haber encontrado ni rastro de él en otras direcciones) plantearon a sus amigos en Londres. Herido por los reproches de su antiguo señor, nos sacrificó a su hija y a mí, en parte por su propia dignidad y en parte por estar convencido de que, dada nuestra diferencia de condición, era su deber evitar posteriores contactos antes de que fuera demasiado tarde. Así pues, aquella pequeña familia vivía sumida en su retiro en un remoto lugar de Escocia, lejos de mí y del resto del mundo. En sueños, había visto y oído a Mary. En sueños, Mary me vio y oyó. Los inocentes anhelos y deseos que llenaban mi corazón cuando aún era un muchacho se le revelaron en el misterio del sueño. Su abuela, que se mantenía firme en su creencia de que nuestra unión estaba predestinada, la animaba y consolaba. Mary oía a su padre decir (como el mío había dicho) que nunca volveríamos a vernos y, en secreto, pensaba en sus felices sueños como la única promesa de un futuro distinto al que Dermody contemplaba. Su alma continuaba viviendo conmigo, sin perder la esperanza. La primera tragedia que sobrevino a la familia fue la muerte de la abuela, a causa de su avanzada edad. En los últimos momentos de consciencia, le dijo a Mary: —Nunca olvides que tú y George sois almas consagradas la una a la otra. Aguarda, con la seguridad de que no hay fuerza humana que pueda impedir vuestra unión en el futuro. Mientras aquellas palabras permanecían vivas en el pensamiento de Mary, nuestra unión en sueños, de pronto, se disolvió para ella, tal como me había sucedido a mí. En los primeros días de mi degradación había dejado de verla. Fue exactamente en ese mismo momento que ella dejó de verme. La naturaleza delicada de Mary se hundió debido a la conmoción. Ya no tenía a una mujer mayor que la confortara y aconsejara; vivía sola con su padre, que cambiaba reiteradamente de tema cada vez que ella le hablaba de los viejos tiempos. Un dolor secreto se apoderó por igual de su cuerpo y de su mente, y el resfriado que padeció en la estación invernal, se convirtió en fiebre. Durante semanas estuvo en peligro de muerte. Cuando se recobró, le habían rasurado su hermoso cabello, por orden del médico. Tal sacrificio había sido necesario para salvarle la vida. Pero, en cierto modo, resultó un sacrificio cruel, pues el cabello nunca volvió a crecer con tanta abundancia. Cuando reapareció había perdido completamente sus atractivas tonalidades cobrizas, para adquirir un monótono y uniforme color castaño claro. A simple vista, los amigos escoceses de Mary apenas la podían reconocer. Pero la Naturaleza compensó lo perdido en el cabello con lo que ganó en el rostro y la figura. Un año después de la enfermedad, la frágil niña de los tiempos de Greenwater Broad se había transformado, con el tonificante aire escocés y una vida saludable, en una bonita joven. Sus facciones, como en los primeros años, seguían sin ser realmente bellas, pero habían experimentado un cambio considerable. El lánguido rostro se había llenado y la pálida tez había ganado color. Respecto a la figura, su notable desarrollo fue apreciado incluso por las gentes rústicas de su alrededor. Aunque de niña no prometiera demasiado, ahora había alcanzado la plenitud, simetría y gracia femeninas. Tenía una figura tan hermosa que resultaba impresionante, en el sentido más estricto de la palabra. Hubo momentos, en esa etapa de sus vidas, en que ni tan siquiera el propio padre reconocía, tanto moral como físicamente, a su hija de antaño. Mary había perdido su vivacidad infantil, su dulce y constante buen humor. Silenciosa y pensativa, realizaba con resignación sus obligaciones diarias. La esperanza de reunirse conmigo había muerto para ella en esa época. Pero no se quejó. La fortaleza que su cuerpo había ganado en los últimos tiempos tuvo una influencia positiva sobre su mente, pues la templó. Cuando su padre se aventuró, en una o dos ocasiones, a preguntarle si continuaba pensando en mí, le respondió con serenidad que había llegado a compartir sus opiniones. No dudaba que yo, desde hacía tiempo, había dejado de pensar en ella. Aunque me hubiera mantenido fiel, ella ya tenía cierta edad para saber que la diferencia en nuestra condición imposibilitaba unirnos en matrimonio. Lo mejor sería (pensó) no volver a mencionar el pasado y olvidarme, tal y como yo la había olvidado. Y así lo expresó. A juzgar por las apariencias, la rotunda profecía de Dame Dermody sobre nuestros destinos no había logrado justificarse y había ocupado un lugar entre las predicciones que nunca se cumplen. El siguiente hecho relevante en los anales de la familia, que se produjo tras la enfermedad de Mary, aconteció cuando ella cumplió diecinueve años. Incluso ahora, con la distancia que da el tiempo, se me parte el corazón y me falta el valor al alcanzar este punto crítico el relato. Una tormenta de extraordinaria intensidad se desató sobre la costa este de Escocia. Entre los barcos que se habían perdido en la tempestad había un buque procedente de Holanda que naufragó en la costa rocosa cercana al lugar de residencia de Dermody. El administrador, que siempre era el primero en cualquier buena acción, acudió a rescatar a los pasajeros y la tripulación del barco extraviado. Había llevado a un hombre con vida a tierra y volvía al buque cuando dos grandes olas, una seguida de la otra, le arrojaron contra las rocas. Sus vecinos, arriesgando la vida, le rescataron. El examen médico descubrió un hueso roto y serias contusiones y heridas. Pero, de momento, las penas de Dermody tenían fácil remedio. Sin embargo, algún tiempo después, el paciente mostró síntomas que revelaron al médico la existencia de una grave lesión interna. En su opinión, Dermody no podría reanudar las actividades que realizaba habitualmente. Se convertiría en un inválido, un lisiado de por vida. En estas tristes circunstancias, el patrón del administrador hizo todo lo que estrictamente se podía esperar de él. Contrató a un ayudante para que se encargara de supervisar el trabajo en la finca y permitió a Dermody permanecer en su casa durante tres meses más. Con aquella concesión el pobre hombre tuvo tiempo de recuperar las pocas fuerzas que todavía le quedaban y consultar a sus amigos de Glasgow sobre su incierto futuro. La situación era grave. Dermody estaba totalmente incapacitado para desempeñar cualquier empleo, incluso sedentario, y el escaso dinero que había ahorrado no bastaba para mantenerles a él y a su hija. Sus amigos escoceses eran voluntariosos y amables, pero tenían sus propios hogares y no les sobraba el dinero. Ante tal apuro, el pasajero del buque naufragado (a quien Dermody había salvado la vida) se presentó con una propuesta que sorprendió a padre e hija. Hizo a Mary una oferta de matrimonio, con la condición expresa de que (si ella le aceptaba) su hogar sería también el de su padre hasta el fin de sus días. El hombre que deseaba emparentarse, de ese modo, con los Dermody en aquel difícil momento, era un caballero holandés llamado Ernest Van Brandt. Poseía una parte de un establecimiento de pesca a las orillas del Zuyder Zee, y se proponía fijar una correspondencia con las pesquerías del norte de Escocia cuando el buque naufragó. Mary le había causado una gran impresión al conocerla. Y se había quedado en la región esperando ganarse su favor con la ayuda del tiempo. Físicamente era un hombre bien parecido y estaba en la flor de la vida; además, poseía una renta suficiente para casarse. Al hacer su propuesta había presentado referencias de personas que ocupaban una elevada posición social en Holanda y que podían responder por él en cuanto a su carácter y situación. Mary se tomó cierto tiempo en considerar cuál sería el mejor proceder para su desvalido padre y para ella misma. Hacía años que había abandonado la esperanza de casarse conmigo. Ninguna mujer contempla, con agrado, una vida de triste soltería. Y al plantearse su futuro, Mary naturalmente se imaginaba casada. ¿Acaso podía esperar, en el futuro, una propuesta más atractiva que la que ahora se le formulaba? El señor Van Brandt reunía todas las cualidades que una mujer podía desear, la amaba con devoción, y sentía un afecto agradecido por su padre, el hombre a quien debía la vida. Sin más ilusiones en el corazón, ni proyectos a la vista, ¿qué mejor opción tenía que casarse con el señor Van Brandt? Influenciada por aquellos argumentos, decidió pronunciar la fatídica palabra. Le respondió con un "sí". Aunque, a la vez, le habló con franqueza al señor Van Brandt, reconociendo, sin reservas, que había contemplado otro futuro al que entonces le aguardaba. No le ocultó que en su pecho había existido un antiguo amor y que uno nuevo era más de lo que podía albergar. Podía sinceramente ofrecerle estima, gratitud y consideración; y, con el tiempo, tal vez el amor llegaría. Por lo demás, hacía mucho tiempo que había roto con el pasado y había renunciado definitivamente a todas las ilusiones y deseos que había depositado en él. El único favor que pedía a la providencia era reposo para su padre y una tranquila felicidad para ella. Eso quizás lo encontraría bajo el techo de un hombre honorable que la amara y la respetara. Por su parte, podía, cuanto menos, prometerle que sería una fiel y buena esposa. El debía decir si realmente creía que alcanzaría su propia felicidad casándose con ella en esos términos. El señor Van Brandt aceptó dichos términos sin dudarlo un instante. Iban a casarse de inmediato, pero la salud de Dermody sufrió un cambio alarmante. Mostró unos síntomas que el médico no había previsto, como él mismo confesó, al ofrecer su opinión sobre el caso. Este advirtió a Mary de que el fin podía estar próximo. Se llamó a un doctor de Edimburgo, a cuenta del señor Van Brandt. Éste confirmó la opinión que tenía el médico de la región. El buen administrador aguantó unos días. En la mañana del último, puso la mano de su hija en la de Van Brandt y dijo a su manera sencilla: —Hágala feliz y estará en paz conmigo por haberle salvado la vida. Aquel mismo día murió plácidamente en los brazos de su hija. El futuro de Mary quedaba completamente en manos de su enamorado. Sus familiares de Glasgow tenían hijas a las que mantener. Y sus familiares de Londres se mostraban ofendidos por el desinterés que Dermody les había demostrado. Van Brandt aguardó, con tacto y consideración, hasta que pasó el primer arrebato de dolor de la joven, y entonces imploró con vehemencia su condición de esposo para consolarla. La época en que se casaron en Escocia coincidió con mi regreso de la India. Mary había cumplido veinte años. Así acaba la historia de esos diez años de separación. La narración nos sitúa ahora en el principio de nuestras nuevas vidas. Yo me hallo junto a mi madre, iniciando mi carrera como hacendado en la finca de Perthshire que he heredado del señor Germaine. Mary se encuentra con su marido, disfrutando de sus nuevos privilegios y aprendiendo sus nuevos deberes como esposa. Ella también vive en Escocia y, por una extraña fatalidad, no muy lejos de mi propiedad. No tengo la menor sospecha de que esté tan cerca de mí, pues el nombre de Sra. Van Brandt (aunque lo hubiera oído) no despierta en mí ningún recuerdo familiar. Las almas gemelas continúan separadas. Ella y yo continuamos sin imaginar que un día nos volveremos a ver. CAPÍTULO VII LA MUJER DEL PUENTE Mi madre asomó por la puerta de la biblioteca y me encontró sumergido en mis libros. —He colgado un pequeño cuadro en mi habitación —dijo—. Sube, querido, a decirme qué te parece. Me levanté y la seguí. Ella señaló un retrato en miniatura que colgaba sobre la repisa de la chimenea. —¿Sabes a quién se parece? —preguntó con tono triste pero burlón—. ¡George! ¿De veras no te reconoces cuando tenías trece años? ¿Cómo iba a reconocerme? Agotado por la enfermedad y el dolor, curtido por el sol en el largo viaje de regreso, con el cabello clareándome ya en la frente y los ojos habituados a una única expresión de tristeza y abatimiento, ¿qué tenía en común con el niño pálido, mofletudo, de cabellos rizados y ojos brillantes ante mí? El mero hecho de ver aquel retrato tuvo un efecto extraordinario en mi estado de ánimo. Me hundió en una angustiosa melancolía y me llenó de una desesperación tan terrible que no pude soportarlo. Me excusé con mi madre como mejor supe y abandoné la estancia. Un minuto después, había salido de la casa. Atravesé el parque y dejé atrás mis posesiones. Siguiendo un camino apartado, llegué al río que tan bien conocíamos, hermoso y apreciado entre los pescadores de truchas de toda Escocia. No era la temporada de pesca; no se veía ni un alma cuando me senté en la orilla. El viejo puente de piedra, que se extiende sobre el arroyo, estaba a unas cien yardas; el sol del atardecer, con su tenue luz roja, aún teñía las aguas, que corrían rápidas bajo los arcos. El rostro del muchacho del cuadro continuaba persiguiéndome. El retrato parecía reprocharme con crueldad: "¡Mira lo que fuiste en otro tiempo, piensa en lo que te has convertido ahora!" Oculté el rostro en la suave y fragante hierba. Pensé en los años de mi vida, de los trece a los veintitrés, que había malgastado. ¿Cómo iba a acabar todo? Si llevaba una existencia corriente, ¿qué perspectivas tenía ante mí? ¿El amor? ¿El matrimonio? Me eché a reír cuando se me ocurrió la idea. Desde los inocentes y dichosos días de mi niñez no había conocido más amor que el insecto que ahora caminaba por mi mano, que reposaba sobre la hierba. El dinero, con toda seguridad, me compraría una esposa; pero ¿haría que la amara?, ¿amarla tanto como a Mary en la época dorada en que aquel retrato se pintó? ¡Mary! ¿Seguiría aún viva? ¿Estaría casada? ¿La reconocería si la volviese a ver? ¡Qué disparate! No la había visto desde que tenía diez años; ya era una mujer, y yo un hombre. ¿Me conocería si nos encontrásemos? El retrato, que continuaba persiguiéndome, me respondió: "¡Mira lo que fuiste en otro tiempo, piensa en lo que te has convertido ahora!" Me levanté, avancé y retrocedí, tratando de dar un nuevo rumbo al curso de mis pensamientos. Resultaba imposible. Tras años de destierro, Mary había regresado a mi mente. Me senté de nuevo en la orilla del río. El sol se estaba poniendo velozmente. Unas sombras negras se cernían por debajo de los arcos del viejo puente de piedra. La luz roja se había extinguido sobre las aguas y las había teñido de un monótono gris acero. Las primeras estrellas asomaban plácidamente en un cielo sin nubes. Los primeros temblores de la brisa nocturna se oían entre los árboles y se veían, aquí y allá, en las zonas poco profundas del arroyo. Pero cuanto más oscurecía, más insistía el retrato en transportarme al pasado y más nítida se me aparecía la imagen, tanto tiempo olvidada, de la pequeña Mary. ¿Anunciaba aquello su regreso en sueños, hecha toda una mujer y en plena flor de la vida? Tal vez sí. Había dejado de ser indigno de ella, como lo fui tiempo atrás. Mi reacción al ver el retrato se debía a unos cambios favorables, morales y mentales, que había ido experimentado desde la época en que la herida me había dejado indefenso y entre extraños, en una tierra desconocida. La enfermedad, que ha servido de maestro y amigo a más de un hombre, también había obrado en mí. Contemplé con horror los vicios de mi juventud y los estériles días que les siguieron, en los que había dudado impíamente de todo lo más noble y consolador de la existencia humana. Consagrado por el dolor y purificado por el arrepentimiento, ¿servía de algo esperar que su alma y la mía todavía pudieran unirse? ¿Quién podría decirlo? Volví a incorporarme. No tenía sentido permanecer hasta la noche en las orillas del río. Había abandonado la casa al sentir el impulso que nos empuja, en ciertos estados de agitación, a refugiarnos en el movimiento y el cambio. El remedio no había funcionado; me sentía inexplicablemente más turbado que nunca. La decisión más sensata sería volver a casa y disfrutar de la compañía de mi madre con su juego favorito, el piquet. Di media vuelta para regresar por el camino y me detuve, maravillado ante la serena belleza del último destello de luz en el cielo, que se extinguía por el oeste y brillaba tras la negra franja formada por el parapeto del puente. Mientras las sombras de la noche se reunían y la profunda quietud del día agonizaba, me hallé solo contemplando la luz en su declinar. Pero al mirar se produjo un cambio en el paisaje. De pronto, una figura se deslizó suavemente en la visión del puente. Pasó por detrás de la franja negra del parapeto, iluminada por los últimos y prolongados rayos de poniente. Atravesó el puente. Se detuvo, y volvió a pasarlo hasta la mitad. Entonces se paró. Transcurrieron unos minutos y la figura permanecía allí, como un oscuro objeto inmóvil tras el oscuro parapeto del puente. Avancé un poco, acercándome lo justo para obtener una visión más próxima del atuendo con el que la figura iba ataviada. La vestimenta me reveló que el solitario desconocido era una mujer. No me advirtió en la sombra que los árboles proyectaban sobre el margen. Permanecía con los brazos cruzados bajo su capa, contemplando el río oscurecido. ¿Por qué estaría allí, aguardando sola al final del atardecer? Me planteaba esta cuestión cuando la vi mover la cabeza. Miró hacia el puente, primero a un lado, luego al otro. ¿Esperaba reunirse con alguien? ¿O sospechaba que la observaban y deseaba asegurarse de que estaba sola? De repente, me asaltó una duda sobre su intención al buscar aquel lugar solitario, y el puente desierto y el río de cauce rápido me llenaron de desconfianza. El corazón empezó a latirme aceleradamente y, al instante, pasé a la acción. Me apresuré a subir por el terreno ascendente que llevaba del margen del río al puente, decidido a hablar con ella mientras tuviera oportunidad. Ella no me vio ni me oyó hasta que estuve cerca. Me aproximé movido por una sensación irrefrenable de desasosiego, sin saber cómo me recibiría cuando le hablara. En el momento preciso en que se volvió y me miró, recobré la compostura. Era como si, creyendo que vería a una extraña, me hubiera encontrado inesperadamente con un amiga. Sin embargo, era una desconocida. Nunca había visto aquel noble y serio rostro, ni aquella imponente figura, cuya gracia y simetría exquisitas no quedaban del todo ocultas por su larga capa. No era quizás una mujer realmente hermosa. Tenía defectos lo bastante pronunciados como para ser percibidos incluso con poca luz. Su cabello, por ejemplo, que se apreciaba por debajo del gran sombrero con flores, parecía casi tan corto como el de un hombre y era de ese tono marrón opaco y sin brillo que resulta tan común entre las mujeres inglesas de tipo corriente. Pero a pesar de esas imperfecciones, había un encanto latente en su expresión, una fascinación innata en su actitud que, al instante, se ganaron mi simpatía y admiración. Aquella mujer me cautivó desde el momento en que la vi. —Perdone, ¿se ha perdido? —le pregunté. Clavó sus ojos en mí con una extraña mirada de interrogación. No se mostró sorprendida ni confundida por mi atrevimiento al abordarla. —Conozco bien esta región —continué—. ¿Puedo serle de algún servicio? Ella siguió mirándome fija e interrogativamente. Por un momento, aunque era un desconocido, mi rostro pareció turbarla, como si lo hubiera visto antes y lo hubiera olvidado. Tal vez pensó en aquella idea, pero la rechazó de inmediato con un leve movimiento de cabeza, y miró hacia el río, como si no le despertara mayor interés. —Gracias. No me he perdido. Estoy acostumbrada a pasear sola. Buenas noches. Habló fríamente pero con educación. Su voz era deliciosa; su manera de inclinarse, cuando se marchó, mostraba la perfección de la gracia natural. Salió del puente por el lado en que la vi entrar la primera vez, y se alejó despacio por la ensombrecida carretera. Sin embargo, no me sentí del todo satisfecho. Mi instinto me decía que había algo inquietante tras su encantadora expresión y su actitud fascinante. Mientras caminaba hacia el otro extremo del puente, me invadió la duda de si me habría dicho la verdad. Abandonando las inmediaciones del río, ¿no pretendería simplemente deshacerse de mí? Decidí, sin más, comprobar tales sospechas. Al salir del puente tan sólo debía atravesar un camino al otro lado y entrar en una arboleda en el margen del río. Allí, escondido tras el primer árbol que fuera lo bastante grande para ocultarme, podría disfrutar de la vista del puente, con la seguridad de verla si regresaba al río mientras hubiera claridad. No resultaba fácil caminar en plena oscuridad por la arboleda; casi tuve que llegar a tientas al árbol más cercano capaz de descubrirme. Acababa de poner pie firme en el terreno desigual tras el árbol, cuando la quietud de la hora crepuscular se vio quebrada por el sonido de una voz en la distancia. Era la voz de una mujer. Apenas se elevó y, con el tono de una plegaria, pronunció las palabras: —¡Dios, apiádate de mí! De nuevo, se hizo el silencio. Un temor inefable se apoderó de mí cuando miré al puente. Ella se encontraba junto al parapeto. Y antes de que pudiera moverme, gritar o incluso volver a respirar aliviado, saltó al agua. La corriente del río pasaba cerca de mí. Pude verla cuando salió a la superficie, flotando bajo la luz en medio del río. Corrí a toda prisa siguiendo el margen. En el momento en que me detuve para despojarme del sombrero, el abrigo y los zapatos, se hundió nuevamente. Soy un nadador experimentado. Y al sumergirme en el agua recobré la calma; volví a sentirme yo mismo. La corriente me empujó al centro del río y me permitió nadar a mucha mayor velocidad. Me hallaba muy cerca, por detrás de ella, cuando volvió a emerger por segunda vez, como un objeto indistinto, tan sólo visible a un palmo bajo la superficie del río. Un nuevo impulso y la rodeé con el brazo izquierdo, manteniéndole la cabeza fuera del agua. Había perdido el conocimiento. La sujeté de modo que pudiera controlar mis movimientos, y así, concentrarme, sin nervios ni fatigas, en llevarla hasta la orilla. Un primer intento me demostró que, con aquella carga, no había posibilidades razonables de luchar contra la fuerte corriente que iba de los márgenes al centro del río. Probé hacia un lado, luego hacia el otro, y desistí. La única opción que tenía era dejar que las aguas me arrastraran con ella. Unas cincuenta yardas río abajo el curso describía un giro rodeando un promontorio en el que se hallaba una pequeña posada que los pescadores solían frecuentar durante la temporada. Al aproximarnos al lugar, hice un nuevo intento (también en vano) de alcanzar la orilla. Nuestra última oportunidad era que las gentes de la posada nos oyeran. Grité con todas mis fuerzas al pasar. Me respondieron. Un hombre se lanzó en un bote. Cinco minutos después, la tenía a salvo en la orilla, y con la ayuda del hombre la llevamos a la posada. La patrona y la criada se mostraron igual de serviciales e inexpertas respecto a lo que debían hacer. Afortunadamente, mi formación médica me permitió guiarlas. Tenía a mi disposición un buen fuego, mantas tibias y botellas con agua caliente. Mostré a las dos mujeres cómo llevar a cabo una labor de reanimación. La realizaron, como yo, con perseverencia; pero ella yacía, con toda la belleza de sus formas, sin dar muestras de vida. Yacía, en apariencia, muerta. Aún quedaba una última esperanza de restablecerla (si lograba construir el mecanismo a tiempo) mediante el proceso de respiración artificial. Estaba tratando de explicar a la patrona lo que necesitaba, cuando sentí una extraña dificultad para expresarme y ella retrocedió profiriendo un grito de terror. —Dios Santo, ¡está sangrando! —exclamó—. ¿Qué le sucede? ¿Dónde está herido? En el instante en que habló, supe lo que había sucedido. Mi vieja herida india (sin duda irritada por el tremendo esfuerzo que me había impuesto) se había vuelto a abrir. Luché contra la repentina sensación de debilidad que me invadió; intenté decirle a la gente de la posada lo que debía hacer. Resultó inútil. Se me doblaron las rodillas y se me hundió la cabeza en el regazo de la mujer, estirada, sin sentido, sobre un pequeño canapé a mis pies. La muerte en vida que se había apoderado de ella también se apoderó de mí. Insensibles al mundo que nos rodeaba permanecimos tendidos, con mi sangre derramándose sobre ella, unidos en un trance mortal. ¿Dónde se hallaban nuestras almas en aquel instante? ¿Estaban juntas y eran conscientes la una de la otra? Unidos por un lazo espiritual, que nuestros cuerpos no habían descubierto ni sospechaban, ¿nos reconocimos en ese trance, tras habernos encontrado como dos extraños en aquel fatídico puente? Usted, estimado pariente, que ha amado y ha perdido; usted, cuyo único consuelo ha sido creer en otros mundos además de éste, ¿-puede rechazar estas preguntas con desdén? ¿Puede decir sinceramente que nunca se las ha planteado? CAPÍTULO VIII LAS ALMAS GEMELAS La luz del sol matutino brillando en una ventana con escasas cortinas; una tosca cama de madera, con grandes postes retorcidos que llegaban hasta el techo; a un lado de la cama, el rostro afectuoso de mi madre; al otro, un caballero mayor al que no recordaba en aquel momento... Esos fueron los objetos que se revelaron ante mí al recobrar la consciencia y regresar al mundo de los vivos. —Doctor, ¡mire, mire! Por fin ha vuelto en sí. —Abra la boca y tome un sorbo de esto. Mi madre, en un extremo de la cama, se mostraba muy animada, y el caballero desconocido, apelado como "doctor", me ofrecía una cucharada de whisky con agua. Lo denominó el "elixir de la vida" y me hizo observar (con su fuerte acento escocés) que lo probaba él mismo para demostrar que hablaba en serio. El estimulante obró buen efecto. Me noté la cabeza menos cargada y se me despejó el entendimiento. Pude hablar con serenidad a mi madre y recordar vagamente los hechos más significativos de la tarde anterior. Uno o dos minutos después, la imagen de la persona que había conocido cobró vida en mi pensamiento. Intenté levantarme de la cama y pregunté con impaciencia: —¿Dónde está ella? El médico me tendió otra cucharada del elixir de la vida y repitió en tono grave las primeras palabras que me había dirigido: —Abra la boca y tome un sorbo de esto. Yo insistí preguntando: —¿Dónde está? El médico insistió en repetir su fórmula: —Tome un sorbo de esto. Me sentía demasiado débil para discutir sobre el asunto, y obedecí. El médico inclinó la cabeza hacia mi madre y le dijo: —Ahora está mejor. Mi madre mostró cierta compasión aplacando mi angustia con unas simples palabras: —George, esa dama se ha recuperado bastante, gracias al doctor. Miré a mi colega con nuevo interés. El me podía proporcionar, de primera mano, la información que más deseaba conocer. —¿Cómo la reanimó? —pregunté—. ¿Dónde está ahora? El médico alzó una mano indicándome que debía callar. —Lo mejor será que procedamos sistemáticamente —dijo con gran seguridad—. Debe comprender que cada vez que abra la boca será para tomar un sorbo y no para hablar. Le explicaré, a su debido tiempo, y su señora madre también, todo lo que le es necesario saber. Como da la casualidad de que yo llegué primero a lo que podríamos llamar el escenario de los hechos, obedece al orden lógico que hable el primero. Pero antes, permítame que prepare un poco más del elixir de la vida y luego, como dice el poeta, contaré mi historia sin adornos ni galas. Y así habló, con su fuerte acento escocés, escogiendo las palabras cuidadosamente, como nunca había visto a nadie. Era un hombre práctico, de hombros cuadrados y suma tenacidad; evidentemente de nada servía discutir con él. Me volví hacia el rostro benévolo de mi madre en busca de apoyo, y dejé que el médico continuara a su manera. —-Me llamo MacGlue. Tuve el honor de presentarles mis respetos en su casa cuando vinieron a vivir a esta región. En este momento no me recuerda, lo que resulta natural en el estado de desequilibrio de su mente, consecuencia, como usted comprenderá (siendo también un profesional), de una abundante pérdida de sangre. En ese punto se me agotó la paciencia. —¡Y qué importancia tiene eso! —intervine——. ¡Hábleme de la dama! —¡Ha abierto la boca! —gritó el señor MacGlue con severidad—. Ya conoce el castigo; tome un sorbo. Le dije que debíamos proceder sistemáticamente —prosiguió tras haberme obligado a someterme al castigo—. Todo a su tiempo, señor Germaine... todo a su tiempo. Estaba hablando de su estado físico. Bueno, ¿y cómo descubrí su estado físico? Afortunadamente para usted, anoche me dirigía a casa por el camino de abajo (que es el que pasa junto al río) y, al acercarme a esta posada (ellos la llaman hotel, pero no es más que una posada), oí los alaridos de la patrona a media milla. Es una buena mujer para los tiempos que corren, ya me entienden, pero una calamidad en una emergencia. Tranquilícese, ahora llego. Pues bien, entré para saber si los gritos se debían a alguna urgencia médica, y entonces le encontré junto a la dama desconocida en una posición que, sinceramente, debo describir como mejorable desde el punto de vista del decoro. ¡Vamos, vamos! Hablo en tono jocoso. Los dos habían perdido el conocimiento. Tras escuchar lo que la patrona tenía que contarme y separar, como buenamente pude, la historia de la histeria a lo largo de su relato, me hallé dividido entre dos leyes. Las leyes de la galantería señalaban a la dama como el primer objeto al que prestar mis servicios, mientras que las leyes de humanidad (viendo que seguía sangrando) le señalaban a usted y no de un modo menos imperativo. Ya no soy joven, así que dejé a la dama esperando. ¡A fe mía! No fue nada fácil tratarle, señor Germaine, y conseguir sacarlo de en medio para traerlo hasta aquí. Esa vieja herida suya no es ninguna tontería. Tenga cuidado de no volvérsela a abrir. La próxima vez que salga a pasear por la tarde y vea a una mujer en el agua, mejor será, por su propia salud, que la deje allí. Pero, ¿qué veo? ¿Vuelve a abrir la boca? ¿Ya quiere otra cucharada? —Quiere que le hable más de esa dama —dijo mi madre interpretando mis deseos. —Ah, la dama... —prosiguió el señor MacGlue, con aire de no sentirse demasiado atraído por el tema que le proponían—. No hay mucho que pueda decir de ella. Una mujer hermosa, sin duda. Si se le pudiera separar la carne de los huesos, debajo se encontraría un magnífico esqueleto. Y es que, fíjese bien, no hay mujer hermosa sin un buen armazón óseo que le sirva de base. No la tengo en un concepto muy elevado, en el sentido moral, entiéndame. Si me permite decirlo, señora, hay un hombre detrás de su dramática escena en el puente. Sin embargo, como yo no soy ese hombre, no tengo nada que ver en el asunto. Mi compromiso con esa dama consistía tan sólo en reactivar su maquinaria vital. Y, Dios sabe que ¡demostró ser un hueso duro de roer! Fue un caso aún más difícil de tratar que el suyo. Nunca, en toda mi carrera, me he encontrado con dos personas menos dispuestas a regresar a este complicado mundo que ustedes dos. Y cuando al fin lo había logrado, cuando estaba yo mismo a punto de desmayarme por el cansancio y la tensión, adivine —ahora sí que le dejo que hable— cuáles fueron las primeras palabras que me dijo esa dama al volver en sí. Me sentía demasiado turbado para ejercitar la inventiva: —¡Me rindo! —dije con impaciencia. —Bueno, pues ríndase —replicó el señor MacGlue—. Las primeras palabras que dijo al hombre que la había arrancado de las garras de la muerte fueron éstas: "¿Cómo se atreve a inmiscuirse? ¿Por qué no me ha dejado morir?". Fueron sus palabras exactas, se lo juro por la Biblia. Me irritó tanto que le pagué (como se suele decir) con la misma moneda: "Ahí mismo tiene el río, señora. Hágalo otra vez y yo, por mi parte, no moveré un dedo para salvarla; se lo prometo." Me miró con gravedad. "¿Es usted el hombre que me ha sacado del río?", preguntó. "¡Dios no lo quiera!", dije. "Sólo soy el infeliz médico que se ha inmiscuido después." Ella se dirigió a la patrona y le preguntó: "¿Quién me ha sacado del río?". La patrona se lo contó y le mencionó su nombre. "¿Germaine?", dijo para sus adentros. "No conozco a nadie llamado Germaine. Tal vez sea el hombre que me habló en el puente." "Sí," dijo la patrona, "el señor Germaine ha dicho que se la encontró en el puente." Al oír aquello se quedó pensativa un segundo y preguntó si podía ver al señor Germaine. "Sea quien sea, ha arriesgado la vida para salvarme y debo agradecérselo." Le dije: "Esta noche no podrá ser. Está arriba debatiéndose entre la vida y la muerte. He mandado llamar a su madre. Aguarde hasta mañana." Se volvió hacia mí con una expresión de temor y, a la vez, de enfado. "No puedo esperar. No saben lo que han hecho al devolverme a la vida. Debo marcharme de esta región; debo estar fuera de Perthshire mañana. ¿Cuándo pasa la próxima diligencia en dirección sur?" Como no sabía nada de la próxima diligencia en dirección sur, la remití a la gente de la posada. Mi trabajo (al haber acabado con la dama) estaba arriba, en esta habitación, viendo cómo evolucionaba usted. Y lo hacía tan bien como hubiera podido desear, con su madre junto a su cama. Fui a casa para ver a los enfermos que podían estar esperándome, como es habitual. Esta mañana, al regresar, he hallado a la torpe patrona con una nueva historia que contar. "¡Se ha ido!", ha dicho. "¿Quién se ha ido?, le he preguntado. "La dama, en la primera diligencia de la mañana." —¿Me está diciendo que se ha marchado de la casa? —exclamé. —¡Sí, como lo oye! —dijo el médico mostrándose más severo que nunca—. Pregunte a su señora madre, y ella dará fe absoluta. Tengo otros enfermos a los que visitar; me voy a hacer la ronda. Ya no volverá a verla, pero tanto mejor, creo yo. Dentro de dos horas estaré de vuelta y, si entretanto no se encuentra peor, me encargaré de que lo trasladen desde este extraño lugar al cómodo lecho que le aguarda en su hogar. No permita que hable, señora, no se lo permita. Con aquellas palabras de despedida el señor MacGlue nos dejó a solas. —¿De veras es cierto? —le dije a mi madre—. ¿Se ha marchado de la posada sin esperar a verme? —Nadie ha podido detenerla, George —respondió mi madre—. Ha abandonado la posada esta mañana para tomar la diligencia hacia Edimburgo. Sentí una amarga decepción. Sí, "amarga" es la palabra, aunque la mujer fuera para mí una desconocida. —¿Tú la has visto? —pregunté. —La he visto unos minutos, querido, al subir a tu habitación. —¿Y qué te ha dicho? —Me ha rogado que la excusaras. Ha dicho: "Dígale al señor Germaine que me hallo en una terrible situación; nadie en el mundo puede ayudarme. Debo partir. Mi vida pasada ha llegado al mismo fin que si su hijo hubiera dejado que me ahogara en el río. Debo encontrar una nueva vida, en un nuevo lugar. Pida al señor Germaine que me perdone por irme sin darle las gracias. ¡No me atrevo a esperar! Puede que me sigan y me descubran. Hay una persona a la que he decidido no volver a ver nunca, ¡jamás! Adiós; traten de perdonarme." Se ha tapado la cara con las manos y no ha dicho nada más. He intentado ganarme su confianza, pero ha sido inútil. Me he visto obligada a dejarla marchar. George, debe existir una horrible desgracia en la vida de esa desdichada mujer. ¡Y qué criatura tan interesante! Resultaba imposible no compadecerla, se lo merezca o no. Todo en ella es un misterio, querido. Habla inglés sin el menor acento extranjero y, sin embargo, tiene un nombre extranjero. —¿Te ha dado su nombre? —No, y no he osado preguntárselo. Pero la patrona no es una mujer de grandes escrúpulos. Me ha explicado que miró las prendas de la pobrecilla mientras se secaban junto al fuego. El nombre que llevaban marcado era "Van Brandt". —¿Van Brandt? —repetí—. Parece holandés. Pero dices que hablaba como si fuera inglesa. Quizás nació en Inglaterra. —O quizás esté casada —sugirió mi madre— y Van Brandt sea el nombre de su marido. La idea de que fuera una mujer casada tenía algo que me resultaba desagradable. Deseé que mi madre no hubiera contemplado esa última posibilidad. Me negué a aceptarla, aferrándome a la opinión de que la desconocida era una mujer soltera. Bajo esa condición podía permitirme el lujo de pensar en ella; podía considerar las posibilidades de seguir el rastro de esa encantadora fugitiva, que tan fuertemente había despertado mi interés y cuyo desesperado intento de suicidio casi me había costado la vida. Si se había ido hasta Edimburgo (lo que seguramente haría si estaba decidida a evitar que la descubrieran), la perspectiva de encontrarla, en esa gran ciudad y en mi presente estado de salud, parecía muy dudosa. Pero sentía, en lo más hondo, una esperanza que me impedía estar realmente deprimido. Tenía la convicción puramente imaginaria (tal vez debiera decir puramente supersticiosa) de que, habiendo estado a punto de morir juntos y habiendo regresado a la vida juntos, estábamos destinados a compartir alegrías o pesares en el futuro. "Creo que la volveré a ver", fue lo último que pensé antes de que me venciera el cansancio y me sumiera en un apacible sopor. Aquella noche me sacaron de la posada y me llevaron a mi habitación en casa; y aquella noche la vi, de nuevo, en un sueño. Su imagen se me había quedado grabada con tanta claridad como la imagen muy distinta de la pequeña Mary cuando solía verla tiempo atrás. La figura soñada de aquella mujer iba vestida tal y como la había visto en el puente. Llevaba el mismo sombrero de paja y ala ancha con flores. Me miraba con idéntica expresión que cuando me acerqué a ella en la tenue luz del atardecer. Un instante después, su rostro se iluminaba con una sonrisa de divina hermosura y me susurraba al oído: "Amigo, ¿me conoces?" Tenía la certeza de conocerla, pero luego me invadía una incomprensible sensación de duda. En el sueño, veía en ella a la desconocida que tanto me había fascinado; sin embargo, no me sentía satisfecho conmigo mismo, como si me equivocara reconociéndola. Me desperté con aquella idea y no pude dormir más en toda la noche. A los tres días ya había recobrado la suficiente fortaleza para llevar a mi madre en el cómodo y antiguo carruaje descubierto que, en otra época, perteneció al señor Germaine. Al cuarto día planeamos ir de excursión a una pequeña cascada de la región. Mi madre sentía una gran admiración por el lugar y, a menudo, había expresado el deseo de tener un recuerdo de él. Decidí llevarme mi cuaderno de dibujo con la esperanza de complacerla realizando un dibujo de su paisaje preferido. Busqué el cuaderno (que no había utilizado desde hacía años) y lo encontré en un viejo escritorio que había permanecido sin abrir desde que partí a la India. Mientras registraba, abrí un cajón del escritorio y descubrí una reliquia de tiempos pasados: la primera labor de bordado de mi pobrecita Mary, la bandera verde. Al ver aquel regalo olvidado regresó a mi mente la casita del administrador y evoqué a Dame Dermody y su firme profecía sobre Mary y yo. Sonreí al recordar a la anciana proclamando que no había fuerza humana que pudiera "impedir la unión de las almas gemelas de los niños en el futuro". ¿Qué había sido de los sueños anunciados en los que nos comunicaríamos el uno con el otro mientras estuviéramos separados? Los años habían pasado y, dormido o despierto, no había visto a Mary. El tiempo había pasado y la primera visión de una mujer que había tenido fue el sueño, algunas noches atrás, de la desconocida a la que había salvado de ahogarse. Pensé en esos azares y avatares de mi vida, pero sin desdén ni amargura. El nuevo amor que pugnaba por abrirse camino hasta mi corazón me había vuelto más afable y humano. Me dije: "¡Pobrecita Mary!" y besé la bandera verde, recordando agradecido los días que ya nunca volverían. Nos dirigimos a la cascada. Era un día precioso. El solitario paisaje silvestre mostraba todo su esplendor y magnificencia. Había una casa de verano, hecha de madera y con vistas al salto de agua, que el propietario del lugar había construido para acomodar a los grupos ociosos. Mi madre me sugirió que intentara realizar un dibujo de la vista desde allí. Me esforcé al máximo por contentarla, pero no me sentí satisfecho con el resultado y abandoné antes de llegar a la mitad. Dejé el cuaderno y el lápiz en la mesa de la casa de verano, y le propuse a mi madre atravesar un pequeño puente de madera que se extendía sobre el arroyo, bajo la cascada, para contemplar el paisaje desde un nuevo punto de vista. La perspectiva de la cascada, desde la otra orilla, aún presentaba mayores dificultades que la anterior para un artista aficionado como yo. Y regresamos a la casa de verano. Fui el primero en aproximarse a la puerta abierta. Me detuve al acercarme, paralizado por un descubrimiento inesperado. La casa ya no estaba vacía, como la habíamos dejado. Una dama se hallaba sentada junto a la mesa escribiendo con el lápiz en mi cuaderno. Tras esperar un instante avancé unos pasos hacia la puerta y volví a detenerme con total estupefacción. La desconocida de la casa se me reveló claramente como ¡la mujer que había tratado de matarse en el puente! No cabía la menor duda. Era aquel vestido; era aquel rostro memorable, que había visto a la luz del atardecer y con el que había soñado pocas noches atrás. La misma mujer —la veía con tanta claridad como al sol brillando en la cascada—, la misma mujer, ¡con el lápiz entre las manos y escribiendo en mi cuaderno! Mi madre estaba detrás, cerca, y notó mi agitación. —¡George! —exclamó—. ¿Qué te ocurre? Señalé a través de la puerta de la casa. —Y bien —dijo mi madre—. ¿Qué tengo que mirar? —¿No ves a alguien sentado junto a la mesa y escribiendo en mi cuaderno? Mi madre me miró rápidamente con recelo. —¿Volverá a estar enfermo? —oí que decía para sus adentros. En aquel preciso momento, la mujer dejó el lápiz y se levantó lentamente. Me miró con ojos tristes y suplicantes; alzó la mano y me hizo una seña para que me acercara. La obedecí. Movido por una voluntad de la que no era consciente, arrastrado hacia ella por un poder irresistible, ascendí el corto tramo de escaleras que conducía a la casa. Me detuve a escasa distancia. Ella avanzó un paso y apoyó con suavidad una mano en mi pecho. Su contacto me llenó de una extraña sensación, mezcla de arrobamiento y temerosa admiración. Un instante después, habló en un tono grave y melodioso, que se confundió en mis oídos con el murmullo distante de las aguas cayendo, hasta que ambos sonidos se tornaron uno. En el murmullo, en la voz, oí estas palabras: "Recuérdame. Ven a mí." Retiró la mano de mi pecho, y una momentánea oscuridad pasó como una sombra fugitiva sobre la brillante luz del día en la habitación. Cuando volvió la luz, la busqué. Ya no estaba. Recobré la conciencia de los hechos anteriores. Vi las sombras alargadas fuera, que anunciaban el inminente atardecer. Vi, acercándose a la casa, el carruaje que nos llevaría de regreso. Sentí la mano de mi madre sobre el brazo y oí su voz angustiada. Tan sólo fui capaz de responder con un gesto, rogándole que no se inquietara por mí. Estaba dominado, en cuerpo y alma, por un único deseo: examinar el cuaderno. Con la misma certeza que tenía de haber visto a la mujer, sabía que la había visto, lápiz en mano, escribiendo en el cuaderno. Me dirigí a la mesa en la que se encontraba el cuaderno abierto. Miré el espacio en blanco que había en la parte inferior de la página, debajo de los trazos destacados del dibujo sin acabar. Mi madre me siguió y miró también aquella página. ¡Allí estaban! La mujer había desaparecido pero habían quedado sus palabras escritas, que resultaban visibles y legibles tanto para mi madre como para mí. Estas son las palabras que vimos, dispuestas en dos líneas, tal y como las copio a continuación: Cuando la luna llena ilumine el manantial de San Antonio CAPÍTULO IX NATURAL Y SOBRENATURAL Señalé las palabras escritas en el cuaderno y miré a mi madre. No me equivocaba. Ella las había visto igual que yo. Pero se negaba a reconocer que hubiera sucedido algo que la inquietara, como deduje claramente por la expresión de su rostro. —Alguien te ha gastado una broma, George —me dijo. No respondí. Hablar hubiese resultado inútil. Era evidente que mi pobre madre se sentía tan poco satisfecha con su escueta explicación como yo mismo. El carruaje nos esperaba en la puerta. En silencio, emprendimos nuestro viaje de vuelta a casa. Llevaba el cuaderno abierto sobre las rodillas. Tenía la mirada fija en él y la mente absorta en recordar el momento en que la aparición me rogó entrar en la casa y me habló. Juntando las palabras que dijo con las que escribió, la conclusión resultaba demasiado evidente para no ser la acertada. La mujer a la que había salvado de ahogarse me volvía a necesitar. Aquélla era la misma mujer que, en persona, no había dudado en aprovechar la mínima oportunidad para abandonar la casa en que nos habíamos cobijado juntos, sin detenerse a decir una sola palabra de agradecimiento al hombre que había evitado su muerte. Tan sólo habían transcurrido cuatro días desde que me dejó (según parecía) para no volver a verme nunca más. Y ahora su espectral aparición había regresado a mí como a un amigo fiel y de confianza; me había pedido que la recordara y acudiera a su lado; y se había asegurado de que, si de algún modo la memoria me traicionaba, quedaran escritas las palabras que me invitaban a reunirme con ella "cuando la luna llena iluminara el manantial de San Antonio." ¿Qué había sucedido entretanto? ¿Qué significado tenía su comunicación sobrenatural conmigo? ¿Cuál debía ser mi proceder? Mi madre me despertó de tales reflexiones. Extendió la mano y cerró bruscamente el cuaderno abierto sobre mis rodillas, como si ver las palabras escritas le resultara insufrible. —¿Por qué no me hablas, George? —dijo—. ¿Por qué guardas tus pensamientos para ti solo? —Me siento confuso —respondí—. No puedo deducir ni explicar nada. Todos mis pensamientos se concentran en una única cuestión: qué voy a hacer. Pero en ese punto, creo poder decir que he tomado una decisión —tocando el cuaderno afirmé—: Sean cuales sean las consecuencias, acudiré a la cita. Mi madre me miró sin dar crédito a sus sentidos. —¡Habla como si fuera real! —exclamó—. George, ¿no creerás que viste a alguien en la casa? El lugar estaba vacío. Te garantizo que cuando señalaste hacia el interior de la casa, el lugar estaba vacío. Has estado pensado en esa mujer una y otra vez hasta convencerte de que la has visto de verdad. Abrí el cuaderno de nuevo. —Pero creo haber visto sus palabras escritas en esta página — respondí—. Mira y dime si no tengo razón. Mi madre se negó a mirar. Aunque insistiera con firmeza en adoptar una visión racional, aquellas palabras la asustaban. —No hace ni una semana —continuó— estabas debatiéndote entre la vida y la muerte en la cama de la posada. ¿Cómo puedes decir que acudirás a la cita en este estado de salud? Una cita con un ser etéreo producto de tu imaginación, que aparece y desaparece, y deja escritas unas palabras a su paso. Es ridículo, George. No sé cómo no te ríes de ti mismo. Intentó dar ejemplo riéndose de mí, pero a la pobre se le saltaban las lágrimas de los ojos en su vano esfuerzo. En aquel instante empecé a arrepentirme de haberle revelado lo que pensaba. —No te tomes el asunto tan en serio, madre —dije—. Tal vez no logre dar con el lugar. Nunca he oído hablar del manantial de San Antonio; no tengo la menor idea de dónde se encuentra. ¿Y si lo descubro y resulta que el viaje es sencillo? ¿Querrías ir conmigo? —Dios me libre —prorrumpió mi madre con fervor—. No tendré nada que ver con esto, George. Estás delirando; voy a hablar con el médico. —Por supuesto que sí, querida madre. El señor MacGlue es una persona sensata. Su casa nos va de camino, le pediremos que cene con nosotros. Mientras tanto, no mencionemos más el tema hasta que le veamos. Hablé a la ligera, pero era del todo sincero. Tenía la mente muy confusa, y los nervios tan agotados que me sobresaltaba al oír el menor ruido en el camino. La opinión de un hombre como el señor MacGlue, que consideraba todos los asuntos humanos desde un invariable punto de vista práctico, podía serme realmente útil, como una suerte de remedio moral. Aguardamos hasta que el postre estuvo en la mesa y los criados abandonaron el comedor. Entonces conté mi aventura al médico escocés tal y como lo he hecho aquí; y al finalizar, abrí el cuaderno de dibujo para dejar que viera por sí mismo las palabras escritas. ¿Me había equivocado de página? Me levanté de un salto y sostuve el cuaderno junto a la luz de la lámpara que colgaba sobre la mesa. No, había escogido la página correcta. Ahí estaba el dibujo de la catarata a medio acabar, pero ¿y las dos líneas escritas debajo? ¡Habían desaparecido! Forcé la vista mirando una y otra vez, pero no hallé más que el papel en blanco. Coloqué la hoja abierta ante mi madre. —Tú las has visto tan bien como yo. ¿Me engaña la vista? Mira abajo en la página. Mi madre se dejó caer en el respaldo de la silla profiriendo un grito de terror. —¿Han desaparecido? —pregunté. —¡Sí! Me volví hacia el médico. Su reacción me cogió totalmente por sorpresa, pues en su rostro no apareció una sonrisa incrédula ni sus labios hablaron en tono burlón. Nos escuchaba atentamente y esperaba, con gravedad, oír más. —Le doy mi palabra de honor —dije— que he visto a la aparición escribiendo con mi lápiz en la parte inferior de esta página. Le aseguro que he cogido el cuaderno y he visto escritas en él las palabras: "Cuando la luna llena ilumine el manantial de San Antonio." No han pasado más de tres horas desde ese momento y, véalo usted mismo, no queda ni rastro de ellas. —No queda ni rastro de ellas —repitió el señor MacGlue en voz baja. —Si alberga la menor duda sobre lo que le he dicho —seguí—, pregunte a mi madre; ella dará fe de que también ha visto las palabras. —No dudo que ambos las hayan visto —respondió el señor MacGlue con una serenidad que me asombró. —¿Puede explicarlo? —pregunté. —Bueno —dijo el impenetrable médico—, aguzando el ingenio, creo que podría explicarlo de una forma satisfactoria para algunas personas. Por ejemplo, podría ofrecerle lo que denominan una explicación racional, para empezar. Podría decir que usted se halla, a mi entender, en un estado de gran alteración nerviosa y que, cuando vio la aparición (como la llama), simplemente vio la fuerte impresión de una mujer ausente, que (como mucho me temo) ha calado en su lado débil o amatorio. No es mi intención ofenderle, señor Germaine... —No me ha ofendido, doctor. Y perdóneme por hablarle con tanta franqueza, pero descarto la explicación racional. —Le perdono de buen grado —respondió el señor MacGlue— y es más, comparto totalmente su opinión. Yo tampoco creo en la explicación racional. Aquello me resultó, como mínimo, sorprendente. —¿Y en qué cree? —pregunté. El señor MacGlue se negó a que le apremiara. —Aguarde un poco —dijo—. Aún queda por probar la explicación irracional. Tal vez se adecúe mejor que la otra a su actual estado de ánimo. Esta vez diremos que realmente ha visto al fantasma (o doble) de una persona viva. Muy bien. Si uno puede imaginarse a un espíritu incorpóreo apareciendo vestido con ropa —de seda o lana, como puede ser el caso—, no supone un gran esfuerzo imaginar, también, que ese mismo espíritu sea capaz de sostener un lápiz real y de escribir palabras reales en un cuaderno de dibujo real. Y si el fantasma se esfuma (como sucedió con el suyo), parece sobrenaturalmente oportuno que las palabras sigan el ejemplo y también se esfumen. El motivo de esta desaparición puede ser (si desea un motivo) que el fantasma no quiere que un extraño como yo conozca sus secretos, o que esfumarse es una costumbre arraigada de los fantasmas y todo lo relacionado con ellos, o que este fantasma ha cambiado de opinión en el transcurso de las tres últimas horas (siendo el fantasma de una mujer, seguro que no es algo extraordinario) y ya no le importa verle "cuando la luna llena ilumine el manantial de San Antonio". Ahí tiene la explicación irracional. Aunque, por lo que a mí respecta, debo añadir que tampoco daría un penique por esa explicación. La sublime indiferencia del señor MacGlue ante las dos caras de la cuestión empezó a irritarme. —Hablando claro, doctor —dije—, ¿no cree que las circunstancias que le he referido sean dignas de un examen serio? —No creo que un examen serio pueda hacer frente a tales circunstancias —respondió el médico—. Piénselo de ese modo y ya verá. Sólo ha de mirar a su alrededor. Somos tres personas sanas sentadas en esta cómoda mesa. Si sucediera (¡Dios no lo quiera!) que la señora Germaine o usted cayeran muertos en algún momento, yo, aun siendo médico, no sabría explicar mejor qué principio inicial de vida o movimiento se había extinguido de pronto en su ser que ese perro durmiendo en la alfombrilla. Si me complace detenerme en plena ignorancia ante un misterio tan insondable como éste —que se me presenta, día a día, cada vez que veo a un ser vivo venir al mundo o abandonarlo—, ¿por qué no debería detenerme complacido ante su dama de la casa de verano y decir que está más allá de mi comprensión y eso es todo? Tras aquellas palabras mi madre intervino por primera vez en la conversación. —Ay, doctor —dijo— ¡qué contenta estaría si pudiera convencer a mi hijo para que adoptara su razonable opinión! ¿Puede creerlo? Está decidido (si logra dar con el lugar) a ir al manantial de San Antonio. Ni tan siquiera aquella revelación consiguió sorprender al señor MacGlue. —Vaya, vaya. ¿O sea que pretende acudir a su cita con el fantasma? Bueno, podría serle de ayuda si sigue adelante con su resolución. Puedo hablarle de un hombre que acudió a una cita escrita con un fantasma y lo que sucedió. Aquella declaración resultó asombrosa. ¿Era cierto lo que decía? —¿Está bromeando o habla en serio? —le pregunté. —Yo nunca bromeo, caballero —dijo el señor MacGlue—. Ningún enfermo confía plenamente en un médico que bromea. Enséñeme a algún hombre en nuestra profesión que (en horas de trabajo) se haya permitido bromear aún estando con su amigo más íntimo y querido. Diría que le ha desconcertado ver que me tomaba con tanta frialdad su extraña narración. Es natural. La suya no es la primera historia de un fantasma y un lápiz que he oído.—¿Me está diciendo que conoce a otro hombre que haya visto lo mismo que yo? —le pregunté. —Sí, justamente eso —replicó el médico—. El hombre era un primo lejano escocés de mi difunta esposa, que tenía el honorable nombre de Bruce y llevaba vida de marinero. Antes de comenzar, voy a tomarme otra copa de jerez para remojar el gaznate, como se dice vulgarmente. Pues bien, en la época de la que les hablo, Bruce era segundo de a bordo en un barco y viajaba de Liverpool a New Brunswick. Una tarde, él y el capitán, tras haber observado la posición del sol, estaban atareados abajo calculando la latitud y la longitud en sus pizarras. Bruce, desde su cabina, miró por la puerta abierta de la cabina del capitán, situada en frente. "¿Cuánto le da, capitán?", le dijo Bruce. El hombre en la cabina del capitán levantó la cabeza. ¿Y qué vio Bruce? ¿El rostro del capitán? Demonios, ni mucho menos... ¡vio el rostro de un completo desconocido! Dio un salto, con el corazón latiéndole, de pronto, desenfrenado, fue a buscar al capitán a la cubierta, y le encontró como siempre, con los cálculos acabados y la latitud y la longitud olvidadas para el resto del día. "Hay alguien en su escritorio, capitán", le dijo Bruce. "Está escribiendo en su pizarra, y me es del todo desconocido." "¿Un desconocido en mi cabina?", dijo el capitán. "Pero, señor Bruce, el barco lleva seis meses sin atracar en un puerto. ¿Cómo ha subido a bordo?". Bruce no sabía cómo, pero mantuvo su historia. El capitán salió corriendo y entró como un torbellino en su cabina, donde no encontró a nadie. El propio Bruce se vio obligado a reconocer que efectivamente el lugar estaba vacío. "Si no supiera que está usted sobrio, le acusaría de haber bebido. Pero dadas las circunstancias, tan sólo le hago responsable de ser víctima de un ensueño. No vuelva a hacerlo, señor Bruce." Bruce mantuvo su historia jurando que había visto al hombre escribir en la pizarra del capitán. El capitán tomó la pizarra y la examinó. "¡Que el Señor nos ayude y nos bendiga!", dijo, "¡aquí está lo que ha escrito, no hay duda!". Bruce la examinó también y vio escritas con claridad las palabras: "Diríjase rumbo al noroeste." Eso era todo. Oh, Dios, narrar es una tarea que reseca la boca, señor Germaine. Con su permiso, tomaré otro trago de jerez. "Pues bien (es un vino viejo exquisito; mire las gotas espesas resbalando por la copa)... Bien, dirigirse al noroeste, como comprenderán, estaba fuera del rumbo del capitán. Sin embargo, como no encontraron solución al misterio en la cubierta del barco y el tiempo era favorable, el capitán decidió, mientras durara la claridad, alterar el rumbo y ver qué sucedía. Hacia las tres de la tarde apareció un iceberg con un barco naufragado que estaba desfondado y permanecía congelado y amarrado al hielo, con los pasajeros y la tripulación a punto de morir por el frío y el cansancio. Estupendo, dirán; pero aún hay más detrás. Cuando Bruce ayudaba a subir al barco a uno de los pasajeros rescatados, éste resultó ser el mismísimo hombre cuya espectral aparición había visto en la cabina del capitán, escribiendo en la pizarra. Y lo que es más —si todavía conservan una mínima capacidad de sorprenderse—, el pasajero reconoció el barco como el mismo buque que había visto en un sueño aquella tarde. Había llegado incluso a comentárselo a uno de los oficiales en la cubierta del barco naufragado cuando se despertó. "Hoy vamos a ser rescatados", le había dicho; y había descrito con exactitud el aparejo del barco horas y horas antes de que el buque asomara por el horizonte. Ahora ya sabe, señor Germaine, cómo el primo lejano de mi esposa acudió a una cita con un fantasma y lo que sucedió. El médico finalizó así su historia y se sirvió otra copa de jerez. Pero yo aún no me sentía satisfecho; quería saber más. —Las palabras escritas en la pizarra —dije—, ¿siguieron allí o se esfumaron como las de mi cuaderno? La respuesta del señor MacGlue me desilusionó. Nunca llegó a preguntar ni a enterarse de si las palabras habían permanecido escritas o no. Me había contado todo lo que sabía, y tan sólo tenía una cosa más por decirme, aunque en calidad de comentario con una moraleja añadida: —Existe una prodigiosa similitud, señor Germaine, entre su historia y la de Bruce. La principal diferencia, a mi modo de ver, es ésta: la cita con el pasajero significó la salvación de la tripulación de un barco entero. Pero dudo mucho que la cita con esa dama signifique para usted la salvación. En silencio, reconsideré la extraña historia que se me acababa de relatar. Otro hombre había visto lo mismo que yo, y ¡había hecho lo mismo que yo me proponía hacer! Mi madre advirtió, con sumo desagrado, la fuerte impresión que me había causado el señor MacGlue. —¡Ojalá se hubiera guardado su historia, doctor! —dijo con severidad. —¿Puede decirme por qué, señora? —Ha aprobado la decisión de mi hijo de presentarse en el manantial de San Antonio. El señor MacGlue calló y consultó su almanaque de bolsillo antes de responder. —Hay luna llena el nueve de este mes —dijo—. Eso proporciona al señor Germaine unos días de descanso, señora, antes de emprender el viaje. Si se desplaza en su cómodo carruaje —piense lo que yo piense del aspecto moral de su empresa—, no puedo decir que en lo concerniente a su salud le vaya a perjudicar demasiado. —¿Sabe dónde se encuentra el manantial de San Antonio? — intervine. —Sería un enorme desconocedor de Edimburgo si no lo supiera —contestó el médico. —¿Entonces, el manantial está en Edimburgo? —Está justo al salir de Edimburgo; se puede decir que domina la ciudad. Siga la antigua calle llamada Canongate hasta el final. Gire a la derecha al pasar el famoso palacio de Holyrood, cruce un parque y un paseo, suba hacia las ruinas de la capilla de San Antonio, por el lomo de la colina, y habrá llegado. Hay una gran roca detrás de la capilla; al pie hallará la fuente que llaman el manantial de San Antonio. El lugar ofrece una hermosa vista a la luz de la luna, y, según me han dicho, ya no lo frecuentan malos tipos por la noche, como sucedía antaño. Mi madre, cada vez más profundamente indignada, se levantó para retirarse al salón. —Confieso que me ha decepcionado —dijo al señor MacGlue—. Había pensado que usted sería la última persona en animar a mi hijo a cometer un acto imprudente. —Le ruego que me perdone, señora, pero su hijo no necesita que lo animen. Es evidente que ya ha tomado una decisión. ¿De qué sirve que alguien como yo trate de detenerlo? Querida señora, si él no aprovecha su consejo, ¿qué esperanza tengo yo de que acepte el mío? El señor MacGlue acentuó aquel astuto cumplido con una reverencia de sumo respeto y abrió la puerta de par en par para dejar que mi madre saliera. Cuando nos quedamos solos con nuestro vino, pregunté al médico cuándo podía partir, sin riesgo, a Edimburgo. —Cuente dos días de viaje, y puede partir, si se empeña, a principios de semana. Pero tenga presente —añadió el prudente médico— que, aunque confieso estar ansioso por saber qué resultará de su expedición, ha de comprender también que, en lo que se refiere a esa dama, me lavo las manos por las consecuencias. CAPÍTULO X EL MANANTIAL DE SAN ANTONIO Alcancé el promontorio rocoso frente a las ruinas de la capilla de San Antonio y contemplé la magnífica vista de Edimburgo y el antiguo palacio de Holyrood, bañados por la luna llena. El manantial, tal como las instrucciones del médico habían indicado, se hallaba detrás de la capilla. Aguardé unos minutos ante las ruinas, en parte para recobrar el aliento tras haber ascendido la colina, en parte, lo admito, para dominar el nerviosismo que me invadió al pensar en mi situación en ese momento. La mujer, o su aparición —podía ser cualquiera de las dos— se encontraba quizás a unas pocas yardas del lugar en que me hallaba. Ni un alma apareció delante de la capilla. Ni un solo sonido alcanzó mi oído en la colina solitaria. Intenté concentrar toda mi atención en la belleza de la vista a la luz de la luna. Pero me resultó imposible. Mi pensamiento vagaba lejos de los objetos en los que tenía puesta la mirada; estaba con la mujer que había visto escribiendo en mi cuaderno en la casa de verano. Me volví para bordear un costado de la capilla. Di unos pocos pasos más por el terreno accidentado y pude ver el manantial y la enorme peña o roca, a cuyo pie las aguas brotaban resplandeciendo a la luz de la luna. Ahí estaba ella. Reconocí su figura apoyada en la roca, con las manos cruzadas, absorta en sus reflexiones. Y reconocí su rostro cuando alzó la vista rápidamente, al sobresaltarse por el ruido de mis pasos en la profunda quietud de la noche. ¿Se trataba de la mujer o de su aparición? Aguardé mirándola en silencio. Y habló. El sonido de su voz no era el misterioso sonido que había oído en la casa de verano, sino el que oí en el puente la primera vez que nos vimos a la tenue luz del atardecer. —¿Quién es usted? ¿Qué quiere? Al pronunciar aquellas palabras, me reconoció. —¡Usted aquí! —dijo avanzando un paso con incontenible sorpresa—. Pero, ¿qué significa esto? —He venido a verla —le contesté— porque usted misma me citó. Volvió a retroceder para apoyarse en la roca. La luz de la luna brilló con intensidad sobre su rostro. Al mirarme en aquel instante en sus ojos había miedo, aunque también asombro. —No le entiendo —dijo—. No le he vuelto a ver desde que me habló en el puente. —Perdone —repliqué—, yo sí la he visto después, a usted o a una aparición suya. La he oído hablar; la he visto escribir. Me miró con una expresión muy extraña, mezcla de irritación y curiosidad. —Pero, ¿qué es lo que dije? —preguntó—. ¿Qué escribí? —Dijo: "Recuérdame. Ven a mí." Y escribió: "Cuando la luna llena ilumine el manantial de San Antonio." —¿Dónde? —exclamó—. ¿Dónde hice eso? —En una casa de verano que se encuentra junto a una cascada —contesté—. ¿Conoce el lugar? Apoyó la cabeza en la roca y emitió un leve grito de terror. El brazo, que tenía sobre la roca, resbaló con pesadez. Me acerqué a ella velozmente, por temor a que pudiera caerse en el terreno rocoso. Reunió las fuerzas que le flaqueaban y exclamó: —¡No me toque! Apártese. Me asusta. Intenté tranquilizarla. —¿Por qué le asusto? Sabe quién soy. ¿Cómo puede dudar del interés que siento por usted después de haberle salvado la vida? En aquel instante abandonó su reserva. Se adelantó sin vacilar y me tomó de la mano. —Debería darle las gracias —dijo— y se las doy. No soy tan ingrata como aparento. Y no soy una mujer infame, pero estaba trastornada por el dolor cuando intenté ahogarme. ¡No piense mal de mí! ¡No me desprecie! Calló y vi lágrimas en sus mejillas. Con un súbito gesto de desdén hacia sí misma se las secó deprisa. Una vez más mudó radicalmente su tono y actitud. Mostró de nuevo reserva y me dedicó una extraña mirada fugaz de sospecha y desafío. —Sin embargo —dijo en voz alta y con aspereza—, soñaba cuando creyó que me veía escribir. No me ha visto ni me ha oído hablar. ¿Cómo podría yo expresarme con tanta familiaridad ante un desconocido como usted? Todo es una fantasía suya y trata de espantarme hablando de ello ¡como si fuera real! Volvió a cambiar. Sus ojos se enternecieron con esa dulce y melancólica expresión que los dotaba de una irresistible belleza. Se ajustó la capa estremeciéndose, como si sintiera el frío del aire de la noche. "¿Qué me sucede?, oí que decía para sí. "¿Por qué confío en este hombre en sueños y luego me avergüenzo al despertar?" Aquel extraño acceso me dio alas. Me arriesgué revelándole que había acertado a oír sus últimas palabras. —Si confía en mí en sueños es porque no se equivoca conmigo —dije—. No se equivoque ahora, deposite su confianza en mí. Está sola, en apuros y necesita la ayuda de un amigo. Estoy deseando ayudarla. Se mostró indecisa. Intenté tomarle la mano, pero la extraña criatura la apartó con una exclamación de alarma. Parecía como si su mayor temor fuera dejar que la tocara. —Déme tiempo para reflexionar —dijo—. No sabe en lo que tengo que pensar. Déme hasta mañana. Le escribiré. ¿Se hospeda en Edimburgo? Creí adecuado darme por satisfecho —al menos aparentemente— con tal concesión. Tomé una de mis tarjetas y escribí a lápiz la dirección del hotel en el que me hospedaba. Se la entregué y la leyó en la claridad de la luna. —¡George! —repitió para sí, lanzándome otra mirada furtiva mientras sus labios lo pronunciaban—. "George Germaine". Nunca he oído hablar de "Germaine", pero "George" me trae a la memoria viejos tiempos —sonrió con tristeza al evocar una ilusión o un recuerdo que no me estaba permitido compartir—. No hay nada de extraordinario en que se llame "George" —continuó hablando, tras una pausa—. Es un nombre bastante corriente; una se lo encuentra por todas partes, y sin embargo... —acabó la frase con una mirada que me decía: "Ya no le tengo tanto miedo, sabiendo ahora que se llama George." Sin querer, ¡casi me condujo a la verdad! Ojalá le hubiera preguntado qué recuerdos le traía mi nombre; ojalá la hubiera persuadido para hablarme, aunque fuese con la mayor brevedad y discreción, de su vida pasada. La barrera entre nosotros, que el cambio de nombres y el lapso de diez años habían erigido, habría quedado derribada, y nos habríamos reconocido. Pero no llegué ni a planteármelo, por una simple razón: la amaba. La idea puramente egoísta de ganarme su estima aprovechando, en ese instante, el nuevo interés que le había despertado fue la única idea que me acudió a la mente. —No espere a escribirme —dije—. No lo aplace hasta mañana. ¿Quién sabe lo que puede suceder antes de mañana? ¿No merezco una pequeña recompensa por la simpatía que siento por usted? No pido mucho. Hágame feliz dejando que le sea de algún servicio antes de separarnos esta noche. Le tomé la mano, esta vez antes de que lo advirtiese. Toda ella pareció rendirse al contacto. Su mano se apoyó en la mía sin ofrecer resistencia; su encantadora figura se fue acercando a mí en una suave progresión; su cabeza casi tocó mi hombro. Susurró en un débil tono quebrado por suspiros: —No se aproveche de mí. Estoy tan desamparada; me hallo completamente a su merced. Antes de que pudiera responder o moverme, cerró su mano en la mía, dejó caer la cabeza en mi hombro y rompió a llorar. Cualquier hombre, excepto el canalla más rematado, la habría respetado en ese momento. Le puse la mano en mi brazo y despacio nos alejamos de la capilla en ruinas y descendimos por la ladera de la colina. —Este lugar solitario la asusta —dije—. Caminemos un poco y pronto recobrará el ánimo. Sonrió entre lágrimas como una niña. —Sí —dijo ilusionada—. Pero no por aquí. Sin darme cuenta, había tomado una dirección que nos alejaba de la ciudad. Ella me pidió que nos dirigiésemos a las casas y las calles. Regresamos a Edimburgo. Me miró atentamente, mientras caminábamos a la luz de la luna, con una expresión inocente y curiosa. —¡Qué influencia tan extraña ejerce sobre mí! —exclamó—. ¿Alguna vez me había visto o había oído hablar de mí antes de que coincidiéramos en el río? —No, nunca. —Yo tampoco había oído hablar de usted ni le había visto antes. ¡Es raro! ¡Muy raro! Recuerdo a alguien, una mujer mayor, que podía haberlo explicado. Pero, ¿dónde encontraré ahora a alguien como ella? Suspiró con amargura. Resultaba evidente que había sentido un gran afecto por esa amiga o familiar perdida. —¿Era pariente suya? —le pregunté, más con la intención de que siguiera hablando que porque me interesara algún miembro de su familia aparte de ella. De nuevo, estuvimos muy cerca de la verdad. Y de nuevo estaba escrito que no avanzaríamos más. —¡No me pregunte sobre mis parientes! —exclamó—. Prefiero no pensar en los que se han marchado, con las penas que ahora me afligen. Si hablo del pasado, de mi hogar, le apenaré echándome a llorar una vez más. Por favor, hábleme de otra cosa. El misterio de la aparición en la casa de verano aún no había quedado esclarecido. Aproveché la ocasión para abordar el tema. —Hace un momento dijo que había soñado conmigo —empecé así—. Cuénteme el sueño. —No sabría decir si fue un sueño o algo distinto —respondió—. Lo llamo sueño por no hallar una palabra más acertada. —¿Le sucedió por la noche? —No, durante el día, por la tarde. —¿Avanzada la tarde? —Sí, casi al anochecer. Me acudió a la memoria la historia del médico sobre el pasajero del barco naufragado, cuyo "doble" espectral había aparecido en el buque que lo rescataría y que él mismo había visto en un sueño. —¿Recuerda el día del mes y la hora? —pregunté. Ella refirió el día y la hora. Era el día en que mi madre y yo visitamos la cascada; ¡era la hora en que vi en la casa a la aparición escribiendo en mi cuaderno! Me detuve sin poder contener el asombro. Caminando de regreso a la ciudad habíamos casi alcanzado el antiguo palacio de Holyrood. Mi compañera, tras lanzarme una mirada, se volvió para contemplar el viejo y austero edificio, que adquiría una belleza serena bajo la hermosa luz de la luna. —Este es mi camino preferido desde que estoy en Edimburgo —dijo—. No me importa la soledad; me encanta la absoluta quietud del lugar por la noche —volvió a lanzarme una mirada—~. ¿Qué le ocurre? —preguntó—. No dice nada, tan sólo me observa. —Desearía saber más de su sueño —le dije—. ¿Por qué estaba durmiendo durante el día? —No resulta fácil decir lo que hacía —respondió mientras retomábamos el paso—. Estaba terriblemente angustiada y enferma. Aquel día me sentía muy desvalida. Recuerdo que era la hora de cenar y no tenía el menor apetito. Subí al piso de arriba (en la posada en que me alojo) y me estiré totalmente rendida en la cama. No sé si me desmayé o me quedé dormida, pero dejé de ser consciente de lo que ocurría a mi alrededor y asumí otro tipo de consciencia. Si aquello era soñar, sólo puedo decir que fue el sueño más real que he tenido en mi vida. —¿Comenzaba viéndome? —inquirí. —Comenzaba viendo su cuaderno de dibujo abierto sobre una mesa en una casa de verano. —¿Puede describir la casa como la veía? Describió no sólo la casa sino también la vista de la cascada desde la puerta. Conocía el tamaño y la forma de mi cuaderno, que, en aquel momento, ¡estaba bajo llave en mi escritorio de la casa de Perthshire! —Y escribió en el cuaderno —proseguí—. ¿Se acuerda de lo que escribió? Apartó la mirada de mí con gesto confuso, como si le avergonzara recordar esa parte del sueño. —Ya lo ha dicho usted —contestó—. No es necesario que repita las palabras otra vez. Dígame una cosa: cuando estaba en la casa, ¿aguardó un instante frente a la puerta antes de entrar? Había aguardado, sorprendido al descubrir a la mujer escribiendo en el cuaderno. Respondí de ese modo y le pregunté qué había hecho o había soñado hacer cuando luego entré en la casa. —Me comporté de la manera más extraña —dijo en un tono bajo y dubitativo—. Si usted fuera mi hermano, es difícil que le hubiera tratado con mayor familiaridad. Le hice una seña para que se acercara. Llegué incluso a apoyar la mano en su pecho. Le hablé como si fuera un viejo e íntimo amigo. Le dije: "Recuérdame. Ven a mí." Oh, me sentí tan avergonzada al recordarlo cuando recobré el conocimiento. ¿Es posible que exista tanta familiaridad, incluso en un sueño, entre una mujer y un hombre al que sólo ha visto una vez y como un perfecto desconocido? —¿Se fijó en el tiempo que había pasado desde que se estiró en la cama hasta que se dio cuenta de que estaba despierta? —le pregunté. —Sí, creo que puedo decírselo —contestó—. Era la hora de cenar en la casa (como acabo de explicar) cuando subí arriba. Poco después de volver en mí, oí el reloj de una iglesia que daba la hora. Calculando un momento y el otro, debieron pasar más de tres horas desde que me estiré hasta que me levanté de nuevo. ¿Estaba ahí la clave para resolver la misteriosa desaparición de las palabras escritas? Considerándolo a la luz de posteriores descubrimientos, me inclino a pensar que sí. En tres horas se habían esfumado las líneas que había escrito su aparición. En tres horas, había vuelto en sí y se había sentido avergonzada por el trato familiar que utilizó para comunicarse conmigo en el curso de su sueño. Mientras duró ese trance, había confiado en mí —pues su alma era libre para reconocer a la mía— y las palabras habían permanecido escritas en la página. Cuando su voluntad en la vigilia neutralizó la influencia de su voluntad en el sueño, las palabras desaparecieron. ¿Era ésa la explicación? Si no lo era, ¿dónde podía encontrarla? Caminamos hasta alcanzar el lugar de la calle Canongate en donde se alojaba. Nos detuvimos en la puerta. CAPÍTULO XI LA CARTA DE PRESENTACIÓN Observé la casa. Era una posada de dimensiones no muy grandes, pero de aspecto respetable. Si esa noche iba a prestar algún servicio a aquella mujer, había llegado el momento de hablar de otros temas además de los sueños. —Después de todo lo que me ha contado —dije—, no le pediré que me revele más confidencias hasta que nos volvamos a ver. Dígame tan sólo cómo puedo aliviarla de sus preocupaciones más inmediatas. ¿Qué planes tiene? ¿Puedo hacer algo para ayudarla antes de que se retire a descansar? Me dio las gracias efusivamente, pero vaciló, mirando a un lado y a otro de la calle con evidente turbación por no saber qué decir. —¿Tiene la intención de quedarse en Edimburgo? —le pregunté. —¡No! No deseo permanecer en Escocia. Quiero irme muy lejos. Creo que estaría mejor en Londres, en alguna respetable sombrerería de señora, si lograra obtener la debida recomendación. Soy rápida con la aguja y sé cortar patrones. O podría llevar las cuentas, si... si alguien tuviera fe en mí. Calló mirándome con cierta duda, como si la pobre no estuviera segura de poder ganarse, para empezar, mi confianza. Ante aquella insinuación, actué con el ímpetu y el arrojo de un hombre enamorado. —Puedo darle exactamente la recomendación que quiera —dije— y cuando guste. Ahora mismo, si lo desea. Su encantador rostro se iluminó complacido. —¡Oh, es usted un verdadero amigo! —dijo impulsivamente—. Pero su semblante volvió a ensombrecerse al considerar mi propuesta desde otro ángulo— ¿qué derecho tengo a aceptar lo que me ofrece? —preguntó con tristeza. —Deje que le entregue la carta —respondí— y podrá decidir por sí misma si la va a utilizar o no. Puse de nuevo su brazo en el mío para entrar en la posada. Ella me rehuyó alarmada. ¿Qué pensaría la patrona si viera a su huésped entrar en la casa por la noche en compañía de alguien desconocido, y más siendo ese alguien un caballero? Acababa de manifestar tal reparo, cuando la dueña apareció. Sin pensar en lo que decía ni en lo que hacía, me presenté como su pariente y pedí ser acompañado a una estancia tranquila en la que pudiera escribir una carta. Tras lanzarme una mirada penetrante, la patrona pareció convencerse de que estaba tratando con un caballero. Nos condujo hasta una especie de salita detrás de la cantina, depositó sobre la mesa algunos utensilios para escribir, miró a mi compañera como sólo una mujer puede mirar a otra en ciertas circunstancias, y nos dejó a solas. Era la primera vez que me encontraba solo con ella en una habitación. Al sentirse en aquella violenta situación, se le habían subido los colores y le brillaban los ojos. Estaba de pie, con una mano apoyada en la mesa, confusa e indecisa y, sin pretenderlo, su firme y flexible figura había adoptado una graciosa postura que era, literalmente, un lujo contemplar. No pronuncié palabra; mis ojos confesaban admiración, mientras los utensilios permanecían intactos frente a mí sobre la mesa. No sabría decir hasta cuándo podría haber durado el silencio. Ella lo rompió bruscamente. Su instinto le advertía que el silencio podía entrañar riesgos en nuestra situación. Dirigiéndose a mí con esfuerzo, me dijo inquieta: —No creo que deba escribir la carta esta noche. —¿Por qué no? —Porque no sabe nada de mí. ¿Acaso debería recomendar a una persona que es para usted una extraña? Y yo soy peor que una extraña. Soy una triste infeliz que ha intentado cometer un terrible pecado: he intentado acabar con mi vida. Tal vez, si usted supiera qué angustia me afligía, podría disculparme un poco. Lo debería saber. Pero hoy es tan tarde y me siento tan tremendamente cansada; además, hay cosas que a una mujer no le resulta fácil explicar ante un hombre. Inclinó la cabeza sobre el pecho, sus delicados labios temblaron levemente, y no dijo nada más. La oportunidad de calmarla y consolarla se me presentaba claramente, si decidía aprovecharla. Sin detenerme a pensar, la aproveché. Le recordé que ella misma se había ofrecido a escribirme cuando nos encontramos aquella noche, y le sugerí que esperara a contarme la triste historia de sus penas hasta que le fuera oportuno enviármela relatada en una carta. —Entre tanto, confío plenamente en usted —añadí— y le ruego, como favor, que me permita demostrárselo. Puedo presentarle a una modista de Londres que está al frente de un gran establecimiento, y lo haré antes de marcharme esta noche. Dicho aquello, mojé la pluma en la tinta. Debo confesar, con sinceridad, hasta qué extremos me condujo la pasión. La modista a la que aludí había sido criada de mi madre hacía años y se había establecido con dinero que le prestó mi difunto padrastro, el señor Germaine. Utilicé ambos nombres sin vacilar y escribí la recomendación en unos términos que ni la mejor mujer ni la más habilidosa costurera habrían esperado recibir. ¿Podrá alguien disculparme? Esas raras personas que han estado enamoradas y aún no lo han olvidado del todo quizás encuentren disculpas. Poco importa, pues no las merezco. Le entregué la carta abierta para que la leyera. Se sonrojó deliciosamente y me lanzó una mirada de tierna gratitud, que recordé después muy bien durante días y días. Pero al instante, para gran sorpresa mía, aquel ser mudable volvió a cambiar. Pareció como si algún motivo olvidado le acudiera al pensamiento. Palideció, los suaves rasgos de su rostro complacido se endurecieron poco a poco; me dedicó una tristísima mirada de angustia y confusión. Colocó la carta ante mí sobre la mesa y me dijo tímidamente: —¿Le importaría añadir una posdata? Reprimí, lo mejor que pude, toda expresión de sorpresa y tomé la pluma de nuevo. —Por favor —prosiguió—, ¿podría decir que, al principio, se me tenga sólo a prueba? No estaré empleada más de... —el tono de su voz bajó más y más, hasta que apenas logré oír las siguientes palabras— más de tres meses, seguro. Pero la naturaleza humana —tal vez debiera decir, la naturaleza de un hombre en mi lugar— no puede contener cierta curiosidad cuando a uno se le solicita complementar una carta de recomendación con una posdata como ésa. —¿Tiene algún otro trabajo en perspectiva? —pregunté. —No, ninguno —respondió con la cabeza gacha y evitando mi mirada. Una injusta sospecha, el terrible fruto de los celos, se apoderó de mí. —¿Tiene algún amigo ausente —dije— que pueda demostrarle mayor devoción que yo si le concede el tiempo necesario? Ella alzó su noble rostro; sus grandes e inocentes ojos grises se clavaron en mí con una mirada de indulgente reproche. —No tengo ningún amigo en el mundo —dijo—. Por el amor de Dios, ¡no me haga más preguntas esta noche! Me levanté y le entregué la carta de nuevo, con la posdata añadida según sus propias palabras. Los dos estábamos de pie, junto a la mesa, y nos miramos en un instante de silencio. —¿Cómo puedo darle las gracias? —murmuró ella con dulzura—. ¡Le aseguro que seré digna de la confianza que me ha demostrado! Se le humedecieron los ojos, su variable color afloró y se desvaneció, su vestido osciló levemente sobre el hermoso contorno de su seno. No creo que exista un hombre que hubiera podido resistirse a ella en ese momento. Perdí todo el poder de autocontrol; la rodeé con mis brazos y, susurrándole "¡La amo!", la besé apasionadamente. Por un instante, yació indefensa y temblorosa contra mi pecho; por un instante sus fragantes labios devolvieron suavemente el beso. Pero un segundo después, todo había acabado. Se liberó con un escalofrío que la recorrió de los pies a la cabeza, y me lanzó la carta a los pies con indignación. —¡Cómo se atreve a aprovecharse! ¡Cómo se atreve a tocarme! —dijo—. Quédese con su carta; me niego a aceptarla. No volveré a hablarle nunca más. No sabe lo que ha hecho. No sabe lo mucho que me ha herido. ¡Oh! —gritó lanzándose con desesperación en un sofá que había junto a ella—, ¿podré algún día recuperar el respeto por mí misma?, ¿podré perdonarme por lo que he hecho esta noche? Le supliqué perdón; insistí en mi arrepentimiento y pesar con palabras que verdaderamente procedían del corazón. La intensidad de su turbación no sólo me afligió, sino que llegó a alarmarme. Al cabo de un rato, se tranquilizó. Se levantó con humilde dignidad y, en silencio, me tendió la mano en señal de aceptar mi arrepentimiento. —¿Me dará tiempo para compensarla? —le rogué—. ¿No dejará de confiar en mí por completo? Permítame verla otra vez, aunque sólo sea para demostrarle que no soy totalmente indigno de su perdón, cuando usted quiera, en presencia de otra persona, si lo desea. —Le escribiré —dijo. —¿Mañana? —Mañana. Recogí la carta de recomendación del suelo. —Sea todavía más benévola conmigo —dije—. No me torture rechazando la carta. —Me quedaré con la carta —respondió en voz baja—. Gracias por escribirla. Pero ahora déjeme, por favor. Buenas noches. La dejé, pálida y triste, con la carta en la mano. La dejé, con mi mente en un tumulto de emociones contradictorias que, mientras caminaba, se transformaron gradualmente en dos sentimientos dominantes: el amor, que me hacía adorarla con más fervor que nunca; y la esperanza, que me ofrecía la promesa de verla, de nuevo, al otro día. CAPÍTULO XII LAS DESGRACIAS DE LA SEÑORA VAN BRANDT Un hombre que pasa una velada como la que yo había pasado tal vez se acueste después si no tiene nada mejor que hacer. Pero no debe contar con la esperanza de descansar esa noche. Fue en plena mañana y con todo el hotel levantado cuando por fin pude cerrar los ojos adormecido. Al despertarme, el reloj me indicó que era casi mediodía. Toqué la campanilla. Mi criado apareció con una carta en la mano. La había dejado, hacía tres horas, una dama que había llegado a la puerta del hotel en un carruaje y, al instante, se había marchado. El criado me había encontrado durmiendo cuando entró en la alcoba y, como durante la noche no había recibido órdenes de despertarme, había dejado la carta en la mesa de la sala de estar hasta que oyó la campanilla. Resultaba fácil adivinar la identidad de mi corresponsal y abrí la carta. Cayó un pliego adjunto, al que, de momento, no presté atención. Con impaciencia, abordé las primeras líneas. En ellas se anunciaba que la remitente había escapado de mí por segunda vez: había abandonado Edimburgo aquella mañana temprano. El papel adjunto resultó ser la carta de presentación para la modista, que se me devolvía. No sólo me sentí enojado con ella, sino que consideré aquella segunda huida un verdadero ultraje. En cinco minutos, me había vestido precipitadamente y me encaminaba a la posada de Canongate tan rápido como podía conducirme un caballo. Los criados no pudieron facilitarme ninguna información, pues había escapado sin que lo supieran. La patrona, a la que me dirigí acto seguido, se negó rotundamente a ayudarme de ningún modo. —Le he prometido a esa dama —dijo con obstinación— que no respondería ni una palabra a las preguntas que me hiciera sobre ella. En mi opinión, está actuando como corresponde a una mujer honrada al evitar cualquier comunicación con usted. Anoche, señor, le vi por el ojo de la cerradura. Que tenga buenos días. De regreso al hotel agoté todas las posibilidades de descubrirla. Di con el cochero que la había llevado hasta allí. La había dejado en una tienda y luego había sido despedido. Interrogué al tendero. Tan sólo recordaba que había vendido algunas prendas de hilo a una dama que llevaba puesto un velo y sostenía en la mano una bolsa de viaje. Hice circular una descripción suya por las diversas oficinas de diligencias. Tres "elegantes damas jóvenes, con velos y con bolsas de viaje en la mano" respondieron a la descripción, pero resultó imposible descubrir cuál de las tres era la fugitiva que buscaba. En la época del ferrocarril y el telégrafo habría logrado seguirle la pista, pero en la época a la que me refiero, tal investigación suponía un reto. Leí y releí su carta con la esperanza de que algún descuido al escribirla me proporcionara la pista que no conseguía hallar de otra manera. Esto es lo que me envió, copiado del original, palabra por palabra: "Estimado señor: Perdóneme por volver a abandonarle como en Perthshire. Después de lo que aconteció anoche, no tengo más remedio (conociendo mi debilidad y el influjo que parece tener sobre mí) que agradecerle profundamente su amabilidad y despedirme. La triste situación en la que me hallo debe ser disculpa suficiente para separarme de usted de este modo tan descortés, y me permite atreverme a devolver su carta de presentación. Si utilizara la carta, le estaría ofreciendo un medio de ponerse en contacto conmigo. Por su bien, y por el mío, no debe ser así. No debo darle una segunda oportunidad de decirme que me ama; tengo que partir, sin dejar rastro que le permita descubrirme. Pero no puedo olvidar que debo mi pobre existencia a su compasión y valentía. Me salvó, y tiene derecho a conocer el motivo que me impulsó a intentar ahogarme y cuál es mi situación ahora que (gracias a usted) sigo estando viva. Le contaré mi triste historia tratando de ser lo más breve posible. Me casé, no hace mucho, con un caballero holandés, cuyo nombre es Van Brandt. Perdóneme por no entrar en pormenores familiares. Me había propuesto escribirle sobre mi querido difunto padre y mi antiguo hogar, pero los ojos se me llenan de lágrimas al pensar en los felices días del pasado. Ni tan siquiera puedo ver las líneas que intento escribir. Permítame, pues, tan sólo decir que el señor Van Brandt fue bien recomendado a mi padre antes de casarme. Hasta ahora no había descubierto que obtuvo esas recomendaciones de sus amigos de manera fraudulenta, aunque de nada sirve importunarle con más detalles. He vivido con él felizmente, ignorando lo que había hecho. En verdad, no puedo afirmar que él fuera el objeto de mi primer amor, pero era la única persona en el mundo a la que podía acudir tras la muerte de mi padre. Le apreciaba y respetaba, y puedo decir, sin vanidad, que realmente he sido una buena esposa para él. Así fue transcurriendo el tiempo, con relativa prosperidad, hasta que llegó la tarde en que nos encontramos en el puente. Estaba sola en el jardín, podando los arbustos, cuando salió la criada a anunciarme que en la puerta había una dama extranjera en un carruaje que deseaba hablar con la señora Van Brandt. Mandé a la criada que la condujera a la sala de estar y me dispuse a recibir a mi visita en cuanto estuviera presentable. Era una mujer horrible, de rostro encendido y airado, y mirada fulgurante e insolente. "¿Es usted la señora Van Brandt?", me dijo. Yo le respondí que "sí". "¿De veras está casada con él?", inquirió. Aquella pregunta (como es natural, creo) me irritó. Le dije: "¿Cómo se atreve a dudarlo?". Se me rio en la cara. "Llame a Van Brandt", dijo. Salí al pasillo y le llamé para que bajara, pues estaba escribiendo en una habitación del piso de arriba. "Ernest, hay aquí una persona que me ha insultado. Ven en seguida ", dije. El acudió al oírme. La mujer me siguió al pasillo para reunirse con él. Le hizo una leve reverencia. Nada más verla, se quedó pálido como la cera. Aquello me asustó. Y le dije: "Por amor de Dios, ¿qué significa esto?" Cogiéndome del brazo, me respondió: "Pronto lo sabrás. Vuelve con tus plantas y no regreses a la casa hasta que mande a buscarte." Tenía una mirada espantosa y parecía tan poco él que realmente me intimidó. Dejé que me llevara hasta la puerta del jardín. Me apretó la mano. "Por favor, cariño, haz lo que te pido", me susurró. Salí al jardín y me senté en el banco más cercano, esperando impaciente lo que había de suceder. No sé cuánto tiempo pasó. Al final, llegué a tal extremo de ansiedad que no pude soportarlo más. Me aventuré a volver a la casa. Escuché en el pasillo, pero no oí nada. Me aproximé a la puerta del salón y todo seguía en silencio. Me armé de valor y abrí la puerta. La estancia estaba vacía. Había una carta en la mesa, escrita con la letra de mi marido y dirigida a mí. La abrí y la leí. La carta me comunicaba que me habían abandonado, deshonrado, arruinado. La mujer de rostro airado y mirada insolente era la esposa legal de Van Brandt. Le había obligado a elegir entre partir con ella de inmediato o ser procesado por bigamia. Él se había ido con ella; se había ido y me había abandonado. Recuerde que había perdido a mi padre y mi madre. No tenía amigos. Estaba sola en el mundo, sin ningún ser cercano que pudiera consolarme y aconsejarme. Y tenga presente que, por mi carácter, me siento profundamente afectada ante el menor desaire o agravio. ¿Le sorprende lo que pretendía hacer esa tarde en el puente? Aun así, creo que nunca habría intentado acabar con mi vida si hubiera podido echarme a llorar. Pero las lágrimas no acudieron. Me invadió una sensación de desánimo y aturdimiento que me oprimía como una losa la mente y el corazón. Caminé directa hasta el río. Mientras lo bordeaba, me decía con gran serenidad: "Ahí está el fin y cuanto antes, mejor." Usted sabe tan bien como yo lo que sucedió luego. Puedo pasar a la mañana siguiente, cuando tan ingratamente le dejé en la posada junto al río. Tenía un motivo para irme en el primer vehículo que pudiera llevarme y era el temor a que Van Brandt me encontrase si permanecía en Perthshire. La carta que me había dejado en la mesa estaba llena de expresiones de amor y remordimiento, sin mencionar las disculpas por su indigno comportamiento hacia mí. Explicaba que se había visto atrapado en un matrimonio secreto con una mujer licenciosa cuando era poco más que un muchacho. Ya hacía tiempo que se habían separado por mutuo acuerdo y cuando empezó a cortejarme, estaba convencido de que ella había muerto. Aún no sabía cómo le había engañado en ese sentido ni tampoco cómo había descubierto que se había casado conmigo. Consciente de su carácter irascible, se había marchado con ella, pues era el único modo de evitar que recurriera a la justicia y causara un escándalo en la región. En un día o dos compraría su libertad aumentando la pensión que ya le había entregado, regresaría a mi lado y me llevaría al extranjero, lejos de cualquier otra complicación. Yo era su esposa ante el Cielo, era la única mujer a la que había amado... y tantas cosas más. ¿Ve ahora el riesgo que corría de ser descubierta si permanecía en su región? Se me ponía la piel de gallina tan sólo de pensarlo. Había decidido no volver a ver jamás al hombre que tan cruelmente me había engañado. Y aún lo mantengo, aunque con una diferencia: tal vez consentiría verle si estuviera absolutamente segura de la muerte de su esposa. Pero no es probable que suceda así. Deje que prosiga con la carta y le cuente lo que hice al llegar a Edimburgo. El cochero me recomendó la casa de Canongate en la que usted me vio alojada. Ese mismo día escribía unos parientes de mi padre que viven en Glasgow para decirles dónde estaba y en qué triste situación me hallaba. Me respondieron a vuelta de correo. El cabeza de familia y su esposa me pidieron que no les visitara en Glasgow. Tenían un negocio entre manos que les llevaría a Edimburgo y podía confiar en verlos con la menor demora posible. Acudieron, como habían prometido, y se mostraron bastante atentos. Además, lo cierto es que me prestaron una pequeña suma de dinero cuando se percataron de lo mal administrado que estaba mi bolsillo. Pero no creo que el marido ni la esposa se inquietaran demasiado por mí. Al despedirse, me recomendaron que me dirigiera a los otros parientes de mi padre, que viven en Inglaterra. Quizá sea injusta con ellos, pero me parece que estaban ansiosos (como se suele decir) por deshacerse de mí. El mismo día en que la marcha de mis parientes me dejó sin amigos, tuve ese sueño o visión que ya le he contado. Me quedé en la casa de Canongate porque la patrona se portaba bien conmigo y porque me sentía tan deprimida por mi situación que realmente no sabía qué hacer. En este lamentable estado me hallaba cuando me descubrió en mi paseo preferido desde Holyrood hasta el manantial de San Antonio. Créame, no ha malgastado con una mujer ingrata el amable interés que ha demostrado por mi suerte. Yo no podría haber pedido a la providencia mayor bendición que hallar en usted a un hermano o un amigo. Pero ha destrozado esa ilusión con lo que dijo e hizo cuando estábamos juntos en la salita. No le culpo; temo que con mi actitud (sin saberlo) haya parecido alentarle. Lamento, y muy profundamente, no tener otra opción decorosa que no volver a verle nunca más. Tras mucho reflexionar, he resuelto ponerme en contacto con esos otros parientes de mi padre a los que aún no he recurrido. La única posibilidad que me queda es que me puedan ayudar a ganarme la vida honradamente. ¡Que Dios le bendiga, señor Germaine! Le deseo, de todo corazón, dicha y prosperidad. Su agradecida servidora: M. Van Brandt P.D.: Firmo con mi nombre (o el nombre que consideré mío en una época) como prueba de que le he revelado toda la verdad sobre mí, de principio a fin. En el futuro deberé vivir, por mi propia seguridad, bajo otro nombre. Me gustaría retomar el nombre de cuando era una niña feliz en mi hogar. Pero Van Brandt lo conoce y, además, (por muy inocentemente que haya sido) lo he deshonrado. De nuevo, adiós y gracias. Así concluía la carta. La leí con el talante de un hombre profundamente decepcionado y ofuscado. Hubiera hecho lo que hubiera hecho, la pobre señora Van Brandt se había equivocado en todo. Se equivocó, en primer lugar, casándose. Se equivocaba al pensar en aceptar al señor Van Brandt otra vez, aunque su esposa legal hubiera fallecido entre tanto. Se equivocó devolviéndome la carta de presentación, después de haberme molestado en modificarla para satisfacer sus caprichosos deseos. Se equivocaba al adoptar una absurda visión mojigata de un beso robado y una tierna declaración, y al huir de mí como si fuera tan canalla como el propio señor Van Brandt. Por último y con más razón aún, se equivocó firmando solamente con la inicial de su nombre. Ahí estaba yo, perdidamente enamorado de una mujer y sin tan siquiera saber ¡con qué nombre asociarla afectuosamente en mi pensamiento! "¡M. Van Brandt!" Podría llamarla María, Margaret, Martha, Mabel, Magdalen, Mary... No, Mary, no. Aquel antiguo amor juvenil estaba muerto y enterrado, pero debía cierto respeto a su memoria. Si la "Mary" de mi edad temprana aún viviera y me la hubiera encontrado, ¿me habría tratado como esa mujer? ¡No, nunca! Era una ofensa para "Mary" tan sólo pensar que aquel ser sin corazón llevara su nombre. ¿Y por qué pensar en ella? ¿Por qué rebajarme intentando descifrar en su carta un modo de localizarla? Era una absoluta insensatez tratar de localizar a una mujer que se había ido a saber dónde y que me había comunicado su intención de adoptar un nombre falso. ¿Había perdido todo el orgullo y el respeto por mí mismo? En plena flor de la vida, con una atractiva fortuna y el mundo ante mí lleno de interesantes rostros y encantadoras figuras femeninas, ¿qué camino debía tomar? ¿Regresar a mi casa de campo y lamentarme por la pérdida de una mujer que me había abandonado deliberadamente? ¿o mandar llamar a un mensajero y un carruaje para viajar, y olvidarla disfrutando en tierras y entre gentes extranjeras? En mi estado de ánimo en aquel momento, la idea de un viaje de placer por Europa excitó mi imaginación. Primero sorprendí a la gente del hotel ordenando que se detuviera la búsqueda de la desaparecida señora Van Brandt; luego abrí el escritorio y redacté una carta para mi madre exponiéndole, con franqueza y sin reserva, mi nuevo plan. La respuesta llegó a vuelta de correo. Con sorpresa y agrado, descubrí que mi madre no sólo aprobaba formalmente mi nueva resolución. Impulsada por una energía que no habría esperado en ella, había dispuesto todo para abandonar la casa y había partido a Edimburgo para convertirse en mi compañera de viaje. "No te marcharás solo, George", había escrito, "mientras tenga fortaleza y ánimo para hacerte compañía". Tres días después de leer estas palabras habíamos finalizado los preparativos y nos dirigíamos al continente. CAPÍTULO XIII TODAVÍA SIN CURAR Visitamos Francia, Alemania e Italia y nos ausentamos de Inglaterra durante casi dos años. ¿Justificaron el tiempo y el cambio la confianza que había depositado en ellos? ¿Desapareció pronto de mi mente la imagen de la señora Van Brandt? ¡No! Hiciera lo que hiciera, seguía (en el lenguaje profético de Dame Dermody) encaminado a reunirme con mi alma gemela en el futuro. Durante los dos o tres primeros meses de viaje, soñaba una y otra vez con la mujer que tan resueltamente me había abandonado. Viéndola en sueños, siempre grácil, siempre encantadora, siempre tierna y recatada conmigo, albergaba la ardiente esperanza de volver a contemplar su aparición en las horas de vigilia, de ser llamado para encontrarme con ella en un lugar y un momento determinados. Pero mis expectativas no se vieron cumplidas, pues no se presentó ninguna aparición. Esos mismos sueños se fueron haciendo menos frecuentes y reales hasta acabar por desvanecerse totalmente. ¿Era señal de que sus días de adversidad habían terminado? Como ya no necesitaba más ayuda, ¿tampoco se acordaba del hombre que había intentado ayudarla? ¿No volveríamos a vernos nunca más? Me decía a mí mismo: "¡No soy digno de ser hombre si no la olvido ahora mismo!" Pero dijese lo que dijese, ella se mantenía en mi recuerdo. Vi todas las maravillas de la naturaleza y el arte que esos países extranjeros podían mostrarme. Me moví en el deslumbrante esplendor de la mejor sociedad que París, Roma y Viena podían reunir. Pasé horas y horas en compañía de las mujeres más instruidas y hermosas que Europa podía ofrecer... Pero aquella solitaria figura en el manantial de San Antonio, aquellos grandes ojos grises que, con tristeza, se habían clavado en mí al despedirnos, permanecían en mi memoria, con su imagen grabada en mi corazón. Me resistiera o me rindiera a esa pasión, no dejaba de suspirar por ella. Hice todo lo posible por ocultar mi estado de ánimo a mi madre. Pero su afectuosa mirada descubrió el secreto; vio que sufría y sufrió conmigo. En más de una ocasión me decía: "George, viajando no se llega a mejor puerto. Volvamos a casa." Y yo le respondía con la amargura y la obstinación del desaliento: "No. Probemos otras gentes y otros paisajes." Sólo al ver que su salud y fortaleza empezaron a debilitarse por el ajetreo de viajar continuamente, consentí abandonar la desesperada búsqueda del olvido y regresar, por fin, a casa. Convencí a mi madre para que descansara en la casa de Londres antes de volver a su residencia predilecta, la finca de Perthshire. Huelga decir que me quedé con ella en la ciudad. Por entonces, mi madre representaba el único lazo que me mantenía unido a la vida con nobleza y cariño. La política, la literatura o la agricultura —las habituales inquietudes de un hombre en mi posición— no tenían el menor atractivo para mí. Habíamos llegado a Londres en lo que se denominaba "temporada alta". Entre las atracciones operísticas —hablo de la época en la que el ballet aún era una forma popular de entretenimiento público—, había cierta bailarina cuya gracia y belleza eran objetos de admiración general. Allá donde iba, siempre me preguntaban si la había visto, hasta que mi condición de ser el único hombre indiferente a la diosa que reinaba en los escenarios me resultó insufrible. La siguiente vez que me ofrecieron un asiento en el palco de un amigo acepté la propuesta, y (lejos de desearlo) seguí la senda que seguía todo el mundo, es decir, acudí a la ópera. La primera parte de la actuación había finalizado cuando llegamos al teatro, y el ballet no había comenzado todavía. Mis amigos se divertían buscando rostros conocidos en los palcos y las butacas. Me senté en una silla de un rincón y aguardé el inicio del baile, con la mente lejos del teatro. La dama que se hallaba más cerca de mí (como suele suceder) no gustaba de la compañía de un hombre silencioso. Y decidió hacerme hablar. —Dígame, señor Germaine. ¿Ha visto alguna vez un teatro tan lleno como el de esta noche? —dijo. Al hablar, me tendió sus gemelos. Me desplacé a la parte delantera del palco para observar al público. En efecto, era un espectáculo maravilloso. Me pareció (a medida que ascendía del suelo al techo del edificio) como si cada átomo de espacio disponible estuviera ocupado. Al mirar más y más arriba, mi ángulo de visión alcanzó gradualmente la galería. Incluso a esa distancia, los excelentes gemelos que me habían puesto en las manos me permitían ver de cerca los rostros de los espectadores. Al principio, observé a las personas que ocupaban los asientos de la primera fila de butacas de la galería. Moví los gemelos lentamente siguiendo el semicírculo que formaban los asientos, pero me detuve de pronto al llegar a la mitad. El corazón me dio un gran vuelco como si se me fuera a salir del pecho. Aquel rostro resultaba inconfundible entre los vulgares rostros de su alrededor. ¡Había descubierto a la señora Van Brandt! Estaba sentada delante, aunque no sola. Había un hombre en la butaca posterior, que se inclinaba a hablarle de vez en cuando. Ella le escuchaba, por lo que pude ver, con una mirada un tanto melancólica y tediosa. ¿Quién era ese hombre? Tal vez lograra averiguarlo o tal vez no. Pero decidí, en cualquier caso, hablar con la señora Van Brandt. Subió el telón del ballet. Me excusé como mejor supe con mis amigos y, al instante, abandoné el palco. De nada sirvió intentar comprar mi admisión a la galería, pues me rechazaron el dinero. No había ni tan siquiera un espacio de pie en esa parte del teatro. Pero quedaba una alternativa. Salí a la calle a esperar a la señora Van Brandt, junto a la puerta de la galería, hasta que finalizara la actuación. ¿Quién era el hombre que la acompañaba, el hombre al que había visto sentado detrás hablándole sobre el hombro con tanta confianza? Mientras paseaba de un lado a otro frente a la puerta, aquella duda cobró tal fuerza en mi mente que se me hizo insoportable. Regresé al palco junto a mis amigos, sólo y simplemente para volver a observar al hombre. No recuerdo las excusas que utilicé para justificar mi extraña conducta. Armado nuevamente con los gemelos de aquella dama (los tomé prestados y los retuve sin miramientos), fui el único entre todo aquel vasto público en volverme de espaldas al escenario y mirar con atención las butacas de la galería. Allí estaba sentado, detrás de ella, en apariencia fascinado por los encantos de la exquisita bailarina. La señora Van Brandt, por el contrario, no se mostraba muy atraída por el espectáculo que se representaba en el escenario. Contemplaba el baile (por lo que pude apreciar) con un aire ausente y aburrido. Cuando estalló el aplauso en un auténtico furor de vítores y palmas, ella siguió sentada totalmente impasible ante el entusiasmo que invadía el teatro. El hombre de detrás (molesto, supongo, por la clara indiferencia que mostraba frente a la actuación) le tocó con impaciencia en el hombro, como si creyera que era capaz de quedarse dormida en la butaca. La confianza de aquel gesto confirmó mi sospecha de que se trataba de Van Brandt, y me enfureció tanto que dije o hice algo que obligó a uno de los caballeros del palco a intervenir. "Si no puede controlarse", susurró, "es mejor que nos deje". Habló con la autoridad de un viejo amigo. Aún conservaba el suficiente juicio para seguir su consejo, y regresé a mi puesto en la puerta de la galería. Un poco antes de medianoche acabó la actuación. El público empezó a salir a raudales del teatro. Me retiré a un rincón tras la puerta, delante de las escaleras de la galería, y esperé a verla. Tras unos instantes, que me resultaron interminables, aparecieron ella y su acompañante descendiendo las escaleras. Ella llevaba una larga capa oscura y, protegiéndole la cabeza, una capucha de curioso aspecto, que (en ella) parecía el tocado más favorecedor que una mujer pudiera adoptar. Cuando pasaron a mi lado, oí que el hombre le hablaba con voz de disgusto y malhumor. —Es desperdiciar el dinero —dijo él— gastarlo en llevarte a la ópera. —No me siento bien —contestó ella con la cabeza baja y mirando al suelo—. No estoy de humor esta noche. —¿Quieres ir a casa en coche o caminando? —Prefiero caminar, si no te importa. Los seguí sin ser advertido, esperando a presentarme ante ella cuando la multitud se hubiera dispersado. Pocos minutos después torcieron por una callejuela tranquila. Apreté el paso hasta estar junto a ella y entonces me quité el sombrero y la interpelé. Me reconoció con una exclamación de asombro. Por un momento, su rostro se iluminó radiante con la expresión de satisfacción más deliciosa que jamás haya visto. Pero en un segundo, todo cambió. Sus atractivas facciones se entristecieron y endurecieron. Permaneció ante mí como una mujer sobrecogida por la vergüenza, sin pronunciar palabra ni aceptar la mano que le ofrecía. Su acompañante rompió el silencio. —¿Quién es este caballero? —preguntó con acento extranjero y una vulgar petulancia en su tono y actitud. Ella recobró el control al oírle. —Es el señor Germaine —respondió—, un caballero que fue muy amable conmigo en Escocia. Por un instante alzó la vista y me miró a los ojos, refugiándose la pobre en una convencional fórmula de cortesía acerca de mi salud: —Espero que se encuentre bien, señor Germaine —dijo la suave y dulce voz temblando lastimosamente. Le contesté de la forma acostumbrada y expliqué que la había visto en la ópera. —¿Se aloja en Londres? —pregunté—. ¿Puedo tener el honor de visitarla? Su acompañante respondió por ella antes de que pudiera hablar. —Mi esposa le agradece el cumplido, pero no recibe visitas. Le deseamos que tenga unas buenas noches. Con aquellas palabras se quitó el sombrero en un alarde sardónico de respeto y, tomándola del brazo, la obligó bruscamente a caminar con él. A esas alturas tenía la absoluta certeza de que el hombre no era otro que Van Brandt, y estaba a punto de responderle ásperamente cuando la señora Van Brandt detuvo las imprudentes palabras que ya afloraban a mis labios. —¡Por favor! —murmuró, por encima del hombro, con una mirada suplicante que me acalló en el acto. Después de todo, ella era libre (si así lo deseaba) de regresar con el hombre que tan vilmente la había engañado y abandonado. Hice una reverencia y me marché, sufriendo, con verdadera amargura, la humillación de rivalizar con el señor Van Brandt. Crucé al otro lado de la calle. No había caminado ni tres pasos dejándome de ella, cuando volví a sentirme presa de la antigua pasión. Me rendí, sin luchar contra mí mismo, a la bajeza de convertirme en espía y seguirlos a casa. Manteniéndome a una buena distancia, desde la acera de enfrente, los seguí hasta la puerta y apunté en mi cuaderno de bolsillo el nombre de la calle y el número de la casa. Quien lea estas líneas con espíritu crítico no podrá sentir mayor desdén por mí que el que yo sentí. ¿Podía continuar amando a una mujer después de haber elegido deliberadamente a un canalla que la había desposado estando ya casado? ¡Sí! Aun sabiéndolo, sentí que la amaba más profundamente que nunca. Resultaba increíble, escandaloso, pero era cierto. Por primera vez en mi vida, traté de ahogar en la bebida la consciencia de mi propia degradación. Acudí a mi club y me uní a la fiesta de un grupo que cenaba. Y aunque vacié una copa de champán tras otra, no sentí la menor euforia ni me olvidé por un instante de mi desdeñable conducta. Me fui a la cama desesperado y, durante toda la noche, sin poder dormir, maldije débilmente la fatídica tarde a orillas del río en que la vi por vez primera. Pero por más que la injuriara, por más que me despreciara, la amaba, pese a todo, ¡la amaba! A la mañana siguiente, entre las cartas que me dejaron en la mesa, había dos que deben ocupar un lugar en este relato. La primera estaba escrita en una letra que ya había visto antes en el hotel de Edimburgo. La remitente era la señora Van Brandt. "Por su propio bien" (decía la carta) "no trate de verme y haga caso omiso a una invitación que, me temo, recibirá con esta nota. Llevo una vida deshonrosa. He caído más bajo de lo que imagina. Es su deber olvidar a esta desdichada mujer que le escribe por última vez y se despide, agradecida, con un último adiós." Unas simples iniciales firmaban aquellas tristes líneas. No es necesario decir que sólo sirvieron para fortalecer mi decisión de verla a cualquier precio. Besé el papel en el que se apoyó su mano y, a continuación, examiné la segunda carta. Contenía la "invitación" a la que ella había aludido y estaba redactada en estos términos: "El Sr. Van Brandt presenta sus saludos al Sr. Germaine y le ruega que le disculpe por el modo un tanto brusco en que recibió la atenta propuesta del Sr. Germaine. El Sr. Van Brandt suele padecer irritabilidad nerviosa, y anoche se sentía especialmente aquejado. Confía en que el Sr. Germaine reciba esta sincera explicación con el mismo ánimo con que se le ofrece, y desea añadir que la Sra. Van Brandt estaría encantada de recibir al Sr. Germaine cuando éste considere oportuno obsequiarle con su visita." Tras leer ambas cartas, resultaba fácil llegar a la conclusión de que el señor Van Brandt se movía por algún vil interés personal al escribir aquella grotesca e insolente nota, y que la infeliz mujer que llevaba su nombre se sentía realmente avergonzada por su atrevido proceder. Las sospechas que albergaba, naturalmente, hacia ese hombre y sus motivos no suscitaron en mí la menor duda sobre el camino que había resuelto tomar. Por el contrario, me alegré de que el propio señor Van Brandt me preparara el terreno para entrevistarme con la señora Van Brandt, sin importarme cuáles fueran sus motivos. Aguardé en casa hasta el mediodía, cuando ya no pude más. Dejé un mensaje con disculpas para mi madre (me sentía demasiado avergonzado para atreverme a enfrentarme a ella) y me marché velozmente con el fin de aprovechar la invitación el mismo día en que la recibí. CAPÍTULO XIV LA SEÑORA VAN BRANDT EN CASA En cuanto alcé la mano para llamar al timbre de la casa, la puerta se abrió desde dentro, y ante mí apareció nada más y nada menos que el propio señor Van Brandt. Llevaba el sombrero puesto. Era evidente que nos habíamos encontrado justo cuando salía. —Mi querido señor, ¡qué amabilidad la suya! No podría haber respondido mejor a mi carta que presentándose en persona. La señora Van Brandt está en casa. Estará encantada. Por favor, pase. Abrió de par en par la puerta de una sala en la planta baja. Su cortesía era (si cabe) aún más ofensiva que su petulancia. —Siéntese, señor Germaine, se lo ruego. Se volvió hacia la puerta abierta y llamó en voz alta y con seguridad: —¡Mary! Baja en seguida. ¡"Mary"! Por fin sabía su nombre, y lo sabía por Van Brandt. No hay palabras que puedan expresar cómo me irritó escucharlo saliendo de sus labios. Por primera vez desde hacía años, me acudió al recuerdo Mary Dermody y Greenwater Broad. Un segundo después, oí el frufrú del vestido de la señora Van Brandt en las escaleras. Al percibir aquel sonido, los momentos y los rostros de antaño se esfumaron de mi mente por completo, como si nunca hubieran existido. ¿Qué tenía ella en común con la frágil y tímida niñita que en otra época llevaba su nombre? ¿Qué había en la ennegrecida pensión de Londres que me hiciera recordar la casita del administrador y su aroma a flores junto a las orillas del río? Van Brandt se quitó el sombrero y me hizo una reverencia con repugnante servilismo. —Tengo una cita de negocios que no puedo aplazar —dijo—. Por favor, discúlpeme. La señora Van Brandt hará los honores. Buenos días. La puerta de la casa se volvió a abrir y cerrar. El frufrú del vestido se fue acercando lentamente hasta que ella se presentó ante mí. —¡Señor Germaine! —exclamó retrocediendo como si verme le causara aversión—. ¿Es esto honroso? ¿Es digno de usted? Permite que se me engañe para recibirle y acepta al señor Van Brandt como cómplice. ¡Oh! Estaba acostumbrada a considerarle un hombre noble. ¡Qué decepción tan amarga! No presté atención a sus reproches. Sólo hacían que avivarle el color y añadir un nuevo encanto al lujo de contemplarla. —Si me amara con tanta devoción como yo la amo —dije—, entendería por qué estoy aquí. Ningún sacrificio es demasiado si me vuelve a conducir ante usted tras dos años de ausencia. De repente, se aproximó a mí y, con ansia, clavó su mirada escrutadora en mi rostro. —Debe haber un error —dijo—. ¿Es posible que no haya recibido mi carta o no la haya leído? —La he recibido y la he leído. —Y la carta de Van Brandt, ¿la ha leído también? —Sí. Se sentó junto a la mesa y, apoyando los brazos, se cubrió el rostro con las manos. Parecía como si mi respuesta no sólo la hubiera angustiado, sino también desconcertado. —¿Son todos los hombres iguales? —oí que decía—. Creí que podía confiar en su sentido del deber consigo mismo y en su compasión por mí. Cerré la puerta y me senté a su lado. Ella apartó las manos del rostro al notar mi proximidad. Me miró con una fría y tranquila expresión de asombro. —¿Qué va a hacer? —preguntó. —Voy a intentar recuperar un lugar en su estima —dije—. Le voy a pedir que se compadezca de un hombre cuyo corazón es todo suyo, cuya vida entera le está consagrada. Se levantó sobresaltada y miró a su alrededor con incredulidad, como si dudara de haber oído o interpretado correctamente mis últimas palabras. Antes de que pudiera volver a decirle nada, de pronto, me miró de frente y, mostrando una furiosa resolución, que por primera vez veía en ella, golpeó la mesa con la palma de la mano. —¡Basta! —gritó—. Esto tiene que llegar a su fin. Y llegará. ¿Sabe quién es el hombre que acaba de marcharse? ¡Conteste, señor Germaine! Le hablo muy en serio. No tenía otra alternativa que responder. Desde luego que hablaba en serio, y con gran vehemencia. —Su carta me indica que es el señor Van Brandt —dije. Ella volvió a sentarse y apartó su rostro de mí. —¿Sabe por qué le ha escrito? —preguntó—. ¿Sabe qué le ha impulsado a invitarle a esta casa? Pensé en la sospecha que me había asaltado al leer la carta de Van Brandt, pero no respondí. —Me obliga a contarle la verdad —prosiguió ella—. Anoche él me preguntó quién era usted cuando volvíamos a casa. Yo sabía que era rico y que él necesitaba dinero. Le dije que no sabía nada de su posición social. Pero él, muy astuto, no me creyó; se ha ido al registro de la propiedad a consultar en un directorio. De regreso, me ha dicho: "El señor Germaine tiene una casa en Berkeley Square y una finca en las Highlands. No es un hombre al que un pobre diablo como yo pueda ofender; voy a ganarme su amistad y espero que tú hagas lo mismo." Se ha sentado a escribirle. Señor Germaine, vivo bajo la protección de ese hombre. Su esposa no está muerta, como puede suponer; sigue viva y con mi conocimiento. Ya le he escrito que había caído muy bajo y me ha presionado hasta revelarle el motivo. ¿No es suficiente mi deshonra para hacerle entrar en razón? Me acerqué más. Intentó levantarse y huir. Sabía el poder que ejercía sobre ella y lo utilicé sin reparos (como habría hecho cualquier hombre en mi lugar). Le tomé la mano. —No creo que se haya rebajado por propia voluntad —dije—. Se ha visto forzada a llegar a esta situación. Existen circunstancias que la disculpan y me las está ocultando intencionadamente. Nada me convencerá de que es una mujer deshonesta. ¿La amaría de este modo si de verdad no fuera digna de mí? Ella luchó por liberar su mano, pero se la sujeté. Trató de cambiar de tema. —Hay algo que aún no me ha contado —dijo con una débil sonrisa forzada—. ¿Ha vuelto a ver mi aparición desde que me marché? —No. ¿Ha vuelto usted a verme alguna vez en sueños, como en la posada de Edimburgo? —No, nunca. Las visiones del otro nos han abandonado. ¿Sabe por qué? Si hubiéramos seguido hablando de ese tema, seguramente habríamos acabado por reconocernos. Pero lo dejamos de lado. En vez de contestar a su pregunta, la atraje hacia mí y retomé el tema prohibido de mi amor. —Míreme —le rogué— y dígame la verdad. ¿Puede verme, puede oírme, sin que en su corazón despierte el afecto? ¿De veras no le importo lo más mínimo? ¿No ha pensado ni una sola vez en mí en todo el tiempo que ha pasado desde la última ocasión en que nos vimos? Me expresé como me sentía: ferviente, apasionado. Ella hizo un último esfuerzo por rechazarme, pero se rindió en el intento. Su mano se cerró en la mía, un leve suspiro brotó de sus labios. Respondió con un súbito abandono; se lanzó sin recapacitar, liberada de toda la reserva que la había frenado hasta entonces. —Pienso en ti constantemente —dijo—. Anoche, en la ópera, pensaba en ti. El corazón me dio un vuelco cuando oí tu voz en la calle. —¡Me amas! —¡Amarte! —repitió—. Mi corazón entero te pertenece por mal que me pese. Arruinada, indigna y aun sabiendo que esto no conduce a nada: ¡te amo! ¡te amo! Me rodeó el cuello con los brazos y me estrechó contra ella con todas sus fuerzas. Al instante, cayó de rodillas. —¡Oh, no me tientes! —musitó—. Ten compasión y márchate. Yo estaba fuera de mí. Hablé, como ella, sin recapacitar: —Demuestra que me amas —dije—. Déjame que te libre de la deshonra de vivir con ese hombre. Abandónale ahora, para siempre. Abandónale y ven conmigo a un futuro que mereces: tu futuro como mi esposa. —¡No! ¡Nunca! —respondió acurrucándose a mis pies. —¿Por qué no? ¿Cuál es el obstáculo? —No te lo puedo decir; no me atrevo. —¿Y si lo escribes? —No, no puedo ni tan siquiera escribirlo... no a ti. Vete, te lo suplico, antes de que regrese Van Brandt. Vete si me amas y me compadeces. Había hecho que los celos se adueñaran de mí. Me negué tajantemente a partir. —Insisto en saber qué te liga a ese hombre —dije—. ¡Deja que regrese! Si tu no me respondes, se lo preguntaré a él. Me miró atemorizada y profirió un grito de terror. Leyó la determinación en mi rostro. —No me asustes —dijo—. Déjame pensar. Reflexionó un momento. Sus ojos resplandecieron como si se le hubiera ocurrido un modo de superar la dificultad. —¿Vive tu madre? —preguntó. —Sí. —¿Crees que vendría a verme? —Estoy seguro de que lo haría si se lo pido. Volvió a meditar. —Le explicaré a tu madre cuál es el obstáculo —dijo pensativa. —¿Cuándo? —Mañana, a esta hora. Se incorporó y, de pronto, los ojos se le llenaron de lágrimas. Me atrajo hacia sí con dulzura. —Bésame —susurró—. No volverás a venir. Bésame por última vez. Mis labios apenas habían rozado los suyos, cuando se irguió sobresaltada y agarró mi sombrero, que yo había dejado en una silla. —Toma el sombrero —dijo—. Ha regresado. Mi sentido del oído, menos agudo, no había captado nada. Me levanté y tomé el sombrero para calmarla. En ese mismo momento, la puerta de la estancia se abrió repentinamente con suavidad. El señor Van Brandt entró. En su rostro vi que tenía algún motivo ruin para intentar sorprendernos y que el resultado del experimento le había decepcionado. —¿No se marcharía ya? —me dijo, con la mirada puesta en la señora Van Brandt—. Me he apresurado a solucionar mis negocios con la esperanza de convencerle para que se quedara a comer con nosotros. Deje su sombrero, señor Germaine. ¡Sin ceremonias! —Es usted muy amable —repliqué—, pero hoy mi tiempo es limitado. Debo rogarles, a usted y a la señora Van Brandt, que me disculpen. Me despedí de ella con estas palabras. Su rostro se tornó pálido como la cera al darme la mano antes de partir. ¿Acaso temía alguna brutalidad por parte de Van Brandt en cuanto me diera la vuelta? Sentí que la sangre me hervía con la mera sospecha. Pero pensé en ella. Por su propio interés, lo más sabio y piadoso era tranquilizar al tipo antes de salir de la casa. —Lamento no poder aceptar su invitación —dije mientras nos dirigíamos a la puerta—. ¿Me concederá tal vez otra oportunidad? Los ojos le brillaron con malicia. —¿Qué dice a una cena íntima aquí? —preguntó—. Una tajada de cordero, ya sabe, y una botella de buen vino. Sólo nosotros tres y un viejo amigo mío para que seamos cuatro. Podemos echar una partida de whist por la noche. Usted de pareja con Mary, ¿eh? ¿Para cuándo? ¿Lo dejamos para pasado mañana? Ella nos había seguido hasta la puerta, manteniéndose detrás de Van Brandt mientras hablaba. Cuando éste aludió a su "viejo amigo" y la "partida de whist", el rostro de ella reflejó con la mayor intensidad los sentimientos de vergüenza y repulsión. Un instante después (al oír que fijaba la fecha de la cena para "pasado mañana") su expresión volvió a serenarse como si, de repente, se sintiera aliviada. ¿Qué significaba aquel cambio? "Mañana" era el día que había señalado para ver a mi madre. ¿De veras creía que, cuando supiera lo que se había dicho en la entrevista, no volvería jamás a entrar en la casa ni trataría de verla otra vez? ¿Era aquél el secreto de su serenidad cuando oyó que la cena se concretaba para "pasado mañana"? Mientras me planteaba tales cuestiones, acepté la invitación y abandoné la casa muy abatido. Aquel beso de despedida, aquella repentina serenidad al fijar la fecha de la cena me angustiaban. Habría dado doce años de mi vida por extinguir las doce siguientes horas. Con aquel estado de ánimo llegué a casa y me presenté en el cuarto de estar de mi madre. —Hoy has salido más pronto de lo habitual —me dijo—. ¿Te ha tentado el buen tiempo, querido? —calló y me miró con más atención—. ¡George! —exclamó—. ¿Qué te ha pasado? ¿Dónde has estado? Le conté la verdad con la misma franqueza que he mostrado aquí. El rostro se le encendió. Me miró y habló con una severidad que desconocía en ella. —¿Debo recordarte, por primera vez en tu vida, a lo que estoy obligada? —preguntó—. ¿De verdad esperas que visite a una mujer que ha confesado...? —Espero que visites a una mujer que, con sólo decir una palabra, se puede convertir en tu nuera —la interrumpí—. ¿Acaso te estoy pidiendo algo que te es indigno? Mi madre me miró con auténtica consternación. —¿Quieres decir, George, que le has ofrecido matrimonio? —Sí. —¿Y te ha dicho que no? —Me ha rechazado porque existe un obstáculo en su camino. He tratado, en vano, de hacer que se explique. Pero ha prometido que te lo confiaría todo a ti. El grave carácter de la situación tuvo su efecto. Mi madre cedió. Me tendió las pequeñas tablillas de marfil en las que solía apuntar sus compromisos. —Escribe el nombre y la dirección —dijo con resignación. —Iré contigo —repliqué— y esperaré en el carruaje, junto a la puerta. Quiero oír lo que la señora Van Brandt y tú habéis hablado en cuanto la dejes. —¿Tan serio es, George? —Sí, madre, lo es. CAPÍTULO XV EL OBSTÁCULO ME VENCE ¿Cuánto tiempo permanecí solo en el carruaje, junto a la puerta de la residencia de la señora Van Brandt? A juzgar por lo que sentí, aguardé media vida. A juzgar por lo que mi reloj señaló, aguardé media hora. Cuando mi madre regresó, la esperanza que albergaba de que su entrevista con la señora Van Brandt tuviera un resultado feliz se desvaneció antes de que dijera palabra. En su rostro vi que un obstáculo, superior a mi poder para sortearlo, se erigía entre mí y lo que más anhelaba en el mundo. —Cuéntame lo peor —dije mientras nos alejábamos de la casa—, cuéntamelo en seguida. —Debo explicártelo, George —respondió mi madre con tristeza—, tal y como se me ha explicado. Ella misma me lo ha pedido. "Hemos de desengañarle", ha dicho, "pero, por favor, que sea con el mayor tacto posible". Empezando con estas palabras, me ha revelado la dolorosa historia que ya conoces, la historia de su matrimonio. De ahí ha pasado a su encuentro contigo en Edimburgo y a las circunstancias que la han conducido a llevar su vida presente. Me ha rogado que te repitiera sobre todo esta última parte de su relato. ¿Te sientes lo bastante tranquilo para oírla? ¿O prefieres esperar? —Deja que la oiga ahora, madre; y cuéntamela, si puedes, con sus mismas palabras. —Repetiré lo que me ha dicho, querido, tan fielmente como sepa. Después de hablar de la muerte de su padre, me ha dicho que sólo tenía dos parientes vivos. "Tengo una tía casada en Glasgow y otra en Londres", ha dicho. "Cuando me marché de Edimburgo, acudí a mi tía de Londres. Ella y mi padre no habían tenido una buena relación; ella consideraba que mi padre la había descuidado. Pero al morir éste, se ablandó en su actitud hacia él y hacia mí. Me recibió amablemente y me procuró un empleo en una tienda. Durante tres meses lo conservé hasta que me vi obligada a abandonarlo." Mi madre se detuvo. Pensé, al instante, en la extraña posdata que la señora Van Brandt me había hecho añadir a la carta que le escribí en la posada de Edimburgo. También en aquel momento, sólo había contemplado permanecer en el puesto durante tres meses. —¿Por qué se vio obligada a abandonar su empleo? —pregunté. —Yo misma le he hecho esa pregunta —contestó mi madre—. Pero no ha respondido; ha palidecido y se ha mostrado confusa. "Se lo contaré después, señora", ha dicho. "Por favor, permítame ahora proseguir. Mi tía se enfadó conmigo por haber dejado el empleo; y aún se enfadó más cuando le expliqué el motivo. Dijo que no había cumplido con mi deber al no haber sido sincera con ella desde el principio. Nos separamos con frialdad. Yo había ahorrado un poco de dinero de mi sueldo y logré salir adelante mientras duró. Cuando se acabó, intenté encontrar otro empleo, pero no pude. Mi tía me dijo, con franqueza, que la renta de su marido apenas alcanzaba para sostener a su familia. No podía hacer nada por mí y yo tampoco. Escribí a mi tía de Glasgow, pero no recibí respuesta. El hambre me acuciaba cuando vi en un periódico un anuncio del señor Van Brandt dirigido a mí. Me suplicaba que le escribiera, decía que su vida era tan miserable sin mí que no podía soportarla, y prometía solemnemente que nada perturbaria mi calma si regresaba junto a él. Si sólo hubiera tenido que pensar en mí, habría mendigado el pan en las calles antes que volver con el... Interrumpí la narración en ese punto. —¿En qué otra persona podía tener que pensar? —pregunté. —¿Es posible, George —replicó mi madre—, que no te imagines a lo que se refería con esas palabras? Aquella pregunta me pasó inadvertida; mis pensamientos se concentraban con amargura en Van Brandt y su anuncio. —Respondió al anuncio, ¿verdad? —dije. —Sí, y vio al señor Van Brandt —continuó mi madre—. No me ha relatado con detalle la entrevista que mantuvieron. "Él me recordó", ha dicho, "la verdad que ya sabía: la mujer que le había atrapado en el matrimonio era una bebedora empedernida y jamás volvería a vivir con ella bajo ningún concepto. Sin embargo, seguía viva y tenía derecho, al menos, a llevar el nombre de su esposa. No trataré de disculparme por haber regresado junto a él, conociendo como conocía las circunstancias. Tan sólo diré que, en aquellos momentos, no veía ante mí otra alternativa, dada mi situación. De nada sirve importunarla con lo que he sufrido desde entonces, o hablar de lo que aún puedo sufrir. Soy una mujer condenada. Señora, no se inquiete por su hijo. Recordaré con orgullo, hasta el fin de mis días, que en una ocasión me ofreció el honor y la dicha de convertirme en su esposa; pero sé lo que él y usted merecen. Le he visto por última vez. Lo único que queda por hacer es convencerle de que nuestro matrimonio es imposible. Es usted madre; comprenderá por qué le revelo, a usted y no a él, el obstáculo que se alza entre nosotros." Al decir estas palabras, se ha levantado y ha abierto las puertas plegables que comunican el salón con un cuarto trasero. Después de ausentarse unos breves instantes, ha regresado. En ese punto culminante de la historia, mi madre se detuvo. ¿Temía seguir? ¿O no creía que fuera necesario? —¿Y bien? —dije. —¿De veras tengo que explicártelo, George? ¿Todavía no adivinas cómo acaba? Dos dificultades me impedían comprenderla: poseía el torpe entendimiento de un hombre y estaba medio enloquecido por la incertidumbre. Quizás parezca increíble, pero mi ofuscación era tal que aún no podía adivinar la verdad. —Cuando ha regresado —continuó mi madre—, no iba sola. Traía con ella una preciosa niñita, tan pequeña que apenas caminaba ayudada por la mano de su madre. Ha besado a la niña con ternura y la ha puesto en su regazo. "Éste es mi único consuelo", ha dicho simplemente, "y éste es el obstáculo por el que jamás seré la esposa del señor Germaine." ¡La hija de Van Brandt! ¡La hija de Van Brandt! La posdata que me había hecho añadir a la carta; su incomprensible abandono del puesto en el que estaba prosperando; las penosas dificultades que casi la habían llevado a pasar hambre; el humillante regreso junto al hombre que la había engañado cruelmente... ¡Todo tenía una explicación! ¡Todo tenía una disculpa ahora! Con una criatura en su seno, ¿cómo podía obtener un nuevo empleo? Con el hambre acuciándola, ¿qué otra cosa podía hacer aquella indefensa mujer, que volver junto al padre de su hija? ¿Qué razones tenía yo para reclamarla, en comparación con él? ¿Qué importaba que la pobre correspondiera secretamente a mi amor por ella? Ahí estaba su hija, el obstáculo entre nosotros. Ahí estaba el poder que él ostentaba sobre ella, ahora que la había recuperado. ¿Qué valor tenía mi poder? Todas las convenciones y las normas sociales respondían a la pregunta: ¡ninguno! Bajé la cabeza con pesar; recibí el golpe en silencio. Mi madre me tomó la mano. —¿Lo entiendes ahora, George? —dijo apenada. —Sí, madre, lo entiendo. —Hay una cosa que ella deseaba que te dijera, querido, y que aún no he mencionado. Te ruega que no pienses que tuviera la menor idea de su estado cuando intentó acabar con su vida. Su primera sospecha de que tal vez se convirtiera en madre surgió en Edimburgo, durante una conversación con su tía. George, resulta imposible no compadecer a esa pobre mujer. Por lamentable que sea su situación, no creo que se la pueda culpar. Fue la víctima inocente de un vil fraude cuando ese hombre se casó con ella; desde entonces ha tenido que sufrir injustamente, y se ha comportado noblemente contigo y conmigo. No me equivoco al decir que es una mujer entre un millón, una mujer digna, en otras circunstancias, de ser mi hija y tu esposa. Comprendo y comparto tu sufrimiento, querido, con todo mi corazón. Así pues, esa escena de mi vida parecía cerrarse para siempre. Tal como había sucedido con el amor de mi juventud, volvía a suceder con el amor de mi edad madura. Aquel día, más tarde, cuando hube recobrado hasta cierto punto la serenidad, escribí al señor Van Brandt —como ella había previsto— para disculparme por no poder acudir a su cena. ¿Podía también confiar en que otra carta dijera por mí las palabras de adiós a la mujer a la que había amado y perdido? ¡No! Era mejor para ella, y para mí, que no escribiera. Sin embargo, mi fortaleza no podía resistir la idea de abandonarla en silencio. Sus últimas palabras al despedirse (tal como mi madre las repitió) habían expresado la esperanza de que en el futuro no pensara en ella con resentimiento. ¿Cómo podía asegurarle que la recordaría con ternura hasta el fin de mis días? La delicadeza y la sincera compasión de mi madre me mostraron la manera. —George, envía algún detalle —me dijo— a la niña. ¿No le guardarás rencor a esa pobrecita niña? ¡Dios sabe que no estaba resentido con ella! Yo mismo salí a comprarle un juguete. Lo llevé a casa y, antes de enviarlo, le prendí un trozo de papel con la nota: "Para tu pequeña, de George Germaine". No eran unas palabras, creo, demasiado conmovedoras. Y sin embargo, me eché a llorar al escribirlas. A la mañana siguiente partí con mi madre hacia nuestra finca de Perthshire, Londres me resultaba insufrible. Ya había intentado viajar por el extranjero. No me quedaba otra opción que regresar a las Highlands y ver qué podía hacer con mi vida, teniendo en mi madre una razón para vivir. CAPÍTULO XVI EL DIARIO DE MI MADRE Siento cierta aversión, pese al tiempo que ha pasado, al contemplar los tristes días de reclusión que se sucedieron con monotonía en la casa de las Highlands. Puedo hallar algún interés en recordar los hechos de mi vida, por triviales que hayan podido ser, pues me asocian a mis semejantes, me relacionan, en algún grado, con el movimiento vigoroso del mundo. Pero no simpatizo con el placer puramente egoísta que algunos hombres parecen obtener concentrándose en la minuciosa disección de sus sentimientos, bajo la presión de una fortuna adversa. Más vale que la crónica doméstica de nuestra anquilosada vida en Perthshire (en lo que a mí respecta) quede referida a través de las palabras de mi madre y no de las mías. Unas pocas líneas, extraídas del diario que tenía por costumbre escribir, explicarán todo lo necesario antes de que esta narración avance hasta fechas posteriores y ambientes nuevos. "20 de agosto.— Llevamos dos meses en nuestra casa de Escocia y no veo en George ningún cambio favorable. Se halla, me temo, más lejos que nunca de resignarse a su separación de esa desdichada mujer. Nada le empujará a confesarlo. Dice que su único deseo es vivir aquí tranquilamente conmigo. Pero ¡yo sé bien! He estado en su dormitorio por la noche. Le he oído hablar de ella en sueños y he visto las lágrimas en sus párpados. ¡Mi pobre muchacho! ¡Cuántos miles de encantadoras mujeres no pedirían más que ser su esposa! Y la única mujer con la que no puede casarse ¡es la mujer a la que ama! "25.— He tenido una larga conversación sobre George con el señor MacGlue. Nunca me ha agradado este médico escocés desde que animó a mi hijo a acudir a la funesta cita en el manantial de San Antonio. Pero parece ser un hombre hábil en su profesión, y creo que, a su manera, intenta ayudar a George. Me ha dado un consejo con su habitual tosquedad y, a la vez, con gran seguridad. "Señora, nada puede curar a su hijo de su pasión amorosa por esa dama medio ahogada más que un cambio... y otra dama. Envíelo fuera, pero esta vez solo, y deje que sienta la necesidad de que una criatura afectuosa cuide de él. Y cuando encuentre a esa criatura (hay tantas como peces en el mar), no se devane los sesos si hay algún defecto en ella. Tengo una taza de té agrietada que me ha servido durante veinte años. Cáselo, señora, con la nueva tan pronto como la ley se lo permita." Odio las opiniones del señor MacGlue —¡son tan groseras e insensibles!—, pero mucho me temo que debo separarme de mi hijo algún tiempo, por su propio bien. "26.— ¿A dónde puede ir George? He estado pensándolo toda la noche y no he logrado llegar a una conclusión. Me cuesta tanto resignarme a dejar que se marche solo. "29.— Siempre he creído en los raros designios de la providencia, y ahora me reafirmo en mi opinión. Esta mañana ha llegado una carta de nuestro buen amigo y vecino de Belhelvie. Sir James es uno de los delegados para las "Northern Lights". Va a ir en un barco del gobierno a inspeccionar los faros del norte de Escocia y de las islas Oreadas y Shetland. Habiendo observado lo agotado y enfermo que parece George, le invita amablemente a ser su compañero de viaje. No se ausentarán durante más de dos meses, y el mar (como Sir James me ha recordado) hizo maravillas en la salud de George cuando regresó de la India. Yo no podría desear mejor oportunidad que ésta para probar lo que un cambio de aires y paisaje puede obrar en él. Por muy dolorosa que me resulte la separación, me mostraré animada y le recomendaré que acepte la invitación. "30.— He dicho todo lo que he podido y él sigue negándose a abandonarme. Soy una infeliz y una egoísta, pero me he sentido tan contenta cuando me ha dicho que no. "31.— Otra noche en vela. George debe enviar hoy su respuesta definitiva a Sir James. Estoy decidida a cumplir con mi deber hacia mi hijo. ¡Es horrible lo pálido y enfermo que se le ve esta mañana! Además, si no hago algo para animarlo, ¿cómo sé que no terminará por volver con la señora Van Brandt después de todo? Desde cualquier punto de vista, siento la obligación de insistirle para que acepte la invitación de Sir James. Sólo tengo que mostrarme firme y lo conseguiré. El pobre aún no me ha desobedecido nunca. Ahora no me desobedecerá. "2 de septiembre.— ¡Se ha ido! Sólo para complacerme, aunque totalmente en contra de sus deseos. Oh, ¡cómo un hijo tan bueno no encuentra una buena esposa! Él haría feliz a cualquier mujer. No sé si he acertado enviándolo lejos. El viento ruge entre los abetos detrás de la casa. ¿Habrá tormenta en el mar? He olvidado preguntar a Sir James qué tamaño tenía el barco. La "Guía de Escocia" dice que la costa es abrupta y el mar es bravo entre la orilla norte y las islas Oreadas. Casi me arrepiento de haber insistido con tanto empeño... ¡Qué imprudente soy! Todos nos hallamos en las manos de Dios. ¡Que Dios bendiga y proteja a mi hijo! "10.— Estoy muy preocupada. No ha llegado carta de George. Ay, ¡la vida está llena de problemas! y es extraño, pero ¡cómo nos aferramos a ella! "15.— ¡Carta de George! Han alcanzado la costa norte y han cruzado el mar bravo hacia las Oreadas. Hasta ahora les ha favorecido un tiempo espléndido; George ha mejorado en su salud y estado de ánimo. Oh, cuánta felicidad hay en la vida si la aguardamos con paciencia. "2 de octubre.— Otra carta. Se encuentran a salvo en Lerwick, el principal puerto de las islas Shetland. Últimamente el tiempo no ha sido nada favorable. Pero continúa la mejoría en la salud de George. Escribe mostrándose muy agradecido por la infinita amabilidad de Sir James. Me siento tan feliz que podría besar a Sir James, ¡aunque sea un gran hombre y un delegado de las "Northern Lights"! Dentro de tres semanas (si el viento y el tiempo lo permiten) esperan regresar. ¡Qué importa mi soledad si puedo ver a George feliz y sano de nuevo! Me cuenta que han pasado gran parte del tiempo en la orilla, pero no dice palabra de que haya conocido a ninguna mujer. ¿Acaso serán escasas en esas regiones agrestes? He oído hablar de los chales y los ponis de Shetland. ¿Habrá damas en Shetland?" CAPÍTULO XVII LA HOSPITALIDAD EN SHETLAND —¡Guía! ¿Dónde estamos? —No sabría decirle con seguridad. —¿Ha perdido el camino? El guía mira lentamente a su alrededor y luego hacia mí. Ésa es toda su respuesta. Somos tres los que nos hemos perdido: mi compañero de viaje, yo mismo y el guía. Vamos sentados en tres ponis de Shetland, tan bajos de estatura que nosotros dos, los forasteros, al principio nos hemos sentido auténticamente avergonzados de subirnos a su lomo. Estamos rodeados por una niebla blanca y húmeda tan densa que a una distancia de media docena de yardas somos invisibles el uno para el otro. Sabemos que nos hallamos en algún lugar de la isla mayor de las Shetland. Por entre las patas de los ponis vemos una mezcla de páramo y pantano: aquí, la franja de tierra firme que nos sostiene; allí, a pocos pies de distancia, una franja de turbera pantanosa, lo bastante profunda para ahogarnos si la pisamos. Hasta ahí llega nuestro conocimiento del terreno. Surge entonces la pregunta: ¿qué debemos hacer ahora? El guía enciende su pipa y me recuerda que ya nos advirtió acerca del tiempo antes de iniciar el paseo. Mi compañero de viaje me mira con resignación y una expresión de leve reproche. Me lo merezco. Por culpa de mi imprudencia nos encontramos en tan desastrosa situación. Al escribir a mi madre me he esforzado por dar una impresión favorable de mi salud y ánimo. Pero no le he confesado que todavía recuerdo el día en que perdí mi única esperanza y renuncié al único amor que hacía mi vida preciosa. Mi estado de apatía en casa simplemente ha dado lugar a un permanente desasosiego, provocado por la agitación de mi nueva vida. Ahora siempre debo estar haciendo algo, lo que sea, si me aleja de mis pensamientos. La inactividad me resulta insoportable; la soledad se me ha hecho horrenda. Mientras los otros miembros del grupo, que han acompañado a Sir James en su viaje de inspección a los faros, se contentan con aguardar en el puerto de Lerwick un cambio favorable en el tiempo, yo me empeño obstinadamente en dejar el cómodo refugio del buque para explorar en tierra unas ruinas de época prehistórica de las que nunca he oído hablar y que no me importan en absoluto. Lo único que necesito es movimiento; ese paseo llenará el odioso tiempo libre. Me marcho desafiando el firme consejo que todos me ofrecen. El miembro más joven del grupo se contagia de mi temeridad (a consecuencia de su juventud) y me acompaña. Pero, ¿con qué resultado? Nos hallamos cegados por la niebla, perdidos en un páramo y rodeados en todas direcciones por engañosas turberas. ¿Qué debe hacerse? —Déjenselo a los ponis —dice el guía. —¿Pretende dejar que los ponis encuentren el camino? —Sí, eso es —dice el guía—. Suelten la brida y déjenselo a los ponis. Véanlo ustedes mismos. Yo me voy con el mío. Deja las riendas sobre la perilla de la montura, silba a su poni y desaparece entre la niebla, montando con las manos en los bolsillos y la pipa en la boca, tan tranquilo como si estuviera sentado junto a la chimenea de su casa. No tenemos otra alternativa que seguir su ejemplo o quedarnos solos en el páramo. Los inteligentes animalitos, liberados de nuestro estúpido control, empiezan a trotar rozando con el morro la tierra, como sabuesos sobre la pista. Al cruzarse con una zona en donde el pantano se ensancha, lo bordean, y en donde se estrecha lo suficiente para saltar, lo atraviesan de un brinco. ¡Clop, clop! Las valientes criaturas van avanzando, sin detenerse, ni vacilar un instante. Nuestra "inteligencia superior", absolutamente inútil ante tal emergencia, se pregunta cómo acabarán. El guía, delante nuestro, responde que los ponis conseguirán encontrar, con seguridad, el camino hasta el pueblo o la casa más cercanos. —Dejen las riendas —es su única advertencia—. Pase lo que pase, ¡dejen las riendas! Resulta fácil para el guía dejar las riendas, pues está acostumbrado a hallarse en esa situación de impotencia ante las difíciles circunstancias y sabe exactamente lo que su poni puede hacer. Sin embargo, para nosotros la situación es nueva y nos resulta peligrosa en extremo. Más de una vez me detengo, no sin esfuerzo, en la acción de retomar el gobierno del poni al pasar por los tramos más peligrosos del camino. El tiempo transcurre y no se vislumbra entre la niebla ni rastro de una vivienda habitada. Comienzo a estar nervioso e irritable; dudo, en secreto, de la honestidad del guía. Mientras me hallo en este estado de inquietud, mi poni se acerca a una confusa y sinuosa franja negra por donde debemos atravesar el pantano, al menos, por centésima vez. La anchura (agrandada de forma engañosa por la niebla) parece, a mis ojos, mayor de lo que cualquier poni en el mundo pueda saltar. Pierdo la serenidad. En el momento crítico antes de emprender el salto, insensato de mí, agarro las riendas y freno, de pronto, al poni. Se sobresalta, cabecea y, al instante, cae como si lo hubieran disparado. Al precipitarnos juntos a tierra, la mano derecha se me dobla debajo y siento que me he torcido la muñeca. Si escapo sin peor lesión que ésa me puedo considerar afortunado. Pero no tengo reservada tal suerte. El poni, en su empeño por enderezarse antes de que me haya separado totalmente de él me da una coz, con tan mala fortuna que me golpea con el casco allí donde se me clavara la lanza envenenada durante mi servicio en la India. La vieja herida vuelve a abrirse, y ahí yago ¡sangrando en el árido páramo de las Shetland! Pero en esta ocasión no he agotado mis fuerzas intentando luchar contra la corriente de un río de aguas rápidas mientras sostengo a una mujer ahogada. Me mantengo consciente y puedo dar las instrucciones necesarias para vendar la herida con los mejores materiales que tenemos a nuestra disposición. Montar otra vez en mi poni resulta simplemente imposible. Debo permanecer donde estoy, con mi compañero de viaje atendiéndome, y el guía debe confiar en que su poni descubra el refugio más cercano al que se me pueda trasladar. Antes de abandonarnos en el páramo, el guía (atendiendo a mis indicaciones) se "orienta" con la mayor exactitud que puede ayudado por mi brújula de bolsillo. Acto seguido desaparece entre la niebla, con las riendas colgando sueltas y el morro del poni sobre la tierra, como antes. Yo me he quedado cuidado por mi joven compañero, con una capa en la que tenderme y una silla por almohada. Nuestros ponis pacen tranquilamente la hierba que logran encontrar en el páramo, siempre cerca de nosotros, tan afables como si fueran un par de perros. En esta situación esperamos acontecimientos, mientras la húmeda niebla se cierne más espesa que nunca a nuestro alrededor. Los lentos minutos se suceden con hastío en el silencio imponente del páramo. Ninguno de los dos lo reconocemos con palabras, pero ambos sentimos que pueden pasar horas hasta que el guía nos vuelva a encontrar. La pegajosa humedad me va calando poco a poco. En la petaca de mi compañero sólo queda un último sorbo de jerez. Nos miramos el uno al otro —por no tener nada más que mirar con semejante tiempo— y tratamos de tomárnoslo de la mejor manera. Así transcurren lentos los minutos, hasta que nuestros relojes nos informan de que han pasado cuarenta desde que el guía y su poni desaparecieron de la vista. Mi amigo sugiere que intentemos gritar cuanto podamos para revelar nuestra posición a alguien que, por pura casualidad, pueda alcanzar a oírnos. Le dejo probar a él el experimento, ya que no dispongo de energías para realizar ningún esfuerzo vocal. Mi compañero grita con todas sus fuerzas. El silencio sigue a su primer intento. Vuelve a probar y, esta vez, otro grito de respuesta nos llega débilmente a través de la blanca niebla. Alguna persona, el guía o un desconocido, se aproxima. ¡Por fin viene ayuda! Se produce una pausa; nuestros oídos distinguen varias voces: las de dos hombres. En ese momento, la forma indistinta de los dos se vuelve visible en la niebla. El guía se acerca lo suficiente para ser identificado. Le acompaña un tipo robusto cuya vestimenta es ambigua, pues le otorga un doble aspecto de mozo y jardinero. El guía pronuncia unas breves palabras con tosca amabilidad. El hombre ambiguo permanece a su lado en un silencio impenetrable; ver a un forastero impedido no logra en absoluto sorprender ni interesar al mozo-jardinero. Tras consultarse brevemente en privado, los dos hombres deciden cruzar las manos formando, de este modo, un asiento para mí entre ambos. Apoyo los brazos en sus hombros, y así me transportan. Mi amigo camina detrás con dificultad, sosteniendo la silla y la capa. Los ponis hacen cabriolas y cocean, disfrutando con desahogo de su libertad; unas veces nos siguen, otras nos preceden, según el humor de cada momento. Yo, por suerte para los que me llevan, soy un peso ligero. Después de descansar dos veces se detienen definitivamente y me depositan en el lugar más seco que pueden encontrar. Busco anhelante entre la niebla algún indicio de una casa, pero no veo nada más que una pequeña playa en pendiente y una extensión de agua oscura más allá. ¿Dónde estamos? El mozo-jardinero se desvanece y vuelve a aparecer en el agua, surgiendo imponente en una barca. Me colocan en el fondo de la barca, con mi silla-almohada, y partimos dejando a los ponis en la solitaria libertad del páramo. Encontrarán bastante alimento (dice el guía), y cuando anochezca sabrán hallar refugio en un pueblo cercano. Lo último que veo de los valientes animalitos es que beben agua, uno junto al otro, y se muerden juguetones con más alegría que nunca. Lentamente avanzamos sobre las oscuras aguas —no de un río, como he pensado al principio, sino de un lago— hasta que alcanzamos las orillas de una diminuta isla: un pedazo de tierra llano, desierto y árido. Me llevan por un sendero desigual hecho de grandes piedras planas hasta un terreno más firme, en el que descubrimos, al fin, una vivienda. Se trata de una casa alargada y baja, de una sola planta, que forma (por lo que puedo ver) tres lados de un cuadrado. La puerta está abierta hospitalariamente. El vestíbulo interior es frío, triste y está vacío. El hombre abre una puerta y entramos en un pasillo largo, que resulta acogedor al calor de un fuego de turba. A un lado, veo cerradas las puertas de roble de las habitaciones; al otro, observo filas y filas de estanterías bien provistas de libros. Al llegar al final de este primer pasillo, giramos en ángulo recto y nos encontramos en un segundo pasillo. En éste, al fin, se abre una puerta: me hallo en una habitación espaciosa, con dos camas, muchos muebles elegantes y un gran fuego que arde en la chimenea. El cambio a este refugio cálido y grato desde la fría y nebulosa soledad del páramo resulta un lujo tan delicioso que, en los primeros minutos, me siento contento de poder estirarme en una cama y disfruto perezoso de mi nueva situación, sin molestarme en preguntar de quién es la casa que hemos invadido, ni tan siquiera asombrarme por la extraña ausencia de un dueño, una dueña o un miembro de la familia que nos brinde la bienvenida a su hospitalaria morada. Tras unos momentos se disipa la primera sensación de alivio y despierta la curiosidad dormida. Empiezo a mirar a mi alrededor. El mozo-jardinero ha desaparecido. Reconozco a mi compañero de viaje en el otro extremo de la habitación, ocupado en interrogar al guía. Le llamo y se acerca al lecho. ¿Qué ha descubierto? ¿A quién pertenece la casa que nos ha dado cobijo? ¿Cómo es que ningún miembro de la familia acude a darnos la bienvenida? Mi compañero me relata sus descubrimientos. El guía escucha la narración de segunda mano tan atento como si le resultara totalmente nueva. La casa que nos cobija pertenece a un caballero de antiguo linaje nórdico, cuyo nombre es Dunross. Vive en un retiro absoluto en esta árida isla desde hace veinte años, sin más compañía que su hija única. Se le considera un hombre muy sabio. Los habitantes de todas las Shetland en su dialecto le conocen por un nombre que traducido significa: "el Maestro de los libros". La única ocasión en que se sabe que él y su hija abandonaron el recogimiento de su isla fue en un tiempo pasado, cuando una terrible epidemia se extendió entre los pueblos de la región. El padre y la hija trabajaron duramente día y noche entre sus pobres y dolientes vecinos, con un valor que ningún peligro pudo quebrantar y un esmero que ninguna fatiga pudo agotar. El padre logró no contagiarse, y la intensidad de la epidemia empezaba a remitir cuando la hija contrajo la enfermedad. Salvó la vida, pero nunca recobró completamente la salud. Ahora es la víctima incurable de un misterioso desorden nervioso que nadie comprende y que la ha mantenido prisionera en la isla, apartada de la mirada de todo el mundo desde hace años. Entre los pobres habitantes del distrito, el padre y la hija son venerados como seres semidivinos. Sus nombres suceden al sagrado nombre en las oraciones que los padres enseñan a sus hijos. Este es el hogar (según contó el guía) cuya intimidad hemos perturbado. Su narración encierra cierto interés, sin duda, pero también tiene un defecto: no explica en absoluto la prolongada ausencia del señor Dunross. ¿Acaso no está al corriente de nuestra presencia en la casa? Recurrimos al guía para indagar un poco más acerca de él. —¿Estamos aquí con el permiso del señor Dunross? —pregunto. El guía me mira fijamente. Si le hubiera hablado en griego o en hebreo difícilmente hubiera podido desconcertarle más. Mi amigo prueba con una fórmula más simple: —¿Ha pedido permiso para traernos cuando ha encontrado la casa? El guía me mira con más fijeza que nunca, mostrándose totalmente escandalizado por la pregunta. —¿Me cree tan necio —dice ásperamente— como para molestar al Maestro con sus libros por la nimiedad de traerle a usted y su amigo a esta casa? —¿Quiere decir que nos ha traído sin pedir permiso antes? — exclamo estupefacto. El rostro del guía se ilumina. ¡Por fin ha logrado que nuestras estúpidas seseras comprendan la verdadera situación! —¡Sí, justamente eso! —dice con un aire de inmenso alivio. La puerta se abre antes de que nos hayamos recuperado de la impresión que nos ha causado la extraordinaria revelación. Un caballero menudo, enjuto y anciano, envuelto en una larga túnica negra, entra sigilosamente en la habitación. El guía da un paso adelante y, con respeto, le cierra la puerta. Es evidente que nos hallamos en presencia del Maestro de los libros. CAPÍTULO XVIII EL CUARTO A OSCURAS El hombre menudo se aproxima a la cabecera de mi cama. Su sedoso cabello blanco le cubre los hombros; nos mira con desvaídos ojos azules, se inclina con triste y mesurada cortesía, y dice con la mayor sencillez: —Les doy la bienvenida a mi casa, caballeros. No nos sentimos satisfechos simplemente con agradecérselo, sino que tratamos naturalmente de disculparnos por la intrusión. Pero, de entrada, nuestro anfitrión frustra el intento, ofreciendo él mismo una disculpa. —Llamé a mi criado, por casualidad, hace un minuto —prosigue—, y entonces me enteré de que estaban aquí. Es costumbre de la casa que nadie me interrumpa cuando estoy con mis libros. Le ruego acepte mis excusas —añade dirigiéndose a mí— por no haber puesto antes todo mi hogar y a mí mismo a su disposición. Lamento saber que ha tenido un accidente. ¿Me permite que envíe a buscar ayuda médica? Se lo pregunto con prisas, pues temo que el tiempo tenga importancia y el médico más cercano vive a cierta distancia de esta casa. Habla de una forma un tanto curiosa, escogiendo las palabras con precisión, más como un hombre dictando una carta que manteniendo una conversación. La tristeza mesurada de su actitud se refleja por igual en su rostro. Parece como si él y el dolor fueran viejos conocidos que se hubieran habituado el uno al otro hace años. La sombra de un antiguo pesar se proyecta silenciosa e impenetrable sobre toda su persona; la veo en sus desvaídos ojos azules, en su frente despejada, en sus delicados labios, en sus pálidas mejillas arrugadas. Siento que aumenta en mí la sensación de incomodidad por entrometernos en su vida, a pesar de su atento recibimiento. Le explico que soy capaz de tratar mi propio caso, pues yo mismo he ejercido como médico; y, dicho esto, vuelvo a mis disculpas interrumpidas. Le aseguro que hace tan sólo un instante que mi compañero de viaje y yo hemos descubierto la libertad que se había tomado nuestro guía introduciéndonos en la casa bajo su propia y única responsabilidad. El señor Dunross me mira de la misma forma que el guía, como si no comprendiera de ningún modo el significado de mis escrúpulos y excusas. Al poco, empieza a intuir la verdad. Una débil sonrisa se dibuja en su rostro; apoya la mano en mi hombro con un gesto tierno y paternal. —En Shetland estamos tan acostumbrados a nuestra hospitalidad —dice— que nos cuesta entender la indecisión de un forastero antes de aceptarla. Su guía no es en absoluto culpable, caballero. Todas las casas de estas islas que son lo bastante grandes para albergar una habitación de sobra poseen un cuarto de invitados, que siempre está disponible para ser ocupado. Si usted viaja por esta zona lo natural es que venga aquí, se quede cuanto desee, y, al partir, yo cumpla con mi deber como buen habitante de Shetland acompañándolo en la primera fase de su viaje para desearle buena ventura. Las tradiciones de siglos pasados en otros lugares son tradiciones modernas aquí. Le ruego que dé a mi criado todas las instrucciones necesarias para su comodidad, con la misma libertad que si se encontrara en su casa. Al hablar se aparta para hacer sonar una campanilla que está en la mesa, y ve en el rostro del guía muestras claras de que se ha sentido ofendido por mi despectiva alusión a él. —No se puede esperar, Andrew, que los forasteros comprendan nuestras usanzas —dice el Maestro de los libros—. Pero tú y yo nos entendemos, y con eso basta. El tosco rostro del guía se sonroja complacido. Si un rey coronado y en el trono le hubiera hablado en tono condescendiente, difícilmente habría parecido más orgulloso que ahora por el honor que se le otorgaba. Intenta con torpeza tomar la mano del Maestro y besarla. El señor Dunross rechaza el intento con dulzura y le da un golpecito en la. cabeza. El guía nos mira, a mí y a mi amigo, como si hubiera sido honrado con la distinción más elevada que puede recibir un ser mortal. ¡La mano del Maestro le ha tocado con afecto! Un instante después, el mozo-jardinero aparece en la puerta respondiendo a la campanilla. —Traslada el botiquín a esta habitación, Peter —dice el señor Dunross—. Y atiende a este caballero, que ha de guardar cama por un accidente, del mismo modo que me atenderías si yo estuviera enfermo. Si sucede que ambos te llamamos a la vez, responderás a su campanilla antes que a la mía. La habitual muda de cama ¿está, como siempre, preparada en ese armario? Muy bien. Ve ahora, dile a la cocinera que prepare un poco de cena y coge de la bodega una botella del vino viejo de Madeira. Pondrás la mesa, al menos hoy, en este cuarto. Estos dos caballeros se sentirán más complacidos cenando juntos. Regresa dentro de cinco minutos por si se te necesita, y demuéstrale a mi invitado, Peter, que tengo razón al considerarte tan buen enfermero como criado. El rostro del silencioso y arisco Peter se ilumina con la expresión de confianza del Maestro, tal y como se ha iluminado la del guía bajo la influencia del toque cariñoso del Maestro. Los dos hombres salen juntos de la habitación. Aprovechamos el silencio momentáneo que sigue para presentarnos dando nuestros nombres a nuestro anfitrión, e informarle de las circunstancias que nos han llevado a visitar las Shetland. Nos escucha a su manera mesurada y cortés, pero no nos pregunta por nuestros parientes, ni muestra el menor interés por la llegada del yate y el delegado para las "Northern Lights". Es evidente que el señor Dunross apenas siente simpatía por los sucesos del mundo exterior, ni curiosidad por las personas de categoría y reputación social. Durante veinte años su pequeña rutina de obligaciones y ocupaciones le ha bastado. La vida ha perdido su valor inestimable para este hombre, y cuando la Muerte venga a él, recibirá a la reina de los horrores como podría recibir al último de sus invitados. —¿Hay algo más que pueda hacer —dice hablando más para sí que para nosotros— antes de regresar a mis libros? Se le ha ocurrido algo mientras formulaba la pregunta. Se dirige a mi compañero con su débil y triste sonrisa. —Me temo, caballero, que esta vida le resultará aburrida. Si por fortuna es aficionado al sedal, puedo ofrecerle un poco de distracción en ese sentido. El lago está bien provisto de peces, y tengo un muchacho trabajando en el jardín que, con mucho gusto, le asistirá en la barca. Por fortuna, mi amigo es aficionado a la pesca, y acepta satisfecho la invitación. El Maestro se despide de mí antes de regresar a sus libros. —Puede confiar plenamente en mi criado Peter para servirle, señor Germaine, mientras desgraciadamente deba permanecer en este cuarto. Tiene la ventaja (para los enfermos) de ser una persona muy silenciosa y circunspecta. A la vez, es prudente y considerado, a su manera. En cuanto a lo que denominaría las obligaciones menores junto a su lecho, como son leerle, escribirle cartas mientras tenga la mano derecha imposibilitada, regular la temperatura de la habitación y demás, aunque no puedo asegurárselo, es probable que le preste estos pequeños servicios otra persona a la que aún no he aludido. En unas horas veremos qué sucede. Entretanto, caballero, con su permiso, le dejo que descanse. Dichas estas palabras sale de la habitación tan sigilosamente como ha entrado y deja a sus dos invitados meditando agradecidos sobre la hospitalidad de Shetland. Ambos nos planteamos el significado de las misteriosas últimas palabras de nuestro anfitrión, e intercambiamos conjeturas más o menos ingeniosas acerca de esa "otra persona" sin nombre que posiblemente me atenderá, hasta que, con la llegada de la cena, nuestras reflexiones dan un nuevo giro. Los platos son escasos, pero cocinados a la perfección y servidos de forma admirable. Me siento demasiado cansado para comer mucho, pero el buen vino viejo de Madeira me reanima. Concretamos nuestros futuros planes mientras disfrutamos de la comida. En el yate, en el puerto de Lerwick, nos esperan de regreso al día siguiente a lo más tardar. Tal y como están las cosas, debo dejar que mi compañero vuelva al buque y tranquilice a mis amigos para que no se preocupen por mí innecesariamente. Me comprometo a enviar al barco un día después un parte escrito de mi estado de salud, mediante un mensajero que luego regresará con mi baúl. Tras decidir estas medidas mi amigo se marcha (a petición mía) a probar su habilidad como pescador en el lago. Con la ayuda del silencioso Peter y el completo botiquín, aplico los vendajes necesarios a la herida, me envuelvo en la cómoda bata que siempre está preparada en el cuarto de invitados y vuelvo a acostarme para aprovechar las virtudes reparadoras del sueño. Antes de salir de la habitación el silencioso Peter se acerca a la ventana y me pregunta, con las mínimas palabras posibles, si deseo tener las cortinas corridas. Con menos palabras aún, pues empiezo a sentirme adormecido, le respondo negativamente. No quiero tapar la agradable luz del día. En ese momento, para mi imaginación delirante es como si me resignara voluntariamente a sufrir los horrores de una larga enfermedad. La campanilla está en la mesita y siempre puedo llamar a Peter si la luz me impide dormir. Peter comprende, inclina la cabeza y, sin decir palabra, se retira. Durante unos minutos contemplo con languidez el fuego acogedor. Mientras, los vendajes de la herida y la embroca de la muñeca torcida mitigan el dolor que hasta entonces había sentido. Poco a poco, el brillo del fuego parece irse apagando. Poco a poco, el sueño se apodera de mí y me olvido de todos los problemas. Me despierto, tras lo que parece haber sido un largo descanso, con esa sensación de aturdimiento que todos experimentamos al abrir los ojos por primera vez en una cama y una habitación que nos resultan nuevas. A medida que ordeno mis pensamientos mi confusión aumenta considerablemente por una circunstancia insignificante pero curiosa. Las cortinas que había prohibido tocar a Peter están corridas, y bien corridas, de forma que todo el cuarto se halla sumido en la oscuridad. Y lo que todavía resulta más sorprendente: una gran pantalla de alas plegables está colocada frente al fuego, encerrando la claridad que se reflejaría en el techo. Me encuentro literalmente rodeado por tinieblas. ¿Ha anochecido? Con indolente curiosidad vuelvo la cabeza sobre la almohada y miro hacia el otro lado de la cama. Pese a la oscuridad, descubro inmediatamente que no estoy solo. Una figura en penumbra se encuentra junto a la cama. El contorno indistinto de su vestido me indica que corresponde a una mujer. Forzando la vista, creo poder distinguir un objeto negro ondulado cubriéndole la cabeza y los hombros, que parece ser un gran velo. Tiene el rostro vuelto hacia mí, pero no se aprecia ninguna facción característica. Permanece de pie como una estatua, con las manos cruzadas delante, destacando levemente sobre el tejido oscuro de su vestido. Eso es todo lo que alcanzo a ver. Tras un momento de silencio, el ser que está en la penumbra se decide a hablar. —Espero que se encuentre mejor después de haber descansado. La voz es suave, con una leve dulzura o inflexión que me reconforta al oírla. Tiene la entonación inconfundible de una persona culta y refinada. Después de expresar mi agradecimiento a esta dama desconocida y en parte oculta, me atrevo a formular la inevitable cuestión: —¿Con quién tengo el honor de hablar? La dama responde: —Soy la señorita Dunross, y espero ayudar a Peter cuidándole, si no tiene objeción. Ésta es, pues, la "otra persona" a la que vagamente aludió nuestro anfitrión. Al instante pienso en la heroica conducta de la señorita Dunross con sus pobres y afligidos vecinos, sin olvidar el funesto resultado de su dedicación a los otros, que la ha convertido en una enferma incurable. Siento multiplicarse en mí el anhelo de verla más nítidamente. Le ruego, reconociendo su enorme gentileza, que me explique por qué la habitación está tan oscura. —¿No será ya de noche? —pregunto. —No, no ha dormido más de dos horas. La niebla ha desaparecido y ha salido el sol. Alcanzo la campanilla, que está sobre la mesita. —¿Puedo llamar a Peter, señorita Dunross? —¿Para descorrer las cortinas, señor Germaine? —Sí, con su permiso. Admito que desearía ver la luz del día. —Haré venir a Peter de inmediato. La figura sombría de mi nueva enfermera se retira sigilosamente. Si no digo algo para detenerla, en un instante, la mujer a la que tanto ansio ver habrá salido del cuarto. —¡Por favor, no se marche! —le digo—. No soportaría importunarla con un simple mensaje. El criado vendrá con sólo tocar la campanilla. Ella se detiene en una penumbra más profunda que nunca, a medio camino entre la cama y la puerta y responde con cierta tristeza: —Peter no dejará entrar la luz del día mientras yo esté en la habitación. Ha corrido las cortinas por orden mía. La respuesta me desconcierta. ¿Por qué debería Peter mantener el cuarto a oscuras mientras se encuentra en él la señorita Dunross? ¿Tiene los ojos delicados? No, si los tuviera delicados los protegería con una visera. Y aunque está oscuro, veo que no lleva visera. ¿Por qué han oscurecido la habitación, si no era pensando en mí? No puedo arriesgarme a preguntarlo; únicamente disculparme como es debido. —Los enfermos sólo piensan en sí mismos —afirmo—. He supuesto que usted había mandado amablemente oscurecer la habitación por mí. Se acerca silenciosamente a la cama antes de volver a hablar. Y responde con estas sorprendentes palabras: —Se equivocaba, señor Germaine. La he mandado oscurecer no por usted, sino por mí. CAPÍTULO XIX LOS GATOS La señorita Dunross me había dejado tan absolutamente perplejo que no sabía qué decir. Preguntarle abiertamente por qué era necesario mantener el cuarto a oscuras mientras ella se hallara en él podía resultar (por todo lo que imaginaba) un acto de suma descortesía. Y atreverme a mostrar alguna expresión de simpatía hacia ella, ignorando totalmente las circunstancias, podía colocarnos a ambos en una situación embarazosa nada más conocernos. Lo único que cabía hacer era rogarle que no se alterase el actual aspecto del cuarto, y dejar que ella decidiera, a su entero juicio, si era digno o no de su confianza. Ella comprendió a la perfección lo que pasaba por mi mente. Se sentó en una silla a los pies de la cama y me reveló, con sencillez y sin reserva, el triste secreto del cuarto a oscuras. —Si desea verme a menudo, señor Germaine —comenzó a decir— deberá habituarse al mundo de sombras en el que estoy condenada a vivir. Hace algún tiempo, una terrible enfermedad hizo estragos entre las gentes de esta parte de la isla, y yo tuve la mala fortuna de contagiarme. Cuando me recuperé... ¡No! "Recuperación" no es la palabra adecuada. Digamos, cuando escapé a la muerte, me vi afectada por un trastorno nervioso que desde entonces ha desafiado toda ayuda médica. Sufro (como los médicos me explicaron) una morbidez de los nervios más sensibles a la acción de la luz. Si corriera las cortinas y me asomara a esa ventana, sentiría un dolor muy agudo por toda la cara. Si me cubriera el rostro y corriera las cortinas con las manos desnudas, sentiría el mismo dolor. Como puede ver, llevo en la cabeza un velo muy grande y tupido. Lo dejo caer sobre el rostro, el cuello y las manos cuando tengo que caminar por los pasillos o entrar en el estudio de mi padre, y me protege lo suficiente. Pero, ¡no se apresure a lamentar mi triste condición! Me he acostumbrado tanto a vivir en la oscuridad que veo bastante bien para los fines de mi humilde existencia. Puedo leer y escribir en estas sombras; puedo verle y serle de utilidad en muchas tareas menores, si me lo permite. De veras, no hay por qué apenarse. Mi vida no será larga... Lo sé, lo siento. Pero espero permanecer aquí lo suficiente para acompañar a mi padre en los últimos años de su vida. Más allá de eso, no tengo ilusiones. Entretanto, disfruto de ciertos placeres y deseo añadir a mi reducida colección el placer de atenderle. Es usted un verdadero acontecimiento en mi vida. Me siento entusiasmada ante la idea de leerle y escribirle, del mismo modo que algunas muchachas se entusiasman por un vestido o un primer baile. ¿Le parece muy raro que le confiese tan abiertamente mis pensamientos? ¡No puedo evitarlo! le digo lo que pienso a mi padre y a nuestros pobres vecinos de la región, y no puedo cambiar mis modales sin más. Cuando alguien me gusta se lo digo y cuando no, también. Le he estado observando mientras dormía y he podido leer su rostro como si se tratara de un libro. Hay huellas de dolor en su frente y labios que resultan extrañas en un rostro tan joven como el suyo. Me temo que le importunaré con muchas preguntas personales cuando nos conozcamos mejor. Déjeme empezar con una pregunta, en mi calidad de enfermera. ¿Está cómodo en la almohada? Me parece que se ha de mullir. ¿Llamo a Peter para que le levante? Desgraciadamente no soy lo bastante fuerte para poder ayudarle. ¿No? ¿Puede levantarse solo? Aguarde un instante. ¡Ahí! Ahora vuelva a estirarse, y dígame si soy capaz de acomodar una cabeza fatigada en una almohada revuelta. Pese a ser una extraña, me había conmovido e interesado tan inefablemente que cuando su débil y dulce tono cesó de repente, sentí casi una sensación de dolor. Al intentar ayudarla (con bastante torpeza) a ahuecar los cojines, le toqué accidentalmente una mano. La noté tan fría y delgada que, aun siendo un contacto fugaz, me sobrecogí. Traté en vano de ver su rostro, ahora que se hallaba más al alcance de la vista. La despiadada oscuridad hacía de ella un misterio más impenetrable que nunca. ¿Le había pasado inadvertida mi curiosidad? No, nada le pasaba inadvertido. Sus siguientes palabras me revelaron claramente que había sido descubierto. —Ha estado intentando verme —dijo—. ¿Mi mano le ha disuadido de intentarlo otra vez? He notado cómo se sobresaltaba al tocarla. Tan aguda percepción no podía ser engañada; tan osada sinceridad reclamaba como derecho la misma franqueza por mi parte. Confesé la verdad y dejé que su indulgencia me perdonara. Regresó lentamente a la silla junto a los pies de la cama. —Si vamos a ser amigos —dijo—, debemos empezar por entendernos el uno al otro. No me asocie con ninguna idea romántica de belleza oculta, señor Germaine. Antes de enfermar sólo poseía un atractivo del que enorgullecerme —mi cutis—, y desapareció para siempre. No hay nada que ver en mí, más allá del vago reflejo de mi antigua persona, los restos de lo que antaño fue una mujer. No le digo esto para apenarle, sino para que se resigne a que la oscuridad sea un obstáculo permanente, en cuanto a la visión, entre usted y yo. Saque el máximo partido, y no el mínimo, a su extraña situación aquí, pues le ofrece una nueva experiencia que le distraerá mientras esté enfermo. Tiene una enfermera que es un ser impersonal: una sombra entre las sombras, una voz que le habla, una mano que le ayuda, y nada más. Bueno, ¡basta ya de mí! —exclamó elevando y cambiando el tono—. ¿Qué puedo hacer para distraerle? —Reflexionó unos instantes y continuó—: Tengo ciertas aficiones curiosas y creo que le puedo entretener dándole a conocer una. Señor Germaine, ¿es usted como la mayoría de hombres? ¿Odia los gatos? Aquella pregunta me asombró. Sin embargo, pude responder con honestidad que, al menos en ese aspecto, no era como otros hombres. —A mi juicio —añadí—, el gato es un animal cruelmente incomprendido, sobre todo en Inglaterra. Las mujeres, sin duda, suelen hacer justicia a la naturaleza afectuosa de los gatos. Pero los hombres los tratan como si fueran enemigos naturales de la raza humana. Los hombres apartan de su vista a un gato si se atreve a subir al piso de arriba y le lanzan sus perros si sale a la calle, luego se vuelven y acusan al pobre animal (cuyo carácter afable le obliga a vincularse a algo) de ser sólo amigo de la cocina. Expresar tales criterios impopulares hizo, al parecer, que aumentara considerablemente el concepto que de mí se estaba haciendo la señorita Dunross. —Tenemos un interés en común, al menos —dijo—. ¡Ahora sí puedo distraerle! Prepárese para una sorpresa. Dichas estas palabras, se cubrió el rostro con el velo, abrió un poco la puerta y tocó la campanilla. Peter apareció y recibió sus instrucciones. —Mueve la pantalla —dijo la señorita Dunross. Peter obedeció; la luz rojiza de la lumbre inundó el suelo. La señorita Dunross prosiguió con sus instrucciones—: Abre la puerta de la habitación de los gatos, Peter, y trae mi arpa. No se imagine que va a escuchar a una gran intérprete, señor Germaine —añadió cuando Peter hubo partido a su peculiar misión— ni que seguramente va a ver el tipo de arpa al que está acostumbrado como hombre moderno. Tan sólo puedo tocar unas cuantas tonadas escocesas, y mi arpa es un antiguo instrumento (con cuerdas nuevas), una reliquia de la familia, que data de algunos siglos. Cuando vea el arpa pensará en los retratos de santa Cecilia, pero juzgará con indulgencia mi interpretación si, a la vez, recuerda que no soy una santa. Colocó la silla a la luz de la lumbre y tocó un silbato, que sacó del bolsillo del vestido. En unos segundos, las ágiles y oscuras figuras de los gatos aparecieron sigilosamente en la roja claridad, respondiendo a la llamada de su ama. Sólo pude contar seis animales cuando se sentaron tímidamente en un círculo alrededor de la silla. Peter llegó entonces con el arpa y cerró la puerta tras de sí al salir. Como no entraba en la habitación ni un rayo de luz natural, la señorita Dunross se retiró el velo y apoyó el arpa en sus rodillas, sentándose, como observé, con el rostro rehuyendo el fuego. —Así tendrá la suficiente claridad para ver a los gatos —dijo— sin que sea demasiada para mí. La luz de la lumbre no me produce el intenso dolor que sufro cuando la del día cae sobre mi rostro. Siento cierta molestia, pero nada más. Tocó las cuerdas del instrumento, la antigua arpa de santa Cecilia, como había dicho, o más bien, como pensé, la antigua arpa de los bardos galeses. Al empezar, el elevado tono del sonido resultó desagradable a mi oído poco educado. Con las notas iniciales, en una tonada lenta, lastimera y endechosa, los gatos se alzaron y rodearon a su ama desfilando al son de la música. Tan pronto iba uno tras otro, como, al cambiar la melodía, marchaban de dos en dos, y de pronto, nuevamente, se dividían de tres en tres y daban vueltas a la silla en direcciones opuestas. La música se aceleraba y los gatos aceleraban su paso al compás. Las notas sonaban cada vez más deprisa, y los gatos, como sombras vivas a la luz rojiza, giraban más deprisa alrededor de la figura negra, inmóvil en la silla y con la antigua arpa en sus rodillas. ¡Nunca había imaginado, ni en sueños, nada tan misterioso, extravagante y fantasmagórico! La música cambió y los gatos danzantes comenzaron a saltar. Uno se encaramó a un extremo del pedestal del arpa. Cuatro dieron un brinco y se colocaron dos en cada hombro de ella. El último y menor de los gatos con un ulterior salto se posó en su cabeza. Y así permanecieron los seis animales, ¡quietos como estatuas! Lo único que se movía eran las blancas y macilentas manos sobre las cuerdas del arpa; lo único que resonaba en el cuarto era el sonido de la música. Una vez más, la melodía cambió. En un segundo, los seis gatos estaban otra vez en el suelo, sentados alrededor de la silla, tal y como los había visto en su primera aparición; el arpa se hallaba a un lado, y la débil y dulce voz dijo en tono bajo: —Enseguida me canso. Debo dejar que mis gatos acaben su actuación mañana. Se levantó y se acercó a la cama. —Le dejo para que vea la puesta de sol por la ventana —me dijo—. Desde que oscurece hasta la hora del desayuno, no debe contar con mis servicios, ya que me hallo descansando. No tengo más remedio que permanecer en la cama (durmiendo cuando puedo) durante doce horas o más. Reposar tanto tiempo parece mantenerme viva. ¿Le hemos sorprendido mucho yo y mis gatos? ¿Seré una bruja y ellos mis espíritus protectores? Recuerde las pocas distracciones que tengo y no le extrañará que me dedique a enseñar trucos a estos preciosos animales y a hacer que me quieran como si fueran perros. Al principio eran lentos y me dieron una excelente lección de paciencia. Ahora comprenden lo que quiero de ellos y aprenden maravillosamente bien. ¡Cómo divertirá a su amigo cuando vuelva de pescar y le relate la historia de la joven que vive en la oscuridad y en compañía de unos gatos adiestrados! Espero que mañana me divierta a mí, pues deseo que me cuente todo sobre usted y las circunstancias que lo han traído de visita a nuestras agrestes islas. Quizás, con el paso de los días, cuando nos conozcamos mejor, me tenga un poco más de confianza y me explique el verdadero significado de esa historia de dolor que he leído en su rostro mientras dormía. Aún conservo lo bastante de mujer para ser víctima de la curiosidad cuando conozco a una persona que me interesa. ¡Hasta mañana! Le deseo una noche apacible y un agradable despertar. ¡Venid, espíritus protectores! ¡Venid, gatitos míos! Ya es hora de regresar a nuestra parte de la casa. Se cubrió el rostro con el velo y, seguida por su comitiva de gatos, salió silenciosamente de la habitación. Al instante de marcharse, Peter apareció y descorrió las cortinas. La luz del sol poniente se filtró por la ventana. En ese mismo momento, mi compañero de viaje regresó de buen humor y ansioso por relatarme su pesca en el lago. El contraste entre lo que entonces veía y oía con lo que sólo unos minutos antes había oído y visto era tan extraordinario y asombroso que casi dudé de que la figura velada con el arpa y la danza de los gatos no hubieran sido el producto imaginario de un sueño. Tanto es así que le pregunté a mi amigo si me había encontrado despierto o dormido cuando entró en la habitación. El atardecer se rundió con la noche. El Maestro de los libros hizo acto de presencia para recibir las últimas nuevas sobre mi salud. Hablaba y escuchaba con aire ausente, como si su pensamiento siguiera absorto en sus estudios, hasta que me referí con agradecimiento a la amabilidad que su hija me había dispensado. Al mencionar el nombre de ella, sus desvaídos ojos azules brillaron, su cabeza gacha se irguió y el tono de su suave voz cobró fuerza. —No dude en dejar que le cuide —dijo—. Cualquier cosa que le interesa o la distrae, le alarga la vida. Y su vida da aliento a la mía. Ella es más que mi hija, es el ángel guardián de la casa. Allá donde va, lleva un aire celestial con ella. Caballero, cuando rece, pida a Dios que mi hija se quede aquí un poco más. Suspiró profundamente, volvió a inclinar la cabeza sobre el pecho y se marchó. Avanzó la hora y la cena fue servida en la cama. El silencioso Peter, antes de retirarse a descansar, articuló unas palabras: —Duermo en la habitación contigua —dijo—. Llame cuando me necesite. Mi compañero de viaje ocupó la segunda cama del cuarto y se sumió en el feliz sueño de la juventud. En la casa reinaba un silencio absoluto. Fuera, la leve melodía del viento nocturno, elevándose y precipitándose sobre el lago y el páramo, era el único sonido que se oía. Y así finalizó el primer día en la hospitalaria casa de Shetland. CAPÍTULO XX LA BANDERA VERDE —Le felicito, señor Germaine, por su capacidad para pintar con palabras. Su descripción me ofrece una viva imagen de la señora Van Brandt. —¿Le satisface el retrato, señorita Dunross? —¿Puedo hablar con la franqueza acostumbrada? —¡Por supuesto! —Pues entonces, francamente, no me gusta su señora Van Brandt. Habían transcurrido diez días y la señorita Dunross ya se había ganado mi confianza hasta ese extremo. ¿Por qué medios me había inducido a confiarle las penas secretas y sagradas de mi vida que hasta entonces sólo había revelado a mi madre? Me resulta fácil recordar la manera rápida y sutil en que sus simpatías se entrelazaron con las mías, pero no logro establecer los infinitos grados de aproximación por los que sorprendió y conquistó mi habitual reserva. Carecía del más poderoso de los influjos, la vista. Cuando dejábamos entrar la luz en el cuarto, ella se ocultaba tras su velo. El resto del tiempo, las cortinas permanecían corridas y la pantalla frente a la chimenea, por lo que tan sólo alcanzaba a ver confusamente el contorno de su rostro. Tal vez el secreto de su influjo se podía atribuir, en parte, al tono cordial, como de hermana, en que me hablaba y, en parte, al inefable interés que ejercía su mera presencia en el cuarto. Su padre me había dicho que "llevaba un aire celestial con ella". Según mi experiencia, sólo puedo decir que llevaba un algo que, de forma suave e inescrutable, se adueñaba de mi voluntad e inconscientemente me hacía obedecer a sus deseos como si fuera su perro. La historia de amor de mi niñez, con todo detalle, hasta el regalo de la bandera verde, las profecías místicas de Dame Dermody, la pérdida de toda pista sobre mi pequeña Mary de antaño, el rescate de la señora Van Brandt en el río, su aparición en la casa de verano, las posteriores entrevistas con ella en Edimburgo y Londres, la despedida final que había dejado huellas de dolor en mi rostro... Todos esos acontecimientos, todos esos sufrimientos le confié sin reserva alguna, tal y como lo he hecho a lo largo de estas páginas. Y el resultado, sentada ella junto a mi lecho en el cuarto a oscuras, se resumía, con el ímpetu precipitado de un juicio de mujer, en las palabras que ya he mencionado: "¡No me gusta su señora Van Brandt!" —¿Por qué no? —pregunté. Ella respondió de inmediato: —Porque no debería amar a nadie más que a Mary. —Pero no he sabido de Mary desde que era un muchacho de trece años. —Sea paciente y la hallará. Mary es paciente; Mary le aguarda. Cuando la encuentre, se sentirá avergonzado al recordar que una vez quiso a la señora Van Brandt. Y contemplará su separación de esa mujer como el hecho más feliz de su vida. Puede que no viva para verlo, pero usted sí que vivirá para reconocer que estaba en lo cierto. Su convicción totalmente infundada de que con el tiempo me reuniría con Mary en cierto modo me molestó, pero también me divirtió. —Parece estar de acuerdo con Dame Dermody —dije—. Cree que nuestros dos destinos son uno. No importa el tiempo que transcurra, ni lo que pueda suceder entretanto, cree que mi enlace con Mary sólo se está demorando. —Sí, lo creo firmemente. —¿Y sin saber por qué, excepto que le disgusta la idea de que me case con la señora Van Brandt? Era consciente de que esta visión de sus motivos no se alejaba de la realidad y, como mujer, dio un nuevo giro a la conversación. —¿Por qué la llama señora Van Brandt? —preguntó—. La señora Van Brandt es tocaya de su primer amor. Si tanto afecto le profesa, ¿por qué no la llama Mary? Me avergonzaba admitir la verdadera razón, pues parecía totalmente indigna de un hombre con el mínimo juicio y entereza. Al notar mi indecisión, insistió en que le respondiera y me empujó a una humillante confesión. —El hombre que nos ha separado —dije— la llamaba Mary. ¡Le odio con tal amargura que hasta ha hecho que el nombre me repugne! Perdió todo el encanto que tenía para mí cuando sus labios lo pronunciaron. Pensaba que se reiría de mí, pero no fue así. De pronto, levantó la cabeza como si me estuviera mirando fijamente desde la oscuridad. —¡Cuánta devoción debe sentir por esa mujer! —dijo—. ¿Sueña ahora con ella? —No, ahora nunca sueño con ella. —¿Y espera ver su aparición de nuevo? —Sí, tal vez suceda, si llega un momento en que realmente necesite ayuda y no tenga otro amigo al que acudir más que yo. —¿Alguna vez vio la aparición de su pequeña Mary? —¡No, nunca! —Pero, ¿en cierta época solía verla en sueños, como Dame Dermody predijo? —Sí, cuando era un muchacho. —Y luego no fue Mary, sino la señora Van Brandt, quien se le presentó en sueños, quien se le apareció bajo su espíritu cuando su cuerpo estaba lejos. Pobre anciana Dame Dermody. Poco imaginaba, en vida, que su profecía se cumpliría con una mujer equivocada. ¡A tal conclusión le habían conducido inexplicablemente sus preguntas! Si tan sólo las hubiera llevado un poco más lejos, si sin querer no me hubiera vuelto a desviar con la siguiente cuestión que escapó a sus labios, me habría comunicado la idea que oscuramente se gestaba en ella: ¡la idea de que Mary, mi primer amor, y la señora Van Brandt eran la misma persona! —Dígame —continuó—, si ahora se encontrase con su pequeña Mary, ¿cómo sería? ¿Qué clase de mujer esperaría ver? Apenas logré contener la risa. —¿Cómo puedo decirlo después de tanto tiempo? —respondí. —¡Inténtelo! —dijo. Al tratar de concebir la figura desconocida a partir de la que conocía, busqué en la memoria la imagen de la frágil y delicada niña de mis recuerdos, y reproduje la estampa de una mujer frágil y delicada, pero resultó ¡el mayor contraste imaginable con la señora Van Brandt! La idea de identidad medio intuida por la señorita Dunross quedó descartada al instante, barrida por la firme conclusión que tal contraste implicaba. Ambos ignorábamos el posterior desarrollo que el tiempo y las circunstancias habían producido en la salud, la fortaleza y la belleza de la Mary de mi infancia; ambos, sin pretenderlo, nos habíamos confundido totalmente el uno al otro. De nuevo, ¡había perdido, por muy poco, la oportunidad de descubrir la verdad! —Prefiero infinitamente su retrato de Mary —dijo la señorita Dunross— al de la señora Van Brandt. Mary encarna mi idea de cómo debe ser una mujer verdaderamente atractiva. Pero no logro entender que haya sufrido el mínimo dolor por la pérdida de esa otra persona (¡odio a las mujeres robustas!). No sabría decirle cuanto me interesa Mary. Quiero saberlo todo acerca de ella. ¿Dónde está ese precioso regalo de costura que la pobrecita le bordó con tanta dedicación? ¡Déjeme ver la bandera verde! Evidentemente suponía que llevaba conmigo la bandera verde. Me sentí un tanto confuso al responderle. —Lamento decepcionarla, pero la bandera verde está en algún rincón de mi casa en Perthshire. —¿No la tiene con usted? —exclamó—. ¿Deja su recuerdo en cualquier rincón? ¡Ay, señor Germaine! Ya lo creo que se ha olvidado de Mary. ¡Una mujer, en su lugar, antes se despidiría de su vida que del único recuerdo que conserva de la época de su primer amor! Habló con tan extraordinaria seriedad —con tal agitación, casi podría decir— que realmente me sorprendió. —Querida señorita Dunross —dije en tono de protesta— la bandera no se ha perdido. —¡Eso espero! —interpuso de inmediato—. Al perder la bandera verde, pierde el último recuerdo de Mary y aún más, si es lo que creo. —¿Qué es lo que cree? —Se reirá de mí si se lo cuento. Me temo que me equivoqué cuando leí su rostro por primera vez; me temo que es usted un hombre cruel. —Está siendo muy injusta conmigo. Le ruego que me conteste con su habitual franqueza. ¿Qué pierdo con el último recuerdo de Mary? —Pierde la única esperanza que albergo por usted —respondió con gravedad—: la esperanza de que en el futuro se reúna y se case con Mary. Anoche estaba desvelada y pensaba en su hermosa historia de amor a orillas del radiante lago inglés. Cuanto más pensaba en ella, más firme era mi convicción de que la bandera verde de esa pobre niña está destinada a influir inocentemente en su vida futura. ¡La felicidad está aguardándole en ese pequeño y simple recuerdo! No sabría explicar ni justificar por qué lo creo así. Supongo que es una de mis excentricidades, como adiestrar a mis gatos para que bailen con la música del arpa. Pero si fuera una vieja amiga y no sólo su amiga desde hace pocos días, no le dejaría en paz. Le pediría, le rogaría, le insistiría, como sólo una mujer sabe insistir, hasta convertir el regalo de Mary en un compañero tan inseparable como ese retrato de su madre que lleva en el medallón de la cadena del reloj. Mientras tenga consigo la bandera, el influjo de Mary le acompañará; el amor de Mary continúa atándole con su antiguo y querido lazo; y Mary y usted, después de años de separación, ¡volverán a encontrarse! Aquella fantasía resultaba bella y poética por sí misma. La seriedad con que la había expresado habría influido sobre un hombre de temperamento mucho más firme que el mío. Confieso que me había hecho avergonzarme, cuanto menos, de haber olvidado la bandera verde. —La buscaré en cuanto esté de vuelta en casa —dije—, y procuraré que se conserve cuidadosamente en el futuro. —Quiero más que eso —replicó—. Si no puede llevar la bandera consigo, quiero que siempre esté con usted, que vaya donde usted vaya. Cuando trajeron su equipaje del buque de Lerwick, se mostró especialmente preocupado por la seguridad de su escritorio de viaje, que ahora está en esa mesa. ¿Hay algo de valor en él? —Contiene mi dinero y otros objetos que considero mucho más valiosos: las cartas de mi madre y algunas reliquias familiares que lamentaría mucho perder. Además, el propio escritorio encierra un interés sentimental, pues ha sido mi fiel compañero de viaje desde hace bastantes años. La señorita Dunross se levantó y se acercó a la silla en la que me hallaba sentado. —Deje que la bandera de Mary sea su fiel compañero de viaje —dijo—. Se ha referido con una gratitud desmedida a los servicios que le he prestado como enfermera. Hónreme más de lo que merezco. Sea indulgente, señor Germaine, con las fantasías supersticiosas de una mujer solitaria y soñadora. ¡Prométame que la bandera verde ocupará un lugar entre los pequeños tesoros de su escritorio! Huelga decir que me mostré indulgente e hice tal promesa, con la seria determinación de cumplirla. Por primera vez, desde que la conocía, puso su débil y enflaquecida mano en la mía, y la apretó un instante. Movido por un primer impulso de agradecimiento, actué sin pensar y me llevé su mano a los labios antes de soltarla. Ella se estremeció, tembló y, sin decir palabra, salió súbitamente de la habitación. CAPÍTULO XXI ELLA SE INTERPONE ENTRE NOSOTROS ¿Qué emoción había despertado inconscientemente en la señorita Dunross? ¿La había ofendido o disgustado? ¿O sin pretenderlo, la había empujado a reconocer en su interior algún sentimiento profundamente arraigado que hasta entonces había ignorado por completo? Consideré mis días de estancia en la casa y me cuestioné mis propios sentimientos e impresiones, con la esperanza de que me sirvieran para solucionar el misterio de su repentina huida de la habitación. ¿Qué efecto me había producido ella? La pura y simple verdad es que había irrumpido en mi mente desplazando a todas las otras personas y circunstancias. En diez días se había ganado mis simpatías, de las que otras mujeres no habían logrado gozar en muchos años. Recordé, avergonzado, que sólo en raras ocasiones mi madre había ocupado mis pensamientos. Hasta la imagen de la señora Van Brandt —excepto cuando era el tema de la conversación— ¡se había tornado borrosa en mi mente! En cuanto a mis amigos de Lerwick, desde Sir James hasta el último, todos habían acudido amablemente a verme, y yo, desagradecido de mí, me había alegrado en secreto de su marcha, pues dejaba el escenario libre para el regreso de mi enfermera. En dos días, el buque del gobierno iba a zarpar en su viaje de vuelta. La muñeca me seguía doliendo al intentar utilizarla, pero la lesión mucho más grave que representaba la herida reabierta había dejado de ser motivo de preocupación para mí y para cualquiera de los que me rodeaban. Me hallaba lo bastante restablecido para poder viajar a Lerwick si descansaba por la noche en una granja a medio camino entre el pueblo y la casa del señor Dunross. Aun sabiéndolo, había dejado la cuestión de regresar al buque sin decidir hasta el último y preciso instante. La razón que alegaba ante mis amigos era que no estaba seguro de haber recobrado suficiente fortaleza. La razón que ahora confieso ante mí mismo era mi reticencia a abandonar a la señorita Dunross. ¿Cuál era el secreto de su poder sobre mí? ¿Qué emoción, qué pasión había suscitado en mí? ¿Era amor? No, amor no. El lugar que una vez Mary había albergado en mi corazón, el lugar que la señora Van Brandt había tomado después, no era el lugar que ocupaba la señorita Dunross. ¿Cómo podía estar enamorado (en el sentido habitual de la palabra) de una mujer cuyo rostro nunca había visto, cuya belleza se había marchitado para no volver a florecer jamás, cuya vida desperdiciada pendía de un hilo que un golpe de fortuna podía quebrar? Los sentidos participan en todo amor entre los sexos que merezca tal nombre. Pero no participaban en el sentimiento que profesaba por la señorita Dunross. ¿En qué consistía, pues, ese sentimiento? Sólo puedo responder de una forma: el sentimiento yacía demasiado profundo en mí para alcanzar a comprenderlo. ¿Qué impresión le había causado? ¿Qué cuerda sensible había tocado sin saber cuando mis labios rozaron su mano? Admito que me disgustó proseguir con el examen al que deliberadamente me había sometido a mí mismo. Pensé en su salud destrozada, su melancólica existencia entre la soledad y las sombras, los ricos tesoros de un corazón y una mente como los suyos, consumidos por una vida que se extinguía, y me dije: "¡Que su secreto sea sagrado! Y nunca más haga aflorar, con palabras o con hechos, la turbación que lo revela ¡Que su corazón quede oculto tras la misma penumbra que oculta su rostro!" Con tal disposición hacia ella aguardé su regreso. No albergaba la menor duda de que la volvería a ver, tarde o temprano, aquel día. El correo hacia el sur salía al día siguiente y, dada la hora temprana a la que el mensajero se presentaba a recoger las cartas era conveniente escribir la noche anterior. Como tenía la mano inhabilitada, la señorita Dunross acostumbraba a escribirme las cartas para casa que le dictaba. Ella sabía que le debía una carta a mi madre y que contaba, como siempre, con su ayuda. En tales circunstancias, su regreso era sencillamente cuestión de tiempo, pues consideraba imperativa cualquier tarea a la que se hubiera comprometido sin importarle lo trivial que pudiera ser. Las horas se sucedían, el día llegaba a su fin y ella seguía sin aparecer. Salí de mi cuarto para disfrutar del último destello de luz en el jardín anexo a la casa, tras decirle a Peter dónde se me podía encontrar si la señorita Dunross me necesitaba. El jardín era un lugar agreste para mis ideas propias del sur, pero se extendía un tramo a lo largo de la costa de la isla y ofrecía unas agradables vistas del lago y los páramos que estaban más allá. Mientras paseaba lentamente me propuse tener la mente ocupada de forma útil, determinando previamente el contenido de la carta que la señorita Dunross debía escribir. Pero comprobé con gran asombro que me era sencillamente imposible concentrarme en el tema. Por más que lo intentara, mis pensamientos no cesaban de desviarse de la carta de mi madre para ser ocupados por... ¿la señorita Dunross? No. ¿La cuestión de regresar o no a Perthshire en el buque del gobierno? No. Por un caprichoso y repentino cambio de sentimientos que parecía inexplicable, me hallaba del todo absorto en el único tema que insólitamente había olvidado: ¡la señora Van Brandt! Mi memoria retrocedió, desafiando a mi voluntad, hasta la última entrevista que mantuvimos. Volví a verla, volví a oírla. Gocé una vez más del arrebato momentáneo de aquel último beso; sentí una vez más la punzada de dolor que me sacudió cuando, habiéndome despedido de ella, me hallé solo en la calle. Los ojos se me llenaron de lágrimas —que me avergonzaban aunque no hubiera nadie cerca para verlas— al pensar en los meses que habían transcurrido desde que nos vimos por última vez y en todo lo que ella podía, debía haber sufrido en ese tiempo. Cientos y cientos de millas nos separaban, pero aun así, ahora estaba tan cerca de mí ¡como si caminara a mi lado en el jardín! Este estado psíquico se vio emparejado, del mismo modo, con un extraño estado físico. Un misterioso escalofrío me recorrió levemente de la cabeza a los pies. Caminaba sin sentir la tierra que pisaba; miraba a mi alrededor sin tener una clara consciencia de los objetos en que posaba la vista. Tenía las manos frías, pero apenas lo notaba. La cabeza me palpitaba con intensidad, pero no sufría el mínimo dolor. Parecía como si estuviera rodeado y envuelto por una atmósfera cargada de electricidad que alterase las condiciones sensitivas habituales. Miré hacia el cielo despejado y tranquilo, y me pregunté si habría tormenta. Me detuve para abotonarme el abrigo pensando si me había resfriado o iba a tener fiebre. El sol se puso por debajo del horizonte de páramos; el gris anochecer tiritó en las oscuras aguas del lago. Regresé a la casa y el vivo recuerdo de la señora Van Brandt, todavía junto a mí, me acompañó de vuelta. El fuego de mi cuarto había perdido intensidad durante mi ausencia. Una de las cortinas cerradas había sido descorrida un poco para dejar que entrara por la ventana un rayo de luz mortecina. En el limite entre el haz de luz y la oscuridad que inundaba el resto de la habitación vi a la señorita Dunross sentada, con su velo puesto y su recado de escribir sobre las rodillas, aguardando mi regreso. Me apresuré a disculparme. Le aseguré que me había preocupado de decirle al criado en dónde encontrarme, pero ella me detuvo con dulzura antes de que siguiera hablando. —No es culpa de Peter —dijo—. Le pedí que no le apremiara para volver a la casa. ¿Ha disfrutado de su paseo? Habló muy bajo y su voz sonó más débil y triste que nunca. Mantenía la cabeza inclinada sobre su recado de escribir en vez de dirigirla hacia mí como siempre que conversábamos. Yo todavía sentía el misterioso escalofrío que me había invadido en el jardín. Acerqué una silla al fuego, removí las ascuas y traté de entrar en calor. El lugar que ocupábamos en la habitación dejaba cierta distancia entre nosotros. Sólo podía verla de lado, mientras permanecía sentada junto a la ventana, en la sombra protectora de la cortina que seguía corrida. —Creo que he estado demasiado rato en el jardín —dije—. Me he enfriado con el frescor de la tarde. —¿Desea que pongan más leña en el fuego? —preguntó—. ¿Le traigo algo? —No, gracias. Así estoy muy bien. Veo que es tan amable que ya está preparada para escribir por mí. —Sí —dijo—, cuando guste. Mi pluma estará lista en cuanto usted lo esté. Aunque no lo reconociéramos, entre nosotros había surgido una reserva desde la última vez que hablamos, y creo que a ella le resultaba tan dolorosa como a mí. Era indudable que ambos deseábamos romperla, y ojalá hubiéramos sabido cómo. Al menos, la redacción de la carta nos mantendría ocupados. Hice un nuevo esfuerzo por centrarme en el tema, pero resultó, una vez más, en vano. Aun sabiendo lo que le quería decir a mi madre, al intentarlo parecía como si mis facultades estuvieran paralizadas. Me senté acurrucado ante el fuego y ella siguió esperando, con su recado de escribir en el regazo. CAPÍTULO XXII ME VUELVE A LLAMAR Los instantes pasaban y el silencio continuaba entre nosotros. La señorita Dunross trató de despertarme. —¿Ha decidido regresar a Escocia con sus amigos de Lerwick? —preguntó. —No es una decisión fácil —respondí— abandonar a los amigos que tengo en esta casa. Inclinó la cabeza aún más; su voz se fue debilitando al contestar. —Piense en su madre —dijo—. Su mayor deber es para con ella. Su larga ausencia supone una dura prueba para ella. Su madre está padeciendo. —¿Padeciendo? —repetí—. En sus cartas no dice nada... —Se olvida de que me ha permitido leerlas —me interrumpió la señorita Dunross—. Veo la confesión, invisible e involuntaria, de su ansiedad en cada línea que escribe. Usted sabe, tan bien como yo, que tiene motivos para estar preocupada. Hágala feliz diciéndole que partirá a casa con sus amigos. Hágala aún más feliz diciéndole que ha dejado de lamentar la pérdida de la señora Van Brandt. ¿Puedo escribirlo, con su nombre y con estas palabras? Sentí un extraño disgusto por dejar que escribiera en esos términos, o en cualesquiera otros, sobre la señora Van Brandt. La desgraciada historia de amor de mi época adulta jamás había sido un tema prohibido entre nosotros en anteriores ocasiones. ¿Por qué me sentía como si ahora lo fuera? ¿Por qué evitaba ofrecerle una respuesta directa? —Tenemos tiempo de sobra ante nosotros —dije—. Quiero hablar con usted sobre usted misma. Alzó una mano en la oscuridad que la rodeaba en señal de protesta por el tema que había retomado. No obstante, insistí en retomarlo. —Si he de regresar —proseguí—, me atreveré a decirle al despedirnos lo que todavía no le he dicho. No creo, ni creeré, que sea una enferma incurable. Como le he contado, he recibido una formación médica. Conozco bien a algunos de los mejores doctores, tanto en Edimburgo como en Londres. ¿Me permite que describa su dolencia (tal como la entiendo) a unos hombres que están acostumbrados a tratar con casos de complejos trastornos nerviosos? ¿Me deja que le escriba para informarle del resultado? Aguardé su respuesta, pero no aprobó, ni con palabras ni con gestos, la idea de establecer una futura comunicación con ella. Me atreví a sugerir otra razón que pudiera inducirla a recibir una carta mía. —En cualquier caso, me puede resultar necesario escribirle — continué—. Cree firmemente que yo y mi pequeña Mary estamos destinados a encontrarnos de nuevo. Y si se cumplen sus previsiones, espera que se lo cuente, ¿no es así? Aguardé una vez más. Ella habló, pero no para responder, sino para cambiar de tema. —El tiempo pasa —fue todo lo que dijo—. Aún no hemos comenzado la carta de su madre. Habría sido cruel seguir con la disputa, pues su voz me indicaba que estaba sufriendo. El leve destello de luz que se colaba por las cortinas separadas se iba apagando rápidamente. Lo cierto es que ya era hora de escribir la carta. Podría hallar otras oportunidades de hablar con ella antes de abandonar la casa. —Estoy listo —contesté—. Empecemos. Me resultó fácil dictar la primera frase a mi paciente secretaria. Informaba a mi madre de que ya casi podía utilizar la muñeca torcida y que nada me impedía dejar Shetland en cuanto el responsable de los faros estuviera preparado para regresar. Eso era todo lo que debía explicar acerca de mi salud, ya que había ocultado a mi madre, por razones obvias, el desastre de la herida reabierta. La señorita Dunross escribió en silencio las primeras líneas de la carta y aguardó las siguientes palabras. En la siguiente frase anunciaba la fecha en que el buque zarparía en su viaje de vuelta y mencionaba el periodo en que mi madre podía contar con verme si el tiempo lo permitía. La señorita Dunross escribió también estas palabras y volvió a esperar. Me dispuse a reflexionar sobre lo que debía decir a continuación. Pero, sorprendido y alarmado, comprobé que me era imposible concentrarme en la tarea. Mis pensamientos se desviaban, de una manera singular, de la carta a la señora Van Brandt. Me sentía avergonzado, enfadado conmigo mismo, y decidí categóricamente que, de un modo u otro, acabaría la carta. Sin embargo, por más que lo intentara, hasta el mayor esfuerzo de voluntad fue en vano. Las palabras de la señora Van Brandt durante nuestra última entrevista resonaban en mis oídos y no se me ocurría ¡ni una sola palabra propia! La señorita Dunross dejó la pluma y lentamente dirigió su rostro hacia mí. —Tiene algo más que añadir a la carta, ¿verdad? —dijo. —Sí, desde luego —respondí—. No sé qué me sucede. Parece que esta tarde el esfuerzo de dictar sobrepasa mis fuerzas. —¿Le ayudo? —preguntó. Acepté con gusto su ofrecimiento. —Hay muchas cosas —dije— que a mi madre le alegraría oír, si no estuviera tan atontado para pensar en ellas. Estoy seguro de que puedo confiar en su amabilidad para pensarlas por mí. Esa respuesta precipitada ofreció a la señorita Dunross la oportunidad de regresar al tema de la señora Van Brandt. Aprovechó la ocasión con la determinación tenaz de una mujer que tiene un objetivo en mente y está decidida a alcanzarlo a toda costa. —Aún no le ha contado a su madre —dijo— que su pasión por la señora Van Brandt ha llegado a su fin. ¿Desea expresarlo con sus propias palabras? ¿O se lo escribo yo imitando su estilo lo mejor que sepa? Dado mi estado de ánimo en ese momento, su insistencia logró vencerme. Pensé para mí con indolencia: "Si me niego, volverá al tema y (con todo lo que debo a su bondad) tendré que acceder." Antes de que pudiera contestarle se cumplieron mis previsiones. Volvió al tema y tuve que acceder. —¿Qué significa su silencio? —dijo—. ¿Me pide que le ayude y se niega a aceptar la primera sugerencia que le ofrezco? —Coja la pluma —repliqué—. Lo haremos como usted desee. —¿Va a dictarme? —Lo intentaré. Lo intenté y esta vez lo conseguí. Teniendo presente la viva imagen de la señora Van Brandt, dispuse las primeras palabras de la frase con la que comunicaba a mi madre que mi "pasión" había llegado a su fin. —Le alegrará saber —comencé— que el tiempo y el cambio están haciéndome bien. La señorita Dunross escribió esas palabras y se detuvo en espera de la siguiente frase. La luz se iba apagando, la habitación se iba oscureciendo. Continué. —Espero no causarle más preocupaciones, querida madre, con el asunto de la señora Van Brandt. En el profundo silencio oía la pluma de mi secretaria deslizarse con seguridad sobre el papel mientras escribía aquellas palabras. —¿Lo ha escrito? —pregunté cuando cesó el ruido de la pluma. —Sí, lo he escrito —respondió en su habitual voz baja. De nuevo, seguí con la carta. —Pasan los días y nunca o rara vez pienso en ella. Espero haberme resignado al fin a la pérdida de la señora Van Brandt. Al alcanzar el término de la frase oí un grito ahogado surgir de la señorita Dunross. Miré hacia ella de inmediato, pero sólo pude ver, en la densa oscuridad, que había dejado caer la cabeza en el respaldo de la silla. Mi primer impulso fue, por supuesto, levantarme y aproximarme a ella. Apenas me había puesto en pie cuando sentí un temor indescriptible que me paralizó al instante. Apoyado contra la repisa de la chimenea permanecí totalmente incapaz de dar un paso. El único esfuerzo que podía realizar era el de hablar. —¿Está enferma? —pregunté. A duras penas podía responderme; habló con un susurro, sin erguir la cabeza. —Estoy asustada —dijo. —¿Qué la ha asustado? La oí estremecerse en la oscuridad. En vez de contestarme, dijo murmurando para sí: "¿Qué debo decirle?" —Dígame qué la ha asustado —repetí—. Ya sabe que puede contarme la verdad. Reunió la fuerzas que le flaqueaban y respondió de esta extraña manera: —Algo se ha interpuesto entre mí y la carta que le estoy escribiendo. —¿Qué es? —No sabría decirle. —¿Puede verlo? —No. —¿Y sentirlo? —¡Sí! —¿Cómo es? —Es como una bocanada de aire frío. —¿Se ha abierto la ventana? —No, la ventana está bien cerrada. —¿Y la puerta? —La puerta también está cerrada, por lo que llego a ver. Compruébelo usted mismo. ¿Dónde está? ¿Qué está haciendo? Miraba hacia la ventana. Al escuchar sus últimas palabras fui consciente de un cambio en esa parte de la habitación. En el hueco entre las cortinas separadas brillaba una luz nueva. No era el débil crepúsculo gris, sino un resplandor puro y estelado, una luz pálida y sobrenatural. Mientras lo contemplaba, el resplandor parpadeó como si un soplo de aire lo hubiera azotado. Cuando volvió a la quietud, ante mí surgió, en el fulgor sobrenatural, la figura de una mujer. Tenue y lentamente, fue haciéndose más nítida. Yo conocía esa noble figura, esa tierna y melancólica sonrisa. Por segunda vez, me hallaba en presencia de la aparición de la señora Van Brandt. Iba ataviada, no como la había visto la última vez, sino con el vestido que llevaba la tarde memorable en que nos encontramos en el puente, el vestido con el que se me apareció la primera vez junto a la cascada de Escocia. La luz estelada brillaba cual un halo a su alrededor. Me miró con ojos tristes y suplicantes, tal como me había mirado cuando vi su aparición en la casa de verano. Alzó la mano, aunque no hizo una seña para que me acercara como entonces, sino que me indicó delicadamente que permaneciera donde estaba. Aguardé con admiración, pero no con miedo. Mientras la miraba, sentía que mi corazón le pertenecía por completo. Se movió, deslizándose de la ventana a la silla que ocupaba la señorita Dunross y trasladándose lentamente hasta detenerse detrás. A la luz del pálido halo que rodeaba a la presencia fantasmal y se desplazaba con ella, vi la oscura figura de la mujer sentada inmóvil en la silla. Tenía el recado de escribir sobre el regazo, con la carta y la pluma encima. Sus brazos colgaban desvalidos a ambos lados y su cabeza cubierta estaba ahora agachada. Parecía como si se hubiera quedado petrificada en el acto de intentar levantarse del asiento. Transcurrió un momento y vi a la presencia fantasmal inclinarse sobre la mujer. Tomó del regazo el recado y lo posó sobre el hombro. Sostuvo entre sus blancas manos la pluma y escribió en la carta sin acabar. Volvió a dejar el recado en el regazo de la mujer. Manteniéndose aún detrás de la silla, se volvió hacia mí. Me miró una vez mas. Y entonces me hizo una seña para que me acercara. Movido por una voluntad de la que no era consciente, como cuando la vi en la casa de verano, arrastrado hacia ella por un poder irresistible, me fui aproximando hasta detenerme a escasa distancia. Ella avanzó y apoyó una mano en mi pecho. De nuevo noté esa extraña sensación, mezcla de arrobamiento y temerosa admiración, que me había llenado aquella vez, al percibir espiritualmente su contacto. De nuevo, habló en ese tono grave y melodioso que tan bien recordaba, y dijo las palabras: "Recuérdame. Ven a mí." Retiró la mano de mi pecho. La pálida luz que la envolvía parpadeó, se apagó y se desvaneció. Vi el crepúsculo centellear entre las cortinas, pero nada más. Había hablado; había desaparecido. Me hallaba cerca de la señorita Dunross, tan cerca que, al alargar la mano, la toqué. Se sobresaltó estremecida, como una mujer que se despierta súbitamente de una terrible pesadilla. —¡Hábleme! —susurró—. Dígame que es usted quien me ha tocado. Pronuncié unas breves palabras tranquilizadoras antes de interrogarla. —¿Ha visto algo en la habitación? Ella me respondió: —Me ha invadido un miedo aterrador. Lo único que he visto ha sido el recado elevándose de mi regazo. —¿Ha visto una mano que lo tomaba? —No. —¿Ha visto una figura envuelta en una luz estelada? —No. —¿Ha visto el recado después de que se elevara de su regazo? —Lo he visto posado en mi hombro. —¿Ha visto en la carta una escritura que no fuera la suya? —He visto una sombra en el papel más oscura que la que me rodea. —¿Y esa sombra se ha movido? —Sí, ha recorrido el papel. —¿Cómo una pluma al escribir? —Sí, como una pluma al escribir. —¿Puedo coger la carta? Me la tendió. —¿Y encender una vela? Se acercó más el velo al rostro y asintió en silencio. Encendí una vela en la repisa y busqué la escritura. Allí, en un espacio en blanco de la carta, como ya había visto antes en el cuaderno de dibujo, habían quedado las palabras escritas por la presencia fantasmal, dispuestas, una vez más, en dos líneas, tal y como las copio a continuación: Al final del mes, en la sombra de San Pablo. CAPÍTULO XXIII EL BESO Volvía a necesitarme. Volvía a llamarme. Sentí todo el amor, toda la devoción anteriores rendirse a su poder una vez más. Fuera lo que fuese lo que me hubiera ofendido o enojado durante nuestra última entrevista, había quedado perdonado y olvidado. Todo mi ser aún vibraba con la admiración y el arrobamiento que me había causado la visión al acudir a mí por segunda ocasión. Los minutos pasaron y yo seguía de pie, junto al fuego, como un hombre hechizado, pensando sólo en sus palabras: "Recuérdame. Ven a mí", releyendo sólo su místico mensaje: "Al final del mes, en la sombra de San Pablo". El final del mes todavía quedaba lejos. Su aparición se me había presentado como si sutilmente previera algún problema futuro. Disponía de un amplio margen de tiempo para el peregrinaje al que ya me había entregado: mi camino hasta la sombra de Sar Pablo. Otros hombres, en mi lugar, tal vez dudarían de haber interpretado correctamente el lugar en el que se les convocaba. Otros hombres tal vez fatigarían sus mentes recordando las iglesias, las instituciones, las calles, los pueblos de países extranjeros, consagrados todos a la veneración cristiana con el nombre del gran apóstol, y tal vez se plantearían, en vano, la dirección a la que debían encaminar sus pasos. Pero esa dificultad no me inquietaba. Mi primera conclusión fue la única que me pareció satisfactoria: "San Pablo" era la famosa catedral de Londres. Allá donde la sombra de la imponente iglesia se proyectara, daría con ella, o con su rastro, al final del mes. En Londres nuevamente, y no en otro sitio, estaba destinado a ver en persona a la mujer a la que amaba, con la misma certeza con que acababa de verla en su presencia fantasmal. ¿Quién podía explicar la misteriosa afinidad que todavía nos unía desafiando la distancia y el tiempo? ¿Quién podía predecir el fin al que nuestras vidas tendían en los años venideros? Estas preguntas seguían presentes en mi pensamiento y mi mirada fija en las misteriosas palabras escritas, cuando instintivamente reparé en el extraño silencio que reinaba en el cuarto. Al instante, el recuerdo lejano de la señorita Dunross regresó a mí. Movido por una sensación de remordimiento, me volví de pronto y miré hacia su silla junto a la ventana. La silla estaba vacía. Me encontraba solo en la habitación. ¿Por qué me había abandonado en secreto sin una palabra de despedida? ¿Acaso sentía algún dolor o pesar? ¿O estaba resentida, como sería lógico, por haberla ignorado? La mera sospecha de haberle causado daño me resultaba intolerable. Toqué la campanilla para averiguarlo. Hubo respuesta, pero no del silencioso Peter, como era habitual, sino de una mujer de mediana edad, vestida con suma sobriedad y pulcritud, a la que había visto una o dos veces al entrar o salir de mi cuarto, y cuya posición exacta en la casa desconocía. —¿Desea ver a Peter? —preguntó. —No, quisiera saber dónde se halla la señorita Dunross. —La señorita Dunross está en su habitación. Me ha enviado a traerle esta carta. Tomé la carta, con cierto asombro y desasosiego. Era la primera vez que la señorita Dunross se comunicaba conmigo de ese modo tan formal. Traté de obtener más información interrogando a su mensajera. —¿Es usted la doncella de la señorita Dunross? —pregunté. —He servido a la señorita Dunross durante muchos años — fue su respuesta, dicha con gran displicencia. —¿Cree que ella me recibiría si la enviara con un mensaje? —No sabría decirle. Puede que la carta le responda. Haría bien en leerla. Intercambiamos miradas. La impresión preconcebida que la mujer tenía de mí era evidentemente desfavorable. ¿De veras había herido u ofendido a la señorita Dunross? ¿Y su criada —tal vez su criada fiel que la amaba— lo había descubierto y se sentía resentida? La mujer frunció el ceño al mirarme. Seguir insistiendo con preguntas sería simplemente malgastar las palabras. Dejé que se marchara. De nuevo a solas, leí la carta. Comenzaba, sin ninguna fórmula de tratamiento, con estas líneas: Le escribo, en vez de hablarle, ya que en varias ocasiones mi autocontrol se ha visto puesto aprueba y no dispongo de la fortaleza necesaria para soportarlo más. Por el bien de mi padre —no el mío—, debo cuidar todo lo que pueda de la poca salud que conservo. Al juntar lo que me ha contado sobre el ser imaginario que vio en la casa de verano en Escocia con lo que me ha preguntado hace un rato en su cuarto, sólo puedo deducir que la misma visión se le ha vuelto a presentar por segunda vez. El miedo que he sentido y los extraños sucesos que he visto (o he creído ver) tal vez sean el reflejo imperfecto de lo que cruzaba por su mente. No me detendré a discutir si los dos hemos sido víctimas de una ilusión o los destinatarios elegidos de una comunicación sobrenatural. En cualquiera de los casos, con el resultado me basta. Vuelve a hallarse bajo el influjo de la señora Van Brandt. No le confiaré las inquietudes y los presentimientos que me turban, tan sólo reconoceré que la única esperanza que albergo por usted es que se reúna cuanto antes con la persona más digna de su lealtad y devoción. Continúo creyendo, y eso me consuela, que encontrará de nuevo a su primer amor. Llegado a este punto, abandono el tema para no volver a retomarlo, salvo en mis pensamientos. Ya están dispuestos los preparativos necesarios para su partida mañana. No resta más que desearle un apacible y agradable viaje de regreso a su hogar. No piense, se lo ruego, que olvido lo que le debo al despedirme así. Los pequeños servicios que me ha permitido prestarle han iluminado los últimos días de mi vida. Me ha dejado un tesoro de felices recuerdos que guardaré, cuando se marche, con el mayor celo. ¿Desea añadir nuevos motivos a mi agradecido recuerdo? Se lo pido, como un último favor: ¡No trate de verme otra vez! ¡No espere que le despida en persona! La palabra más triste que existe es "adiós". Sólo tengo el valor de escribirla, pero nada más. Que Dios le proteja y le favorezca. ¡Adiós! Una petición más. Le suplico que no olvide lo que me prometió cuando le revelé mi absurda fantasía sobre la bandera verde. Allá donde vaya, lleve consigo el recuerdo de Mary. No es necesario que escriba la respuesta; preferiría no recibirla. Mañana, cuando se marche de la casa, mire hacia la ventana central sobre la puerta. Eso será respuesta suficiente. Al mencionar que aquellas tristes líneas llenaron de lágrimas mis ojos sólo alcanzo a reconocer que tenía sentimientos que podían verse conmovidos. Cuando logré recobrar cierta calma, el impulso que me empujaba a escribir a la señorita Dunross fue demasiado poderoso para resistirlo. No la importuné con una carta larga; tan sólo le rogué que reconsiderase su decisión valiéndome de todo el arte de persuasión al que pude recurrir en mi ayuda. Me trajo la respuesta la criada que atendía a la señorita Dunross, expresada en tres palabras contundentes: "No puede ser". Esta vez la mujer habló con claridad antes de marcharse. —Si siente algún respeto por mi señora —dijo severamente—, no haga que le vuelva a escribir. Me miró irritada frunciendo el ceño de nuevo y salió del cuarto. Es inútil decir que las palabras de la fiel criada tan sólo aumentaron mi ansia por ver a la señorita Dunross una vez más antes de separarnos, quizás, para siempre. Mi última esperanza de alcanzar ese objetivo era acercarme a ella indirectamente, mediante la intercesión de su padre. Envié a Peter para que preguntara si se me permitiría presentar mis respetos a su amo aquella noche. Mi mensajero regresó con una respuesta que supuso una nueva decepción para mí. El señor Dunross me rogaba que le disculpase por aplazar la entrevista propuesta hasta la mañana siguiente. Ésa era la mañana de mi partida. ¿Significaba aquel mensaje que no deseaba verme hasta que llegara el momento de despedirme de él? Pregunté a Peter si su amo se hallaba aquella noche especialmente ocupado. Pero no supo contestarme. El Maestro de los libros no se encontraba, como solía, en su estudio. Cuando me envió el mensaje, estaba sentado junto al sofá de la habitación de su hija. Tras haber respondido así, el criado me dejó a solas hasta la mañana siguiente. No le deseo ni a mi peor enemigo momentos más tristes en su vida que los que yo pasé la última noche bajo el techo del señor Dunross. Caminé de un lado a otro de la habitación hasta cansarme, y luego pensé en leer para alejar de mi mente las penosas reflexiones que la oprimían. La única vela que había encendido no iluminaba el cuarto lo suficiente. Al aproximarme a la repisa de la chimenea para encender la segunda vela que había en ella, vi la carta de mi madre sin acabar, allí donde la había dejado cuando la criada de la señorita Dunross se presentó por primera vez ante mí. Encendí la segunda vela y tomé la carta para colocarla junto a otros papeles. Pero en ese instante (mientras mis pensamientos seguían concentrados en la señorita Dunross), miré mecánicamente la carta y, de pronto, descubrí un cambio. Las letras trazadas por la mano de la aparición ¡se habían esfumado! Debajo de las últimas líneas escritas por la señorita Dunross ¡no había más que el papel en blanco! Mi primer impulso fue consultar el reloj. Cuando la presencia fantasmal había escrito en el cuaderno de dibujo, las letras habían desaparecido tras un intervalo de tres horas. En esta ocasión, con tanta exactitud como pude calcular, las palabras se habían esfumado en una hora solamente. Retomando la conversación que había mantenido con la señora Van Brandt cuando nos encontramos en el manantial de San Antonio y lo que descubrí en una etapa posterior de mi vida, sólo puedo repetir que ella había vuelto a ser víctima de un trance o sueño cuando su aparición se me presentó por segunda vez. Como en la ocasión anterior, había confiado y recurrido a mí para ayudarla en el curso de su sueño, pues su alma era libre para reconocer a la mía. Al volver en sí, tras un intervalo de una hora, se había sentido avergonzada por el trato familiar que había utilizado para comunicarse conmigo en ese trance. De nuevo, había neutralizado inconscientemente la influencia de su voluntad en el sueño con su voluntad en la vigilia, y así, las palabras habían desaparecido, una vez más, una hora después del momento en que la pluma las escribió, o pareció escribirlas. Ésta sigue siendo la única explicación que puedo ofrecer. En la época en que sucedió el episodio distaba mucho de gozar de la entera confianza de la señora Van Brandt y, necesariamente, era incapaz de encontrar una solución, acertada o no, al misterio. Sólo podía dejar la carta y dudar vagamente de que mis sentidos no me hubieran engañado. Tras las dolorosas reflexiones que había despertado en mí la carta de la señorita Dunross, no estaba de humor para invertir mi ingenio en dar con la clave del misterio de las palabras desvanecidas. Tenía los nervios exacerbados, me sentía enfadado y descontento conmigo y con los otros. "Vaya a donde vaya" (pensé con impaciencia), "lo único que estoy condenado a sentir es el influjo turbador de las mujeres". Mientras seguía dando vueltas a la habitación —de nada serviría intentar fijar la atención en un libro—, creí comprender los motivos que conducen a hombres tan jóvenes como yo a retirarse para finalizar sus días en un monasterio. Descorrí las cortinas de la ventana y me asomé. La única vista que surgió ante mí fue el negro golfo de tinieblas en el que el lago permanecía oculto. No podía ver nada, hacer nada, ni pensar en nada. La sola alternativa que se me presentaba era tratar de dormir. Mis conocimientos médicos me indicaban claramente que conciliar el sueño de forma natural era, en mi estado de nervios, uno de los lujos de la vida que no podría alcanzar aquella noche. El botiquín que el señor Dunross había puesto a mi disposición continuaba en el cuarto. Mezclé una fuerte dosis somnífera y, con ánimo taciturno, encontré refugio de mis preocupaciones en la cama. Una peculiaridad de la mayoría de los fármacos soporíferos es que no sólo actúan de un modo completamente distinto en diversas constituciones, sino que ni tan siquiera se puede confiar en que actúen siempre del mismo modo en la misma persona. Me aseguré de apagar las velas antes de meterme en la cama. En circunstancias normales, tras yacer en silencio y a oscuras durante media hora, la dosis que había tomado me habría adormecido. En aquel estado nervioso, la dosis me dejó aturdido, pero nada más. Hora tras hora permanecí del todo inmóvil, con los ojos cerrados, en ese estado entre el sueño y la vigilia que curiosamente caracteriza el reposo habitual de un perro. A medida que la noche avanzaba, una sensación con más energía de pesadez oprimía mis párpados de tal modo que abrirlos me resultaba literalmente imposible y una languidez tan absoluta se adueñaba de todos mis músculos que no podía moverme en la almohada con más energía que si hubiera sido un cadáver. Pero aun así, en ese estado de somnolencia, mi mente era capaz de seguir un indolente hilo de agradables pensamientos. Mi sentido del oído era tan agudo que captaba los mínimos ruidos que el paso de la brisa nocturna producía en los torrentes que daban al lago. Dentro de mi alcoba, todavía percibía con más sutileza esos misteriosos ruidos nocturnos de los muebles pesados de una habitación, ese repentino crujir del carbón al enfriarse en la chimenea, que resultan tan familiares para los que no duermen bien y tan alarmantes para los nervios sobreexcitados. Aunque no sea una afirmación válida científicamente, puedo describir con exactitud mi estado aquella noche si digo que una mitad de mí permanecía dormida y la otra despierta. No sé cuántas horas habían pasado cuando mi susceptible sentido del oído apreció un ruido distinto en la habitación. Sólo puedo decir que me hallé, de pronto, escuchando atentamente, con los ojos bien cerrados. El ruido que me intranquilizaba era el más tenue que se pueda imaginar, como si algo suave y ligero se deslizara por la superficie de la alfombra rozándola tan levemente que apenas se oía. Poco a poco, el sonido se fue acercando más y más a mi cama, y súbitamente cesó, justo cuando creí que estaba junto a mí. Me quedé inmóvil, con los ojos cerrados, aguardando amodorrado el siguiente ruido que podía alcanzar mi oído, pero también satisfecho si el silencio se prolongaba. Mis pensamientos (si se les puede llamar así) retomaban su anterior curso, cuando noté, de repente, una leve respiración sobre mí. Al instante sentí en la frente un contacto ligero, suave, tembloroso, como el de unos labios que me hubieran besado. Hubo un silencio momentáneo; un tenue suspiro lo quebró. Volví a oír el sonido suave y débil de ese algo rozando la alfombra a su paso, esta vez deslizándose desde mi cama y moviéndose tan veloz que, en un segundo, se confundió con el silencio de la noche. Todavía aturdido por el medicamento que había tomado, sólo podía pensar con indolencia en lo que habría sucedido. ¿De verdad me habían besado unos labios? ¿Realmente el sonido que había oído era el de un suspiro? ¿O todo era una ilusión que comenzaba y acababa en un sueño? El tiempo transcurrió sin que resolviese, ni lo pretendiera, esas cuestiones. Con el paso de los minutos los efectos tranquilizantes de la dosis empezaron, al fin, a ejercer su poder sobre mi mente. Una nube pareció cubrir suavemente las últimas impresiones de mi vigilia. Uno tras otro se fueron rompiendo con lentitud los lazos que me mantenían sujeto al estado de consciencia. Y me sumergí apaciblemente en un sueño profundo. Al poco de amanecer, me desperté. En cuanto recobré el uso de la memoria, el primer recuerdo nítido que acudió a mí fue la leve respiración que había notado sobre mí, seguida del contacto en la frente y el suspiro que oí después. ¿Era posible que alguien hubiera entrado en mi cuarto por la noche? Sí, muy posible. No había cerrado con llave la puerta, pues no tenía tal costumbre desde que residía bajo el techo del señor Dunross. Tras pensarlo detenidamente me levanté a inspeccionar la habitación. Pero no me vi recompensado por ningún hallazgo hasta que alcancé la puerta. Aunque no la había cerrado por la noche, me había asegurado de que estaba ajustada antes de meterme en la cama. Ahora estaba entornada. ¿Se había vuelto a abrir al no estar cerrada? ¿O una persona, después de entrar y salir de la habitación, se había olvidado de ajustaría? Mientras consideraba tales posibilidades, casualmente bajé la vista y advertí un pequeño objeto negro sobre la alfombra, debajo de la llave, en el lado interior de la puerta. Lo recogí y descubrí que se trataba de un trozo rasgado de encaje negro. En cuanto vi el fragmento pensé en el largo velo negro, colgando por debajo de la cintura, que la señorita Dunross solía llevar. ¿Fue su vestido, pues, lo que oí deslizarse suavemente por la alfombra, su beso lo que sentí en la frente, su suspiro lo que quebró el silencio? ¿Ese ser infausto y noble se había despedido de mí en plena noche, confiando su secreto a las engañosas apariencias que la convencieron de que estaba dormido? Miré de nuevo el fragmento de encaje negro. Su largo velo podía haberse enganchado y rasgado fácilmente con la llave que sobresalía cuando cruzó veloz la puerta al salir de la habitación. Con tristeza y respeto coloqué el trozo de encaje entre los recuerdos atesorados que había traído conmigo de casa. Juré que hasta el fin de sus días la dejaría creer que su secreto se mantenía a salvo en su pecho. Y aunque todavía anhelaba ardientemente tomar su mano al despedirme, decidí renunciar a todo esfuerzo por verla. Podía no ser dueño de mis propias emociones; algo en mi rostro o en mi actitud podía traicionarme ante su ágil y sutil percepción. Sabiendo lo que ahora sabía, el último sacrificio que podía brindarle era obedecer sus deseos. Así pues, hice tal sacrificio. Una hora después, Peter me informó de que los ponis se hallaban en la puerta y el Maestro me esperaba en el porche. Observé que el señor Dunross me ofrecía la mano sin mirarme. Sus desvaídos ojos azules, durante los breves minutos que estuvimos juntos, no se despegaron del suelo ni una sola vez. —Que Dios le ampare en su viaje y le conduzca, a salvo, hasta su hogar —dijo—. Le ruego que me perdone por no acompañarle en las primeras millas del viaje, pero hay razones que me obligan a permanecer en casa con mi hija. Se mostraba cortés de un modo solícito, casi lastimero, pero algo en su actitud parecía, por primera vez desde que le conocía, como si quisiera mantenerme a distancia. Conociendo la estrecha afinidad, la absoluta confianza que existía entre padre e hija, dudé por un instante de que el secreto de la noche anterior fuera del todo desconocido por el señor Dunross. Sus siguientes palabras disiparon esa duda y me revelaron la verdad. Al darle las gracias por sus buenos deseos, traté también de expresarle (y a la señorita Dunross a través de él) mi sincero agradecimiento por las atenciones que había recibido bajo su techo. Me detuvo, con amabilidad pero también decisión, y habló de esa forma curiosa, escogiendo las palabras con precisión, que ya aprecié como característica suya en nuestra primera entrevista. —Está en su poder —dijo— corresponder a todas las obligaciones que crea haber contraído al abandonar mi casa. Por favor, considere su estancia aquí un episodio insignificante de su vida, que finaliza —para siempre— con su marcha, y habrá devuelto con creces todas las atenciones que haya podido recibir siendo mi invitado. Hablo movido por un sentido del deber que le hace totalmente justicia como caballero y hombre de honor. Por su parte, confío en que no interprete mal mis motivos si me abstengo de ofrecerle mayores explicaciones. Un leve sonrojo apareció en sus pálidas mejillas. Aguardó mi respuesta, con un aire de orgullo y resignación. Respeté el secreto de ella, más firmemente que nunca, ante su padre. —Después de todo lo que le debo —contesté—, sus deseos son órdenes para mí. Con esas simples palabras me incliné ante él con gesto de sumo respeto y salí de la casa. Al montar en el poni que esperaba junto a la puerta miré hacia la ventana central, como ella me había pedido. Estaba abierta, pero unas cortinas oscuras, corridas con gran celo, no dejaban entrar la luz en el interior de la habitación. Al resonar los cascos del poni a su paso por el camino desigual de la isla, las cortinas se separaron tan sólo unas pulgadas. En el hueco entre los oscuros cortinajes surgió una mano blanca y macilenta, que trémulamente esbozó un último adiós y se desvaneció de la vista. Las cortinas volvieron a encerrarla en su oscura y solitaria existencia. El viento apagado hacía sonar su canto grave y prolongado sobre las aguas rizadas del lago. Los ponis ocuparon su lugar en el pontón que se utilizaba para el paso de animales hasta la isla. En lentas y regulares remadas, los hombres nos condujeron a la isla mayor, y se marcharon después. Volví la mirada hacia la lejana casa. Pensé en ella, en la oscura habitación, esperando paciente la muerte. Unas lágrimas abrasadoras me cegaron. El guía tomó mis riendas y dijo: —Usted no se encuentra bien. Ya llevo yo el poni. Cuando volví a contemplar el paisaje a mi alrededor habíamos descendido hasta un terreno en un nivel inferior. La casa y el lago habían desaparecido para siempre. CAPÍTULO XXIV EN LA SOMBRA DE SAN PABLO En diez días estaba en casa y mi madre me estrechaba entre sus brazos. La había dejado con gran reticencia al embarcarme, pues veía que estaba algo débil. Al regresar me apenó observar un empeoramiento para el que sus cartas no me habían preparado. Consulté a nuestro médico y amigo el señor MacGlue, y descubrí que él también había apreciado el deterioro en su salud, pero lo atribuía a una causa fácil de eliminar: el clima de Escocia. Mi madre había pasado su infancia y juventud en la costa sur de Inglaterra. El cambio al frío y penetrante aire del norte había resultado difícil para una persona de su edad. En opinión del señor MacGlue, lo más sabio era volver al sur antes de entrado el otoño y arreglarlo todo para pasar el invierno en Penzance o Torquay. Decidido como estaba a acudir a la misteriosa cita que me emplazaba en Londres al final del mes, la sugerencia del señor MacGlue no encontró oposición por mi parte. A mi parecer, presentaba una enorme ventaja: evitaba la necesidad de separarme por segunda vez de mi madre, siempre y cuando ella aceptara el consejo del médico. Se lo pregunté ese mismo día. Y para mi gran alivio, no sólo se mostró dispuesta, sino deseosa de emprender el viaje al sur. Había sido una temporada extraordinariamente húmeda, hasta para Escocia, y mi madre confesó con recato que "sí sentía cierta añoranza" por el clima templado y el sol suave de la costa de Devonshire. Planeamos viajar en nuestro cómodo carruaje mediante postas, deteniéndonos, por supuesto, en las posadas de la carretera por la noche. En los días anteriores al ferrocarril, no era fácil para alguien enfermo viajar de Perthshire a Londres, incluso en un carruaje ligero con cuatro caballos. Calculando la velocidad de nuestra marcha desde la fecha de partida, concluí que teníamos el tiempo justo, y no más, para llegar a Londres en el último día del mes. No hablaré de las secretas inquietudes que abrumaban mi mente en tales circunstancias. En cualquier caso, tuve la fortuna de que la fortaleza de mi madre resistiera. La agradable y (como entonces creíamos) rápida velocidad del viaje tuvo un efecto reparador en sus nervios. Dormía mejor cuando nos deteníamos por la noche que cuando había estado en casa. Tras detenernos dos veces en el camino, llegamos a Londres a las tres de la tarde del último día del mes. ¿Había alcanzado a tiempo mi destino? Tal como interpretaba las palabras escritas por la aparición, aún disponía de algunas horas. La expresión "al final del mes" se refería, a mi entender, a la última hora del último día del mes. Si me situaba bajo "la sombra de San Pablo" pongamos a las diez de la noche, llegaría al lugar de encuentro con dos horas de margen antes de que la última campanada del reloj marcara el inicio del nuevo mes. A las nueve y media dejé a mi madre descansando tras su largo viaje y, sin decir nada, salí de la casa. Antes de las diez me hallaba en mi puesto. La noche era hermosa y clara, y la enorme sombra de la catedral definía con precisión los límites en los que se me había pedido que aguardase, atento a los acontecimientos. El gran reloj de San Pablo dio las diez, pero nada sucedió. La siguiente hora transcurrió muy lentamente. Caminé de aquí para allá, un instante absorto en mis pensamientos, al siguiente, ocupado en contemplar la disminución gradual del número de transeúntes que se cruzaban conmigo a medida que la noche avanzaba. La City (como la llaman) es la zona más concurrida de Londres durante el día, pero por la noche, cuando deja de ser el centro del comercio, sus atareados ocupantes se dispersan y las calles vacías cobran el aspecto de un barrio remoto y desolado de la metrópoli. Dieron las diez y media, luego las once menos cuarto, luego las once, y la acera fue quedando desierta. Ahora podía contar a los transeúntes por pares o tríos, y ver a mi alrededor cómo las cantinas empezaban ya a cerrar. Consulté mi reloj: señalaba las once y diez minutos. A esa hora, ¿podía esperar encontrarme a la señora Van Brandt sola en la vía pública? Cuanto más lo pensaba, menos probable se me antojaba tal circunstancia. La posibilidad más razonable era que la volviera a ver acompañada de un amigo, tal vez custodiada por el propio Van Brandt. No sabía si lograría dominarme, por segunda vez, en presencia de ese hombre. Mientras mis pensamientos discurrían en esa dirección, mi atención volvió a centrarse en los hechos que acontecían junto a mí, gracias a una triste vocecilla, que me hacía una extraña pregunta. —Por favor, señor, ¿sabe dónde puedo encontrar una botica abierta a estas horas? Volví la cabeza y descubrí a un chiquillo mal vestido, con una cesta en el brazo y un trozo de papel en la mano. —Todas las boticas están cerradas —dije—. Si necesitas algún medicamento tendrás que llamar al timbre. —No me atrevo, señor —replicó el pequeño desconocido—. Soy sólo un niño y tengo miedo de que me peguen por sacarles de la cama, si no hay alguien que hable por mí. El crío me miró bajo el farol, con una expresión tan triste de haber recibido golpes por ofensas insignificantes, que me fue imposible resistirme al impulso de ayudarle. —¿Es un caso grave de enfermedad? —le pregunté. —No lo sé, señor. —¿Tienes la receta de un médico? Me tendió el trozo de papel. —Tengo esto —dijo. Tomé el papel y le eché un vistazo. Era una receta común de un tónico reconstituyente. Miré primero la firma del médico, cuyo nombre correspondía a una persona totalmente desconocida en la profesión. Debajo estaba escrito el nombre del paciente a quien se le había prescrito la medicina. Al leerlo, me sobrecogí. Era "Sra. Brand". En ese instante me asaltó la idea de que aquél era (al menos por el sonido) el equivalente inglés de Van Brandt. —¿Conoces a la dama que te envió a por la medicina? —le pregunté. —¡Sí, señor! Se hospeda en casa de mi madre y le debe el alquiler. He hecho todo lo que me ha pedido, menos encontrar la medicina. He empeñado su anillo y he comprado el pan, la mantequilla y los huevos, y me he fijado en el cambio que me daban. Madre cuenta con el cambio para el alquiler. No es culpa mía perderme. Sólo tengo diez años y ¡todas las boticas están cerradas! En ese punto mi pequeño amigo se sintió tan abrumado por sus injustas desventuras que rompió a llorar. —¡No llores, hijo! —dije—. Te voy a ayudar. Pero antes dime algo de esa dama: ¿está sola? —No, señor, está con su niñita. El corazón se me aceleró. La respuesta del chico me recordó a esa otra niñita que mi madre había visto en una ocasión. —¿El marido de esa dama está con ella? —pregunté a continuación. —No, señor... ahora no. Estaba con ella, pero se marchó y todavía no ha vuelto. Le hice una definitiva última pregunta. —¿Su marido es inglés? —inquirí. —Madre dice que es extranjero —respondió el chico. Volví el rostro para ocultar mi turbación, pues hasta aquel niño la podría haber advertido. Pasando por el nombre de "Sra. Brand", pobre hasta el extremo de tener que empeñar su anillo, abandonada por un hombre que era extranjero y sola con su hija, ¿acaso me hallaba sobre su pista en ese momento? ¿Estaba destinado aquel niño extraviado a ser el medio inocente que me conduciría hasta la mujer a la que amaba, cuando más necesitaba de la ayuda y la compasión? Cuanto más lo pensaba, más se afianzaba en mí la idea de regresar con el chico a la casa en que habitaba la huésped de su madre. El reloj dio las once y cuarto. Aunque mis esperanzas acabaran por engañarme, aún disponía de tres cuartos de hora antes de que el mes llegara a su fin. —¿Dónde vives? —pregunté. El chico mencionó una calle cuyo nombre oía por primera vez. Cuando le pedí más detalles, todo lo que supo decir fue que vivía cerca del río, pero estaba demasiado confundido y asustado para poder indicarme la dirección. Mientras seguíamos tratando de entendernos, un coche pasó lentamente a poca distancia. Llamé al cochero y le dije el nombre de la calle. La conocía perfectamente. Estaba a más de una milla en dirección este. Se comprometió a llevarme hasta allí y traerme de vuelta a San Pablo (si fuera necesario) en menos de veinte minutos. Abrí la portezuela del coche y le pedí a mi pequeño amigo que subiera, pero vaciló. —¿Perdone, señor, vamos a la botica? —preguntó. —No, primero irás a casa, conmigo. El chico se echó a llorar de nuevo. —Madre me pegará, señor, si no vuelvo con la medicina. —Yo me encargaré de que tu madre no te pegue. Soy médico y quiero ver a esa dama antes de llevarle el medicamento. El anuncio de mi profesión pareció inspirar cierta confianza al chico. Pero continuó sin mostrarse dispuesto a acompañarme a casa de su madre. —¿No le cobrará nada a esa dama? —preguntó—. El dinero que he sacado del anillo no es mucho. A madre no le gustará que se lo quiten del alquiler. —No le cobraré a esa dama ni un penique —contesté. El chico se subió al coche de inmediato. —Bueno —dijo—, si madre tiene su dinero. ¡Pobre chico! ¡Con sólo diez años, ya había completado su educación en las sórdidas preocupaciones de la vida! Nos marchamos de allí. CAPÍTULO XXV ACUDO A LA CITA El aspecto de gran pobreza de la calle al entrar, el estado inmundo y ruinoso de la casa al acercarnos a la puerta, habrían inducido a cualquier hombre, en mi lugar, a prepararse para un descubrimiento doloroso cuando fuese admitido en el interior de la vivienda. Pero la primera impresión que el sitio me produjo, por el contrario, me hizo creer que las respuestas del chico me habían despistado. Era sencillamente imposible asociar la señora Van Brandt (tal como la recordaba) al espectáculo de mísera pobreza que entonces contemplaba. Llamé al timbre, convencido de antemano de que mis pesquisas resultarían en vano. En cuanto alcé la mano para llamar, el temor de mi pequeño compañero a ser pegado reapareció con toda intensidad. Se ocultó detrás de mí y cuando le pregunté qué le ocurría, me respondió con complicidad: —¡Por favor, señor, póngase en medio cuando madre abra la puerta! Una mujer alta y malhumorada respondió al timbre. No fue necesaria una presentación. Bastón en mano, se reveló como la madre de mi pequeño amigo. —Creí que era el holgazán de mi chico —explicó para disculparse por la exhibición del bastón—. Ha salido a un recado hace más de dos horas. ¿Qué es lo que deseaba, señor? Antes de abordar mi particular interés, intercedí por el desafortunado chico. —Debo rogarle que perdone a su hijo esta vez —dije—. Le he encontrado perdido en la calle y lo he traído a casa. El asombro de la mujer al oír lo que había hecho y descubrir a su hijo detrás de mí, la dejó literalmente muda. El lenguaje de la mirada, que en esta ocasión reemplazó al lenguaje del habla, reflejó claramente la impresión que le había producido: "Traer a casa a mi mocoso perdido ¡en un coche! Señor como se llame, está usted loco." —He sabido que se hospeda en su casa una dama llamada Brand —continué—. Tal vez me equivoco al suponer que se trata de una dama con el mismo nombre a la que conozco. Pero me gustaría asegurarme de si estoy en lo cierto o no. ¿Es demasiado tarde para molestar a su huésped esta noche? La mujer recobró el uso del habla. —Mi huésped está arriba ¡esperando a este pequeño necio que todavía no sabe moverse por Londres! —enfatizó las palabras amenazando con su fuerte puño a su hijo, que al instante regresó a su lugar de refugio tras el faldón de mi abrigo—. ¿Tienes el dinero? —inquirió la horrible mujer gritando, por encima de mi hombro, a su vastago escondido—. ¿O también lo has perdido con tu estúpida personita? El chico volvió a salir y depositó el dinero en la mano nudosa de su madre. Ella lo contó, con ojos ávidos y satisfechos al comprobar que todas las monedas eran de plata auténtica, y luego se apaciguó un poco. —Sube arriba —refunfuñó dirigiéndose a su hijo— y no hagas esperar más a esa señora. Ella y su hija están medio muertas de hambre —dijo, a continuación, volviéndose hacia mí—. La comida que mi chico les lleva en la cesta será la primera que la madre pruebe hoy. Ya lo ha empeñado todo y no sé qué va a ser de ella, a menos que usted la ayude. El médico hace lo que puede, pero hoy me ha dicho que si no está mejor alimentada, de nada sirve llamarle. Siga al chico y vea por usted mismo si ella es la señora que conoce. Escuché a la mujer todavía convencido de que había actuado equivocadamente yendo a su casa. ¿Cómo podía asociar el encantador objeto de mi tierna adoración a la triste historia de miseria que acababa de oír? Detuve al chico en el primer descansillo y le dije que me anunciara simplemente como un médico al que se había informado de la enfermedad de la señora Brand y que había acudido a verla. Ascendimos un segundo y tercer tramo de escaleras. Llegados al último piso, el chico llamó a la puerta que teníamos más cerca. No se oyó ninguna voz responder. Abrió la puerta sin ceremonias y entró. Aguardé fuera a oír lo que se decía. La puerta quedó entreabierta. Si la voz de la "Sra. Brand" era la de una desconocida (como creía que sucedería), estaba decidido a ofrecerle atentamente la ayuda que estuviera en mi mano y regresar, de inmediato, a mi puesto bajo "la sombra de San Pablo". La primera voz que habló al chico fue la de una niña. —Tengo mucha hambre, Jemmy. ¡Tengo mucha hambre! —Sí, damita. Tengo algo para comer. —¡Date prisa, Jemmy! ¡Date prisa! Hubo un silencio momentáneo y luego oí de nuevo la voz del chico. —Hay una rebanada de pan con mantequilla, damita. Espera a que te pueda hervir el huevo. No comas demasiado rápido o te atragantarás. ¿Qué le pasa a tu mamá? Señora, ¿está dormida? Apenas alcancé a oír la voz que contestaba. Era muy débil y sólo pronunció una palabra: "¡No!". El chico volvió a hablar. —Anímese, señora. Afuera hay un doctor esperando a verla. Esta vez no se oyó respuesta. El chico se asomó a la puerta. —Por favor, señor, entre. No consigo entenderla. Habría sido una consideración inoportuna seguir dudando si entrar en la habitación. Y pasé hacia el interior. Allí, en el fondo de un dormitorio apenas amueblado, recostada débilmente en un sillón viejo y raído, yacía una más de las miles de personas desamparadas que pasaban hambre esa noche en la gran ciudad. Un pañuelo blanco cubría su rostro como protegiéndolo de la llama de un fuego próximo. Levantó el pañuelo, sobresaltada por el ruido de mis pasos al entrar en la habitación. La miré y vi en su rostro blanco, pálido y cadavérico ¡el rostro de la mujer a la que amaba! Por un momento, el horror de tal descubrimiento me hizo sentir mareado y aturdido. Pero un instante después estaba arrodillado junto a su sillón. Mi brazo la rodeaba y ella apoyaba la cabeza en mi hombro. No tenía fuerzas para hablar ni llorar; tan sólo tembló en silencio. No dije nada. Las palabras no afloraron a mis labios, las lágrimas no acudieron en mi ayuda. La atraje hacia mí y ella se dejó abrazar. La niña, devorando su pan con mantequilla en una pequeña mesa redonda, nos miraba fijamente. El chico, arrodillado ante la chimenea atizando el fuego, nos miraba del mismo modo. Y los lentos minutos se sucedieron, mientras el zumbido de una mosca en una esquina era lo único que se oía en la habitación. Los instintos de la profesión para la que me había formado, más que la conciencia lúcida del horror de la situación en que me hallaba, acabaron por despertarme. ¡Se estaba muriendo de inanición! Lo veía en el color mortecino de su piel, lo notaba en el débil y rápido latido de su pulso. Le dije al chico que se acercara y le envié a la taberna más cercana a buscar vino y galletas. —¡Apresúrate —dije— y tendrás para ti solo más dinero que nunca! El chico me miró y, tras escupir a las monedas que tenía en la mano, dijo: —¡Para que me traigan suerte! —y salió corriendo de la habitación como una exhalación. Me volví a ofrecer unas primeras palabras de consuelo a la madre, pero el lamento de la niña me detuvo. —¡Tengo hambre! ¡Mucha hambre! Dejé más comida ante la famélica niña y la besé. Alzó la vista y me miró con sorpresa. —¿Eres un nuevo papá? —preguntó la criatura—. Mi otro papá nunca me besa. Miré a la madre. Tenía los ojos cerrados; las lágrimas resbalaban lentamente por sus blancas y descarnadas mejillas. Tomé su frágil mano en la mía. —Van a venir días más felices —le dije—. Ahora estás a mi cuidado. No hubo respuesta. Tan sólo seguía temblando en silencio. En menos de cinco minutos el chico regresó y se ganó la recompensa que le había prometido. Se sentó en el suelo, junto al fuego, a contar su tesoro; era el único ser feliz en la habitación. Empapé en el vino algunos trozos de galleta desmenuzada y, poco a poco, logré que recobrara sus débiles fuerzas con el alimento, administrándoselo a intervalos de esta forma mesurada. Un rato después, levantó la cabeza y me miró con una expresión de sorpresa que resultaba lastimosamente parecida a la de su hija. Un tenue y delicado rubor empezó a asomar en su rostro. Me habló por primera vez, pero en un tono de susurro que apenas podía oír aun sentándome a su lado. —¿Cómo me has encontrado? ¿Quién te ha guiado hasta este lugar? Se detuvo rememorando con dificultad algo que le costaba evocar. Se le avivó el color; halló el recuerdo olvidado y me miró con gesto de tímida curiosidad. —¿Qué te ha traído hasta aquí? —preguntó—. ¿Ha sido mi sueño? —Espera, cariño, a estar más fuerte y te lo contaré todo. La levanté en brazos con dulzura y la deposité en el mísero lecho. La niña nos siguió, subió al armazón de la cama con mi ayuda y se acurrucó junto a su madre. Envié al chico a decirle a la dueña de la casa que permanecería con mi paciente, vigilando el proceso de recuperación durante la noche. Salió haciendo sonar con alegría el dinero de su bolsillo. Nos quedamos los tres solos. A medida que las largas horas transcurrían, ella se sumió por momentos en un sueño ligero, del que se despertaba sobresaltada y me miraba asustada como si fuera un extraño junto a su lecho. Hacia el amanecer, el alimento que continuaba administrándole con sumo cuidado produjo un cambio favorable en su pulso y le procuró un sueño más reposado. Cuando el sol salió, dormía tan apaciblemente como la niña a su lado. Ya podía dejarla, para regresar más tarde, a cargo de la mujer de la casa. La magia del dinero transformó a esa persona fiera y terrible en una dócil y atenta enfermera, tan ansiosa por seguir mis instrucciones fielmente que me pidió escribírselas antes de marcharme. Pero aún permanecí un momento a solas junto al lecho de la mujer dormida y me convencí por enésima vez de que su vida estaba a salvo antes de partir. Esa certeza era la más dulce de las recompensas: rozar levemente su fría frente con los labios, mirar, volver a mirar el pobre rostro consumido, siempre querido, siempre hermoso para mí, a pesar de cualquier cambio. Cerré la puerta con cuidado y salí en plena mañana resplandeciente, transformado de nuevo en un hombre feliz. ¡Qué cerca manan las fuentes de la alegría y el dolor en la vida! ¡Qué próximo, en el corazón como en el cielo, se halla el sol más radiante de la nube más sombría! CAPÍTULO XXVI CONVERSACIÓN CON MI MADRE Llegué a casa a tiempo de arañar dos o tres horas de descanso, antes de realizar mi acostumbrada visita matinal al cuarto de mi madre. En su forma de recibirme en esta ocasión observé ciertas peculiaridades de su mirada y actitud que distaban mucho de ser las habituales. Cuando nuestras miradas se encontraron, me contempló con una expresión nostálgica e interrogativa, como si le inquietara alguna duda que no se atrevía a expresar con palabras. Y cuando le pregunté por su salud, como solía, me sorprendió respondiendo con tanta impaciencia como si le hubiera ofendido que mencionase el tema. Por un instante creí que esos cambios significaban que había descubierto mi ausencia de la casa durante la noche y que albergaba alguna sospecha sobre la verdadera causa. Pero no aludió, ni lo más remotamente, a la señora Van Brandt, y no brotó de sus labios ninguna palabra que revelase, directa o indirectamente, que la hubiera angustiado o decepcionado. Tan sólo pude deducir que tenía algo importante que decir acerca de ella o de mí, pero por motivos suyos, se mostraba reacia a manifestarlo en ese momento. Volviendo a nuestros temas cotidianos de conversación, tocamos la cuestión (siempre interesante para mi madre) de mi visita a las Shetland. Al tratarla, nos referimos naturalmente a la señorita Dunross. En este punto, cuando menos lo esperaba, una nueva sorpresa me aguardaba. —El otro día hablabas —dijo mi madre— de la bandera verde que la pobre hija de Dermody bordó para ti cuando erais niños. ¿De veras la has guardado todo este tiempo? —Sí. —¿Dónde la has dejado? ¿En Escocia? —No, la he traído conmigo a Londres. —¿Por qué? —Le prometí a la señorita Dunross que, allá donde fuera, llevaría conmigo la bandera verde. Mi madre sonrió. —George, ¿es posible que pienses lo mismo que esa joven dama de Shetland? Después de todos los años que han pasado, ¿crees que la bandera verde es el medio para que tú y Mary Dermody os volváis a reunir? —¡Desde luego que no! Sólo satisfago una de las fantasías de la pobre señorita Dunross. ¿Podría negarme a concederle esa simple petición, con todo lo que debo a su bondad? La sonrisa desapareció del rostro de mi madre. Me miró atentamente. —Parece que la señorita Dunross te ha producido una impresión muy favorable —dijo. —Sí, lo admito. Siento un profundo interés por ella. —Si no hubiera sido una enferma incurable, George, ¿podría yo también haber sentido interés por la señorita Dunross... tal vez como nuera? —De nada sirve, madre, conjeturar sobre lo que podría haber sucedido. Basta con la triste realidad. Mi madre calló un instante antes de formular una nueva pregunta. —¿La señorita Dunross siempre llevaba el velo puesto delante de ti, cuando había luz en la habitación? —Sí, siempre. —¿Ella nunca te dejó ver su rostro ni siquiera en un atisbo fugaz? —No, nunca. —¿Y la única razón que alegó fue que la luz le producía una sensación de dolor si caía sobre su piel? —Lo dices, madre, como si dudaras de que la señorita Dunross me hubiese contado la verdad. —No, George. Sólo dudo de que te contase toda la verdad. —¿Qué quieres decir? —No te ofendas, querido. Pero creo que la señorita Dunross tiene alguna razón de más peso que la que te dio para mantener su rostro oculto. Permanecí en silencio. La sospecha que aquellas palabras encerraban nunca me había pasado por la mente. Había leído, en libros de medicina, acerca de casos de morbidez nerviosa exactamente iguales al de la señorita Dunross, tal como ella lo describía, y aquello me había convencido. Ahora que la idea de mi madre se había instalado en mi cabeza, la impresión que me había producido era desagradable en extremo. Horribles imágenes de deformidad se adueñaron de mi pensamiento y profanaron todo lo más puro y tierno que guardaba en mis recuerdos de la señorita Dunross. Era inútil cambiar de tema; aquel influjo negativo era demasiado poderoso para conjurarlo con palabras. Con la mejor excusa que se me ocurrió, abandoné el cuarto de mi madre y huí deprisa a refugiarme de mí mismo allá donde podría lograrlo: junto a la señora Van Brandt. CAPÍTULO XXVII CONVERSACIÓN CON LA SEÑORA VAN BRANDT La patrona tomaba el aire en la puerta cuando llegué a la casa. Su respuesta a mis preguntas justificó mis mejores esperanzas. La pobre huésped ya parecía "otra mujer" y la niña se hallaba, en ese momento, apostada en las escaleras, aguardando el regreso de su "nuevo papá". —Hay algo que desearía decirle antes de que suba —añadió la mujer—. No confíe a esa dama más dinero de una vez que el necesario para los gastos domésticos del día. Si le sobra, lo más probable es que lo malgaste en el gandul de su marido. Absorto en los intereses más nobles y profundos que llenaban mi mente, había olvidado la existencia del señor Van Brandt. —¿Dónde está él? —pregunté. —Donde debería estar —fue su réplica—. En la cárcel, por deudas. En aquella época no era raro que un hombre estuviera encerrado de por vida a causa de las deudas. Así pues, no temí demasíado que mi visita se viera reducida por la aparición en escena del señor Van Brandt. Al ascender las escaleras encontré a la niña esperándome en el último descansillo, con una muñeca rota en los brazos. De camino a la casa le había comprado un pastel. Al instante, dejó la muñeca a mi cuidado, entró trotando en la habitación con el pastel en las manos y anunció mi llegada de este modo: —Mamá, este papá me gusta más que el otro. A ti también te gusta más. El rostro demacrado de la madre se sonrojó por un segundo y luego se tornó pálido de nuevo al tenderme la mano. La miré angustiado, pero discerní las agradables muestras de recuperación, que se revelaban claramente. Sus grandes ojos grises se volvían a posar en mí con un reflejo de su antigua luz. La mano fría que yo había sostenido la noche pasada ahora desprendía vida y calor. —¿Habría muerto antes de la madrugada si no hubieras venido? —preguntó con dulzura—. ¿Me has salvado la vida por segunda vez? Bien puedo creerlo. Antes de que me diera cuenta inclinó la cabeza sobre mi mano y la acarició con sus labios tiernamente. —No soy una mujer ingrata —susurró—, pero no sé cómo darte las gracias. La niña levantó rápidamente la vista del pastel. —¿Por qué no le das un beso? —preguntó la singular criatura, con una mirada de asombro. Ella agachó la cabeza sobre su pecho y suspiró con amargura. —¡Basta ya de mí! —dijo recobrando, de pronto, la serenidad y esforzándose por mirarme otra vez—. Dime, ¿qué feliz circunstancia te trajo hasta aquí anoche? —La misma que me llevó al manantial de San Antonio —contesté. Se incorporó en la silla con gesto impaciente. —¡Me has vuelto a ver, como en la casa junto a la cascada! — exclamó—. ¿Ha sido de nuevo en Escocia? —No, más lejos que Escocia, en las Shetland. —¡Cuéntamelo! Te lo ruego, ¡cuéntamelo! Le relaté lo que había sucedido con toda la precisión que pude, pero manteniendo, a la vez, la mayor reserva en un punto. Le oculté la existencia de la señorita Dunross y la dejé suponer que el dueño de la casa era la única persona que me había recibido durante mi estancia bajo el techo del señor Dunross. —¡Qué extraño! —exclamó, tras haberme escuchado atentamente hasta el final. —¿Qué es extraño? —pregunté. Se detuvo, y sus enormes y solemnes ojos examinaron mi rostro con gravedad. —No me resulta fácil hablar de ello —dijo—, aunque no deberías ocultarme nada de un tema así. Comprendo todo lo que me has contado, con una excepción. Me parece extraño que sólo tuvieras a un hombre anciano por compañero mientras estabas en la casa de Shetland. —¿De qué otro compañero esperabas oír hablar? —inquirí. —Esperaba oírte hablar de una dama en la casa —respondió. No puedo afirmar verdaderamente que la respuesta me cogiera por sorpresa; me obligó a reflexionar antes de volver a hablar. Sabía por experiencia que, aun estando separado de ella, me debía haber visto en espíritu durante un trance o sueño. ¿Habría también visto a la compañera de mis días en Shetland, la señorita Dunross? Le planteé la cuestión de forma que pudiera decidir libremente si depositaba en ella mi entera confianza o no. —¿Estoy en lo cierto —dije— al suponer que soñaste conmigo en las Shetland, como en la otra ocasión, cuando me hallaba en mi casa de Perthshire? —Sí —respondió—, esta vez al final de la tarde. No sabría decir si me quedé dormida o perdí la consciencia, pero te vi de nuevo, en una visión o en un sueño. —¿Dónde me viste? —Primero te vi en el puente sobre el río escocés, igual que la tarde en que me salvaste la vida. Al cabo de un rato, el riachuelo y el paisaje de alrededor se fundieron contigo en la oscuridad. Aguardé un poco y ésta se fue desvaneciendo lentamente. Creí hallarme envuelta en un círculo de luz estelada, frente a una ventana, con un lago detrás de mí y, delante, una habitación en penumbra. Miré hacia el interior de la habitación y en la luz estelada apareciste de nuevo. —¿Cuándo ocurrió eso? ¿Recuerdas la fecha? —Recuerdo que fue a principios de mes. Las desgracias que desde entonces tanto me han abatido todavía no se habían cernido sobre mí. Pero mientras te miraba, tuve el extraño presentimiento de que se avecinaba el desastre. Sentí la misma seguridad inquebrantable en tu poder para ayudarme que cuando soñé contigo en Escocia la primera vez. Y te traté con la misma familiaridad. Apoyé la mano en tu pecho. Te dije: "Recuérdame. Ven a mí". Hasta llegué a escribir... Calló y se estremeció como si un miedo súbito se hubiera apoderado de ella. Al verla, temí el efecto que tendría una emoción intensa y me apresuré a sugerir que, aquel día, no mencionáramos más su sueño. —No —contestó con firmeza—. De nada sirve darme tiempo. Ese sueño ha dejado un horrible recuerdo en mi mente. Creo que, mientras viva, siempre temblaré al pensar en lo que vi junto a ti en esa habitación a oscuras. Volvió a detenerse. ¿Iba a abordar el tema de la figura cubierta, con el velo negro sobre la cabeza? ¿Estaba a punto de describir el instante en que descubrió, en el sueño, a la señorita Dunross? —Dime algo primero —continuó—. ¿Hasta ahora he acertado? ¿Es cierto que te encontrabas en una habitación a oscuras cuando me viste? —Sí, del todo. —¿La fecha coincide con principios de mes y la hora con el fin de la tarde? —Sí. —¿Estabas solo en la habitación? ¡Dime la verdad! —No estaba solo. —¿Estaba el dueño de la casa contigo? ¿O te acompañaba otra persona? Habría resultado peor que inútil (después de lo que había oído) tratar de engañarla. —Me acompañaba otra persona —respondí—. En la habitación había una mujer conmigo. Al oírlo, su rostro reflejó, de nuevo, el terrorífico recuerdo al que acababa de aludir. Esta vez me fue difícil mantener la calma. Pero aun así, estaba decidido a no dejar escapar ni una sola palabra que pudiera estimular su imaginación. —¿Tienes alguna pregunta más? —fue todo lo que dije. —Sí, una más —contestó—. ¿Había algo poco común en la vestimenta de esa persona? —Sí. Llevaba un largo velo negro sobre la cabeza y el rostro que le caía por debajo de la cintura. La señora Van Brandt se recostó en la silla y se cubrió los ojos con las manos. —Comprendo el motivo por el que me has ocultado la presencia de esa desdichada mujer en la casa —dijo—. Es bueno y justo, como todos tus motivos, pero inútil. Durante el trance, vi todo tal como era en realidad, y ¡yo también vi ese rostro espantoso! Aquellas palabras cayeron sobre mí como una descarga. Al instante, acudió a mi memoria la conversación que había mantenido con mi madre por la mañana. Me levanté sobresaltado. —¡Dios bendito! —exclamé—. ¿Qué quieres decir? —¿Todavía no lo entiendes? —preguntó, a su vez, sorprendida—. ¿Tengo que hablar aún más claro? Al presenciar mi aparición, ¿me viste escribir? —Sí, en una carta que esa dama estaba escribiendo para mí. Más tarde vi las palabras que me trajeron hasta ti anoche: "Al final del mes, en la sombra de San Pablo". —¿Cómo escribí en esa carta sin acabar? —Tomaste del regazo de esa dama su recado, en donde estaba la carta y la pluma, y mientras escribías, lo posaste en su hombro. —¿Observaste si al tomar el recado se produjo algún efecto en ella? —No, no aprecié ningún efecto —respondí—. Permaneció inmóvil en su silla. —En mi sueño, lo vi de un modo distinto. Ella levantó la mano, no la que estaba más cerca de ti sino de mí. Cuando tomé el recado, levantó la mano y apartó de su rostro los pliegues del velo, supongo que para ver mejor. Fue sólo un segundo, pero vi lo que el velo ocultaba. ¡No hablemos de eso! Debiste estremecerte ante esa horrenda visión en la realidad, como yo me estremecí en mi sueño. Y también te preguntarías: "¿No habrá nadie capaz de envenenar a este horrible ser y esconderlo en su sepultura por compasión?" Al pronunciar aquellas palabras, se detuvo súbitamente. No pude decir nada; mi rostro hablaba por mí. Ella lo advirtió y adivinó la verdad. —¡Santo cielo! —exclamó—, ¡no la has visto! ¡Debe haberte ocultado siempre su rostro tras el velo! ¡Ay! ¿Por qué me has engañado para que hablara? Nunca volveré a hacerlo. Mira, ¡estamos asustando a la niña! Ven, cariño; no hay de qué tener miedo. Ven con tu pastel. Eres una dama distinguida ofreciendo un gran banquete y nosotros somos dos amigos a los que has invitado a comer contigo, y la muñeca es la niñita que viene al final del banquete para tomar fruta de postre —así continuó, intentando ignorar en vano la impresión que me había provocado hablando de fantasías infantiles con la niña. Recobré la serenidad hasta cierto punto y traté, como mejor pude, de secundar su esfuerzo. Pensándolo con más calma, podía estar equivocada al creer que el terrible espectáculo que había presenciado en su visión era un reflejo verdadero de la realidad. Sólo por hacer justicia a la señorita Dunross, ¿acaso debía aceptar la certeza de su deformidad sin mejor indicio que un sueño? Esta visión, por razonable que resultara, dejó en mi pensamiento ciertas dudas persistentes. La intuición de la niña pronto descubrió que sus compañeros de juego, su madre y yo, no disfrutábamos realmente del entretenimiento. Sin ceremonias, despachó a sus supuestos invitados y regresó con la muñeca a su rincón de recreo preferido, en donde la había hallado: el descansillo junto a la puerta. Pero ni la insistencia de su madre ni la mía lograron persuadirla para que regresara. Nos quedamos a solas, dispuestos a afrontar como mejor pudiéramos el tema prohibido de la señorita Dunross. CAPÍTULO XXVIII AMOR Y DINERO La señora Van Brandt sintió con mayor pesadumbre la turbación del momento y habló primero. No me has contado nada de ti —dijo—. ¿Eres más feliz que la última vez que nos vimos? —Con sinceridad, no puedo decir que lo sea —respondí. —¿Hay alguna esperanza de que te cases? —Esa esperanza aún depende de ti. —¡No digas eso! —exclamó con una mirada suplicante—. ¡No arruines la alegría de verte una vez más hablando de algo que nunca podrá ser! ¿Todavía no te han contado por qué me encontraste aquí sola con mi hija? Hice un esfuerzo por mencionar el nombre de Van Brandt antes de que sus labios lo pronunciaran. Me han contado que el señor Van Brandt está en la cárcel por deudas —dije—. Y anoche vi con mis propios ojos que te había dejado desamparada. —Me dejó el poco dinero que llevaba consigo cuando le arrestaron —replicó con tristeza—. Sus crueles acreedores tienen más culpa que él de la pobreza que nos ha sobrevenido. Aquella defensa de Van Brandt, aunque negativa, me hirió profundamente. —Debería haber hablado de él con mayor prudencia —dije en tono amargo—. Debería haber recordado que una mujer puede perdonar casi cualquier daño que un hombre le inflija cuando se trata del hombre al que ama. Ella posó la mano en mis labios y me frenó antes de que pudiera seguir. —¿Cómo puedes hablarme con tanta crueldad? —preguntó—. Sabes, como te confesé para mi deshonra la última vez que nos vimos... sabes que mi corazón, en secreto, te pertenece. ¿A qué "daño" te refieres? ¿Al agravio que sufrí cuando Van Brandt se casó conmigo teniendo una esposa viva entonces (y aún hoy)? ¿Crees que podré llegar a olvidar la gran desgracia de mi vida... la desgracia que me ha hecho indigna de ti? No es culpa mía, Dios lo sabe, pero no es menos cierto que no estoy casada legalmente y que ese pequeño encanto que está ahí jugando con su muñeca es mi hija. Y continúas hablando de que me convierta en tu esposa ¡sabiendo todo eso! —La niña me acepta como un segundo padre —dije—. Mejor y más felices estaríamos los dos si tuvieras tan poco orgullo como ella. —¿Orgullo? —repitió—. ¿En una situación como la mía? ¡Una mujer desamparada y con un falso marido en la cárcel por deudas! Dime que todavía no he caído tan bajo para olvidar lo que mereces y me brindarás un cumplido que se acerca más a la verdad. ¿Tengo que casarme contigo para comer y disponer de un techo? ¿Tengo que casarme contigo porque no existe un vínculo legal que me una al padre de mi hija? Por cruel que haya sido su proceder, aún conserva ese derecho sobre mí. Por ruin que sea, no me ha abandonado; se lo han llevado por la fuerza. Tú, mi único amigo, ¿de veras me crees lo bastante desagradecida para acceder a convertirme en tu esposa? ¡Sería una auténtica desalmada la mujer que (en mi situación) osara destruir tu lugar en la estima de tus amigos y ante la opinión de la gente! Hasta el ser más vil que recorre las calles no se atrevería a tratarte de ese modo. ¿De qué estáis hechos los hombres? ¿Cómo puedes hablar de algo así? Me rendí y no volví a hablar del tema. Cada palabra que pronunciaba sólo servía para aumentar la admiración que sentía por la noble mujer a la que había amado y perdido. ¿Qué refugio me quedaba ahora? Sólo uno; todavía podía ofrecerle mi propio sacrificio. Aunque odiara con amargura al hombre que nos había separado, mi amor era tan intenso que hasta sería capaz de ayudarle por el bien de ella. ¡Cuánta desesperación! No lo niego ni lo disculpo. ¡La amaba con desesperación! —Me has perdonado —dije—. Deja que gane tu perdón. Para algo soy tu único amigo. Debes tener planes para el futuro; dime sin reservas cómo puedo ayudarte. —Completa la buena obra que has empezado —contestó agradecida—. Ayúdame a recobrar la salud. Haz que consiga la suficiente fortaleza para que un médico pueda certificar que aún viviré varios años. —¿Que un médico certifique que aún vivirás? —repetí—. ¿Qué quieres decir? —No sé cómo explicártelo —dijo—, sin volver a hablar del señor Van Brandt. —¿Volver a hablar de él implica mencionar sus deudas? —pregunté—. ¿Por qué titubeas? Sabes que haría lo que fuera por aliviar tus preocupaciones. Por un instante me miró angustiada en silencio. —¿Crees que permitiría que le dieras dinero a Van Brandt? —preguntó en cuanto pudo articular palabra—. ¿Yo, que debo todo a tu lealtad? ¡Jamás! Te diré la pura verdad. Es realmente necesario que salga de la cárcel. Debe pagar a sus acreedores y ha encontrado un modo de conseguirlo, con mi ayuda. —¿Con tu ayuda? —exclamé. —Sí. Su situación es, en breve, la siguiente: hace poco recibió de un pariente rico una excelente oferta de trabajo en el extranjero, y había arreglado todo para aceptarla. Pero desgraciadamente, cuando regresaba a contarme su buena fortuna fue arrestado. Su pariente se ha ofrecido a mantener el puesto disponible durante un plazo de tiempo, que aún no ha expirado. Si él pudiera pagar una parte a su acreedores, le dejarían en libertad; y cree que puede reunir el dinero si yo acepto asegurar mi vida. ¡Asegurar su vida! Esas tres palabras revelaban claramente la trampa que le habían tendido. Ante la ley, ella era, por supuesto, una mujer soltera, mayor de edad y, en definitiva, dueña de sí misma. ¿Cómo impedir que asegurase su vida, si lo deseaba, y dispusiera del seguro, con lo que proporcionaría a Van Brandt un interés directo en su muerte? Conociéndole como le conocía y creyéndole capaz de cualquier atrocidad, me estremecí al pensar lo que habría podido ocurrir si no la hubiera encontrado hasta una fecha posterior. Gracias a la afortunada circunstancia de mi posición, la única forma eficaz de protegerla se hallaba cómodamente a mi alcance. Podía ofrecerme a prestar a ese canalla el dinero que necesitaba en una hora, y él era el tipo de hombre que aceptaría la propuesta tan pronto como se la hiciese. —No parece que apruebes nuestra idea —dijo, al notar con evidente perplejidad, el efecto que me había producido—. Me siento muy desdichada. Creo que inocentemente te he disgustado por segunda vez. —Estás muy equivocada —repliqué—. Sólo dudo de que vuestro plan para librar al señor Van Brandt de sus apuros sea tan sencillo como supones. ¿Eres consciente de los retrasos que probablemente se darán hasta que podáis tomar prestado dinero de tu póliza de seguros? —No, no sé nada al respecto —dijo con voz triste. —¿Me permites que pida consejo a mis abogados? Son hombres honrados y hábiles; estoy seguro de que te resultarán útiles. Pese a la prudencia con que me expresé, su sensibilidad percibió la inquietud. —-Prométeme que no me pedirás que tome tu dinero para el señor Van Brandt —repuso— y aceptaré tu ayuda agradecida. Pude prometérselo con franqueza. Mi única posibilidad de salvarla era ocultarle el camino que había decidido seguir. Me levanté para marcharme mientras mi resolución aún me sostenía. Cuanto antes hiciera mis indagaciones (como le recordé), antes quedarían resueltas las dudas y dificultades que nos asaltaban. Ella se levantó a la vez, con lágrimas en los ojos y rubor en el rostro. —¡Bésame antes de irte! —musitó—. No te preocupes por verme llorar. Me siento muy feliz ahora, pero tu bondad me emociona. La estreché contra mi corazón, con la ternura inconfesada de un abrazo de despedida. Me resultaba imposible disimular la situación en la que me había puesto. Se diría que yo mismo me había condenado al destierro. Cuando mi intervención hubiera devuelto la libertad a mi indigno rival, ¿podría someterme a la degradante necesidad de verla en su presencia, de hablarle ante su mirada? Sabía que aquel sacrificio era superior a mis fuerzas. "¡Por última vez!", pensé mientras la atraía hacia mí un instante más, "¡por última vez!" Al salir al descansillo, la niña corrió a recibirme con los brazos abiertos. Mi hombría me había sostenido mientras me despedía de la madre, pero cuando la carita redonda e inocente de la niña rozó la mía con cariño, la fortaleza me abandonó. No pude decir nada; en silencio, la dejé en el suelo con dulzura y aguardé en el último tramo de las escaleras hasta que me sentí capaz de enfrentarme al mundo exterior. CAPITULO XXIX NUESTROS DESTINOS NOS SEPARAN Al descender al piso inferior de la casa solicité una breve entrevista con la dueña. Aún debía descubrir en qué cárcel de Londres estaba recluido Van Brandt y ella era la única persona a la que podía arriesgarme a formular la cuestión. Tras responder a mis preguntas, la mujer dio su interpretación sórdida del motivo por el que deseaba visitar al preso. —¿El dinero que dejó arriba ha ido ya a parar a los bolsillos de ese codicioso? —preguntó—. Si fuera tan rica como usted, no haría nada. Yo en su lugar, ¡no le tocaría ni con tenacillas! Pese a su vulgaridad, aquella advertencia me resultó útil, pues suscitó una nueva idea en mi mente. Antes me había sentido tan desanimado y preocupado que no me di cuenta de que era innecesario rebajarme a comunicarme en persona con Van Brandt en la cárcel. Se me ocurrió entonces que mis consejeros legales eran, de hecho, las personas señaladas para representarme en aquel asunto, con la ventaja adicional de que podían mantener en secreto mi parte en la transacción, incluso ante el propio Van Brandt. Sin pérdida de tiempo me dirigí en un coche al bufete de mis abogados. Me recibió el socio más veterano, fiel amigo y consejero de la familia. Mis instrucciones, como es natural, le asombraron. Debía satisfacer de inmediato a los acreedores del preso, por cuenta mía, pero sin mencionar mi nombre a nadie. Y como garantía de reintegro, debía aceptar formalmente una nota escrita por el señor Van Brandt. —Creía que conocía bien los diversos medios por los que un caballero puede malgastar su dinero —observó el socio veterano—. Le felicito, señor Germaine, por haber descubierto un modo totalmente nuevo de vaciar con eficacia sus fondos. Fundar un periódico, comprar un teatro, criar caballos de carreras, apostar en Monaco, son formas muy efectivas de perder dinero. Pero a todas ellas supera ¡pagar las deudas del señor Van Brandt! Le dejé y me marché a casa. El criado que abrió la puerta tenía un mensaje de mi madre para mí. Deseaba verme en cuanto dispusiera de un momento para hablar con ella. Al instante me presenté en el cuarto de estar de mi madre. —¿Y bien, George? —dijo sin decir nada que me preparase para lo que venía—. ¿Cómo has dejado a la señora Van Brandt? Aquello me cogió completamente desprevenido. —¿Quién te ha dicho que he visto a la señora Van Brandt? — pregunté. —Querido, tu rostro me lo ha dicho. A estas alturas conozco tu forma de mirar y hablar cuando la señora Van Brandt está en tu pensamiento. Siéntate junto a mí. Hay algo que deseaba decirte esta mañana, pero, no sé por qué, me faltó el coraje. Ahora me atrevo a decírtelo. Hijo mío, sigues amando a la señora Van Brandt. Tienes mi permiso para casarte con ella. ¡Ésas fueron sus palabras! Apenas había transcurrido una hora desde que los labios de la señora Van Brandt me anunciaron que nuestra unión era imposible. No había pasado ni media hora desde que di las instrucciones por las que recuperaría su libertad el hombre que representaba el único obstáculo para mi matrimonio. Y ése era el momento que mi madre, sin saber, había escogido para aceptar a la señora Van Brandt como nuera. —Veo que te he sorprendido —prosiguió—. Deja que te explique mis motivos con tanta claridad como pueda. No sería sincera, George, si te dijera que ya no contemplo los serios reparos que existen para que te cases con esa dama. Lo único que ha cambiado en mi forma de pensar es que ahora estoy dispuesta a dejar de lado esos reparos en consideración a tu felicidad. Querido, soy una mujer mayor. Por ley de vida, no puedo esperar acompañarte mucho más. Cuando yo ya no esté, ¿quién quedará para cuidarte y amarte, en el lugar de tu madre? No quedará nadie, a menos que te cases con la señora Van Brandt. Tu felicidad es lo que más me preocupa y la mujer que amas (aunque, por desgracia, se haya visto desviada del buen camino) merece un destino mejor. Cásate con ella. No pude decir una sola palabra; tan sólo arrodillarme a los pies de mi madre y ocultar el rostro en sus rodillas, como si volviera a ser un muchacho. —Piénsatelo, George —dijo—. Y ven a verme cuando estés tranquilo y puedas hablar del futuro con la misma serenidad que yo. Me levantó la cabeza y me besó. Al incorporarme para salir, algo en esos viejos ojos tan queridos que encontraron con ternura los míos me infundió un súbito temor, agudo y penetrante como una cuchillada. En cuanto cerré la puerta, bajé las escaleras para dirigirme al portero, que se hallaba en el vestíbulo. —¿Ha salido mi madre de casa mientras estaba ausente? —le pregunté. —No, señor. —¿Ha venido alguna visita? —Sí, una, señor. —¿Sabe quién era? El portero mencionó el nombre de un distinguido doctor, un hombre en la cima de su profesión por aquel entonces. Al instante tomé el sombrero y me encaminé a su domicilio. El doctor acababa de regresar de su ronda de visitas. Le llevaron mi tarjeta y, acto seguido, fui admitido en su consultorio. —Ha visto a mi madre —dije—. ¿Está gravemente enferma? ¿Y no se lo ha ocultado? Por amor de Dios, dígame la verdad. No lo puedo soportar. Aquel gran hombre me tomó de la mano con compasión. —Su madre no necesita ningún consejo; es consciente de su crítico estado de salud —dijo—. Y me llamó para que confirmara su certeza. No he podido ocultarle, como tampoco debo ocultárselo a usted, que su energía vital se está agotando. Puede vivir unos meses más, pero en un clima más templado que el de Londres. Eso es todo lo que sé decirle. A su edad, tiene los días contados. Me proporcionó unos minutos para que me recobrara de aquel revés y luego puso a mi disposición su vasta experiencia, así como su saber maduro y consumado. Bajo su dictado, escribí las instrucciones necesarias para vigilar los frágiles dominios de la vida de mi madre. —Permítame que le haga una breve advertencia —dijo al despedirnos—. Su madre desea, ante todo, que usted no sepa nada de su precario estado de salud. Su única inquietud es verle feliz. Si ella descubre que me ha visitado, no respondo de las consecuencias. Busque el mejor pretexto que se le ocurra para llevársela de Londres enseguida y, sean cuales sean sus verdaderos sentimientos, aparente siempre estar de buen humor en su presencia. Aquella tarde busqué un pretexto y me resultó fácil encontrarlo. Sólo tuve que anunciar a mi pobre madre la negativa de la señora Van Brandt a casarse conmigo y ya disponía de un motivo comprensible para proponerle abandonar Londres. Esa misma noche escribí para informar a la señora Van Brandt del triste suceso que provocaba mi repentina marcha de Londres, y avisarle de que ya no existía la menor necesidad de asegurar su vida. "Mis abogados" (escribí) "se han encargado de arreglar los asuntos del señor Van Brandt inmediatamente. Dentro de unas horas estará en posición de aceptar el empleo que le han ofrecido." En las últimas líneas de la carta le aseguraba que mi amor jamás cambiaría y le suplicaba que me escribiera antes de partir de Inglaterra. Con aquello, ya estaba todo hecho. Por extraño que resulte, no era consciente de un dolor intenso en aquel momento tan penoso de mi vida. Existe un límite, tanto moral como físico, en nuestra capacidad de resistir. Sólo puedo describir de un modo mis sentimientos tras las desgracias que me habían acaecido: me sentía como un hombre que hubiera perdido el sentido. Al día siguiente, mi madre y yo emprendimos la primera etapa de nuestro viaje a la costa sur de Devonshire. CAPÍTULO XXX EL FUTURO SE OSCURECE Tres días después de que mi madre y yo nos hubiéramos establecido en Torquay, recibí la respuesta de la señora Van Brandt a mi carta. Tras las primeras frases (en donde se me comunicaba que Van Brandt había sido puesto en libertad, en circunstancias que lamentablemente sugerían a la remitente cierto sacrificio no reconocido por mi parte), la carta transcurría en estos términos: El nuevo empleo que el señor Van Brandt va a desempeñar nos garantiza una vida cómoda, aunque no lujosa. Por primera vez desde que comenzaron mis desgracias, tengo ante mí la esperanza de una existencia tranquila, entre gentes extranjeras a las que poder ocultar mi falsa situación —no por mí, sino por mi hija. Pero a nada más, a la felicidad de la que gozan algunas mujeres, no debo, no oso aspirar. Mañana temprano nos marchamos de Inglaterra hacia el continente. ¿Te digo en qué parte de Europa se fijará mi nueva residencia? ¡No! Tal vez volverías a escribirme y tal vez yo te respondería. La única forma modesta de recompensar al ángel bueno de mi vida es ayudarle a que me olvide. ¿Qué derecho tengo a aferrarme a un lugar usurpado en tu estima? Llegará el día en que entregues tu corazón a una mujer que lo merezca más que yo. Deja que desaparezca de tu vida y sólo regrese alguna vez como un recuerdo cuando pienses en los días que se han ido para siempre. Por mi parte, me quedará un consuelo al evocar también el pasado. Desde que te conocí, he sido una mujer mejor. Y por muchos años que viva, siempre lo recordaré. ¡Sí! Has ejercido sobre mí, desde el principio hasta el fin, una influencia positiva. Admito que he hecho mal (en mi situación) amándote y, lo que es peor, confesándolo, aunque ese sentimiento ha sido inocente y el esfuerzo por controlarlo ha sido, al menos, sincero. Pero aparte de eso, el corazón me dice que he mejorado por la afinidad que nos ha unido. Ahora que tanta distancia nos separa y es tan poco probable que nos volvamos a ver, puedo revelarte algo que nunca he reconocido: cada vez que me he dejado llevar libremente por mis mejores impulsos, ha sido como si me condujeran a ti. Cada vez que mi espíritu ha estado verdaderamente en paz y he podido rezar con un corazón puro y penitente, he sentido como si existiera un lazo invisible que nos acercara el uno al otro. Y es extraño decirlo, pero eso siempre ha sucedido (coincidiendo con los sueños que he tenido de ti) cuando me he hallado lejos de Van Brandt. En esas ocasiones, mientras pensaba o dormía, siempre me ha parecido que te conocía mucho más que cuando nos veíamos cara a cara. ¿Existirá realmente algo semejante a un estado de vida anterior? ¿Habremos sido fieles compañeros en otra esfera del tiempo, hace miles de años? Son vanas suposiciones. Me basta con recordar que he mejorado al conocerte, sin preguntar cómo ni por qué. Hasta siempre, ¡mi amado benefactor y único amigo! La niña te envía un beso, y su madre firma con agradecimiento y afecto, M. Van Brandt Cuando leí aquellas líneas por primera vez acudieron a mi memoria nuevamente —lo que me resultó muy chocante— las profecías de Dame Dermody durante mi niñez. Aquéllas eran las afinidades presagiadas que me unirían espiritualmente a Mary, pero establecidas con una extraña a la que había conocido, por casualidad, años más tarde. Seguí reflexionando en aquella dirección y ¿avancé algo más? No, ¡ni un paso! Aun a esas alturas, no sospeché, ni por un instante, la verdad. ¿Debe culparse a mi torpe percepción? Otro hombre en mi lugar, ¿habría descubierto lo que yo no había logrado ver? Contemplo la cadena de hechos que recorre mi narración y me pregunto: ¿Dónde se podrían hallar (en mi caso o en el de cualquier otro hombre) las posibilidades de identificar a la niña que fue Mary Dermody con la mujer que era la señora Van Brandt? Cuando nos volvimos a encontrar junto al río escocés, ¿conservaban nuestros rostros algo que nos recordara cómo fuimos de niños? En aquel lapso de tiempo nos habíamos convertido en hombre y mujer, sin que pudieran percibirse rastros visibles del George y la Mary de años atrás. Ocultos el uno del otro tras nuestros rostros, también nos escondían nuestros nombres. Su falso matrimonio había cambiado su apellido, como el testamento de mi padrastro el mío. Su nombre era el más extendido entre las mujeres y el mío no era precisamente inusual entre los hombres. Volviendo a las distintas ocasiones en que habíamos coincidido, ¿nos habíamos visto lo suficiente para reconocernos en el curso habitual de una conversación? En total, sólo habíamos coincidido cuatro veces: una en el puente, otra en Edimburgo y dos más en Londres. En cada una de estas ocasiones, las absorbentes inquietudes e intereses del momento habían ocupado nuestros pensamientos e inspirado nuestras palabras. ¿Cuándo las circunstancias que nos unieron nos habían otorgado el tiempo y la calma necesarios para evocar distraídamente nuestras vidas y comparar, con tranquilidad, los recuerdos de nuestra juventud? ¡Nunca! Desde el primer instante hasta el último, el rumbo de los acontecimientos nos había alejado más y más de toda conclusión que hubiera podido conducirnos a sospechar la verdad. Ella sólo podía suponer, cuando me escribió antes de partir de Inglaterra, como yo cuando leí su carta, que nos habíamos conocido en el puente y que nuestros destinos divergentes habían acabado por separarnos para siempre. Tiempo después, leyendo su carta de despedida a la luz de una mayor experiencia, observo de qué modo tan extraordinario las consecuencias justificaron la fe de Dame Dermody en la pureza del lazo que nos unía como almas gemelas. Tan sólo cuando mi Mary desconocida estaba lejos de Van Brandt o, en otras palabras, cuando era un alma pura, sentía mi influencia benéfica sobre su vida y su aparición se comunicaba conmigo bajo su imagen visible y perfecta. Por mi parte, ¿en qué circunstancias soñaba con ella (como en Escocia) o recibía el misterioso aviso de su presencia durante la vigilia (como en las Shetland)? Siempre que mi corazón se abría con mayor ternura a ella o a otros, cuando mi pensamiento se liberaba de las amargas dudas, de las egoístas aspiraciones que corrompen la divinidad que existe en nuestro interior. Entonces, y sólo entonces, alcanzaba con ella esa afinidad completa que se mantiene fiel, inquebrantable a los azares y los avatares, los engaños y las tentaciones de la vida terrenal. Hablo prematuramente de la época en que vi la luz. La narración debe regresar a la época en que todavía caminaba entre tinieblas. Absorto en velar a mi madre durante los últimos días de su vida, hallé en la ejecución de aquel deber sagrado el único consuelo tras haberse desmoronado mi última esperanza de casarme con la señora Van Brandt. Lenta y progresivamente mi madre fue sintiendo la influencia reparadora de una existencia tranquila y un aire suave y puro. La mejora en su salud sólo podía significar, como yo bien sabía, una mejora temporal. Pero aun así, resultaba reconfortante verla ajena a cualquier dolor y llena de una felicidad inocente en presencia de su hijo. En ningún momento me separaba de ella, a no ser durante las horas del día y de la noche que dedicaba al descanso. Hoy todavía evoco, con una ternura que no asocio a ningún otro recuerdo, los libros que le leía, el rincón soleado de la playa en que me sentaba a su lado, los juegos de cartas con los que nos entreteníamos, los pequeños chismes triviales que la divertían cuando no tenía energías para nada más. Ésas son mis eternas reliquias, los hechos de mi vida que con mayor cariño rememoraré cuando las sombras de la muerte, que todo lo envuelven, me rodeen. En las horas en que me hallaba solo, mis pensamientos, que solían centrarse en las personas y las situaciones del pasado, regresaban, una y otra vez, a Shetland y a la señorita Dunross. Al asaltarme ahora la duda obsesiva sobre lo que el velo negro realmente me había ocultado ya no experimentaba una sensación de terror. Cuanto más intensamente relacionaba mis últimos recuerdos de la señorita Dunross con la idea de un mal físico indescriptible, más aumentaba el concepto que tenía de su noble naturaleza. Por primera vez desde que me marché de Shetland, sentí la tentación de desoír el mandato que me había impuesto su padre cuando nos despedimos. Al pensar de nuevo en el beso robado en plena noche, al evocar la aparición de la mano blanca y macilenta, esbozando su último adiós entre los oscuros cortinajes, y al asociar estos recuerdos a las posteriores sospechas de mi madre y a la visión de la señora Van Brandt en su sueño, sentí un anhelo irresistible por encontrar el medio de asegurar a la señorita Dunross que aún ocupaba un lugar propio en mi memoria y mi corazón. Había prometido por mi honor no regresar a Shetland ni escribir. A medida que los días transcurrían, me planteaba constantemente de qué otro modo podía comunicarme con ella en secreto. Una pista reveladora era todo lo que necesitaba y quiso la ironía de las circunstancias que mi madre fuera la persona que me la proporcionase. De vez en cuando, todavía hablábamos de la señora Van Brandt. Mi madre, observándome en las ocasiones en que nos hallábamos en compañía de amigos y conocidos de Torquay, comprendió claramente que ninguna mujer, fueran cuales fuesen sus atractivos, podría reemplazar en mi corazón a la que había perdido. Como veía una única posibilidad para mi felicidad, se negaba obstinadamente a abandonar la idea de mi matrimonio. Cuando una mujer confiesa su amor por un hombre (mi madre solía expresar así su opinión), la culpa es de él si, por grande que sea el obstáculo, no logra convertirla en su esposa. Retomando esta visión de diversas maneras, un día insistió en que la considerara, con estas palabras: —George, hay algo que me impide ser feliz estando aquí contigo. Soy un obstáculo para comunicarte con la señora Van Brandt. —Te olvidas —dije— que ella se ha marchado de Inglaterra sin decirme dónde puedo encontrarla. —Si te libraras del estorbo de tu madre, querido, la encontrarías fácilmente. A pesar de las circunstancias, seguro que podrías escribirle. No interpretes mal mis motivos, George. Si albergase alguna esperanza de que la olvidaras, si te viera atraído mínimamente por una u otra de las encantadoras mujeres que conocemos aquí, diría: no volvamos a hablar ni a pensar en la señora Van Brandt. Pero, querido, tu corazón está cerrado a todas las mujeres menos una. Sé feliz a tu manera y deja que lo vea antes de morir. El sinvergüenza por el que esa pobre está sacrificando su vida tarde o temprano la maltratará o la abandonará y entonces ella acudirá a ti. No permitas que piense que te has resignado a perderla. Cuanto mayor sea tu firmeza en desafiar sus escrúpulos, más te amará y admirará en secreto. Los mujeres somos así. Envíale una carta, seguida de un pequeño regalo. Has hablado de llevarme al estudio de ese joven artista que dejó su tarjeta el otro día. Me han contado que pinta magníficos retratos en miniatura. ¿Por qué no envías a la señora Van Brandt un retrato tuyo? ¡Aquélla era la idea que había estado buscando en vano! El retrato resultaba inútil como método para interceder por mí ante la señora Van Brandt, pero ofrecía el mejor medio de comunicarme con la señorita Dunross, sin violar totalmente el compromiso que su padre me había hecho contraer. De esa forma, sin escribir una palabra ni tan siquiera enviar un mensaje, podría decirle con cuánta gratitud la recordaba y hacer que pensara en mí con ternura en los momentos más amargos de su triste y solitaria existencia. Ese mismo día fui al artista por mi cuenta. Las sesiones para posar se sucedieron durante las horas en que mi madre descansaba en su cuarto, hasta que el retrato quedó finalizado. Dispuse que fuera cerrado en un medallón de oro sin adornos, unido a una cadena. Lo envié primero a la única persona a quien podía encomendarme para que alcanzara su destino. Se trataba de ese viejo amigo (referido en estas páginas como "Sir James") que me había llevado consigo a las Shetland en el barco del gobierno. Al escribirle las explicaciones necesarias a Sir James, no tenía razones para mostrar ninguna reserva. Durante el viaje de regreso, más de una vez habíamos hablado en privado de la señorita Dunross. Sir James había sabido de su triste historia por el médico residente en Lerwick, que había sido un antiguo compañero en su época universitaria. Le pedí que confiara mi regalo a ese caballero y no dudé en reconocer la inquietud que me angustiaba en relación al misterio del velo negro. Desde luego, era imposible determinar si el médico sería capaz de aliviar esa inquietud. Sólo podía atreverme a sugerir que le planteara tal cuestión con prudencia, al interesarse del modo acostumbrado por la salud de la señorita Dunross. En aquel tiempo en que las comunicaciones eran lentas, debía esperar no días, sino semanas, hasta contar con recibir la respuesta de Sir James. Su carta me llegó, al fin, tras un retraso inusitado. Por ese motivo u otro que no logro acertar, presentí con tal certeza las malas noticias que preferí no romper el sello en presencia de mi madre. Aguardé hasta poder retirarme a mi habitación y entonces abrí la carta. Mi corazonada no me había engañado. La contestación de Sir James tan sólo contenía estas palabras: "La carta adjunta narra por sí misma, sin necesidad de mi ayuda, una triste historia. No puedo llorar por ella, pero te compadezco. La carta descrita de este modo era del médico de Lerwick e iba dirigida a Sir James. La copio (sin comentarios) a continuación: El reciente temporal ha demorado al barco que nos comunica con la isla principal. Hasta hoy no he recibido tu carta. Junto a ella me ha llegado una cajita que contiene un medallón con una cadena de oro: el regalo que me pides llevar personalmente a la señorita Dunross, de parte de un amigo tuyo cuyo nombre no puedes mencionar. Al transmitirme estas instrucciones me has puesto sin querer en una situación de extrema dificultad. La pobre dama a quien va destinado el regalo está a punto de alcanzar el fin de su vida; una vida de sufrimientos tan complejos y terribles que la muerte, en su caso, llega literalmente como una merced y una liberación. Dadas estas tristes circunstancias, creo que no se me puede culpar si dudo en entregarle el medallón en secreto, pues desconozco las memorias a las que puede estar ligado y si le puede ocasionar una grave conmoción. En este estado de incertidumbre me he atrevido a abrir el medallón y mis dudas, como es natural, han aumentado. Ignoro totalmente los recuerdos que mi desafortunada paciente puede asociar al retrato. No sé si le causará placer o dolor recibirlo en sus últimos momentos en este mundo. He decidido llevármelo cuando vaya a verla mañana y dejar que la situación determine si me arriesgo o no a dejar que lo vea. El correo hacia el sur no sale hasta dentro de tres días. Dejaré la carta abierta y te informaré del resultado. La he visto y acabo de regresar a casa. Me siento muy afligido. Pero procuraré escribir de una forma inteligible y cabal acerca de lo que ha sucedido. Esta mañana, cuando la he visto al llegar, había recobrado por el momento sus débiles energías. La enfermera me ha informado de que había dormido durante las primeras horas del día. Previamente había presentado síntomas de fiebre acompañados por un leve delirio. Al parecer, las palabras que dejó escapar en ese trance se relacionaban sobre todo con una persona ausente a la que aludió por el nombre de "George". Su única preocupación, según he entendido, era ver a "George " antes de morir. Al oír esto, se me ha ocurrido que cabría la posibilidad de que el retrato del medallón coincidiera con el de esa persona ausente. He pedido a la enfermera que abandonara el cuarto y he tomado su mano. Confiando en su admirable valor y fuerza de espíritu, a la vez que en la confianza que sabía había depositado en mí como antiguo amigo y consejero, le he referido las palabras que había pronunciado en su estado febril. Y le he dicho: "Sabe que cualquier secreto suyo está a salvo en mis manos. Dígame, ¿espera recibir algún pequeño recuerdo o relicario de George?" Era un riesgo que debía correr. El velo negro que siempre lleva le cubría el rostro. Nada me ha revelado el efecto que le había producido, excepto el cambio de temperatura y el movimiento parcial de su mano apoyada en la mía, bajo la colcha de seda de la cama. Al principio, no ha dicho nada. Su mano ha pasado repentinamente del frío al calor y se ha cerrado con una súbita presión en la mía. Su respiración se ha vuelto sofocada. Cuando al fin ha hablado, ha sido con dificultad. No me ha contado nada, sólo ha preguntado: "¿Está él aquí?" Le he respondido: "No, sólo estoy yo." "¿Tiene una carta?" He respondido: "No." Ha permanecido en silencio un instante. Su mano se ha tornado fría; sus dedos me han sujetado con menor fuerza. Y ha vuelto a hablar: "¡Dése prisa, doctor! Sea lo que sea, démelo antes de morir." Me he lanzado al experimento. He abierto el medallón y lo he puesto en su mano. Por lo que he logrado ver, en un primer momento se ha contenido y no lo ha mirado. Me ha dicho: "Déme la vuelta, de cara a la pared". La he obedecido. De espaldas a mí, se ha levantado el velo y supongo que ha mirado el retrato. Ha estallado en un profundo y prolongado grito, pero no de tristeza ni dolor, sino de rapto y placer. La he oído besar el retrato. Aunque por mi profesión estoy acostumbrado a ver y oír cosas lastimosas, no recuerdo haber perdido nunca el dominio de mí mismo como en ese momento. Me he visto obligado a volverme hacia la ventana. No ha transcurrido ni un minuto hasta que me he hallado de nuevo junto al lecho. Pero en ese breve intervalo, había cambiado. Su voz se había vuelto a apagar; era tan débil que sólo podía oír lo que decía inclinándome sobre ella y acercando la oreja a sus labios. "Póngamelo alrededor del cuello", me ha susurrado. Le he abrochado la cadena del medallón en el cuello. Ha tratado de tomarlo pero le han abandonado las fuerzas. "Ayúdeme a esconderlo", ha dicho. He guiado su mano. Ha escondido el medallón en su pecho, bajo la bata blanca que hoy la envolvía. Ha respirado con mayor fatiga. La he incorporado sobre la almohada, pero no era lo bastante grande. Le he sujetado la cabeza en mi hombro y he descubierto ligeramente su velo. Ha podido volver a hablar, mostrando un alivio momentáneo. "Prométame", ha dicho, "que ninguna mano extraña me tocará. Prométame que se me enterrará tal y como estoy ahora." Se lo he prometido. Su débil respiración se ha acelerado. Sólo ha logrado articular las siguientes palabras: "Cúbrame el rostro de nuevo." Le he cubierto el rostro con el velo. Se ha quedado un segundo en silencio. De pronto, el ruido de su respiración entrecortada ha cesado. Se ha sobresaltado y ha levantado la cabeza de mi hombro. "¿Siente dolor?", le he preguntado. "No, ¡me siento en el cielo!", ha contestado. Con estas palabras ha dejado caer la cabeza en mi pecho. En esa última explosión de alegría ha expirado su último hálito. Su máxima felicidad y su muerte han llegado en un mismo instante. Al fin, la gracia de Dios la ha acogido. Reanudo la carta antes de que salga el correo. He tomado las medidas necesarias para cumplir con mi promesa. La enterrarán con el retrato escondido en su pecho y con el velo negro sobre su rostro. Nunca un ser más noble pisó la tierra. Dile al desconocido que le envió el retrato que sus últimos momentos fueron de júbilo, gracias a ese regalo con el que le dijo que la recordaba. Veo en tu carta un fragmento al que aún no he respondido. Me preguntas si existía algún motivo de mayor peso para que ella ocultara continuamente su rostro bajo el velo aparte del que solía ofrecer a las personas que la rodeaban. Es cierto que sufría una morbidez a la acción de la luz. Como también es cierto que ésta no era la única consecuencia, ni la peor, de la enfermedad que la había aquejado. Tenía otro motivo para mantener su rostro oculto; un motivo que sólo conocían dos personas: el médico que vive en el pueblo cercano a la casa de su padre y yo mismo. Ambos juramos no revelar a nadie jamás lo que sólo nuestros ojos habían visto. Hemos ocultado este terrible secreto incluso a su padre y nos lo llevaremos con nosotros a la tumba. No tengo nada más que decir sobre esta deprimente cuestión a la persona en cuyo interés escribes. Cuando ahora piense en ella, que piense en la belleza que ningún mal corporal puede profanar: la belleza de un espíritu liberado, feliz eternamente en su unión con los ángeles del cielo. Debo añadir, antes de concluir la carta, que su pobre y anciano padre no se quedará triste y abandonado en la casa del lago. Pasará el resto de sus días bajo mi techo, con mi buena esposa cuidándolo y mis hijos mostrándole el lado más alegre de la vida. Así finalizaba la carta. La guardé y me marché. La soledad de mi cuarto me anunciaba de manera insufrible la soledad de mi propia existencia. Mis intereses en este mundo bullicioso se limitaban ahora a un único objeto: cuidar de la frágil salud de mi madre. De las dos mujeres cuyos corazones habían latido al compás del mío con amor, una yacía en la tumba y la otra estaba en un país extraño, lejos de mí. En el paseo marítimo encontré a mi madre en su pequeño calesín, moviéndose lentamente bajo los suaves rayos del sol invernal. Despedí al hombre que la acompañaba y caminé al lado del carruaje sujetando las riendas. Charlamos tranquilamente de temas triviales. Cerré los ojos ante el triste futuro que me aguardaba e intenté, en los instantes de angustia, vivir con resignación el día a día. CAPÍTULO XXXI LA OPINIÓN DEL DOCTOR Han transcurrido seis meses. El verano ha vuelto otra vez. La última despedida ya ha pasado. Los días de mi madre, prolongados por mis cuidados, han llegado a su fin. Ha muerto en mis brazos; me ha dedicado sus últimas palabras, me ha dirigido su última mirada. Ahora me hallo, en el sentido más triste y llano de la palabra, solo en el mundo. La desgracia que me ha sobrevenido ha dejado ciertas obligaciones por cumplir que requieren mi presencia en Londres. He alquilado la casa y me alojo en un hotel. Mi amigo Sir James (también en Londres por negocios) se hospeda cerca. Desayunamos y cenamos juntos en mi sala de estar. Por el momento, la soledad me horroriza, aunque tampoco puedo relacionarme en sociedad; huyo de las personas que son meros conocidos. Sin embargo, a propuesta de Sir James, hemos pedido a un visitante del hotel que cene con nosotros, pues merece la distinción de ser un invitado excepcional. El doctor que me advirtió por primera vez sobre el estado crítico de salud de mi madre está ansioso por escuchar lo que puedo contarle de sus últimos momentos. Como su tiempo es muy preciado y no puede malgastarlo durante el día, se reúne con nosotros para cenar, que es cuando sus pacientes le permiten visitar a sus amistades. La cena casi ha terminado. Me he esforzado por mantenerme sereno y le he narrado, en pocas palabras, la sencilla historia de los últimos y apacibles días que pasó mi madre en este mundo. La conversación deriva hacia temas que me resultan de poco interés, mi mente descansa tras el esfuerzo realizado y puedo dedicarme a observar, como hago habitualmente. Poco a poco, mientras discurre la conversación, observo algo en la conducta del prestigioso doctor que primero me desconcierta y luego me induce a sospechar que su presencia se debe a algún motivo que no ha revelado pero que me atañe. Una y otra vez descubro que sus ojos se posan en mí furtivamente con una atención y un interés que parece empeñado en ocultar. De nuevo, una y otra vez, advierto cómo logra desviar la conversación de temas generales e inducirme a hablar de mí mismo. Pero lo que aún resulta más extraño (si no me equivoco) es que Sir James le comprende y anima. Con diversos pretextos, me interrogan sobre lo que he sufrido en el pasado y los planes que he trazado para el futuro. Entre otros temas que despiertan mi interés mencionan el de las apariciones sobrenaturales. Me preguntan si creo en afinidades espirituales ocultas y en espectros de personas difuntas o lejanas. Me empujan hábilmente a insinuar que mi opinión acerca de esta difícil y discutible cuestión está influenciada, en cierta medida, por experiencias personales. Sin embargo, las insinuaciones no bastan para satisfacer la inocente curiosidad del médico, que trata de persuadirme a relatar con detalle lo que he visto y experimentado. Pero a estas alturas, ya estoy prevenido; me excuso y, con firmeza, me abstengo de hacerle confidencias. Cada vez veo más claramente que soy el objeto de un experimento en el que Sir James y el doctor están interesados por igual. Aunque exteriormente aparento no sospechar lo que está sucediendo, en mi interior decido descubrir las verdaderas razones para la presencia del médico esa noche y la parte que Sir James ha tomado pidiendo ser mi invitado. Las circunstancias favorecen mi objetivo tras servirse el postre. El camarero entra en la sala con una carta para mí y anuncia que el mozo que la ha traído aguarda una posible respuesta. Abro el sobre y encuentro unas breves líneas de mis abogados anunciándome el cumplimiento de un asunto formal de negocios. De inmediato, aprovecho la oportunidad que se me ofrece. En vez de enviar una respuesta verbal, me disculpo y utilizo la carta como pretexto para abandonar la sala. Despido al mensajero que espera abajo, regreso al pasillo en el que se hallan mis aposentos y abro silenciosamente la puerta de mi alcoba. Una segunda puerta comunica con la sala de estar y dispone de un ventilador en la parte superior. Sólo tengo que situarme debajo del ventilador para que cada palabra de la conversación entre Sir James y el doctor alcance mis oídos. —¿Cree entonces que estoy en lo cierto? —son las primeras palabras que oigo en la voz de Sir James. —Sí, totalmente —responde el médico. —He hecho lo que he podido para que cambiara su monótono ritmo de vida —continúa Sir James—. Le he pedido que viniera a visitarme a mi casa de Escocia; le he propuesto viajar juntos por el continente; le he ofrecido llevármelo en mi próximo viaje en el barco. Pero sólo tiene una respuesta: contesta sencillamente con un "no" a todo lo que le sugiero. Usted mismo ha oído de sus labios que no tiene planes definitivos para el futuro. ¿Qué va a ser de él? ¿Qué es lo mejor que podemos hacer? —No resulta fácil decirlo —oigo al doctor responder—. Hablando claro, su sistema nervioso presenta serios desarreglos. Noté algo extraño en él cuando vino por primera vez a consultarme acerca de la salud de su madre. El daño no se debe únicamente a la desgracia de su muerte. En mi opinión, su mente se ha, ¿cómo decirlo?, desequilibrado ya hace algún tiempo. Es una persona muy reservada. Sospecho que se ha sentido abrumado por preocupaciones que no ha revelado a nadie. A su edad, las inquietudes que no se confiesan suelen estar motivadas por mujeres. Forma parte de su temperamento tener una visión romántica del amor y tal vez alguna de las prosaicas mujeres de hoy en día le haya decepcionado amargamente. Sea cual sea la causa, el efecto resulta evidente: tiene los nervios destrozados y necesariamente su cerebro se ve afectado por lo que afecta a sus nervios. Conozco a hombres en su estado que han acabado mal. Puede dejarse llevar por delirios enfermizos si no se altera su actual curso de vida. ¿Ha oído lo que ha dicho cuando hablábamos de fantasmas? —Sí, ¡auténticos disparates! —apunta Sir James. —Auténticos delirios sería una expresión más acertada —contesta el médico—. Y nuevos delirios pueden surgir en cualquier momento. —¿Qué debe hacerse? —insiste Sir James—. Puedo decir que, por mi parte, siento realmente un interés paternal por el pobre chico. Su madre era una vieja amiga muy querida y él ha heredado de ella muchos de sus rasgos más atractivos y entrañables. Espero que no considere el caso tan grave como para internarlo. —No, desde luego que no, aún no —responde el médico—. Por el momento no existe una enfermedad mental declarada y, por lo tanto, no hay razón para mandar internarlo. En esencia, se trata de un caso difícil y dudoso. Encargue a una persona competente que lo vigile en secreto y no le contradiga en nada, si puede evitarlo. La menor nimiedad puede despertar sus sospechas y, si eso sucede, perderemos todo control sobre él. —Doctor, ¿no creerá que ya sospecha de nosotros? —Espero que no. Aunque le he visto en una o dos ocasiones mirarme de un modo muy extraño y lo cierto es que hace un buen rato que ha salido. Al oír esto decido no aguardar más. Regreso a la sala (por el pasillo) y vuelvo a ocupar mi lugar en la mesa. La indignación que siento —considero que es natural, dadas las circunstancias— me convierte en un buen actor por una vez en la vida. Invento la excusa necesaria para mi larga ausencia e intervengo en la conversación, atento al máximo a cada palabra que se me escapa, pero sin aparentar la menor reserva en mi actitud. El médico nos deja temprano para acudir a una reunión científica. Durante media hora o más, Sir James permanece conmigo. Con el fin (supongo) de poner a prueba mi estado mental, vuelve a invitarme a su casa en Escocia. Finjo sentirme halagado por su afán de asegurar mi presencia como invitado. Me comprometo a reconsiderar mi primera negativa y a ofrecerle una respuesta definitiva cuando nos veamos para desayunar a la mañana siguiente. Sir James está encantado. Nos estrechamos la mano cordialmente y nos deseamos buenas noches. Por fin, me quedo a solas. Sin dudarlo un instante, tomo una determinación respecto a mi próxima acción. Resuelvo abandonar el hotel en secreto a la mañana siguiente, antes de que Sir James salga de su habitación. Como es lógico, la siguiente cuestión que surge es con qué destino debo partir, pero también la resuelvo fácilmente. En los últimos días de vida de mi madre solíamos hablar de los felices tiempos pasados a orillas del lago Greenwater. Así se originó y, desde la muerte de mi madre, ha cobrado fuerza el anhelo por contemplar una vez más los antiguos paisajes y volver a vivir por un momento entre los viejos recuerdos. Afortunadamente, no he revelado este sentimiento a Sir James ni a ninguna otra persona. Cuando me echen en falta en el hotel no podrán sospechar en qué dirección he guiado mis pasos. Decido marcharme a mi antiguo hogar en Suffolk a la mañana siguiente. Paseando por los lugares de mi niñez, podré reflexionar sobre el mejor modo de soportar la carga de la vida que me espera. Después de lo que he oído esta noche, no confío en nadie. Por lo que sé, mi propio criado podría actuar mañana como el espía que vigila mis movimientos. Así pues, cuando se presenta para recibir las órdenes de la noche, le pido que me despierte a las seis de la mañana y le relevo de más servicios. A continuación, me ocupo de escribir dos cartas. Las dejaré en la mesa y, tras mi marcha, hablarán por sí mismas. En la primera carta, comunico brevemente a Sir James que he descubierto su verdadero motivo para invitar al médico a cenar. Aunque le agradezco el interés que muestra por mi bienestar, me niego a ser el objeto de más exámenes médicos para determinar mi estado mental. A su debido tiempo, cuando haya concretado mis planes, volverá a recibir noticias mías. Mientras tanto, no debe sentirse preocupado por mi seguridad. Entre mis otros delirios está el de creer que aún soy perfectamente capaz de cuidar de mí mismo. La segunda carta va dirigida al dueño del hotel y sencillamente estipula que se disponga de mi equipaje y la cuenta sea pagada. Acto seguido, entro en mi alcoba y preparo un bolso de viaje con las pocas cosas que puedo llevar conmigo. El dinero está en el neceser. Al abrirlo, descubro mi precioso recuerdo: ¡la bandera verde! ¿Puedo regresar a Greenwater Broad y contemplar de nuevo la cabaña del administrador sin la única reliquia que poseo de la pequeña Mary? Además, ¿no le prometí a la señorita Dunross que, allá donde fuera, siempre llevaría conmigo el regalo de Mary? ¿Y no es esa promesa el doble de sagrada ahora que está muerta? Durante un tiempo, permanezco sentado mirando indolente el dibujo de la bandera: la paloma blanca bordada en el fondo verde, con el ramo de olivo dorado en el pico. La inocente historia de amor de mi edad temprana vuelve a la memoria y muestra un horrible contraste con la vida que ahora llevo. Pliego la bandera y la coloco cuidadosamente en el bolso de viaje. Con eso, ya está todo hecho. Puedo descansar hasta que amanezca. Pero, ¡no es así! Me estiro en la cama y descubro que esa noche no habrá descanso para mí. Ahora que no tengo ninguna tarea en la que emplear mis energías y la primera sensación de triunfo por haber derrotado a esos amigos que han conspirado contra mí se ha ido desvaneciendo, recuerdo la conversación que he acertado a oír y la considero desde un nuevo punto de vista. Por primera vez, me enfrento a una terrible cuestión: el médico ha ofrecido su opinión acerca del caso con gran convencimiento. ¿Cómo sé que no tiene razón? Ese famoso doctor ha alcanzado la cima de su profesión únicamente por su talento. Es uno de los médicos que ha logrado el éxito mediante una actitud conciliadora y habilidad para aprovechar las buenas oportunidades. Hasta sus enemigos admiten que no tiene rival en el arte de separar las condiciones verdaderas de las falsas para descubrir una enfermedad y relacionar correctamente los efectos con una causa remota y oculta. ¿Es posible que un hombre como éste se equivoque conmigo? ¿No es mucho más probable que yo me equivoque juzgándome a mí mismo? Al considerar los años pasados, ¿tengo la total certeza de que los extraños sucesos que recuerdo no son, en algunos casos, visiones producidas por mi mente trastornada, realidades que sólo existen para mí? ¿Qué son los sueños de la señora Van Brandt? ¿Qué son las apariciones espectrales que creo haber visto de ella? ¿Delirios que se han ido desarrollando secretamente con los años? ¿Delirios que, poco a poco, me acercan cada vez más a una locura final? ¿Acaso es una sospecha insana lo que me ha enfurecido tanto contra esos buenos amigos que intentaban salvarme de perder la razón? ¿Y es un terror insano lo que me empuja a escapar del hotel como un criminal fugándose de la cárcel? Estas preguntas me atormentan, solo, en plena noche. La cama se convierte en un lugar de tortura insoportable. Me levanto, me visto y aguardo a que amanezca mirando la calle desde la ventana abierta. La noche de verano es corta. La claridad gris del alba llega como una liberación; el brillo del glorioso sol al despuntar alegra mi alma una vez más. ¿Por qué debería esperar en esta habitación habilitada aún por las horribles dudas de la noche? Tomo el bolso de viaje, dejo las cartas sobre la mesa de la sala y desciendo las escaleras hasta la entrada. El portero de noche del hotel está medio dormido en su silla. Se despierta cuando paso por al lado y (¡bendito sea Dios!) él también parece pensar que estoy loco. —¿Ya nos deja, señor? —dice mirando el bolso que sostengo. Loco o cuerdo, reacciono de inmediato. Le digo que voy a pasar un día en el campo y para hacerlo más largo, debo partir temprano. El hombre continúa mirándome fijamente. Se ofrece a buscar a alguien para que me lleve el bolso, pero no deseo que se moleste a nadie. Me pregunta si tengo algún mensaje que dejar a mi amigo. Le informo de que he dejado arriba mensajes escritos para Sir James y el dueño. Al oír esto, descorre los pestillos y abre la puerta. Hasta el último instante, me mira como si creyera que estoy loco. ¿Tenía razón aquel hombre? ¿Quién puede responder por mismo? ¿Acaso yo? CAPÍTULO XXXII UNA ÚLTIMA MIRADA A GREENWATER BROAD Recobré el ánimo mientras caminaba por las brillantes calles desiertas y respiraba el aire fresco de la mañana. Dirigiéndome rumbo al este por la gran ciudad me detuve en la primera oficina de diligencias por la que pasé y me aseguré una plaza en el coche de la mañana para Ipswich. Desde allí viajé en caballos de posta hasta el pueblo más cercano a Greenwater Broad. Un paseo de pocas millas en el frío atardecer me llevó, por caminos apartados que recordaba bien, a nuestra antigua casa. Con los últimos rayos del sol poniente contemplé la familiar fila de ventanas en la fachada y vi que los postigos estaban echados. No se veía ni una sola alma en ningún lugar. Ni tan siquiera ladró un perro cuando toqué la gran campana de la puerta. El lugar estaba abandonado; la casa estaba cerrada. Tras una larga espera, oí unos pasos quedos en el vestíbulo. Un hombre de edad abrió la puerta. Aunque estaba cambiado, le recordé como uno de los arrendatarios de otro tiempo. Se sorprendió cuando le saludé por su nombre. Y se esforzó, a su vez, por reconocerme, pero resultó inútil. Sin duda, de los dos era yo el que había sufrido un cambio más acusado y tuve que presentarme. El rostro marchito del pobre hombre se iluminó lenta y tímidamente como si no fuera capaz o no se atreviera a permitirse el lujo desacostumbrado de una sonrisa. En plena confusión, me dio la bienvenida de vuelta al hogar, como si la casa fuera mía. Me condujo al pequeño cuarto interior en el que vivía y me sirvió todo lo que podía ofrecerme: una cena con tocino y huevos, y un vaso de cerveza casera. No pareció entenderme cuando le informé de que el único objeto de mi visita era contemplar una vez más los paisajes familiares que rodeaban mi viejo hogar. Pero de buen grado puso sus servicios a mi disposición y se comprometió, si lo deseaba, a prepararme, como mejor pudiera, una cama para la noche. Hacía más de un año que la casa había sido cerrada y los criados despedidos. Una pasión por las carreras de caballos, desarrollada a edad tardía, había arruinado al rico comerciante retirado que había adquirido la propiedad en la época de nuestras dificultades domésticas. Se había marchado al extranjero con su esposa para vivir de la escasa renta que había salvado tras el hundimiento de su fortuna; y había dejado la casa y las tierras en un estado de abandono tal que, hasta entonces, no había surgido ningún nuevo comprador. A mi viejo amigo, que "ya no podía trabajar", se le había dejado al cuidado del lugar. En cuanto a la cabana de Dermody, se hallaba vacía, como la casa. Podía, con toda libertad, echar un vistazo. Allí estaba la llave de la puerta en un manojo con otras y ahí aquel hombre mayor, con su viejo sombrero puesto, preparado para acompañarme a donde gustase ir. Me negué a que se molestara en acompañarme o preparar una cama en la casa deshabitada. La noche era hermosa y la luna estaba saliendo. Ya había cenado y descansado. Cuando hubiera visto lo que deseaba, podría volver caminando sin problemas hasta el pueblo y dormir en la posada. Tomé la llave y emprendí solo el camino por las tierras que llevaban a la cabana de Dermody. De nuevo recorrí los senderos de bosque por los que antaño había vagado felizmente con mi pequeña Mary. A cada paso veía algo que me la recordaba. Ahí estaba el banco rústico en el que nos habíamos sentado a la sombra del viejo cedro y donde nos habíamos jurado fidelidad hasta el fin de nuestros días. Allí estaba la pequeña fuente de aguas claras de la que bebíamos cuando estábamos cansados y sedientos en los calurosos días de verano, borboteando en su descenso hasta el lago con más alegría que nunca. Al escuchar el agradable murmullo del arroyo, casi esperé verla otra vez, con su sencillo vestido blanco y su sombrero de paja, cantando al son del riachuelo y refrescando su ramillete de flores campestres en las frías aguas. Tras unos pasos más, alcancé un claro del bosque y me detuve en un pequeño promontorio de tierra que se elevaba ofreciendo la vista más bella del lago Greenwater. Una plataforma de madera había sido construida desde la orilla para que se bañaran los buenos nadadores que no temían zambullirse en aguas profundas. Subido en la plataforma, miré a mi alrededor. Los árboles que ribeteaban la costa a cada lado susurraban su dulce melodía silvestre en la brisa de la noche; la luz de la luna temblaba suavemente sobre las aguas rizadas. A mi derecha, a lo lejos, acerté a ver el viejo cobertizo de madera que había dado cobijo a mi bote en los días en que Mary navegaba conmigo y bordaba la bandera verde. A mi izquierda se encontraba la empalizada de madera siguiendo las curvas del sinuoso fondeadero y, más allá, emergían los arcos marrones del señuelo para aves salvajes, que ahora estaba en ruinas por falta de uso. Guiado por la radiante claridad de la luna, distinguí el lugar exacto desde el que Mary y yo habíamos visto atrapar a los patos. Por el agujero de la empalizada en el que el perro señuelo se había mostrado, tras la señal de Dermody, pasó una rata de agua, como una diminuta sombra negra en la tierra reluciente y se perdió en las aguas del lago. Allá donde dirigía la vista regresaba burlón aquel tiempo feliz y las voces del pasado me acometían con toda su carga de reproches: ¡Mira lo que fue tu vida! ¿Merece ahora la pena vivir? Agarré una piedra y la arrojé al lago. Observé las ondas circulares alrededor del lugar en que se había hundido. Me pregunté si alguna vez un nadador experimentado como yo habría intentado suicidarse ahogándose, tan decidido a morir que habría resistido la tentación de dejar que su práctica le impidiera hundirse. Algo en el lago, o relacionado con el pensamiento que me había inspirado, me repugnó. Me volví súbitamente de espaldas a esa visión desolada y seguí el sendero del bosque que llevaba a la cabana del administrador. Abrí la puerta con la llave y, andando a tientas, llegué al salón que tan bien recordaba; abrí los postigos y dejé entrar la luz de la luna. Miré a mi alrededor, con gran pesar. El viejo mobiliario —renovado, tal vez, en uno o dos sitios— reclamaba, mudo, que lo reconociese desde cada parte de la estancia. La suave claridad de la luna fluía sesgada en el rincón en que Mary y yo solíamos acurrucamos mientras, junto a la ventana, Dame Dermody leía sus libros místicos. En el rincón opuesto, ensombrecido por la penumbra, descubrí el sillón de madera tallada con su alto respaldo en el que la sibila de la cabana se sentó el día memorable en que nos anunció nuestra separación inminente y nos bendijo por última vez. Al observar, después, las paredes de la estancia, allí donde posara la vista aparecían viejos amigos: las estampas de colores llamativos; las piezas de exquisita costura enmarcadas, que considerábamos maravillosas obras de arte; el viejo espejo redondo, frente al que solía aupar a Mary cuando quería "ver su rostro reflejado". A cada instante, la luz de la luna penetraba mostrándome algún objeto familiar que me evocaba los días más felices. Y de nuevo, surgía burlón aquel tiempo. De nuevo, las voces del pasado me llegaban con toda su carga de reproches: ¡Mira lo que fue tu vida! ¿Merece ahora la pena vivir? Me senté junto a la ventana, donde vislumbré, aquí y allá entre los árboles, la luz trémula de las aguas del lago. Pensé: "Hasta este lugar me ha conducido mi travesía vital. ¿Por qué no concluirla aquí?" ¿Quién lamentaría mi muerte si mañana se diera a conocer? Entre todos los hombres, yo quizá poseía el número más bajo de amistades, las obligaciones mínimas por cumplir con los demás y los motivos menores para dudar en abandonar un mundo en el que no había sitio para mis deseos, ni nadie a quien amar. Además, ¿qué necesidad tenía de que se supiera que era una muerte intencionada? Podía dejar fácilmente que pasara por una muerte accidental. En esa hermosa noche de verano y tras un largo día de viaje, ¿no sería normal que me diera un baño en las aguas frescas antes de acostarme? Y pese a ser persona experimentada en el ejercicio de nadar, ¿no sería una desgracia que me viera atacado por calambres? En las orillas desiertas de Greenwater Broad, el grito en la noche de un hombre ahogándose no obtendría ayuda alguna. El funesto accidente hablaría por sí mismo. Sólo existía realmente una dificultad en el camino, que era en la que ya había reparado: ¿Podría lograr dominar el instinto animal de conservación y dejarme hundir deliberadamente en cuanto me zambullera? La atmósfera de la habitación me resultaba sofocante y opresiva. Salí fuera y caminé de un lugar para otro —un instante en la sombra, un instante a la luz de la luna— bajo los árboles, frente a la puerta de la cabana. Ninguna de las objeciones morales al suicidio ejercía la menor influencia sobre mí. Yo, que había creído imposible disculpar, o incluso comprender, la desesperación que había impulsado a la señora Van Brandt a intentar quitarse la vida, ahora contemplaba impasible el mismo acto que me había horrorizado cuando lo vi ejecutado por otra persona. Deberíamos dudar antes de condenar las flaquezas de nuestros semejantes por una razón incuestionable: nunca podemos saber si tentaciones similares nos llevarán a esas mismas flaquezas. Al pensar en los sucesos de esa noche, sólo recuerdo una consideración que me detuvo en el nefasto sendero que llevaba hasta el lago. Seguía dudando de las posibilidades que tendría un nadador como yo de ahogarse. Eso era lo único que me inquietaba. Por lo demás, había hecho testamento y tenía pocos asuntos más por resolver. Ya no albergaba la menor esperanza de reunirme en el futuro con la señora Van Brandt. No me había vuelto a escribir y, desde nuestra última despedida, yo tampoco la había vuelto a ver en sueños. Sin duda, se había resignado a su vida en el extranjero. La perdoné por haberme olvidado. Pensaba en ella y los demás con la indulgencia de un hombre cuya mente ya había renunciado al mundo, cuyas miras se cerraban rápidamente en torno a única idea: su muerte. Me cansé de caminar arriba y abajo. La soledad del lugar comenzaba a oprimirme. El sentido de mi propia indecisión me exasperaba. Tras contemplar un rato el lago a través de los árboles, al fin llegué a una conclusión definitiva. Decidí comprobar si un buen nadador podría ahogarse. CAPÍTULO XXXIII UNA VISIÓN EN LA NOCHE Regresé a la cabana y, en el salón, coloqué una silla junto a la ventana y abrí mi cuaderno de bolsillo por una página en blanco. Debía dar a mis apoderados ciertas instrucciones, que tal vez les evitarían algunas molestias e incertidumbres en caso de mi muerte. Ocultando mis últimas disposiciones tras un encabezamiento tan común como "anotaciones de vuelta a Londres", empecé a escribir. Había llenado una página del cuaderno y acababa de pasar a la siguiente, cuando noté cierta dificultad para fijar la atención en el tema. Al instante, pensé en la dificultad similar que había sentido en Shetland al intentar, en vano, determinar el contenido de la carta para mi madre que la señorita Dunross debía escribir. Para completar el paralelismo, mis pensamientos se desviaron ahora, como entonces, hacia los últimos recuerdos de la señora Van Brandt. En uno o dos minutos me invadieron de nuevo las extrañas sensaciones físicas que había experimentado anteriormente en el jardín de la casa del señor Dunross. El mismo escalofrío misterioso me recorrió de la cabeza a los pies. Y también miré a mi alrededor sin tener una clara conciencia de los objetos en que posaba la vista. Mis nervios se agitaban en esa preciosa noche de verano, como si se hubiera producido una variación eléctrica en la atmósfera y se aproximase una tormenta. Dejé el cuaderno y el lápiz en la mesa, y me levanté para volver a pasear entre los árboles. Pero hasta el insignificante esfuerzo de atravesar la estancia resultó inútil. Permanecí sin poder moverme, con el rostro vuelto hacia la luz de la luna que penetraba por la puerta abierta. Transcurrió un momento y, mientras continuaba mirando por la puerta, percibí algo moviéndose a lo lejos entre los árboles que bordeaban la orilla del lago. La primera impresión que me produjo fue la de dos sombras grises que se acercaban lenta y sinuosamente entre los troncos de los árboles. Poco a poco, las sombras fueron adquiriendo un contorno más definido hasta cobrar el aspecto de dos figuras vestidas, una más alta que la otra. A medida que avanzaban deslizándose, su oscuro tinte gris se desvaneció. Se fueron aclarando suavemente con una luz propia mientras se aproximaban lentamente al espacio despejado frente a la puerta. Por tercera ocasión me hallé ante la presencia fantasmal de la señora Van Brandt; y, junto a ella, sujeta de su mano, contemplé una segunda aparición que no se me había revelado nunca antes: la de su hija. Cogidas de la mano, resplandeciendo en su claridad sobrenatural bajo la propia claridad de la luna, las dos se situaron ante mí. El rostro de la madre volvió a mirarme con esos ojos tristes y suplicantes que recordaba tan bien. Pero el inocente rostro de la niña se iluminó con una sonrisa angelical. Aguardé a la espera inexpresable de que se pronunciase una palabra o aconteciese un movimiento. Primero se dio el movimiento. La niña soltó la mano de su madre y flotando ascendió lentamente hasta mantenerse inmóvil en el aire, como una presencia de brillo tenue resplandeciendo sobre la oscuridad de los árboles. La madre se deslizó al interior de la estancia y se detuvo ante la mesa en la que había dejado el cuaderno y el lápiz cuando no podía seguir escribiendo. Como la vez anterior, tomó el lápiz y escribió en la página en blanco. Como entonces, me hizo una seña para que me aproximara. Me acerqué a la mano que me tendía y sentí, de nuevo, ese misterioso arrobamiento al contacto con mi pecho; la oí, de nuevo, en ese tono grave y melodioso, repetir las palabras: "Recuérdame. Ven a mí." Retiró la mano de mi pecho. La pálida claridad que la iluminaba parpadeó, se apagó y se desvaneció. Había hablado; había desaparecido. Tomé el cuaderno abierto. Y esta vez sólo vi, en la letra de la mano espectral, las palabras: Sigue a la niña. Volví a asomarme al solitario paisaje nocturno. Y allá, en el aire, resplandeciendo tenuemente sobre la oscuridad de los árboles, permanecía suspendida la aparición centelleante de la niña. Impulsado por una voluntad de la que no era consciente, crucé el umbral de la puerta. La visión de la niña se alejó entre los árboles. La seguí, como un hombre hechizado. Flotando lentamente, la aparición me condujo fuera del bosque, más allá de mi antiguo hogar, hasta el camino solitario y apartado que había recorrido del pueblo a la casa. De vez en cuando, durante nuestro trayecto, la figura luminosa de la niña se detenía, suspendida a poca altura en el cielo despejado. Su rostro radiante me miraba y sonreía; me hacía una seña con su pequeña mano y volvía a flotar, guiándome como la estrella guiara a los sabios de Oriente en la antigüedad. Llegué al pueblo. La figura etérea de la niña se detuvo, suspendida sobre la casa en la que había dejado el carruaje por la tarde. Mandé que se volvieran a enganchar los caballos para otro viaje. El postillón aguardó nuevas instrucciones. Alcé la vista. La mano de la niña señalaba al sur, hacia la carretera que llevaba a Londres. Di al hombre la orden de regresar al lugar en el que había alquilado el carruaje. A medida que avanzábamos, me iba asomando, de tanto en tanto, por la ventanilla. La figura luminosa de la niña, que aún flotaba ante mí, se trasladaba a poca altura en el cielo despejado. Cambiando de caballos en cada etapa del viaje, seguí adelante hasta que la noche se extinguió y el sol despuntó en el cielo de levante. Pero, estuviera oscuro o claro, la figura de la niña continuaba flotando ante mí en su luz invariable y mística. Milla tras milla, nos condujo hacia el sur, hasta que dejamos el campo atrás y, cruzando el estruendo y el tumulto de la gran ciudad, nos detuvimos en la sombra de la antigua torre, frente al río que corre al lado. El postillón se acercó a la portezuela del carruaje para preguntar si necesitaba más sus servicios. Le había pedido que parase, al ver a la figura de la niña detenerse en su trayecto aéreo. Alcé la vista nuevamente. La mano de la niña señalaba al río. Pagué al postillón y abandoné el carruaje. Flotando ante mí, la niña me condujo a un muelle repleto de viajeros y equipajes. Un barco se hallaba al costado del muelle preparado para zarpar. La niña me condujo a bordo del barco y volvió a detenerse, suspendida sobre mí en el aire cargado de humo. Levanté la vista. La niña me miró con su radiante sonrisa y señaló al este, río abajo hacia el mar lejano. Mientras mis ojos seguían fijos en la figura de brillo tenue, la vi ascender y desvanecerse en la claridad superior, como la alondra desaparece en el cielo de la mañana. Volví a hallarme solo entre mis semejantes terrenales, abandonado sin ninguna otra pista para guiarme más que el recuerdo de la mano de la niña señalando al este, hacia el mar lejano. En la cubierta había un marinero recogiendo la amarra suelta. Le pregunté a qué puerto se dirigía el barco. El hombre me miró con hosco asombro y respondió: —A Rotterdam. CAPÍTULO XXXIV POR TIERRA Y POR MAR Poco me importaba el puerto al que se dirigía el barco. Fuera donde fuese, sabía que me encaminaba hacia la señora Van Brandt. Volvía a necesitarme; volvía a llamarme. Y allí donde la visión de la niña había señalado yo iba a ir. En el extranjero o en casa, era lo de menos. Cuando pusiera el pie en tierra, recibiría nuevas indicaciones para proseguir el viaje que me aguardaba. Lo creía con tanta firmeza como que había sido guiado hasta allí por la visión de la niña. Llevaba dos noches sin dormir; el cansancio me vencía. Descendí al camarote y encontré un rincón libre en el que podía echarme y descansar. Cuando me desperté ya había anochecido y el barco surcaba el mar. Subí a la cubierta a respirar aire fresco. Al poco, me invadió otra vez la sensación de sopor; volví a dormir varias horas seguidas. Sin duda mi amigo, el doctor, habría atribuido esta necesidad prolongada de reposo al estado de agotamiento de mi cerebro, excitado previamente por delirios que habían durado muchas horas sin interrupción. Sea cual fuere la causa, durante la mayor parte del viaje sólo estuve despierto a ratos. Pasé el resto del tiempo tendido como un animal cansado, sumido en el sueño. Cuando desembarqué en Rotterdam mi primer paso fue preguntar cómo se llegaba al consulado inglés. Sólo disponía de una reducida suma de dinero y, por lo que sabía, más valía que antes de hacer nada tomara las medidas necesarias para abastecer mi bolsillo. Llevaba conmigo el bolso de viaje. En el trayecto a Greenwater Broad lo había dejado en la posada del pueblo y el mozo lo había colocado en el carruaje cuando partí de vuelta a Londres. El bolso contenía mi talonario y ciertas cartas que me ayudaron a probar mi identidad ante el cónsul. Este me proporcionó, muy amablemente, la carta de recomendación imprescindible para los corresponsales en Rotterdam de mis banqueros en Londres. Tras obtener el dinero y adquirir ciertos artículos indispensables, caminé lentamente por la calle, sin saber el próximo paso que debía dar, pero esperando con seguridad alguna circunstancia que me guiara. No había andado ni cien yardas cuando advertí el nombre de "Van Brandt" grabado en las persianas de una casa que parecía estar destinada a fines mercantiles. La puerta de la calle estaba abierta y daba a un pasillo. A un lado, una segunda puerta comunicaba con la oficina. Entré en la sala y pregunté por el señor Van Brandt. Llamaron a un empleado que sabía inglés para que hablara conmigo. Me dijo que había tres socios con ese nombre en el negocio y me preguntó a cuál deseaba ver. Recordaba el nombre de pila de Van Brandt y se lo mencioné. En la oficina no conocían a ningún "señor Ernest Van Brandt". —Sólo somos la sucursal de la firma Van Brandt aquí —me explicó el empleado—. La oficina central está en Amsterdam. Si pregunta allí, tal vez sepan en dónde hallar al señor Ernest Van Brandt. No me importaba a dónde ir, mientras me encaminara a la señora Van Brandt. Era demasiado tarde para viajar aquel día. Así pues, dormí en un hotel. La noche transcurrió tranquila y sin incidentes. A la mañana siguiente, tomé un vehículo público a Amsterdam. Al llegar, volví a preguntar en la oficina central y me remitieron a uno de los socios de la firma. Hablaba inglés perfectamente y me recibió mostrando un interés que me resultó, al principio, inexplicable. —Conozco bien al señor Van Brandt —dijo—. ¿Puedo preguntarle si es usted pariente o amigo de la dama inglesa que ha sido presentada aquí como su esposa? Respondí afirmativamente y añadí: —Estoy aquí para prestar a esa dama toda la ayuda que pueda necesitar. Las palabras siguientes del comerciante aclararon las muestras de interés con que me había recibido. —Su presencia es muy grata —dijo—, pues nos libera, a mis socios y a mí, de una gran preocupación. Para explicarle a qué me refiero debo aludir, por un momento, a los negocios de mi firma. Disponemos de un establecimiento de pesca en la antigua ciudad de Enkhuizen, a orillas del Zuiderzee. Tiempo atrás, el señor Ernest Van Brandt poseía una parte, que vendió después. En los últimos años los beneficios de esta fuente fueron disminuyendo hasta tener que plantearnos cerrar la pesquería, a menos que mejorasen las expectativas en esa región tras una nueva tentativa. Entretanto, como existía un puesto vacante en la contaduría de Enkhuizen, pensamos en el señor Ernest Van Brandt y le ofrecimos la oportunidad de reanudar su relación con nosotros en calidad de secretario. Está emparentado con uno de mis socios, pero debo decirle, en honor a la verdad, que es un mal hombre. Ha correspondido a la amabilidad que le hemos dispensado malversando nuestro dinero y ha huido en alguna dirección que aún no hemos descubierto. La dama inglesa y su hija están abandonadas en Enkhuizen; y hoy, hasta que ha llegado usted, seguíamos sin tener la menor idea de qué hacer con ellas. No sé si ya está enterado, pero la situación de esa dama es doblemente embarazosa, pues albergamos la duda de que sea realmente la esposa del señor Ernest Van Brandt. Tenemos la certeza de que éste se casó en secreto con otra mujer hace algunos años y no disponemos de ninguna prueba de que su primera esposa haya fallecido. Si podemos ayudarle de algún modo en asistir a su desafortunada paisana, por favor, considere nuestros servicios a su disposición. Huelga decir que escuché esas palabras con extremo interés. ¡Van Brandt la había abandonado! Seguro que ahora (como mi pobre madre había dicho) "acudiría a mí". Las esperanzas que me habían fallado volvían a henchir mi corazón; el futuro que había temido contemplar hacía tanto se mostraba brillante otra vez, con la promesa de la felicidad ante mí. Di las gracias al buen comerciante con un fervor que le sorprendió. —Tan sólo ayúdeme a llegar a Enkhuizen —dije— y yo me encargaré del resto. —El viaje le supondrá ciertos gastos —replicó el comerciante—. Perdone que sea tan directo, pero ¿tiene dinero? —Sí, de sobra. —Muy bien. Lo demás será fácil. Le confiaré al cuidado de un compatriota suyo que trabaja en nuestra oficina desde hace muchos años. La manera más sencilla para usted, siendo extranjero, será ir por mar. El inglés le mostrará dónde alquilar una embarcación. Unos minutos después, el empleado y yo nos dirigíamos al puerto. Algunas dificultades que no había previsto surgieron a la hora de encontrar un barco y contratar a la tripulación. Hecho esto, también era necesario adquirir provisiones para el viaje. Gracias a la experiencia de mi compañero y la franca bondad que demostró, mis preparativos quedaron finalizados antes del anochecer. Al día siguiente ya podría zarpar con rumbo a mi destino. El barco presentaba una ventaja doble para navegar por el Zuiderzee: era grande y tenía poco calado. El camarote del capitán se hallaba en la popa y los dos o tres hombres que formaban su tripulación estaban instalados delante, en la proa. Toda la parte central del barco, separada a un lado del capitán y al otro de la tripulación, estaba asignada a mi camarote. Dadas las circunstancias, no tenía motivos para quejarme por falta de espacio, pues la capacidad del barco era de cincuenta a sesenta toneladas. Disponía de una cómoda cama, una mesa y sillas. La cocina se encontraba lejos, en la parte delantera del barco. Por propia petición, había emprendido el viaje sin criado ni intérprete. Prefería estar solo. El capitán holandés había trabajado, en una época pasada de su vida, para la marina mercante francesa y podíamos comunicarnos, siempre que fuera necesario o conveniente, en francés. Dejamos atrás las agujas de Amsterdam y navegamos por las mansas aguas del lago, de camino al Zuiderzee. La historia de este mar singular constituye una leyenda por sí misma. En los días en que Roma era dueña del mundo, no existía. En donde las olas se rizan ahora, vastas extensiones de bosque rodeaban un gran lago interior, con un solo río que le servía de desembocadura en el mar. Tras una serie de tempestades, el lago creció e inundó sus términos; las furiosas aguas destruyeron todo obstáculo a su paso y no se detuvieron hasta alcanzar los límites más lejanos de la tierra. Más allá, el mar del Norte se abrió camino entre los huecos de las ruinas y, desde entonces, el Zuiderzee existió tal como lo conocemos. Los años transcurrieron, las generaciones se sucedieron, y en las orillas del nuevo mar surgieron grandes ciudades populosas, ricas por su comercio y célebres por su historia. Su prosperidad duró siglos hasta que el siguiente cambio en esta poderosa serie tuvo ocasión de completarse y mostrarse. Aislados del resto del mundo, orgullosos de sí mismos y su fortuna, e indiferentes al avance del progreso en las naciones de alrededor, los habitantes de las ciudades del Zuiderzee se sumieron en el funesto letargo de un pueblo recluido. Las pocas gentes que aún conservaban las reliquias de su antiguo vigor emigraron, mientras la multitud que permaneció presenciaba con resignación la disminución del comercio y el desmoronamiento de sus instituciones. A medida que los años se acercaban al siglo diecinueve, la población se calculaba en cientos donde antes se había contado en miles. El comercio desapareció y calles enteras quedaron desiertas. Los puertos, antes repletos de barcos, acabaron destruidos por la acumulación incontrolada de arena. En nuestra época no hay solución alguna al derrumbe de estas ciudades antaño florecientes, por lo que se contempla como próximo gran cambio el drenaje de la zona de agua que ahora resulta peligrosa e inservible, para el cultivo provechoso de la tierra que será recobrada por generaciones venideras. Esta es, relatada brevemente, la extraña historia del Zuiderzee. Mientras avanzábamos en nuestra travesía y dejábamos el río, reparé en el matiz leonado que adquiría el mar, a causa de los bancos de arena que tiñen las aguas poco profundas y hacen la navegación peligrosa a marineros poco experimentados. Hallamos un amarradero para la noche en la isla pesquera de Marken, que me pareció un lugar hundido, perdido y de aspecto desolado, bajo los últimos destellos del crepúsculo. Aquí y allá, las cabanas de tejado a dos aguas, asentadas en montículos, se elevaban negras sobre el opaco cielo gris. Aquí y allá aparecía una figura humana de pie en la orilla, concentrada en la contemplación del barco desconocido. Y eso fue todo lo que vi de la isla de Marken. Despierto en la noche silenciosa y solo en un mar extraño, hubo momentos en que empecé a dudar de que mi situación fuera real. ¿Era todo un sueño? Los pensamientos del suicidio; la visión de la madre y la hija; el viaje de vuelta a la metrópoli, guiado por la aparición de la niña; la travesía a Holanda; el anclaje nocturno en el mar desconocido... ¿Eran, por así decirlo, piezas de un rompecabezas mental enfermizo, delirios de los que podría despertar en cualquier momento y hallarme, de nuevo cabal, en el hotel de Londres? Confundido por las dudas, que cada vez me apartaban más de una conclusión definitiva, me levanté de la cama y salí a cubierta para cambiar de paisaje. La noche era tranquila y estaba nublada. En el negro vacío que me rodeaba, sólo destacaba la sombra aún más oscura de la isla. El único ruido que alcanzaban mis oídos era el resuello del capitán y su tripulación, dormidos a cada lado. Aguardé, observando el círculo de tinieblas que me envolvía. Pero no surgió una nueva visión. Cuando regresé al camarote y por fin me adormecí, no acudió a mí ningún sueño. Todo lo misterioso, lo maravilloso de los últimos acontecimientos de mi vida parecía haberse quedado en Inglaterra. Al llegar a Holanda, mi proceder se había visto influido por circunstancias que resultaban completamente normales, por hallazgos comunes que podrían haberse presentado a cualquier hombre en mi situación. ¿Qué significaba aquello? ¿Mi don clarividente me había abandonado en esta nueva tierra y entre gentes extrañas? ¿O mi destino me había conducido al lugar en el que los infortunios de mi peregrinaje terrenal llegarían a su fin? ¿Quién podía decirlo? Por la mañana, temprano, zarpamos de nuevo. El rumbo era norte aproximadamente. A un lado tenía el mar leonado, que, en ciertas condiciones climatológicas, se tornaba de un apagado gris perla. Al otro lado estaba la costa llana y sinuosa, compuesta por la alternancia de arenas amarillas y prados de un verde intenso, y diversificada a tramos por ciudades y pueblos, cuyos tejados rojos y curiosas torres de iglesia emergían vistosos sobre un claro cielo azul. El capitán me sugirió visitar las famosas ciudades de Edam y Hoorn, pero me negué a bajar a tierra. Mi único deseo era llegar a la antigua ciudad en que la señora Van Brandt había sido abandonada. Al cambiar de rumbo para dirigirnos al promontorio en el que está situado Enkhuizen, el viento amainó, pero luego sopló en otra dirección y con una fuerza que aumentó considerablemente las dificultades de la navegación. Yo seguí insistiendo, siempre y cuando fuera posible, en que mantuviéramos nuestro rumbo. Tras la puesta de sol disminuyó la intensidad del viento. La noche se cerró sin una nube y el firmamento adornado de estrellas nos ofreció una claridad pálida y centelleante. Una hora después, el caprichoso viento volvió a cambiar a nuestro favor. Hacia las diez nos adentrábamos en el puerto solitario de Enkhuizen. El capitán y la tripulación, agotados por el esfuerzo, dieron cuenta de su frugal cena y se fueron a la cama. Unos pocos minutos después yo era el único que estaba despierto en el barco. Ascendí a cubierta y miré a mi alrededor. El barco estaba anclado en un muelle abandonado. A excepción de unos pocos buques pesqueros que se veían cerca, el puerto de este lugar, antes próspero, era ahora un vasto desierto de agua, salteado aquí y allá por tristes bancos de arena. Al mirar tierra adentro vi los edificios solitarios de aquella ciudad muerta: sombríos, tétricos y espantosos bajo la misteriosa luz de la luna. No había ni un alma, ni tan siquiera un animal extraviado por ningún sitio. El lugar podría haberse visto asolado por una peste, a juzgar por lo vacío y despoblado que parecía ahora. Poco más de cien años atrás, el censo de población alcanzaba los sesenta mil habitantes. Pero al contemplar ahora Enkhuizen, ¡el número se había reducido a una décima parte! Me planteé cuál sería mi siguiente paso. Las posibilidades de hallar a la señora Van Brandt estaban, desde luego, en mi contra si me aventuraba solo y sin guía en la ciudad en plena noche. Pero, por otro lado, ahora que había llegado al lugar en el que ella y su hija vivían, abandonadas y sin amigos, ¿podía aguardar paciente durante el tedioso lapso que debía transcurrir hasta que amaneciera y la ciudad se despertara? Conocía demasiado bien mi tendencia a atormentarme para aceptar esta última alternativa. Sin pensar en las consecuencias, decidí recorrer Enkhuizen con la mínima esperanza de encontrar a alguien que pudiera indicarme la dirección de la señora Van Brandt. Tomé primero la precaución de cerrar la puerta de mi camarote, y descendiendo de la amurada del barco al solitario muelle, emprendí mi marcha nocturna por la ciudad muerta. CAPÍTULO XXXV BAJO LA VENTANA Establecí la posición del puerto con la ayuda de mi brújula de bolsillo y seguí por la primera calle que se abría ante mí. A cada lado, las desoladas casas viejas se alzaban a mi paso. No había luces en las ventanas ni faroles en las calles. Durante un cuarto de hora al menos, fui atravesando la ciudad sin cruzarme con una alma en el camino y teniendo sólo la luz de las estrellas como guía. Al torcer casualmente por una calle más ancha que el resto, descubrí al fin una figura moviéndose, apenas visible, bajo las sombras de las casas. Apreté el paso y me encontré siguiendo a un hombre ataviado como un campesino. Al oír mis pasos detrás, se volvió para mirarme. Viendo que era un desconocido, alzó un gran garrote que llevaba, lo blandió con gesto amenazador y me gritó en su idioma (como deduje por su ademán) que retrocediera. Un desconocido en Enkhuizen a esas horas de la noche era, en opinión de aquel ciudadano, evidentemente un ladrón. Durante el viaje había aprendido del capitán a preguntar el camino en holandés, para el caso de hallarme solo en una ciudad extraña, y repetí la lección preguntando cómo llegar a la oficina pesquera de Van Brandt. Pero mi acento extranjero resultó ininteligible o las sospechas del hombre le disuadieron de confiar en mí. Volvió a blandir su garrote y a hacerme señas para que retrocediera. De nada servía insistir. Crucé al otro lado de la vía y poco después le perdí de vista bajo el portal de una casa. Siguiendo las tortuosas calles desiertas, alcancé lo que, en principio, supuse que era el fin de la ciudad. Ante mí se extendía, durante media milla o más (hasta donde logré adivinar), un prado, salpicado a trechos por ovejas que descansaban durante la noche. Avancé por la hierba y observé, en algunas zonas donde el terreno se elevaba un poco, fragmentos desgastados de enladrillado. Al llegar a la mitad del prado, vislumbré en el extremo, erigiéndose solitario y sombrío en la noche, un gran arco o entrada, sin muros laterales ni ninguna clase de construcción vecina, cerca o lejos. Se trataba (como después supe) de una de las antiguas puertas de la ciudad. Los muros, medio en ruinas, habían sido destruidos por ser obstáculos inútiles que impedían el paso. En el prado yermo que me rodeaba, antaño estuvieron las tiendas de los comerciantes más ricos y los palacios de los nobles más orgullosos de Holanda Septentrional. De hecho, me encontraba en lo que antiguamente había sido el barrio acaudalado de Enkhuizen. ¿Y qué quedaba de él ahora? Unos pocos montones de ladrillos rotos, un pasto de hierba olorosa y un pequeño rebaño de ovejas durmiendo. La simple desolación de la escena (aparte de su historia) me produjo una sensación de terror. Era como si mi mente perdiera el equilibrio en la horrible quietud que me envolvía. Me invadieron inefables presagios de desgracias futuras. Por primera vez, me arrepentí de haber dejado Inglaterra. Recordé con pesar las frondosas orillas de Greenwater Broad. Si me hubiera mantenido firme, ahora ya podría estar descansando en las profundas aguas del lago. ¿Para qué había seguido viviendo, trazado planes y viajado después de abandonar la cabana de Dermody? Tal vez sólo para descubrir que había perdido a la mujer a la que amaba, ¡ahora que me hallaba en la misma ciudad que ella! Al volver a las últimas hileras de casas que aún permanecían en pie, miré a mi alrededor, con el propósito de regresar por la calle que ya conocía. Cuando creía que la había encontrado, advertí otro ser en la solitaria ciudad. Un hombre me miraba desde la puerta de una de las casas más alejadas a mi derecha. Aun a riesgo de sufrir otra tosca acogida, decidí hacer un último esfuerzo por descubrir a la señora Van Brandt antes de regresar al barco. Al ver que me aproximaba, el desconocido me recibió a medio camino. Su atuendo y modales mostraban claramente que esta vez no me hallaba ante una persona de una posición social baja. Respondió cortésmente a mi pregunta en su idioma. Pero al notar que no lograba entender lo que me decía, me invitó por señas a seguirle. Tras caminar unos pocos minutos en una dirección que me resultó del todo nueva, nos detuvimos en una plaza lóbrega y diminuta, con una porción de jardín mal cuidado en medio. Señalando a una de las ventanas inferiores de una de las casas, en la que surgía una débil claridad, mi guía dijo en holandés: "La oficina de Van Brandt, caballero", se inclinó y se marchó. Me acerqué a la ventana. Estaba abierta y se hallaba a una altura justo encima de mi cabeza. La luz del interior se escapaba por las rendijas de los postigos de madera echados. Todavía invadido por los presentimientos de una dificultad inminente, dudé en anunciar mi llegada precipitadamente llamando al timbre de la casa. ¿Cómo adivinar la nueva desgracia a la que podía enfrentarme al abrirse la puerta? Aguardé bajo la ventana escuchando. No había transcurrido ni un minuto cuando oí la voz de una mujer en la habitación. El encanto de su tono resultaba inconfundible. Era la voz de la señora Van Brandt. —Ven, cariño —dijo—. Es muy tarde. Ya hace dos horas que tendrías que estar en la cama. La voz de la niña respondió: —No tengo sueño, mamá. —Pero, cielo, recuerda que has estado enferma. Podrías volver a estarlo si te quedas despierta hasta tan tarde. Échate y te dormiras enseguida, en cuanto apague la vela. —¡No debes apagarla! —replicó la niña, con gran énfasis—. Mi nuevo papá va a venir. ¿Cómo nos va a encontrar si apagas la vela? La madre contestó con severidad, como si las extrañas palabras de la niña la hubieran irritado. —No digas disparates. Tienes que irte a la cama. El señor Germaine no sabe nada de nosotras; está en Inglaterra. No pude contenerme más y bajo la ventana grité: —¡El señor Germaine está aquí! CAPÍTULO XXXVI AMOR Y ORGULLO Un grito de espanto procedente del interior me indicó que me habían oído. Durante un instante no sucedió nada. Entonces me llegó la voz de la niña, alborotada y aguda: —¡Abre los postigos, mamá! He dicho que iba a venir y ¡quiero verle! Hubo todavía un momento de vacilación hasta que la madre abrió los postigos. Cuando por fin lo hizo, la vi en sombras, junto a la ventana, con la claridad detrás, y la cabeza de la niña apenas asomando sobre el marco de la ventana. Aquella graciosa carita se movía veloz arriba y abajo, ¡como si mi hija autoproclamada brincara de alegría! —¿Puedo creer lo que me dicen los sentidos? —dijo la señora Van Brandt—. ¿De veras es el señor Germaine? —¿Cómo estás, mi nuevo papá? —exclamó la niña—. Empuja la puerta grande y entra, que te quiero dar un beso. Había un mundo de diferencia entre el tono frío y dubitativo de la madre y el saludo jovial de la niña. ¿Me había presentado ante la señora Van Brandt con demasiada brusquedad? Como toda persona que controla sus emociones, poseía ese sentido innato del pundonor que también recibe el nombre de orgullo. ¿Sentía lastimado su orgullo ante la simple idea de que la viera, engañada y abandonada —de forma despreciable, como una carga inútil entre extraños— por el hombre a quien había dedicado tanto sacrificio y sufrimiento? Y siendo ese hombre ¡un ladrón que había huido de sus superiores después de estafarlos! Empujé la pesada puerta de roble con el temor de que aquella fuera la verdadera explicación al cambio que había advertido en ella. Mis recelos se vieron confirmados cuando abrió la puerta interior, que comunicaba el patio con la sala de estar, y me dejó entrar. Al tomarla de las manos e intentar besarla, volvió la cabeza y mis labios sólo rozaron sus mejillas. Se sonrojó vivamente y, apartando la mirada de mí, pronunció unas pocas palabras formales de bienvenida. Cuando la niña voló a mis brazos, gritó malhumorada: —¡No molestes al señor Germaine! Me senté en una silla con la pequeña apoyada en las rodillas. La señora Van Brandt tomó asiento a cierta distancia. —Supongo que está de más preguntarte si sabes lo que ha sucedido —dijo tornándose pálida con la misma rapidez con que había enrojecido y manteniendo obstinadamente la vista fija en el suelo. Antes de que pudiera contestar, la niña prorrumpió con las noticias de la desaparición de su padre de este modo: —¡Mi otro papá se ha fugado! ¡Y ha robado dinero! Ya era hora de que tuviera uno nuevo, ¿no? —me rodeó el cuello con los brazos—. Y ahora ¡ya lo tengo! —gritó tan alto como su vocecilla le permitía. La madre nos miró. Por un instante, aquella mujer orgullosa y sensible logró luchar contra sí misma, pero no pudo soportar en silencio la angustia que la afligía. Con una leve exclamación de dolor, ocultó el rostro entre sus manos. Abrumada por el sentido de su degradación, incluso se avergonzaba de que el hombre que la amaba la viera llorar. Bajé de mis rodillas a la niña. En la sala había una segunda puerta, que había quedado abierta y mostraba un dormitorio con una vela que ardía en el tocador. —Ve a jugar ahí —le dije—. Quiero hablar con tu mamá. La niña puso mala cara; mi propuesta no pareció tentarla. —Dame algo para jugar —dijo—. Estoy cansada de mis juguetes. Déjame ver qué tienes en los bolsillos. Sus inquietas manitas comenzaron a buscar en los bolsillos de mi abrigo. La dejé coger lo que deseara y así la engatusé para que corriera a la habitación de dentro. En cuanto desapareció, me acerqué a su pobre madre y me senté junto a ella. —Piénsalo como yo —dije—. Ahora que te ha abandonado, te ha dejado libre para ser mía. Alzó el rostro de inmediato; sus ojos centellearon entre las lágrimas. —Ahora que me ha abandonado —replicó— ¡soy más indigna de ti que nunca! —¿Por qué? —pregunté. —¡Por qué! —repitió con vehemencia—. ¿Acaso una mujer no ha alcanzado los niveles más bajos de degradación cuando ha vivido para ser abandonada por un ladrón? Era imposible tratar de razonar con ella en su presente estado de ánimo. Intenté atraer su atención hacia un tema menos penoso, refiriéndome a la extraña sucesión de acontecimientos que me había llevado a ella por tercera vez. Me detuvo con impaciencia nada más empezar. —Es inútil decir una vez más lo que ya hemos dicho en otros momentos —respondió—. Sé lo que te ha traído hasta aquí. He aparecido de nuevo en una de tus visiones, como en las dos anteriores ocasiones. —No —dije—, no como en las dos anteriores ocasiones. Esta vez te he visto junto a la niña. Aquella respuesta la alteró. Se sobrecogió y miró con nerviosismo hacia la puerta del dormitorio. —¡No hables alto! —dijo—. ¡Que la niña no nos oiga! Esta vez el sueño que he tenido de ti ha dejado una impresión dolorosa en mi mente. La niña está en medio... y eso no me gusta. Además, el lugar en donde te vi me trae recuerdos... —se detuvo sin terminar la frase—. Esta noche estoy nerviosa y abatida —añadió— y no quiero hablar de eso. Pero desearía saber si mi sueño me ha confundido o si, de todos los rincones del mundo, realmente estabas en esa cabaña. No comprendí la turbación que parecía sentir al formular aquella cuestión. En mi opinión, no tenía nada de extraordinario descubrir que ella había estado en Suffolk y que conocía Greenwater Broad. El lago era famoso en todo el condado como un lugar predilecto para los grupos de picnic, y la preciosa cabaña de Dermody solía ser uno de los atractivos populares del paraje. Lo que de verdad me sorprendió fue ver, como constaté claramente, que guardaba tristes recuerdos de mi antiguo hogar. Opté por contestar a su pregunta de manera que pudiera alentarla a confiar en mí. Un instante más y le habría contado que había pasado mi infancia en Greenwater Broad —un instante más y nos habríamos reconocido—, pero una ligera interrupción frenó las palabras en mis labios. La niña salió corriendo del dormitorio, con una llave de forma curiosa en la mano. Era uno de los objetos que había extraído de mis bolsillos y pertenecía a la puerta del camarote en la cubierta del barco. Un repentino arranque de curiosidad (la insaciable curiosidad de los niños) se había apoderado de ella en relación a la llave. Insistió en saber qué puerta cerraba y, cuando se lo expliqué, me suplicó que la llevara de inmediato a ver el barco. Aquella petición reanudó naturalmente la discusión sobre ir o no a la cama. Cuando la pequeña nos volvió a dejar, con el permiso para jugar unos minutos más, la conversación entre la señora Van Brandt y yo había tomado una nueva dirección. Al hablar ahora de la salud de la niña, tocamos evidentemente el tema afín de la relación de la niña con el sueño de su madre. —Había estado enferma con fiebre —dijo la señora Van Brandt— y empezaba a recuperarse el día en que fui abandonada en este miserable lugar. Al atardecer sufrió otra crisis que me asustó terriblemente. Perdió por completo el conocimiento; sus pequeñas extremidades estaban rígidas y frías. En la ciudad hay un médico que todavía no se ha marchado. Y por supuesto, mandé avisarlo. Él consideró que su estado de insensibilidad se debía a una especie de ataque cataléptico. Pero a la vez, me consoló diciendo que por lo pronto no corría peligro de muerte y me dejó algunos medicamentos para suministrarle si aparecían ciertos síntomas. La metí en la cama y la estreché contra mí, con la intención de que guardara el calor. Aunque no creo en el mesmerismo, desde entonces pienso que tal vez inconscientemente nos influimos la una a la otra. Eso explicaría lo que sucedió luego. ¿Crees que es probable? —Sí, mucho. A su vez, la teoría mesmérica (si creyeras en ella) aún explicaría más. El mesmerismo no sólo sostendría que tú y la niña os influísteis la una a la otra, sino que —pese a la distancia— también me influísteis a mí. Y de esa forma, el mesmerismo justificaría mi visión como el resultado necesario de una afinidad desarrollada profundamente entre nosotros. Dime, ¿te dormiste abrazada a la niña? —Sí, estaba completamente rendida y me dormí, aunque había decidido velarla durante la noche. En mi penosa situación, abandonada en un lugar extraño, volví a soñar contigo y a acudir a ti como mi único amigo y protector. Tan sólo hubo algo nuevo en el sueño: creí tener a la niña junto a mí al acercarme a ti, y ella me inspiró las palabras que escribí en tu cuaderno. Viste las palabras, ¿verdad? Y seguro que desaparecieron, como la vez anterior, cuando me desperté. La niña seguía yaciendo entre mis brazos, como muerta. En toda la noche no presentó ningún cambio. Sólo recobró el sentido al mediodía del día siguiente. ¿Por qué te sobresaltas? ¿Qué he dicho que te sorprenda? Tenía motivos para sentirme y mostrarme sobresaltado. El día y la hora en que la niña había vuelto en sí me encontraba en la cubierta del barco y había visto su aparición desvanecerse. —¿Dijo algo cuando recobró el sentido? —pregunté. —Sí. Ella también había estado soñando... soñando que se hallaba contigo. Me dijo: "Va a venir a vernos, mamá. Le he estado enseñando el camino." Le pregunté en dónde te había visto. Se refirió confusamente a más de un lugar. Habló de árboles, una cabaña y un lago; luego de campos, setos y caminos solitarios; de un carruaje, caballos y una larga carretera blanca; luego de calles y casas abarrotadas, y un río y un barco. Respecto a estos últimos sitios, no tiene nada de excepcional lo que dijo. Las casas, el río y el barco de su sueño los había visto de verdad cuando nos la llevamos de Londres a Rotterdam, de camino a aquí. Pero respecto a los otros lugares, sobre todo la cabaña y el lago (tal como los describió), sólo puedo imaginar que su sueño fuera reflejo del mío. Yo había estado soñando con la cabaña y el lago, como los conocí muchos años atrás y —sólo el cielo sabe por qué— te había relacionado con ese paraje. Bueno, ¡no entremos ahora en eso! No sé qué capricho me hace jugar de este modo con viejos recuerdos que, en mi actual situación, me causan un gran dolor. Hablábamos de la salud de la niña; pues volvamos a eso. No resultaba fácil retomar el tema de la salud de la niña. Había reavivado mi curiosidad acerca de su relación con Greenwater Broad. La niña continuaba jugando en silencio en el dormitorio. Tenía ante mí una segunda oportunidad. Y la aproveché. —No deseo apenarte —dije—. Sólo pedirte permiso, antes de cambiar de tema, para hacerte una pregunta sobre la cabaña y el lago. Pero la desgracia que nos perseguía quiso que ahora le tocara a ella ser un obstáculo inocente en el camino del descubrimiento mutuo. —No puedo contarte nada más esta noche —atajó levantándose con gesto impaciente—. Ya es hora de que meta a la niña en la cama... y, además, no puedo hablar de cosas que me apenan. Debes aguardar hasta el momento, ¡si es que llega!, en que me sienta más tranquila y alegre que ahora. Se volvió para entrar en el dormitorio. Sin pensar, movido por el impulso del instante, la tomé de la mano y la retuve. —Sólo tienes que escoger —dije— y ese momento de mayor tranquilidad y alegría será tuyo desde ahora. —¿Mío? —repitió—. ¿A qué te refieres? —Una palabra tuya —contesté— y tú y tu hija dispondréis de una casa y un futuro ante vosotras. Me miró medio perpleja, medio enfadada. —¿Me ofreces tu protección? —preguntó. —Te ofrezco la protección de un marido —respondí—. Te pido que seas mi esposa. Dio un paso hacia mí, con los ojos clavados en mi rostro. —Es evidente que ignoras lo que realmente ha sucedido —dijo— pero ¡sabe Dios que la niña ha hablado muy claro! —La niña sólo me ha contado —repliqué— lo que ya había oído cuando me dirigía hacia aquí. —¿Todo? —Sí, todo. —¿Y sigues pidiéndome que sea tu esposa? —No imagino mayor felicidad que hacerte mi esposa. —¿A pesar de lo que ahora sabes? —A pesar de lo que ahora sé, te pido lleno de confianza que te cases conmigo. Todo lo que ese hombre pudiera reclamarte, como padre de tu hija, lo ha perdido al abandonarte de ese modo infame. Cariño mío, eres una mujer libre, en toda la extensión de la palabra. Ya ha habido bastante dolor en nuestras vidas. Por fin tenemos la felicidad a nuestro alcance. Ven y dime que sí. Traté de rodearla con mis brazos, pero retrocedió como si la hubiera asustado. —Jamás! —dijo con tono firme. Susurré las siguientes palabras para que la niña, en la habitación interior, no pudiera oírnos. —¡Dijiste que me amabas! —¡Y te amo! —¿Como siempre? —¡Más que nunca! —¡Bésame! Se rindió maquinalmente; me besó con labios fríos y grandes lágrimas en los ojos. —¡Tú no me amas! —proferí airado—. Me besas como si fuera una obligación. Tus labios están fríos, como lo está tu corazón. ¡No me amas! Me miró triste, con una sonrisa indulgente. —Uno de los dos debe recordar la diferencia entre tu situación y la mía —dijo—. Eres un hombre de reputación intachable, que goza de una posición incontestable en la vida. Y ¿qué soy yo? Soy la querida abandonada de un ladrón. Uno de los dos debe recordarlo. Lo has olvidado por generosidad. Pero yo debo tenerlo presente. Quizá me muestre fría. El sufrimiento tiene ese efecto sobre mí y, lo admito, ahora estoy sufriendo. La amaba tan apasionadamente que no podía sentir la conmiseración en la que ella confiaba claramente al decir esas palabras. Un hombre puede respetar los escrúpulos de una mujer cuando apelan a él en silencio con la mirada o las lágrimas, pero su expresión formal en palabras sólo le irrita o le molesta. —¿Quién tiene la culpa de que sufras? —repliqué impasible—. Te pido que me hagas feliz y te hagas feliz a ti misma. Eres una mujer que ha sido vilmente agraviada pero no una mujer deshonesta. Mereces ser mi esposa y estoy dispuesto a declararlo públicamente. Regresa conmigo a Inglaterra. Mi barco te espera; podemos zarpar en dos horas. Se derrumbó en una silla; sus manos cayeron con gesto desvalido sobre su regazo. —¡Qué cruel! —murmuró—, ¡qué cruel tentarme! —aguardó un instante y recuperó su terrible firmeza—. ¡No! —dijo—. Aunque me cueste la vida, seguiré negándome a desacreditarte. Déjame, señor Germaine. Ten sólo esa gentileza más. Por amor de Dios, ¡déjame! Apelé por última vez a su afecto. —¿Sabes qué será de mi vida si no la comparto contigo? —pregunté—. Mi madre está muerta. Tú eres el único ser en el mundo al que amo. ¡Y me pides que te deje! ¿A dónde debo ir? ¿Qué debo hacer? ¡Hablas de crueldad! ¿No hay crueldad en sacrificar mi felicidad por un miserable escrúpulo de delicadeza, por un temor irracional a la opinión del mundo? Te amo y tú me amas. El resto de consideraciones no vale nada. ¡Regresa conmigo a Inglaterra! ¡Regresa y sé mi esposa! Cayó de rodillas, me tomó la mano y, en silencio, la acercó a los labios. Traté de levantarla. Era inútil; se resistió con perseverancia. —¿Eso significa que no? —pregunté. —Significa —dijo con voz débil y quebrada— que valoro tu honor más que mi felicidad. Si me caso contigo, tu carrera quedará destrozada por tu esposa; y un día me lo echarás en cara. Puedo sufrir... puedo morir, pero no enfrentarme a un futuro así. Perdóname y olvídame. ¡No puedo decir nada más! Me soltó la mano y se desplomó en el suelo. La profunda desesperación de ese movimiento me indicó, con mucha más elocuencia que las palabras que acababa de pronunciar, que su decisión era inamovible. Se había apartado de mí; su propio gesto nos había separado para siempre. CAPÍTULO XXXVII LOS DOS DESTINOS No hice ademán de abandonar la sala, ni dejé escapar muestra alguna de dolor. Al fin, mi corazón se había endurecido hacia la mujer que me había rechazado con tanta obstinación. Permanecí de pie contemplándola con una furia despiadada, cuyo mero recuerdo aún hoy me horroriza. Sólo existe una excusa para mí: la impresión de ver derrumbarse la última esperanza que me unía a la vida resultó más fuerte de lo que mi juicio podía soportar. En aquella noche aciaga (por mal que hubiera estado en otras ocasiones), tengo la certeza de que enloquecí. Fui el primero en romper el silencio. —Levántate —dije con frialdad. Alzó el rostro del suelo y me miró como si dudara de haber oído bien. —Ponte el sombrero y la capa —añadí—. Debo pedirte que me acompañes hasta el barco. Se puso de pie lentamente. Sus ojos se posaron en mi rostro con una mirada de turbación y perplejidad. —¿Por qué tengo que acompañarte al barco? —preguntó. La niña la oyó y vino corriendo con su sombrerito en una mano y la llave del camarote en la otra. —Estoy lista —dijo—. Yo abriré la puerta del camarote. La madre le hizo una seña para que regresara al dormitorio. Pero sólo llegó hasta la puerta que daba al patio y aguardó allí, atenta. Me volví a la señora Van Brandt con una calma imperturbable y respondí a la pregunta que me había formulado. —Te han abandonado —dije— sin que dispongas de recursos para marcharte de este lugar. Dentro de dos horas la marea me será favorable y zarparé de inmediato en mi viaje de regreso. Esta vez nos separamos para no volver a vernos. Antes de partir, estoy decidido a dejarte con los debidos medios. Tengo el dinero en un bolso de viaje en mi camarote. Por esa razón, me veo obligado a pedirte que me acompañes al barco. —Agradezco sinceramente tu bondad —dijo—, pero no necesito de una ayuda tan apremiante como supones. —Es inútil que intentes engañarme —continué—. He hablado con el socio principal de la firma de Van Brandt en Amsterdam y sé exactamente cuál es tu situación. Debes olvidar tu orgullo y aceptar los recursos que te ofrezco para que tú y tu hija podáis subsistir. Si hubiera muerto en Inglaterra... Me detuve. La idea sin expresar que tenía en mente era contarle que recibiría una herencia de mi testamento, y que podía tomar dinero de mí en vida con tanta dignidad como de mis albaceas a mi muerte. Al cobrar forma en palabras, ese pensamiento me trajo naturalmente unos recuerdos que me hicieron revivir el suicidio que había contemplado en el lago Greenwater. Junto a la memoria así evocada, surgió en mí, de forma espontánea, una tentación tan arrolladoramente infame, pero a la vez tan irresistible para mi estado de ánimo en aquel momento, que me estremeció hasta lo más profundo. "No tienes nada por lo que vivir, ahora que se ha negado a ser tuya", susurraba mi lado maligno. "Da un salto al otro mundo y ¡haz que la mujer a la que amas salte contigo!" Mientras continuaba mirándola y las últimas palabras se entrecortaban en mis labios, las terribles facilidades para perpetrar el doble crimen se ofrecían seductoras ante mí. El barco estaba amarrado en la única zona del deteriorado puerto en que las aguas profundas aún alcanzaban el pie del muelle. Tan sólo debía persuadirla a seguirme cuando subiera a cubierta, agarrarla entre mis brazos y precipitarme con ella por la borda antes de que pudiera gritar pidiendo socorro. Mis soñolientos marineros, como sabía por experiencia, eran difíciles de despertar y lentos de movilizar cuando al fin se despabilaban. Ambos nos habríamos ahogado antes de que el más joven y rápido pudiera salir de la cama y llegara a cubierta. ¡Sí! Los dos partiríamos juntos del reino de los vivos en un mismo instante. ¿Por qué no? Ella, que había rechazado ser mi esposa una y otra vez, ¿acaso merecía que la dejara libre para regresar, tal vez, por segunda vez con Van Brandt? La tarde que la rescaté de las aguas del río escocés me hice amo de su destino. Había tratado de acabar con su vida ahogándose y ¡ahora se ahogaría en brazos del hombre que se había arrojado entre ella y la muerte! Entregado a tan abominable razonamiento, permanecí frente a ella y reanudé deliberadamente la frase que no había concluido. —Si hubiera muerto en Inglaterra, habrías contado con medios gracias a mi testamento. Ahora puedes tomar lo que entonces habrías recibido de mí. Ven al barco. Su rostro experimentó un cambio mientras le hablaba; una duda incierta respecto a mí asomó en sus ojos. Retrocedió un poco, sin contestar. —Ven al barco —reiteré. —Es muy tarde —con aquella respuesta, miró a la niña en el otro extremo de la sala, que aún aguardaba junto a la puerta—. Ven, Elfie —dijo llamando a la pequeña por uno de sus apodos favoritos—. Ven a la cama. También yo miré a Elfie. Y me pregunté: ¿no podría convertirse en el instrumento inocente para obligar a su madre a abandonar la casa? Confiando en el carácter audaz de la niña y su impaciencia por ver el barco, abrí la puerta inesperadamente. Tal y como había previsto, salió corriendo de inmediato. La segunda puerta, que daba a la plaza, no había quedado cerrada cuando entré en el patio. En un instante más, Elfie estaba en la plaza, triunfando en su libertad. La aguda vocecilla quebró el silencio sepulcral del lugar y la hora, llamándome una y otra vez para que la llevara al barco. Me volví hacia la señora Van Brandt. La estratagema había funcionado. La madre de Elfie difícilmente podía negarse a seguir si Elfie iba la primera. —¿Vienes con nosotros? —pregunté—. ¿O debo enviar el dinero de vuelta con la niña? Sus ojos se clavaron en mí unos segundos, con una honda expresión de desconfianza, y volvieron a desviarse luego. Comenzó a palidecer. —Esta noche no eres el de siempre —dijo. Sin añadir palabra, tomó el sombrero y la capa y salió delante mío a la plaza. La seguí y fui cerrando las puertas detrás. Intentó convencer a la niña para que se acercara—. Ven, cariño —dijo con voz persuasiva— ven y cógeme la mano. Pero Elfie no se dejó atrapar. Echó a correr y respondió desde una distancia prudencial. —No —dijo— me harás volver y meterme en la cama —retrocedió un poco más y gritó sosteniendo la llave—: primero iré a abrir la puerta. Se alejó unos pasos en dirección al puerto y esperó a ver qué ocurría. Su madre se volvió súbitamente y me miró de cerca bajo la luz de las estrellas. —¿Los marineros están a bordo del barco? —inquirió. La pregunta me sorprendió. ¿Sospechaba de mis intenciones? ¿Mi rostro la había alertado de un peligro oculto si acudía al barco? Resultaba imposible. El motivo más probable era que tratase de hallar una nueva excusa para no acompañarme al puerto. Si le decía que los hombres estaban a bordo, quizás contestaría: "¿Por qué no encargas a uno de tus marineros que me traiga el dinero a la casa?" Procuré anticiparme a tal sugerencia al emitir mi respuesta. —Tal vez sean hombres honrados —dije, mirándola con cautela— pero no los conozco lo suficientemente bien para confiarles dinero. Para mi asombro, me miró con la misma cautela y repitió expresamente la pregunta: —¿Los marineros están a bordo del barco? Le informé de que el capitán y la tripulación dormían en el barco y aguardé a ver qué sucedía. Mi respuesta pareció despertar en ella la resolución. Tras considerarlo un momento, se volvió hacia el lugar en que la niña nos esperaba. —Vamos, ya que insistes —dijo en voz baja. No hice más comentarios. Uno al lado del otro, seguimos en silencio a Elfie de camino al barco. Ni un alma se cruzó con nosotros por la calle; ni un leve resplandor nos iluminó desde las tétricas y sombrías casas. La niña se detuvo dos veces y (manteniéndose con picardía lejos del alcance de su madre) se me acercó corriendo, extrañada de mi silencio. —¿Por qué no hablas? —preguntó—. ¿Tú y mamá habéis discutido? Era incapaz de responderle, pues no podía pensar más que en el crimen que contemplaba. No me afectaba el temor ni el remordimiento. Parecía como si los mejores instintos, los sentimientos más nobles que hubiera poseído estuvieran muertos y enterrados. Ni tan siquiera un pensamiento relacionado con el futuro de la niña turbaba mi mente. No tenía fuerzas para ver más allá del salto mortal desde el barco; después había una inmensa laguna. Por entonces —sólo puedo repetirlo—, mi juicio moral estaba ofuscado, mis facultades mentales habían perdido totalmente su equilibrio. Mi lado animal vivía y se conducía como siempre; mis instintos animales más bajos urdían y tramaban, pero no había en mí nada más. Cualquiera que me hubiera visto sólo habría apreciado una apagada quietud en el rostro, una impasible serenidad en la actitud. Y aun así, ningún loco merecía más la reclusión, ni era menos responsable moralmente de sus propias acciones que yo en ese momento. El aire de la noche sopló frío en nuestros rostros. Todavía conducidos por la niña, habíamos atravesado la última calle y salíamos al espacio abierto y vacío que constituía el límite con tierra del puerto. Un minuto después estábamos en el muelle, a un paso de la borda del barco. Advertí un cambio en el aspecto del puerto desde la última vez que lo había visto. Algunas barcas pesqueras habían llegado durante mi ausencia. Se hallaban amarradas, algunas pegadas a la popa y otras a la parte delantera del barco. Miré con inquietud para ver si alguno de los pescadores se movía por cubierta. Pero no apareció nadie por ningún lugar. Los hombres se encontraban en tierra con sus esposas y familias. Elfie extendió los brazos para que la subiera a bordo del barco. La señora Van Brandt se interpuso entre los dos cuando me incliné para auparla. —Esperaremos aquí —dijo— mientras vas al camarote a por el dinero. Tras aquellas palabras no había la menor duda de que albergaba sospechas hacia mí, sospechas que probablemente la hacían temer no por su vida, sino por su libertad. Tal vez pensaba que quedaría prisionera en el barco y me la llevaría contra su voluntad. De momento, no era posible que recelara de nada más. La niña me ahorró la molestia de protestar. Estaba decidida a acompañarme. —Tengo que ver el camarote —gritó sosteniendo la llave— y abrir yo la puerta. Se desprendió de las manos de su madre y corrió junto a mí. Al instante, la subí por la borda. Antes de que pudiera volverme, su madre la había seguido y se hallaba en cubierta. La puerta del camarote, en la posición que ocupaba ahora ella, estaba a la izquierda. La niña se encontraba cerca detrás y yo a la derecha. Ante nosotros se extendía la cubierta despejada y la breve borda del barco descollando sobre las profundas aguas. En un segundo podríamos cruzarla; en un segundo podríamos emprender la zambullida mortal. Tan sólo de pensarlo la maldad insana que habitaba en mí alcanzó su cénit. De pronto, fui incapaz de refrenarme. Moví rápidamente un brazo y la rodeé por la cintura lanzando una honda carcajada. —Ven —dije tratando de arrastrarla por la cubierta— ven a ver el agua. Se liberó en un súbito arranque de fuerza que me sorprendió. Con una débil exclamación de terror, se volvió para tomar a la niña de la mano y regresar al muelle. Me situé entre ella y los bordes del barco, de modo que impidiera su retirada. Todavía riéndome, le pregunté de qué se asustaba. Retrocedió y agarró de la mano de la niña la llave de la puerta del camarote. Aquél era el único lugar de refugio que ahora le quedaba para escapar de la cubierta del barco. A pesar del horror, no dudó un instante. Abrió la puerta y descendió veloz los dos o tres escalones que llevaban al camarote tomando a la niña consigo. Las seguí, sabiendo que me había delatado a mí mismo, pero todavía empeñado, con obstinación, con estupidez, con locura, a llevar a cabo mi objetivo. "Sólo debo comportarme con tranquilidad", pensé, "y la convenceré para que salga a cubierta otra vez". La lámpara seguía ardiendo tal como la había dejado; el bolso de viaje estaba sobre la mesa. Sujetando aún a la niña, permaneció, pálida como un cadáver, esperándome. Los ojos desconcertados de Elfie se posaron interrogantes en mi rostro cuando me aproximé a las dos. Parecía que fuera a echarse a llorar; la acción precipitada de la madre había espantado a la niña. Hice lo que pude por calmar a Elfie antes de dirigirme a su madre. Señalé los objetos que probablemente le interesarían en el camarote. —Ve a mirarlos —dije—. Venga, diviértete. Pero la niña siguió indecisa. —¿Estás enfadado conmigo? —preguntó. —¡No, no! —¿Estás enfadado con mamá? —Ni mucho menos —me volví a la señora Van Brandt—. Dile a Elfie si estoy enfadado contigo —dije. Ella era totalmente consciente, en su crítica posición, de la necesidad de seguirme el juego. Entre ambos logramos calmar a la niña. Se giró a examinar, con gran alborozo, los nuevos y singulares objetos que la rodeaban. Entretanto, su madre y yo permanecimos juntos mirándonos el uno al otro a la luz de la lámpara, con una serenidad fingida que ocultaba como una máscara nuestros verdaderos rostros. Lo grotesco y lo terrible, siempre aliados en esta extraña vida, se unieron en aquella horrible situación. A cada lado nuestro, el único ruido que rompía el silencio siniestro y amenazador eran los pesados ronquidos del capitán y la tripulación durmiendo. Ella habló primero. —Si deseas darme dinero —dijo intentando apaciguarme de ese modo— ahora estoy dispuesta a tomarlo. Abrí el bolso de viaje. Al asomarme a buscar el estuche de piel que contenía el dinero, el irresistible deseo de llevarla de nuevo a cubierta, la frenética impaciencia por cometer el acto fatal, fueron demasiado intensos para poder controlarlos. —Estaremos más frescos en cubierta —dije—. Llevemos el bolso allí. Ella demostró un valor extraordinario. Casi pude ver el grito de socorro aflorando a sus labios. Pero lo reprimió; aún conservaba el suficiente temple para prever lo que sucedería antes de que pudiera despertar a los hombres que dormían. —Aquí tenemos luz para contar el dinero —respondió—. Yo no siento nada de calor en el camarote. Quedémosnos aquí un poco más. ¡Mira cómo se divierte Elfie! Sus ojos se clavaron en mí mientras hablaba. Algo en su expresión me tranquilizó de momento. Me detuve a pensar. Podía llevármela a cubierta por la fuerza antes de que los hombres consiguieran intervenir. Pero sus gritos los despertarían; oirían el impacto con el agua, y tal vez fueran lo bastante rápidos para rescatarnos. Quizás resultaría más sabio esperar un poco y confiar en mi astucia para inducirla a abandonar el camarote por su propia voluntad. Coloqué nuevamente el bolso en la mesa y comencé a buscar el estuche de piel con el dinero. Mis manos se movían con extraña torpeza y desatino. Sólo logré dar con la caja tras haber esparcido la mitad del contenido por la mesa. La niña estaba cerca en aquel momento y vio lo que hacía. —¡Oh, qué patoso eres! —exclamó a su manera franca y atrevida—. Déjame ordenarte el bolso. ¡Por favor! Accedí a su petición con gesto impaciente. El afán incansable de Elfie por estar siempre haciendo algo, en vez de divertirme como solía, me irritó. El interés que había sentido por esa encantadora criatura se había desvanecido por completo. Aquella noche, un amor inocente era sólo un sentimiento ahogado en la atmósfera emponzoñada de mi mente. El dinero que llevaba conmigo consistía principalmente en billetes del Banco de Inglaterra. Procurando mantener las apariencias, aparté la suma que un viajero necesitaría para regresar a Londres y deposité todo lo que quedaba en las manos de la señora Van Brandt. ¿Podía ahora sospechar que tramaba contra su vida? —Esto servirá por el momento —dije—. En el futuro podré comunicarme contigo a través de los señores Van Brandt, en Amsterdam. Ella tomó el dinero mecánicamente. La mano le temblaba y sus ojos encontraron los míos con una mirada de súplica lastimera. Trató de revivir mi antiguo afecto por ella; apeló por última vez a mi paciencia y consideración. —Podemos despedirnos siendo amigos —dijo en voz baja y temblorosa—. Y como amigos tal vez volvamos a vernos, cuando el tiempo te haya enseñado a pensar con indulgencia en lo que ha sucedido entre nosotros esta noche. Me ofreció la mano. La miré sin tomársela. Comprendí cuál era su intención al apelar a mi antigua estima por ella. Aún sospechaba de mí y había agotado su última oportunidad de llegar a salvo a tierra. —Cuanto menos hablemos del pasado, mejor —respondí con irónica cortesía—. Se hace tarde. Y coincidirás conmigo en que Elfie debería estar en la cama —miré hacia la niña—. Date prisa, Elfie —dije—. Tu mamá se marcha —abrí la puerta del camarote y ofrecí el brazo a la señora Van Brandt—. Este barco es ahora mi casa —añadí—. Cuando una dama se despide tras una visita, la acompaño a cubierta. Por favor, toma mi brazo. Retrocedió. Por segunda vez, estuvo a punto de gritar pidiendo socorro, pero de nuevo reservó esa opción desesperada como última alternativa. —Todavía no he visto tu camarote —dijo, con un miedo arrebatado en la mirada y una sonrisa forzada en los labios—. Hay varias cosas aquí que me interesan. Dame uno o dos minutos más para mirarlas. Se apartó hasta acercarse a la niña, simulando que miraba por el camarote. Me mantuve en guardia ante la puerta abierta, vigilándola. Y volvió a fingir: tiró una silla estrepitosamente como por accidente, y esperó a comprobar si con su truco había logrado despertar a los hombres. Los fuertes ronquidos continuaron; no se oyó por ninguna parte el ruido de nadie moviéndose. —Mis hombres tienen un sueño profundo —dije con una sonrisa acentuada—. No te inquietes, no los has molestado. Nada despierta a estos marineros holandeses cuando están a salvo en puerto. No respondió. Se me agotó la paciencia. Dejé la puerta y me acerqué a ella. Retrocedió muda de terror, pasando por detrás de la mesa a la otra punta del camarote. La seguí hasta que llegó al fondo de la estancia y no pudo ir más allá. Vio mi mirada clavada en ella; se encogió en un rincón y pidió socorro. Invadida por un terror atroz, se quedó sin voz. Un débil gemido, apenas más alto que un murmullo, fue todo lo que brotó de sus labios. En mi imaginación, ya me hallaba con ella en la borda, ya sentía el frío contacto con el agua... cuando me sobresaltó un chillido detrás. Me volví. El chillido provenía de Elfie. Al parecer, acababa de descubrir un nuevo objeto en el bolso y lo sostenía con admiración por encima de la cabeza. —¡Mamá, mamá! —gritaba la niña entusiasmada—, ¡mira qué cosa tan bonita! ¡Por favor, pregúntale si me la puedo quedar! Su madre corrió junto a ella, ansiosa por aprovechar la mínima excusa para escapar de mí. La seguí; extendí los brazos para agarrarla. De pronto, se volvió hacia mí, como una mujer transformada. Un rubor brillaba en su rostro, una ardiente curiosidad centelleaba en sus ojos. Arrebatando de las manos de Elfie su objeto codiciado, lo sujetó ante mí. Lo vi a la luz de la lámpara. Era mi pequeño recuerdo olvidado: ¡la bandera verde! —¿Dé donde has sacado esto? —preguntó ella sin aliento, esperando mi respuesta. En su rostro no quedaba el menor rastro del terror que lo había convulsionado apenas un minuto antes—. ¿De dónde lo has sacado? —repitió, asiéndome del brazo y zarandeándome, poseída por una impaciencia irrefrenable. La cabeza me daba vueltas, el corazón me latía furioso en el conflicto de emociones que había despertado en mí. Tenía la mirada fija en la bandera verde. Las palabras que deseaba pronunciar se negaban a acudir. Respondí maquinalmente: —Lo tengo desde que era niño. Me soltó y levantó los brazos con un gesto extático de agradecimiento. Un hermoso resplandor angelical inundó su rostro como una luz celestial. Por un instante, permaneció arrobada. Pero de inmediato me estrechó apasionadamente contra su pecho y me susurró al oído: —¡Soy Mary Dermody! ¡Yo lo cosí para ti! La impresión del descubrimiento, tan seguida de todo lo que había sufrido antes, resultó demasiado intensa para mí. Caí desmayado en sus brazos. Cuando recobré el sentido me hallaba tendido en la cama del camarote. Elfie jugaba con la bandera verde y Mary estaba sentada junto a mí, sujetando mi mano entre las suyas. Una mirada de amor prolongada pasó de sus ojos a los míos, de los míos a los suyos. En esa mirada, las almas gemelas se unieron, los dos destinos se cumplieron. FIN DE LA HISTORIA FINAL LA ESPOSA CONCLUYE LA HISTORIA Quizás hayan olvidado una pequeña narración introductoria que precedía a "los Dos destinos". La narración estaba escrita por mí mismo: un ciudadano de los Estados Unidos que visitaba Inglaterra con su esposa. Describía una cena a la que asistimos, ofrecida por el señor y la señora Germaine para celebrar su matrimonio, y citaba las circunstancias en que se nos confió la historia que acaba de finalizar en estas páginas. El señor y la señora Germaine esperaban que, después de haber leído el manuscrito, decidiésemos si manteníamos o no nuestra relación amistosa con ellos. A las tres en punto de la tarde dimos vuelta a la última hoja de la historia. Cinco minutos después la cerré en su cubierta; mi esposa se puso el sombrero y nos disponíamos a encaminarnos directamente a casa del señor Germaine, cuando la criada entró en la habitación con una carta dirigida a mi esposa. La abrió, miró la firma y descubrió que pertenecía a "Mary Germaine". Al ver aquello nos sentamos juntos a leer la carta, antes de hacer nada más. Pensándolo bien, se me ocurre que vale la pena que ustedes también la lean. Seguro que a estas alturas, sienten cierto interés por la señora Germaine. Y creo que, por ese motivo, ella es la persona más adecuada para concluir la historia. Esta es su carta: Querida señora (¿opuedo decir "querida amiga"?): Permítame darle una pequeña sorpresa. Cuando lea estas líneas, habremos partido de Londres con destino al continente. Después de que se fueran anoche, mi marido decidió emprender este viaje. Viendo lo mucho que le dolió el insulto que me dedicaron las damas a las que habíamos invitado a nuestra mesa, gustosamente lo dispuse todo para nuestra súbita marcha. Mi experiencia me dice que cuando el señor Germaine se encuentre lejos de sus falsos amigos, recuperará la tranquilidad. Y eso es suficiente para mí. Mi hijita, por supuesto, viene con nosotros. Esta mañana temprano me he dirigido a la escuela de las afueras en la que recibe su educación y me la he llevado conmigo. No cabe decir que estaba encantada ante la perspectiva de viajar. Ha escandalizado a la maestra agitando su sombrero al viento y gritando "hurra" como un niño. La buena mujer se ha asegurado de informarme que era imposible que mi hija hubiera aprendido a gritar "hurra" en su casa. Tal vez ya haya leído la narración que confié a su cuidado. Casi no me atrevo a preguntar qué opinión le merezco. ¿Habría llegado a verla junto a su agradable marido si no hubiéramos dejado Londres tan de repente? Pero dadas las circunstancias, debo escribir lo que habría preferido infinitamente decirle tomando su mano amiga. Por su experiencia de la vida, sin duda, habrá atribuido la ausencia de esas damas en nuestra mesa a algún rumor acerca de mi persona. Y está totalmente en lo cierto. Mientras he ido a buscar a Elfie a la escuela, mi marido ha visitado a uno de sus amigos que cenó con nosotros (el señor Waring) y le ha exigido una explicación. El señor Waring le ha nombrado a la mujer que usted ya conoce como la esposa legal del señor Van Brandt. En sus ratos de sobriedad posee cierto talento musical, y el señor Waring la conoció en un concierto de beneficencia y se interesó por la historia de sus agravios, como ella los llamó. Mi nombre, desde luego, se mencionó. Se me describió como una "querida abandonada" de Van Brandt, que había logrado convencer al señor Germaine para desprestigiarlo casándose con ella y convirtiéndose en el padrastro de su hija. La señora Waring no tardó en dar parte de lo que había sabido a otras damas amigas suyas. El resultado ya lo vieron ustedes mismos cuando cenaron en nuestra casa. Le informo acerca de lo sucedido sin añadir comentarios. La narración del señor Germaine ya le ha revelado que yo preveía las lamentables consecuencias que podrían seguir a nuestro matrimonio y que, una y otra vez (sabe Dios a costa de cuanto sufrimiento), rechacé ser su esposa. Pero cuando mi pobre bandera verde nos descubrió el uno al otro perdí todo control sobre mí misma. Los viejos tiempos en las orillas del lago regresaron, mi corazón anhelaba el amor de esos días más felices y acepté, cuando (como tal vez piense) debería haber seguido negándome. ¿Comparte la opinión de la pobre Dame Dermody y cree que las almas gemelas, una vez reunidas, ya no pueden volver a separarse? ¿O comparte la mía, que es todavía más sencilla?: ¡Yo le quiero mucho y él me adora1. Entretanto, marchar de Inglaterra parece la decisión más sabia que podemos adoptar. Mientras esa mujer viva, continuará diciendo lo que ya ha dicho de mí en cuanto halle la oportunidad. Mi hija podría oír los rumores sobre su madre y verse perjudicada cuando sea mayor. Tenemos la intención de establecernos, al menos durante algún tiempo, en las afueras de Nápoles. Allí, o quizás más lejos, esperamos vivir sin molestias entre unas gentes cuyas leyes sociales se rigen por la piedad. Aunque, pase lo que pase, siempre nos quedará un consuelo para confortarnos: el amor. Durante la cena hablaron de viajar por el continente. Si pasaran por nuestra región, el cónsul inglés de Nápoles es amigo de mi marido y dispondrá de nuestra dirección. Me pregunto si volveremos a vernos alguna vez. Se hace duro realmente tener que cargar con las desgracias de mi vida como si fueran mis propios fallos. Hablando de mis desgracias, puedo decir, antes de concluir la carta, que el hombre a quien se las debo difícilmente volverá a cruzarse en mi camino. Los Van Brandt de Amsterdam han recibido cierta información según la cual ahora se dirige a Nueva Zelanda. Están decididos a procesarlo si regresa. Y es muy poco probable que les dé la oportunidad. El coche espera en la puerta; debo despedirme. Mi marido les envía sus más cordiales saludos y sus mejores deseos. El manuscrito quedará a buen recaudo (cuando abandonen Londres) si lo envían a sus banqueros a la dirección adjunta. Piensen en mí, con cariño, alguna que otra vez. Apelo a su afecto con toda confianza, pues no olvido que me besó al despedirse. Su agradecida amiga (si le permite ser su amiga), Mary Germaine En los Estados Unidos somos un tanto impulsivos y nos lanzamos a grandes viajes por tierra o por mar sin concederles mayor importancia. Mi mujer y yo nos miramos el uno al otro al terminar de leer la carta de la señora Germaine. —Londres es aburrido —comenté y esperé a ver qué sucedía. Mi esposa interpretó correctamente, mi comentario de inmediato. —¿Y si probamos Nápoles? —dijo. Eso es todo. Permítannos despedirnos. Salimos para Nápoles.